Epílogo

La alarma no sonó. La joven lo supo cuando abrió los ojos y vio que el sol brillaba radiante a través de su ventana. Ella soltó una maldición y pateó el cobertor para salir de la cama. Miss Creampuff, su gata, maulló enojada y saltó del revoltijo de sábanas para escapar.

—Lo siento, pero es mi primer día en la universidad y ya es muy tarde.

Y todo era su culpa.

O mejor dicho, culpa de la novela gráfica por la que se había desvelado.

Sabía que ese día sería importante, pero no había podido resistirse a la nueva publicación de su ilustradora favorita, Claudia Lee; era un nuevo tomo, una nueva aventura. La historia, combinada con el peculiar estilo de dibujo, le había resultado en una obra de ciencia ficción adictiva y conmovedora.

Al leer las últimas páginas, ella había confirmado su sueño de seguir los pasos de Claudia Lee. No quería ser escritora, sino ilustradora de historias.

Quería ser una artista. Las paredes de su habitación eran testigos de su sueño: estaban repletas de dibujos, bosquejos y más y más arte.

Pero no era el momento de pensar en el futuro, sino en el presente. Y si quería ser ilustradora profesional, no podía llegar tarde a su primera clase: Storytelling, una materia que mezclaba la escritura creativa con las bellas artes.

Había leído en el programa que en la primera clase se armarían los grupos para todo el curso —cada uno estaría compuesto por un aspirante a ilustrador y otro a escritor— y que el proyecto final consistía en crear una historia e ilustrarla. Sin embargo, si se quedaba sola, no aprobaría el curso.

Ella no podía escribir nada, aunque lo había intentado antes. Había aceptado hacía mucho tiempo que era una chica de dibujos y no de letras.

La joven terminó de vestirse, tomó su mochila y salió corriendo de su habitación. Miss Creampuff maulló en señal de despedida, arrancándole una sonrisa. Si no fuera tarde, regresaría a darle muchos mimos.

Sus padres estaban desayunando en la cocina cuando ella cruzó frente a ellos y robó un pancake del plato de su papá.

—¿No vas a desayunar? —preguntó su mamá.

—¡Voy muy tarde! —gritó—. ¡Los quiero!

La chica se subió a su bicicleta y se desplazó por las calles de Notting Hill. El tráfico en Londres por las mañanas era un caos, pero andar en bicicleta era menos estresante que usar un auto. Además, su padre le había enseñado muchos atajos para acortar el camino hasta la universidad y evitar el tráfico.

Cuando divisó el edificio de la Universidad de Londres, respiró un poco, aunque su reloj ya marcaba los minutos de retraso. La joven dejó su bicicleta en el parqueadero y corrió hacia el edificio de arte. Su corazón latía con fuerza, sus oídos pitaban y su respiración estaba entrecortada.

Ella vio que la puerta se estaba cerrando. Estiró la mano, queriendo evitarlo, pero fue imposible. Cuando la puerta se cerró en su cara, sintió un mal presagio.

Primer día de clases, primera materia, y había llegado tarde.

Sus rodillas cedieron y se sentó en el piso, intentando calmar su respiración y replanteándose todas las decisiones de su vida.

—¿También llegaste tarde?

Cuando levantó el rostro, encontró a un chico parado frente a ella. Su mirada tenía un rastro de curiosidad y diversión.

—¿No es obvio? —respondió, arrugando la frente.

Ante su repentino mal carácter, él sonrió. Era de ese tipo de sonrisa encantadora, pero sexy.

Y luego dijo el comentario más extraño de todos:

—Creo que tu pancake se aplastó.

—¿Qué?

Él bajó la mirada y ella pensó que estaba mirando descaradamente sus pechos, pero era imposible porque tenía una camiseta con cuello alto y un jumper de jean con un bolsillo frontal que... tenía un pancake aplastado asomándose por el borde.

—¡Olvidé que estaba ahí! —murmuró y sus mejillas se calentaron.

La sonrisa de él se suavizó y le ofreció la mano para ayudarla a levantarse. Cuando sus dedos se rozaron, ella intentó ignorar la corriente de electricidad que recorrió su brazo. Apartó la mano y fingió revisar algo en su mochila para no mirarlo.

—¿Tienes hambre? ¿Quieres ir a desayunar?

Eso fue inesperado.

Ella siempre tenía hambre y le habría encantado comer un enorme desayuno con tostadas y tocino en ese momento triste, pero no lo dijo. No era buena relacionándose con las personas y, aunque les había prometido a sus padres que se relacionaría con otras personas, no estaba segura de que ese día lo lograría.

