Capítulo 9
Rhys estaba empezando a entender que ser una persona mundana era tan extraordinario como raro. Dormir, por ejemplo, había sido un poco aterrador: en mitad de la madrugada, había sentido como si sus párpados pesaran y su cerebro se apagara. Luego, esa mañana... ¡Bam! Había abierto los ojos, como si nada. Y a pesar de haber dormido, seguía con sueño.
Era muy raro.
Otro acontecimiento extraño fue la aparición de necesidades inesperadas que estaban relacionadas con su cuerpo, sobre todo con una parte de su anatomía masculina. Rhys había hecho una nota mental para investigar más sobre el tema.
Y la tercera cosa rara que había descubierto esa mañana era que el estómago podía comunicarse: hacía sonidos raros y vibraba; eso había sido tan aterrador como lo del sueño. Sin embargo, su miedo había cedido al encontrarse con la señora Calloway en la cocina; ella le aseguró que lo que sentía era solo hambre.
Rhys llegó a la conclusión de que era muy diferente ver y comprender el mundo a experimentarlo y vivirlo. Como emisarios, siempre habían observado, analizado y deducido cómo se comportaba una persona, cómo vivía sus días. Sin embargo, en ese momento no solo valía observar y deducir; ahora debían vivir experiencias por sí mismos, responder a las necesidades de su cuerpo y comprender sus propias emociones.
—Siempre pensé que lo único que los diferenciaba de la gente común era el hecho de que son invisibles e intangibles —comentó la mujer, mientras preparaba un tazón de avena.
—Técnicamente, esas son las características más destacables —comentó Rhys—. Sin embargo, nuestros cuerpos no necesitan cumplir las necesidades biológicas comunes como comer, dormir, reproducirnos. Aunque tenemos un corazón, y razonamos y percibimos emociones.
—¡Sí que hay cosas inusuales y extraordinarias en este mundo! —opinó ella con una sonrisa, y le tendió el tazón de avena.
Rhys removió el contenido con una cuchara, probando su consistencia. La avena era cremosa, espesa y tenía un color triste, pero la señora Calloway le había puesto trozos de frutas. Cuando Rhys se atrevió a probarla, los sabores explotaron en su boca. Sus papilas gustativas dolieron hasta que, poco a poco, se fue acostumbrando a su primera comida.
—¡Es delicioso! —soltó con emoción—. ¡Señora Calloway, cocina muy bien!
Ella se rio.
—Eso no es cocinar, querido. Y puedes llamarme Sophie, la señora Calloway era mi madre.
Rhys correspondió a su sonrisa dulce. Apenas conocía a la mujer, pero en sus misiones se había encontrado con gente como ella, que eran luz y belleza; alegría y cariño; calidez y compostura. Personas que reunían todo lo que era lindo de vivir.
La personalidad dulce de la señora Calloway era acorde a su apariencia elegante pero no presuntuosa. Debía rondar los setenta años, pero su aspecto era saludable. Era alta y de contextura delgada. Su rostro era fino y tenía el cabello corto, hasta debajo de las orejas, lacio y con mechones blancos y grises, que combinaban con sus ojos azul pálido.
—Sophie, ¿cómo te convertiste en mediadora?
Ella no esperaba la pregunta y Rhys se arrepintió de haberla hecho, no quería invadir su privacidad. Cuando se disculpó, Sophie sonrió y se apoyó contra el mesón de la cocina.
—Fue hace diez años. Habían pasado unos meses desde la muerte de mi esposo, Luther. Luchó contra el cáncer por varios años, hasta que le ganó. Sin embargo, creo que la batalla fue de ambos y, cuando perdimos, eso me dejó devastada.
—Lo lamento —musitó Rhys.
