Capítulo 8
Rhys llevaba menos de una hora siendo una persona y ningún entrenamiento lo habría preparado para las sensaciones que lo invadían. Decir que la experiencia era maravillosa era quedarse corto; ¡las sensaciones eran indescriptibles! Aun con la tormenta, las gotas que le golpeaban el rostro, el frío que parecía aferrarse a sus huesos y la inesperada incomodidad que provocaba la ropa húmeda, él no cambiaría la última hora por nada.
Sonrió.
A su lado, Arden caminaba con la cabeza inclinada y el maletín con el expediente apretado contra su pecho. Sabía que tenía frío, porque sus dientes castañeaban cuando hablaba y sus labios estaban pálidos.
Aunque llevaban casi media hora caminando, ella no se había quejado. La tormenta había disminuido, hasta convertirse en una llovizna constante; sin embargo, el clima en esa época del año no era compasivo, y mucho menos en la madrugada.
Según la información que había recibido de otro emisario, la mediadora de Notting Hill, la señora Sophie Calloway, vivía en el 120 de Portland Road, cerca de Holland Park.
La calle estaba desierta. A lo lejos, se escuchaba el ruido apagado de los vehículos y los sonidos característicos de la noche. Ellos se detuvieron frente a una hermosa casa familiar de colores claros; en la puerta azul se encontraba el número 120.
—¿Estás seguro de esto? —dijo Arden, en un susurro apagado.
Rhys no respondió. No quería mentirle, no estaba seguro de nada; solo dejaba que las cosas siguieran el curso del destino.
Sin más demora, llamó a la puerta con un par de golpes, luego tocó el timbre una vez. Transcurrieron varios minutos y no hubo respuesta. Arden empezó a retorcer la punta de su larga trenza; solo lo hacía, de manera inconsciente, cuando estaba estresada o inquieta.
Estaba a punto de decirle que todo estaría bien, cuando se escucharon pasos muy cerca. Un instante después, la puerta se entreabrió y una parte del rostro de una mujer se asomó entre el pequeño espacio.
—¿Quienes son? —preguntó, mientras los miraba con desconfianza.
—¿Señora... Calloway?
Ella asintió, aunque seguía mostrándose reacia a hablar con ellos.
Rhys se aclaró la garganta y esbozó una sonrisa perfecta, conjurando el encanto que poseía.
—Buenas noches, señora Calloway. Sentimos muchísimo la visita tan tardía —dijo—. Mi nombre es Rhys, y ella es Arden. Somos emisarios.
Levantó la mano para mostrarle la insignia y la delicada pulsera roja alrededor de su muñeca. Al instante, los ojos de la mujer se abrieron de par en par y su expresión se dulcificó, perdiendo todo rastro de sospecha.
—¡Oh, queridos! ¡Miren su estado, parecen cachorros mojados!
Abrió la puerta y retrocedió, animándolos a entrar. Rhys siguió a Arden al interior, y echó una mirada rápida a su alrededor. Por dentro, la casa era tan hermosa como por fuera. Todo era elegante y sofisticado, pero también tenía un aire de calidez y hogar. Rhys solo había visto lugares así en la televisión.
—Vengan —indicó la señora Calloway—, acérquense al fuego.
Entraron en una estancia acogedora, que tenía una chimenea, varios muebles y unas estanterías con libros. Ambos obedecieron, aproximándose a la calidez del fuego.
—Iré por unas toallas —anunció la mujer—. Volveré enseguida.
Se marchó, dejándolos solos. Arden y Rhys se miraron.
—Parece muy amable —sugirió él.
Arden abrió la boca para responder, pero justo escucharon pisadas veloces y después unos ladridos agudos. Un pequeño can, alargado y de pelaje claro irrumpió en el salón; a Rhys le recordó a un pan de molde. Se puso a ladrar frente a ellos. Arden se asustó y retrocedió hasta esconderse detrás de Rhys.
—Solo es un perro —rio él—. No te hará daño. Creo que solo lo sorprendimos.
Rhys se inclinó y estiró la mano. Al instante, el can se acercó a olisquear sus dedos y, cuando decidió que no había peligro, dejó que Rhys le acariciara las orejas. Arden observó el encuentro con cautela, y percibió nuevos detalles de su inesperada compañía: sus patas eran chiquitas y sus orejas puntiagudas siempre estaban alertas.