—No, está bien, tengo un pancake —dijo, levantando su pancake aplastado—. Adiós.

Sin esperar una respuesta, se apresuró a alejarse. Pero él seguía diciendo las cosas más raras:

—¿No vas a preguntarme?

Su pregunta había sido tan peculiar como todo ese encuentro. La joven se detuvo e intercambiaron una mirada.

—¿Qué cosa?

—Si quiero ser tu compañero —completó, risueño.

Ella se rio, no pudo evitarlo. Si creía que su aparición atractiva iba a hacer que ella perdiera la cabeza y...

—Porque es tu día de suerte: soy aspirante a escritor. Guionista, para ser más exacto. Y puedo intuir, por las manchas de pintura en una de tus manos, que eres artista. Haríamos un gran equipo.

«¡Maldición!»

—Qué gusto, pero alguien más pudo faltar hoy, así que no nos adelantemos.

En lugar de enojarse ante su negativa, él sonrió. Sus ojos brillaron de una forma muy cautivadora.

Ella se aclaró la garganta.

—Bueno... Buen día. —Se despidió y no miró atrás, aunque podría jurar que su mirada la siguió hasta que la perdió de vista.

Luego de ese peculiar encuentro, el día fue bueno, aunque un poco aburrido.

Llegó puntual al resto de sus clases y se concentró en prestar atención. Un punto positivo era que la mayoría de sus profesores eran cool.

Su día también mejoró cuando se encontró con Brenna. Ambas habían coincidido en la reunión de bienvenida y estudiaban la misma carrera, así que compartirían varias clases juntas. Brenna era una chica amable y con un espíritu muy sereno. Le agradaba, así que estuvieron juntas el resto del día.

A mitad de la tarde, la joven montó su bicicleta y emprendió el rumbo a casa. Sin embargo, primero decidió pasar por su cafetería favorita.

Frenó en una esquina y escaneó a la multitud de personas que cruzaban la calle. Dejó de hacerlo cuando se dio cuenta de que su manía estaba de vuelta: buscar algo o a alguien. Era una sensación extraña, como si hubiera perdido algo muy importante y estuviera buscándolo cada día, en las personas y en las pequeñas cosas de su vida.

Ella no sabía qué podía ser. Ni siquiera estaba segura cuándo había empezado a hacerlo. No podía evitarlo; era un instinto, una necesidad muy extraña y exigente de su corazón.

El semáforo cambió y continuó su camino, con su bicicleta deslizándose entre las calles. Cuando divisó la fachada de Biscuiteers, todo lo triste se borró de su mente. Pensar en sus galletas favoritas de chocolate y menta hacía que su boca se derritiera.

Era su cafetería preferida de todo Londres. Era una clienta frecuente desde que era una niña, cuando sus padres la llevaban los domingos y días festivos. Ella no solo estaba enamorada de sus creaciones, sino que el lugar le encantaba porque era muy vintage y tenía los escaparates con dulces más cool de Notting Hill.

Estacionó su bicicleta junto a la única mesita en el exterior y entró. El lugar estaba vacío, lo que era poco común, pero muy conveniente para ella. Saludó a las encargadas con una sonrisa y se inclinó sobre la vitrina de postres. Estaba a punto de ordenar, cuando otra voz se adelantó. Ella se dio la vuelta, malhumorada, y se encontró con...

«Ni siquiera sé su nombre».

—Eres tú, de nuevo —soltó con indiferencia.

Aunque la verdad era que no se sentía para nada indiferente. Su corazón estaba acelerado y ni siquiera tenía idea de por qué. ¿Estaba a punto de darle un infarto? ¿Quizás una arritmia cardiaca?

Ella negó con la cabeza. «¡No, no antes de comer mis galletas!».

—Soy yo, de nuevo —repuso el chico con una media sonrisa.

Bajo la luz reluciente de la cafetería, ella observó que sus ojos eran de un lindo color avellana, muy parecido al suyo, pero tal vez con un poco más de café.

—¿Acaso me estás siguiendo? —le preguntó con suspicacia.

—¿Cómo sé que no eres tú quien me está siguiendo? —contraatacó.

Ella separó los labios en una pequeña «o».

—¡No te estoy siguiendo! —replicó.

—Pues yo tampoco te estoy siguiendo. Esto es solo una coincidencia.

La joven mantuvo su mirada sospechosa. Le costaba creer que el mismo chico peculiar de la mañana estuviera en su cafetería favorita cuando nunca lo había visto allí.

Este era un caso que Miss Creampuff y ella podrían intentar resolver, comiendo galletas desde el sillón.

