Capítulo 4
Arden recorrió el estrecho pasillo que había entre las estanterías. Sentía un olor característico en el aire; ella no sabía cómo explicarlo, pero le recordaba al aroma de las almendras o a la vainilla. A veces era una fragancia dulce y otras, ligeramente floral. Muchos de los libros de ese lugar habían vivido ahí por varios años; no conocía sus historias, pero cada uno de ellos tenía una fragancia única.
Caminó despacio en aquel pequeño laberinto, hasta que se detuvo frente a la sección de guías de viaje en Reino Unido. Era la menos concurrida; o, mejor dicho, la más aburrida, pero a Arden le gustaba. En silencio, ladeó la cabeza mientras deslizaba las yemas de los dedos sobre el lomo de los libros. Recorrió la hilera, una y otra vez, hasta que cerró los ojos y seleccionó un libro al azar.
«Inverness, el corazón de las Highlands», el título le resultó interesante, sobre todo porque no conocía Inverness. De hecho, ni siquiera conocía Londres, solo Notting Hill, el pintoresco barrio que le había sido asignado. Los sujetos de sus misiones vivían o pasaban sus días entre las tiendas vintage y los vendedores ambulantes. Si lo veía de una forma nostálgica, era su hogar; pero si lo hacía desde una perspectiva más realista, también era una prisión.
Arden suspiró, abrió el libro y le dio un vistazo rápido por las páginas llenas de fotografías; las guías turísticas de ese tipo eran sus favoritas. Al observar cada foto y leer los comentarios del autor, casi podía pretender que también había realizado aquel viaje. Quizá era un pasatiempo aburrido, pero para ella era una forma sencilla de distraerse.
Con cuidado, cerró el libro y caminó despacio hacia la salida. Nadie notó que algo faltaba, así como nadie había notado su presencia. Había una multitud pequeña dentro y fuera de la popular librería en Notting Hill, y aún así nadie detuvo a la mujer que estaba fugándose con una guía turística a la que apretaba contra su pecho.
Salió de la librería y caminó un par de pasos antes de girar en la esquina. Desde allí, observó la fachada de Biscuitters. Arden amaba la antigua pastelería. Aunque era un ente invisible e intangible, ella amaba simular que compraba una taza de té con pastas y que se sentaba en una de las pequeñas mesas de la fachada.
Se sentía tan real, tan mundano.
Así que Arden hizo su rutina de siempre: entró en la pastelería, examinó las vitrinas con dulces que lucían exquisitos, fingió que ordenaba su pedido habitual y se sentó en una de las mesitas en el exterior. Luego, abrió la guía turística y se sumergió en el mundo de las tierras altas.
No sabía cuánto tiempo había pasado. Cuando no estaba en una misión, prefería gastar su tiempo de esa forma: leyendo y descubriendo nuevos lugares. Su rutina animaba su espíritu, y en ese momento necesitaba distraerse. Los últimos días habían sido agotadores y la noche anterior...
Ella agitó la cabeza para no pensar en eso.
Entonces, lo notó.
De pronto, Arden supo que estaba siendo observada. Eso podría haberla asustado, pero su instinto no detectó ningún tipo de peligro, lo que usualmente sucedía cuando se encontraba con otros emisarios. Ellos nunca hablaban; solo compartían una sonrisa, si sus miradas llegaban a encontrarse.
Como en ese momento.
La mujer al otro lado de la calle sonrió y Arden correspondió a su sonrisa con otra, antes de apartar la mirada.
Eso era todo.
Los emisarios eran respetuosos y amables entre ellos, pero no estaba en su naturaleza formar vínculos, no. Ellos solo velaban por los vínculos entre las personas, protegiendolos o rompiendolos; ese era su propósito, su misión.
Arden se topaba a diario con varios emisarios que compartían la misma zona de Notting Hill. Sería muy extraño no ver a otros, pues en todo el mundo había tantos emisarios como personas. Donde fuera que se necesitaran, había emisarios del amor o del desamor que podían representar a Eros, Storge o Philia.