—Un día, estaba sentada en Holland Park y un hombre se acercó —continuó ella, inmersa en sus recuerdos—. Empezó a hablar del clima, del amor y, no estaba prestando atención, hasta que me di cuenta de que la vida que estaba relatando era la mía. Eran mis recuerdos con Luther. Entonces, me di cuenta de que estaba dejando que la depresión me ganara y entendí que Luther no hubiera querido que siguiera viviendo así.
Rhys se sintió triste por ella. Iba a preguntarle si no habían tenido hijos, pero era una pregunta estúpida. Al abrir y cerrar los ojos, pudo ver los hilos que salían de ella: el hilo de Eros que la había atado a su esposo estaba roto, pero se mantenía cerca de su corazón, y también hilos blancos de amor hacia el prójimo, pero ningún hilo azul de amor familiar, al menos no uno muy brillante como para pertenecer a un hijo.
Su rostro debió reflejar su sentimientos, pues Sophie se acercó y le apretó la mano.
—Oh no, no me compadezcas. Fuimos felices, muy felices. Tuve la oportunidad de amar a una persona maravillosa y que me amaba de la misma forma. Cupido me recordó eso, que me había dado esa oportunidad. Cuando me ofreció ayudarlo, acepté, y así conseguí un nuevo propósito para vivir.
Rhys sonrió.
—Es una linda historia.
—Sí, pero intento no compartirla mucho. Tú sabes, para que no crean que ya estoy senil —bromeó ella.
Ambos rieron y Rhys sintió una sensación de calidez en el pecho. No estaba seguro de cómo identificarlo, pero se sentía bien. Era fácil hablar con ella. Además, al contemplar sus hilos había intentado percibir las emociones en sus vínculos, pero no tuvo éxito. Como había sospechado, ahora podría ver los hilos, pero no sentirlos; él y Arden solo podían sentir sus propias emociones.
—Casi lo olvido: esto les pertenece.
Sophie salió de la cocina y regresó con una caja mediana de color azul. A Rhys le ganó la curiosidad y levantó la tapa. Entonces, sus ojos se abrieron con sorpresa. Era dinero, mucho dinero.
—Cada año, aparece una nueva caja. Debo decir que su gran jefe nunca deja desamparados a sus emisarios —explicó—. Pueden usarlo de la forma que deseen. Tengo el resto en la caja fuerte, por si necesitan más.
—Esto es más que suficiente —respondió Rhys, perplejo—. Gracias.
Ambos terminaron de desayunar en silencio. La avena le hizo bien a su estómago y Rhys se sintió con energía. Estaba animado y feliz. Se sentía muy vivo. Entonces, se le ocurrió una idea.
—Creo que es hora de despertar a Arden —anunció con una gran sonrisa.
—Tu compañera es la emisaria del desamor, ¿no?
Rhys asintió y Sophie esbozó una expresión con un poco de suficiencia.
—Nunca me equivoco. Siempre son los más callados, serios y reservados. Sean hombres o mujeres siempre hay algo en sus rostros que los delata, como un sentimiento de tristeza constante.
—Es por todas las emociones negativas que perciben a través de los vínculos —explicó Rhys, y no se le pasó por alto el tono amargo en su voz—. Presencian discusiones entre parejas, traiciones, mentiras. Muchas veces, hasta violencia. Otras veces es todo lo opuesto: sienten el desinterés y la frialdad entre las parejas. Experimentan todo lo malo en una relación, sea hielo o fuego.
—¡Eso es desconsolador! —exclamó la señora Calloway. Frunció el ceño, pero su semblante era apenado—. ¿Cómo pueden seguir creyendo en el amor? ¿Cómo no lo rechazan?
—No, Arden no rechaza el amor —confesó—. Solo cree en el amor propio antes de todo.
—Es una buena filosofía de vida —opinó la mujer.
Rhys se despidió y regresó a la habitación que compartía con su compañera. En su cama, Arden había construido un nido con las sábanas. Estaba hecha un ovillo y su largo cabello rubio estaba disperso sobre la almohada. Rhys se acercó y contempló su rostro; se preguntó si alguna vez había visto esa expresión tan tranquila e inofensiva.