—¿No crees en las coincidencias?

Ella reaccionó.

—No creo que en las coincidencias que me hacen encontrarme con extraños una y otra vez —respondió.

—No somos extraños. Me conociste esta mañana.

—¡Claro que sí, somos desconocidos! —ella volvió a replicar—. ¡Ni siquiera sé tu nombre!

Él se cruzó de brazos.

—Si hubieras aceptado desayunar conmigo, ya no seríamos extraños.

Ella bufó. Él le mostró otra sonrisa. De nuevo, esa sonrisa dulce y encantadora.

—Mi nombre es River —dijo.

Cuando los segundos se alargaron, esperando una respuesta, ella suspiró.

—Anya —susurró casi con timidez.

Su rostro se suavizó y sus facciones se volvieron aún más atrayentes.

—Mucho gusto, Anya. —Él le ofreció su mano para un saludo formal.

Era extraño, ya nadie se saludaba así. Sin embargo, sus padres la matarían si olvidaba los modales. «Introvertida, pero educada», dirían ellos.

Ella apretó su mano y ahí estaba de nuevo esa inesperada corriente al tocarse. Sus emociones se alteraron y por un segundo se desconectó de todo, menos de la calidez y la firmeza de su agarre.

River dejó ir su mano y Anya se sintió a la deriva, perdida, incompleta.

—Ahora, el siguiente paso para dejar de ser extraños es compartir comida —mencionó él—. ¿Quieres sentarte?

Anya frunció el ceño.

—¿Por qué no dejas de invitarme a comer?

—¿Por qué no dejas de rechazar la comida?

Era una pregunta muy buena. Generalmente, ella nunca rechazaba comida porque siempre tenía hambre. Pero había algo inquietante en él, en ese encuentro, en todos sus encuentros, en ella, que estaba provocando que casi le costara respirar. Y lo peor era que no entendía la razón.

Ella se mordió los labios.

Además, estaba el hecho de sus escasas habilidades sociales. No podía decirle que relacionarse con otros era difícil para ella, así que hizo lo que todos los introvertidos hacían: mentir.

—Yo... tengo que irme. Tengo trabajo —murmuró.

El único trabajo que tenía por hacer era ir a su casa, ponerse una pijama y ver televisión con Miss Creampuff en el sillón, mientras esperaban que su padre terminara la cena.

En su casa, sus padres siempre se apoyaban. Su madre se encargaba del desayuno y el almuerzo y su padre de la cena. Era un método que funcionaba para ellos y...

Ahora estaba divagando. Una espiral de pensamientos sin fin. Otro superpoder de los introvertidos.

—En fin, voy muy tarde.

Ella se encogió de hombros y empezó a retroceder despacio. River apenas se inmutó. Su sonrisa no decayó, incluso aunque parecía intuir que mentía.

—Anya —dijo—, cuando quieras que sea tu compañero, estaré aquí.

Algo en sus palabras hizo que ella se detuviera. Pensó que estaba burlándose de ella, pero la forma en que la miraba...

Anya tragó con fuerza y huyó.

Caminó de forma mecánica, con el corazón acelerado, intentando alejarse lo más rápido posible. Su forma de mirarla la había desconectado. Le había parecido que él podía ver a través de ella, como si interpretara sus pensamientos. De alguna forma, sabía cuando mentía, sabía sobre la comida, sabía de la cafetería. Intuía cosas sobre ella como si la conociera, pero era la primera vez que se conocían.

¿Acaso estaba soñando? ¿O acaso estaría desmayada en casa, luego de que Miss Creampuff lanzara sobre su cabeza aquella maceta de cactus que estaba en la repisa encima de su cama?

Se detuvo en una esquina, en la intersección de Portobello Road con Elgin Cres. Había una pequeña multitud esperando el semáforo para andar, y ella se mezcló entre ellos. Entonces, recordó algo importante: ¡su bicicleta y sus galletas!

Anya se golpeó la cabeza, varias veces, y murmuró quejas por lo bajo. Era una tonta que ahora tendría que regresar a la cafetería, donde River le mostraría su sonrisa encantadora al verla y se burlaría por su...

Sus pensamientos se frenaron de golpe y su respiración se detuvo. Anya se sostuvo la cabeza y se apoyó contra la pared de un edificio.

«Creo que somos compañeros. Soy Rhys. Todo estará bien. No tengas miedo».

Los recuerdos se amontonaron en su cabeza y cayó al suelo, mientras intentaba identificar cada escena, cada palabra, cada rostro que saltaba en su mente. Pero siempre estaba él.