La designación siempre era desconocida, al igual que el origen de los emisarios. Nadie sabía desde cuándo existían o cómo habían sido creados. Arden había escuchado muchos rumores. Unos decían que los emisarios eran fragmentos de almas de las personas al morir; otros, que habían sido una creación de Cupido para que lo apoyaran; algunos, en cambio, sostenían que eran simples espíritus creados por el amor que había en el mundo.
Lo importante era que movían las fichas en el juego del amor y el destino.
La dinámica del amor era fácil de comprender: los emisarios del amor se encargaban de impulsar los sentimientos de dos seres, o a ayudarlos a encontrarse para que cultiven ese amor; los emisarios del desamor cortaban los hilos entre dos seres. Todos los hilos podían unirse o cortarse, ya fueran vínculos familiares, entre amigos o parejas.
El momento exacto de nacimiento o destrucción de cada hilo estaba definido por el destino. Los emisarios solo recibían las misiones, en esos dos momentos decisivos, y cumplían con su tarea.
Arden levantó la mirada, pero la mujer había desaparecido. Unas calles más abajo, observó que otros emisarios se mezclaban entre la gente, y fusionaban los hilos de colores, formando una gran telaraña de amor. Cerró los ojos por unos segundos, y cuando volvió a abrirlos, notó que los hilos habían desaparecido.
Esa era la gran habilidad de los emisarios: ver los hilos, sentirlos y tocarlos. Pero también podía resultar agobiante, en ocasiones; sobre todo cuando observaban los hilos de Eros, como el que había cortado la noche anterior. Bueno, como todos los hilos que había cortado desde que había sido asignada como emisaria del desamor.
Arden nunca había fallado al cortar un hilo. De alguna forma había ayudado a esas personas a dejar ir, a seguir adelante, a reconstruirse desde el dolor y a sanar sus corazones. Las misiones de Arden habían sido dolorosas, pero exitosas. Por ello, estaba cada vez más cerca de cumplir su deseo secreto.
Nunca había compartido su deseo, ni siquiera había dicho las palabras en voz alta; solo era una promesa que se había hecho a sí misma y que existía en lo profundo de su mente. La susurraba a diario en su oído y se mezclaba con sus pensamientos.
«No quiero ser un emisario de Eros».
Así que como Arden tenía un historial perfecto de misiones, planeaba solicitar una cita con Cupido y plantearle su decisión. Y entonces él cambiaría su designación del amor y ella dejaría de ser una emisaria de Eros para ser algo más.
No aspiraba a ser una emisaria del amor Ágape. Después de ver, sentir y romper cada hilo que había llegado hasta sus dedos, había comprendido que el amor puro, incondicional y verdadero como Ágape quizá no existía, o era muy difícil de alcanzar.
Además, Arden nunca había conocido a un emisario de Ágape. Se imaginaba que debían existir, aunque ese tipo de amor fuera muy escaso. Por lo pronto, el único emisario de Ágape reconocido era Cupido, y Arden no se sentía al mismo nivel del emisario mayor. Por eso quería ser destinada a otras representaciones del amor, como Storge y Philia; esos eran buenos tipos, porque aunque no carecían de conflictos o fallas, no estaban empañados por la desesperanza, la inseguridad y la toxicidad de un amor orgulloso y pasional como Eros.
Arden suspiró y contempló la página abierta bajo sus dedos. Tenía la intención de regresar al descubrimiento de Inverness, pero una mano se apoyó sobre la mesa.
—¿Y cómo está el desamor hoy? —preguntó una voz masculina.
Arden se quedó estática, casi como si quisiera convertirse en una estatua. Sin embargo, los segundos transcurrieron y no tuvo más opción que levantar la cabeza. El recién llegado tenía una expresión cálida en el rostro. Sus ojos eran amables; poseían tonos verdes y cafés, muy parecidos a los suyos. Su sonrisa era amable y genuina, sin ningún tipo de pretensión. Había un aura tan brillante a su alrededor que Arden sintió celos; quizás por eso respondió con frialdad:
—Lo siento, pero no sé quién eres.