«Tan hermosa».
Se distrajo de sus pensamientos cuando el Sr. Darcy salió de abajo de la cama, estirando su cuerpo y sus patas cortas.
—¡Hola, amiguito! No sabías que estabas aquí. ¿Por qué no me ayudas con la misión de despertador?
Rhys le acarició las orejas y lo subió a la cama. El Sr. Darcy saltó sobre la chica, se escabulló entre las sábanas y le atacó el rostro a lametazos para despertarla. Ella se asustó tanto, que se enredó con las sábanas y terminó cayendo fuera de la cama.
Rhys apenas aguantó la risa y se subió a la cama, desde donde el Sr. Darcy y él contemplaron la mirada ceñuda de la joven.
—Sin quejas, Arden, tenemos un lugar importante que visitar.
Antes de que ella pudiera quejarse o golpearlo, Rhys tomó el maletín con el expediente y salió de la habitación con el perro a su lado, para darle privacidad.
Veinte minutos más tarde, ambos se adentraron en las calles de Notting Hill; el ambiente y los alrededores eran familiares para ellos, así que no había riesgo de perderse. Esa mañana la ciudad se sentía diferente. O quizá eran ellos. Por primera vez, estaban caminando entre las personas sin pretender. A veces, alguien se chocaba con sus hombros y les pedía disculpas.
Esta vez, la gente lo veía; Rhys estaba fascinado por eso. Disfrutó de la fría brisa contra su piel y de los tibios rayos del sol. De cada sonido, olor y sensación nueva. Era una experiencia que se quedaría guardada en sus recuerdos para siempre. Incluso aunque tuviera que regresar a su anterior existencia, nunca dejaría de sentirse tan vivo como en ese momento.
A su lado, Arden caminaba con paso distraído, aún soñolienta; ambos vestían la ropa de la noche anterior. Rhys había hecho una nota mental para realizar algunas compras básicas. Quizá a Arden le agradaría la idea, aunque seguro no se sentía muy contenta en ese momento.
Él sonrió la tercera vez que Arden estuvo a punto de estrellarse contra un poste.
—¡No entiendo cómo las personas pueden hacer esto todos los días! —se quejó con un gran bostezo—. Es un milagro que puedan salir de sus casas con sueño y que no los aplaste un auto o se caigan en una alcantarilla.
—Creo que para eso se creó el café.
Ella estudió su rostro y, ante la sonrisa en su cara, frunció el ceño.
—¿A dónde vamos?
—Es una sorpresa. —El guiño de Rhys aumentó el recelo de Arden. Sin embargo, no insistió.
Diez minutos después, se detuvieron frente a la fachada de Biscuiteers y la expresión de asombro en el rostro de Arden provocó que el pecho de Rhys se extendiera con satisfacción.
—¿Puedo entrar? —preguntó ella, como si fuera un sueño—. ¿Puedo ordenar algo?
—Puedes ordenar lo que quieras.
Arden soltó un grito emocionado y entró corriendo. Rhys la siguió. Observó en silencio cómo se desplazaba entre las vitrinas, mientras le hacía preguntas a la encargada y señalaba postres. Al final, terminó ordenando una cantidad absurda de comida, pero Rhys no se entrometió en sus asuntos. Pagaron los dulces y unas bebidas calientes, y se sentaron juntos en la mesa de afuera.
Rhys no recordaba cuántas veces se habían sentado allí, sin ser vistos, como si no hubiera sido real. Pero ahora lo era. Arden no fingía comer una pasta o beber té; esta vez, estaba disfrutando de ese pequeño placer y estaba feliz. Nunca la había visto así antes, jamás, y el brillo en sus ojos y la sonrisa en sus labios le robaron el aliento.
—No me arrepiento de nada —soltó, cuando terminó de comer—. Gracias por recordarlo.