—Es un corgi —mencionó Arden—, como los perros reales.
Rhys la miró sobre su hombro.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo leí en una guía turística del palacio.
—Si quieres, puedes tocarlo —ofreció Rhys—. Es inofensivo.
Arden pensó en la oferta y verificó que, en efecto, Rhys tenía los dedos de su mano intactos. Sin embargo, cuando estaba por ceder, la señora Calloway regresó.
—Veo que ya conocieron al señor Darcy. Es un perfecto caballerito —explicó—. Miss Bennet debe estar por allí.
Él se levantó con una sonrisa graciosa en los labios.
—¿Sr. Darcy y Miss Bennet? ¿Como en Orgullo y Prejuicio?
—¡Oh, querido! ¡No me digas que también eres un amante de Jane Austen y el drama romántico!
Rhys nunca se sintió tan orgulloso de algo en toda su existencia.
—En efecto, es un clásico inglés que hace reflexionar sobre la verdadera naturaleza de las personas —dijo, lanzando una mirada disimulada hacia Arden. Ella pareció notarlo porque clavó sus ojos en él.
—Deben tener hasta los huesos congelados. —La mujer les entregó unas toallas—. La tormenta fue inesperada. Llevaba días sin llover.
—Señora Calloway —dijo Rhys—, quiero disculparme de nuevo por la inesperada visita. Debimos despertarla y darle un susto. Mis más sinceras disculpas.
—Claro que no —repuso ella, y le restó importancia con un movimiento de la mano—. Solo me sorprendieron, no pensé que tendría una nueva pareja de emisarios tan pronto; hace dos días, se marchó la anterior. No me llegó la notificación de su llegada.
Arden y Rhys se miraron por un momento y sonrieron con nervios.
—Debió perderse en el camino, señora Calloway —Rhys se apresuró a decir—. Pero no se preocupe, tenemos previsto cumplir esta misión en menos de dos semanas. Queremos incomodar lo menos posible.
Ella sonrió. Su voz era dulce y tranquila, pero su sonrisa lo era aún más. Era auténtica.
—No es una molestia. Pueden quedarse el tiempo que sea. A excepción de las visitas irregulares de los emisarios, solo somos el Sr. Darcy, Miss Bennet y yo. Tener visitas hace que nuestros días sean menos solitarios y más alegres.
Ni Arden ni Rhys respondieron. Rhys se preguntó si ella también estaba experimentando el mismo sentimiento de culpa.
—¿Estaría bien si les muestro su habitación? —pregunto—. Deben estar cansados.
—Sí, muchas gracias. De hecho, ha sido una noche muy larga —contestó Rhys.
Ella aplaudió y llamó al Sr. Darcy para que precediera el camino. La habitación se hallaba en el segundo piso y la mujer les comentó cómo había adecuado la habitación principal para recibir a sus intrigantes visitantes:
—Era una habitación muy grande para mí sola, así que luego de la partida de mi querido Luther, me mudé a una de las habitaciones del tercer piso.
La señora Calloway les enseñó el cuarto. Rhys hizo un barrido rápido por la estancia: al igual que el resto de la casa, tenía una decoración clásica y elegante, en tonos blancos y grises; el estilo era victoriano. Había un escritorio, un pequeño conjunto de muebles y dos camas contiguas en el centro, también un amplio ventanal con vista a la ciudad.
—Esta habitación será suya hasta que completen su misión —indicó la señora Calloway—. Además, pueden acceder a cualquiera de los espacios de la casa. Tenemos un jardín y una terraza, por si gustan tomar el té. Sin más que decir, los dejaré descansar.
—Buenas noches, señora Calloway. Gracias por la hospitalidad —se despidió Rhys.
Ella sonrió y se marchó con el Sr. Darcy trotando a su lado. Cuando la puerta se cerró y estuvieron solos, fue como si ambos dejaran de contener el aliento.
Rhys se pasó una mano por el cuello, intentando relajar la tensión en aquella zona.
—Creo que eso salió bien.
Buscó a su compañera con la mirada y observó cómo depositaba el maletín con cuidado sobre el escritorio, antes de acercarse a la ventana.