Su compañero.

Su amigo.

Su amante.

Recordó sus sonrisas, sus besos, sus caricias. Todo estaba de vuelta. Sus últimas palabras...

«Te encontraré, lo prometo; así tenga que volver a vivir una y otra vez. Te recordaré y te reconoceré aunque sea en otro rostro. Aunque pasen años, aunque tenga que superar mil heridas, nunca dejaré de busc...»

Anya debió perder el conocimiento unos segundos porque, cuando abrió los ojos, había varias personas mirándola desde arriba. Una mujer la ayudó a sentarse y le preguntó si estaba bien.

Ella asintió, un poco aturdida, y se levantó. Las personas continuaban preguntándole cosas: querían saber si debían llamar a sus padres, si se sentía enferma, si necesitaba una ambulancia o ir al hospital. Anya los ignoró a todos y observó hacia la esquina.

—Aquí ocurrió el accidente —susurró—, en esta esquina. Por eso no quería cruzar la calle.

«¿Ahora tienes miedo de cruzar la calle?».

Su mente se enfocó y todo cobró sentido.

«¡Oh, por Dios!»

Ignorando todos los llamados, Anya dio vuelta y empezó a correr. Se escabulló entre las personas y los autos, intentando acortar la distancia hasta la cafetería.

Cuando llegó a la esquina de Biscuiteers, notó que River estaba sentado en la mesita exterior, junto a su bicicleta. Estaba leyendo un libro y bebiendo una taza de té.

Anya tragó con fuerza y acortó la distancia, con pasos inseguros. Al verla, él se levantó con una sonrisa.

—Olvidaste tu bicicleta.

Ella ignoró su comentario y se detuvo frente a él. Se levantó en las puntas de sus pies y sostuvo su rostro con sus manos. River se sorprendió, pero no se apartó.

—¿Rhys?

Se sintió extraña por preguntarle, pero tenía una corazonada.

Examinó sus ojos, intentando encontrarlo allí, convencerse de que nada de eso era un sueño. Su corazón estaba a punto de salirse de su pecho mientras esperaba una respuesta.

River negó.

—Lo siento, pero no sé de quién estás hablando.

Anya soltó su rostro y desvió la mirada. La chispa de esperanza en su corazón titubeó. Un segundo después, golpeó su pecho.

—¡No sabes mentir! —lo acusó.

Ella continuó golpeándolo con sus puños, hasta que River se rio. Sus manos sujetaron sus brazos para detenerla y abrazarla. Al final, Anya cedió y enterró el rostro en su pecho para ocultar sus lágrimas.

—No llores. Todo está bien.

Anya se aferró a su cuerpo con más fuerza y él acarició su cabello con cariño.

—¿Cuándo recordaste? —preguntó ella.

—Hace tres semanas. Te vi saliendo del teatro con una pareja.

—Mis padres —respondió—. Son buenas personas. Me aman. Y tengo una gata, Miss Creampuff. ¿Y tú? ¿Has estado bien?

—Sí. Tengo dos papás. Son una pareja muy genial.

Ambos sonrieron. River acarició los mechones de su cabello, mientras Anya grababa las líneas de su rostro con las puntas de los dedos. Su tacto era familiar, al igual que su forma de mirarla y de sonreír.

—Cuando te vi, solo lo supe. Luego, recordé. Estuve buscándote por días. Mis padres pensaron que me volví loco. Cuando te encontré hoy, fuera de la clase, estaba muy feliz. Sabía que en algún momento me recordarías.

Anya sonrió.

—Será difícil acostumbrarme a tu nuevo nombre.

—Es solo un nombre. Sigo siendo la misma.

—Eso no lo dudo —bromeó él—. No querías ser mi compañera. De nuevo.

Anya rodeó su cuello con sus brazos.

—Seré tu compañera, lo prometo.

River levantó su cuerpo en sus brazos.

—¡Qué alivio! ¡Pensé que no tendría compañera y reprobaría la materia!

Sus sonrisas se mezclaron y Anya juntó sus frentes, encontrando sus miradas y rozando sus labios. Una nueva sensación de electricidad recorrió su cuerpo, despertando emociones dormidas, pero que recordaba con claridad.

—¿Serás mi compañera para siempre?

Ella asintió con su corazón acelerado por tanta felicidad.

—Para siempre —prometió.

Sus labios se encontraron y ese beso los despertó a ambos a su nueva vida. Ahora tendrían una segunda oportunidad, su propio hilo fuerte y radiante y un futuro que estaba lleno de infinitas posibilidades.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top