Su agradecimiento era sincero y se sintió descolocado por un momento. Al final, aligeró el momento, mirándola con una media sonrisa.
—Para ser una chica, tienes buen apetito —dijo y, antes de oírla refutar, sacó el expediente del maletín—. Ahora sí: negocios.
El rostro de Arden se tornó serio. Rhys también sabía que era un asunto importante; aunque estaba fascinado con la idea de formar parte de algo y ser mundano, comprendía que tenían que idear un plan sólido, porque solo eso los dejaría volver a su verdadera existencia.
—¿Qué crees que deberíamos hacer? —preguntó, contemplando las páginas que habían repartido sobre la pequeña mesa.
—¿Y me lo preguntas a mi? —Arden se cruzó de brazos y se recostó contra la silla—. Porque te recuerdo que yo solo corto los hilos y observo cómo esas personas recuerdan los momentos más especiales de su vida antes de dejar ir...
—¿Qué? —insistió, cuando ella se quedó en blanco.
—¿Y si recreamos sus momentos especiales? —aventuró.
—¿«Recrear»? —repitió él, confundido.
—Recrear, rememorar, recordarles, da igual. —Arden se inclinó hacia el expediente—. Tenemos toda la información que necesitemos aquí. Si les recordamos esos momentos especiales que han vivido como pareja, que siempre se han amado, quizá el hilo vuelva a su estado original.
Rhys pensó en su propuesta. Tenía mucho sentido. De hecho, era una gran idea. El expediente les daba acceso a los registros de todos los momentos especiales antes de las bodas: su primer encuentro, su primer beso, la primera confesión, todo estaba allí. Era información valiosa que podían usar como ventaja. Pero tenían un problema mayor...
—Es una buena idea, pero... ¿cómo vamos a acercarnos a ellos? —inquirió Rhys.
Arden separó los labios, como para seguir defendiendo su brillante idea, pero luego la cerró.
—Tienes razón —admitió—. Somos unos perfectos desconocidos.
—De todas formas, considero que es una buena idea. Es nuestra única idea —sentenció Rhys—. Tenemos el resto del día para pensar qué hacer. Faltan catorce días para la boda.
Arden no dijo nada. Recogió el expediente, lo guardó con cuidado en el maletín y emprendieron la marcha a casa. Ella caminó distraída, de nuevo, inmersa en sus pensamientos y masticando una galleta que había sobrado. Rhys se concentró en guiar su camino, sobre todo porque parecía incapaz de respetar los semáforos.
Se detuvieron en una esquina. Y entonces la vio.
—¡Arden, espera! —la detuvo—. ¿Esa no es la novia? ¿Hope?
Rhys sostuvo su brazo y los escondió a ambos detrás de un auto estacionado.
—¿Qué haces? —se quejó ella—. ¡La gente nos está viendo!
Aun así, siguieron escondiéndose. Sus miradas se posaron sobre la mujer al otro lado de la calle y, al observar con más atención, Rhys confirmó que era la misma chica de la foto, Hope. Estaba hablando con otra mujer frente a la fachada de un local con un letrero que decía: «Madame Taylor, organizadora de bodas».
—¿Qué es una «organizadora de bodas»? —dijeron al unísono.
Discutieron todo el camino hasta la casa de Sophie. Arden tenía el presentimiento de que la organizadora de bodas podría ser una pieza clave para su plan, mientras que Rhys consideraba que era peligroso y sospechoso confiar en alguien que no conocían.
—¿Están hablando de Madame Taylor, la organizadora de bodas? —inquirió Sophie, entrando en la cocina con un delantal de jardinería y una regadera en la mano.
Arden y Rhys se vieron por un momento. Ella asintió.
—Conozco a Taylor, era prima de Luther. Puedo presentarlos, si desean.
Ambos compartieron una mirada, pero esta vez también había una sonrisa de complicidad en sus labios.
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