—No me siento bien engañándola —dijo de pronto.
Rhys suspiró.
—Yo tampoco —admitió—. Parece una mujer muy dulce, así que intentemos ser lo más honestos que podamos.
—¿Crees que se meterá en problemas por nosotros?
De pronto, Rhys se sintió agotado, como si su cuerpo empezara a quedarse sin fuerzas.
—No es su culpa. Este es nuestro plan, así que no le causaremos problemas. Asumiremos la responsabilidad, si algo sale mal.
Arden asintió y se mantuvo inmóvil frente a la ventana. Por su lado, Rhys se quitó la chaqueta del traje y la dejó sobre una de las camas. Luego, se arremangó las mangas de la camisa oscura y caminó hasta detenerse a su lado.
Su compañera no lo miró. Seguía tensa y silenciosa. Él estaba acostumbrado a sus silencios, pero en ese momento sintió que era casi asfixiante y que tenía que llenarlo con algo.
—Nunca me disculpé —murmuró, atreviéndose a decir aquello que no dejaba de girar en el fondo de su mente—. Lo siento.
Arden encontró su mirada.
—No debí presionarte. Sabía que estabas cansada y molesta por la mala noche que pasaste, y que tus emociones eran inestables, pero, aun así, te presioné y presioné. No fui un buen compañero. Creo que, en el fondo, también quería que las cosas salieran a mi manera.
Su honestidad debió sorprenderla, porque su expresión perdió un ápice de frialdad y la barrera que siempre erguía a su alrededor pareció ceder.
—Ya no digas nada —respondió—. No fue tu culpa.
Rhys no insistió, sabía que no llegaría a ningún lado si discutía ese tema con ella. Se había disculpado, eso era lo importante. Dejando las cosas claras, podían concentrarse en lo que harían desde ese momento.
Ambos se quedaron en silencio, contemplando la ciudad a través de la ventana. Entonces, Rhys recordó que antes del incidente nunca habían terminado el proceso de equilibrio. Quizá si lo hubieran hecho, Arden no habría actuado de forma tan impetuosa y nada de eso estaría sucediendo.
—Dame tu mano —pidió.
Arden levantó una ceja con escepticismo, pero comprendió de inmediato lo que se proponía.
—¿Crees que funcione? —se aventuró a preguntar—. Somos bastante normales ahora.
A modo de respuesta, Rhys levantó la mano y esperó que ella la tomara. Arden parecía reacia a hacerlo, pero no podría ocultar por siempre que sus emociones se volvían erráticas; había roto dos hilos, así que sus emociones negativas debían estar descontroladas. Solo el equilibrio entre compañeros la ayudaría a nivelar sus emociones.
Al final, ella extendió su mano izquierda y apretó la de Rhys. Lo primero que él notó fue la tibieza de su piel; ya no era glacial, sino cálida, y su tacto se sentía reconfortante, pero su piel también se sentía suave y muy frágil. ¿Siempre había sido así, o se debía a la calidez de los seres humanos?
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando el apretón se transformó y las puntas de los hilos rojos de sus pulseras se estiraron para fusionarse y sellar sus manos.
El cambio en las emociones de Arden fue casi instantáneo. Rhys lo percibió porque su postura tensa se relajó y las líneas preocupadas de su rostro se suavizaron. Para ella, cuando se unían buscando equilibrio, las emociones negativas no desaparecían, pero se nivelaban. Para él, en cambio, la euforia de unir a dos personas se veía atenuada por sentimientos más realistas.
Eso era el equilibrio entre compañeros: ella tomaba un poco de luz y él guardaba algo de su oscuridad.
—¿Mejor? —preguntó Rhys con suavidad, para no alterar su paz.
Arden observó sus manos; seguían unidas, a pesar de que el hilo rojo en sus pulseras se había recogido a su lugar original.
—Sí —respondió.
Rhys sonrió y acarició con su pulgar la delicada piel en la muñeca de Arden. Hizo esa acción de forma distraída por varios segundos antes de dejarla ir.
—¿Sabes, Arden? —musitó, confiado—. Creo que todo saldrá bien.
—¿Por qué?
—Por qué estamos vivos y estamos juntos.
Arden no dijo nada, pero una ligera sonrisa bordeó sus labios.
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