Aquellas palabras desequilibraron a Rhys, y su sonrisa se borró. Pero su sorpresa duró apenas un segundo: su boca volvió a estirarse; esta vez, con un ápice de diversión.
—Buena táctica —reconoció—. Muy graciosa.
Arden selló sus labios, giró los ojos y cerró con cuidado la guía turística.
—¿Qué me delató? —espetó con apatía.
—Tú nunca te disculpas —señaló Rhys desde la silla opuesta.
Arden, que había estado estudiando las puntas de su trenza para distraerse, fingió ofenderse. Ella colocó una mano sobre su pecho, como si su corazón doliera.
—¿Estás diciendo que no tengo modales?
—Si sigues robando libros, diría que no —contestó Rhys, y observó la fotografía de Inverness.
—Solo los tomo prestados —se defendió ella, y guardó el libro en el bolsillo de su chaqueta—. Además, nadie extraña los libros sobre viajes. Pero también merecen ser leídos, así que eso hago antes de devolverlos.
Él sonrió ante su actitud defensiva. Arden estudió su expresión con el ceño fruncido: Rhys lucía contento, aunque eso era habitual en él; siempre era gentil, risueño y agradable. Solía tener una sonrisa en los labios y un brillo inteligente en los ojos. Era atractivo y mantenía un estilo clásico e impecable; todo un caballero inglés. Quizá por eso les agradaba a los otros emisarios. O, tal vez, todos los emisarios del amor eran más queridos que los del desamor.
—¿Cómo me encontraste? —replicó curiosa, bajando la guardia.
—¿Cómo no lo haría? —Rhys se encogió de hombros—. Tienes una obsesión con esta cafetería.
—No es una obsesión —replicó—, es un hábito. Nunca me ves burlándome de tu tonto hábito por caminar.
—En primer lugar, no me estoy burlando —explicó él con calma—. En segundo lugar, ahora sí te estás burlando. ¿Y por qué estás de mal humor?
Arden ignoró su pregunta.
—Me gusta esta cafetería —expresó—. Puedo tomar todas las tazas de té imaginarias que quiera y el aire huele a galleta. Los martes hay 2x1 en pancakes. Los jueves es día de helado gratis. Los sábados hay degustaciones de nuevos sabores. La semana pasada cambiaron el escaparate y utilizaron flores hechas con chocolate. Parecían tan reales que...
—¿Estás...?
Ella volvió a ignorar su intervención:
—...que muchas personas quisieron tocarlas. Entonces, tuvieron que poner un letrero de «No tocar», porque...
—¿Estás evadiendo algo? —dijo, enarcando una ceja.
Arden se detuvo de forma abrupta.
—Claro que no —masculló.
—Claro que sí —insistió Rhys, entrecerrando los ojos—. Estás intentando distraerme.
Arden desvió el rostro. Sus labios formando una fina línea tensa.
—Pues deberías fingir que está funcionando —murmuró, sintiéndose descubierta.
Hubo una larga pausa; solo se escuchaban los ruidos de la ciudad. Arden sintió cómo Rhys la estudiaba con la mirada, como siempre.
—¿Está todo bien?
Ella no respondió, no quería hablar en ese momento acerca de la noche anterior. Con cada nueva misión, las palabras se volvían más pesadas de pronunciar. Cada vez era peor hablar de algo tan íntimo pero penoso.
—Arden.
—No digas mi nombre de esa forma —tragó con fuerza—, como si me conocieras.
Tal vez sus palabras sonaban muy rudas, pero era la realidad.
A pesar de que era un misterio el origen de los emisarios o su destino luego de un largo tiempo de cumplir misiones, había otros aspectos que sí se conocían acerca de ellos. Por ejemplo, simplemente se despertaban con esa forma, vestidos con un traje a la medida y con una pulsera con un dije en forma de corazón. Luego, pasaban por una inducción: les enseñaban cuáles eran sus funciones y les asignaban sus misiones, antes de despacharlos a su zona asignada en parejas.
Sí, en parejas: un emisario del amor y un emisario del desamor. Una gran dupla. Un equipo sólido. Dos piezas opuestas y complementarias en el rompecabezas del amor.
Arden y Rhys eran una pareja. Llevaban un tiempo indefinido siendo un equipo; sin embargo, Arden no consideraba que ella y Rhys fueran muy cercanos o que se conocieran en realidad. Sí, él intentaba estar a su lado casi todo el tiempo, pero había días en los que ambos se perdían porque estaban concentrados en sus misiones. Ella no conocía cuál era su color favorito, ni él cuál era su libro preferido. Ella no sabía cuál era su deseo más profundo, ni él cuál era su mayor secreto.
De cualquier forma, nunca lo entendería.
Rhys suspiró.
—¿Fue un día difícil?
Ella contempló sus manos, convertidas en puños, sobre su regazo.
—Fue una noche difícil —contestó con amargura.
—¿Una mujer? —aventuró su compañero. Su ceño estaba fruncido y su voz era recelosa.
—Un hombre.
—¿Su vínculo estaba desgastado?
—¿Desgastado? —Una sonrisa sin gracia estiró los labios de Arden—. Una infidelidad puede ser desgastante en una relación. Pero amar solo, luchar solo por un amor que se cae a pedazos es más que desgastante, es cruel. Sobre todo cuando no puedes dejarlo ir.
Rhys no dijo nada y Arden continuó, inmersa en sus recuerdos:
—El vínculo entre Oliver y Scott era inestable, tan frágil y al mismo tiempo tan doloroso... Oliver no podía dejarlo ir; su amor se había convertido en una cárcel.
—No es así como el amor debe ser.
Arden le sostuvo la mirada y se guardó su opinión con respecto al amor.
Ya habían tenido muchas discusiones antes, y siempre terminaban igual. Sus opiniones eran simples pero opuestas, y ambos defendían lo que creían. Arden mantenía la postura de que el amor hacía sufrir a las personas y que era mejor amarse a sí mismo antes que a alguien más; Rhys tenía la ilusión de que, más allá de los pesares, amar podría salvar vidas y transformar a las personas.
—Dame tu mano. —Rhys extendió su mano derecha sobre la mesa, con la palma hacia arriba, como en una ofrenda. Alrededor de su muñeca había una pulsera muy parecida a la que ella llevaba consigo.
Arden estuvo a punto de negarse, pero ninguna palabra traspasó sus labios. Mentiría si dijera que no necesitaba su apoyo. Había un peso enorme sobre sus hombros, una sensación de incomodidad aferrada a su piel. Estaba agotada, tenía que admitirlo. Romper un hilo dejaba un rastro de las emociones negativas que se aferraban al vínculo. Nada era sencillo, siempre había un precio que pagar. Y la única solución era encontrar el equilibrio.
Aquella era otra habilidad de los emisarios: el equilibrio. No necesitaban dormir, pero sí descansar y, sobre todo, cuidar su paz mental. Un emisario del amor podía verse cegado por los sublimes sentimientos de la ilusión del primer amor, mientras que los emisarios del desamor podrían sucumbir ante las emociones intensas del dolor de una relación. De cualquier forma, ambos podían ser corrompidos. Sus mentes podrían romperse, fragmentarse bajo presión.
Para eso estaba el equilibrio, que solo podía ser entregado por el compañero. Al ser opuestos, se complementaban; ambos se hallaban invadidos de las emociones que el otro necesitaba. Al tomarse de las manos y atar sus destinos, podían encontrar el equilibrio que necesitaban para recargar sus espíritus y seguir adelante.
Estaba a punto de tomar su mano cuando sintió un vínculo inesperado que tiraba de ella, llamándola con desesperación; Rhys también lo notó. Se levantaron al mismo tiempo. La expresión de Arden era alerta; la de Rhys, tensa.
—Arden, no... —fue lo único que ella escuchó antes de salir corriendo.
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