Capítulo 3

Rhys abandonó la estación del metro y dio un vistazo hacia ambos lados de la calle, dejando que su intuición guiara su camino.

«Hacia el oeste», pensó. «Apuesto que estás en Biscuiteers».

Con una sonrisa, enfiló hacia la calle y se mezcló con la multitud que se desplazaba por Notting Hill. La familiaridad del ambiente lo hacía sentir a gusto, tranquilo, incluso con la afluencia de turistas y vendedores ambulantes. Ese barrio londinense se sentía como un hogar para él. Pasaba la mayor parte de sus días caminando entre la multitud, visitando las tiendas vintage y eligiendo la casa de colores que más le gustaba.

Bueno, además de cumplir con sus misiones.

Notting Hill era la zona impuesta para sus misiones, pero Rhys no había desarrollado un apego al distrito por esa razón. Lo sentía como su refugio, con sus casas brillantes y coloridas, las tiendas y los mercados de antigüedades, las cafeterías vintage y los clásicos bares ingleses.

¡Y cómo olvidar el mercado de Portobello...! Rhys ya se había acostumbrado a las multitudes que lo transitaban los sábados por la mañana. A él le gustaba perderse entre la gente, inspeccionar los puestos de artículos de segunda mano u objetos para coleccionistas, y detenerse frente a las fachadas de las tiendas para analizar los detalles artísticos de sus escaparates.

Y así transcurría la mayor parte de su tiempo, sin prisas.

A menos que tuviera que completar una tarea. Aun con las libertades que le brindaba su empleo, Rhys conocía cuáles eran sus prioridades.

Junto a una melodía arrastrada por el viento, descendió por la calle Portobello. Cada tienda, cada casa, cada esquina era una escena de color, pintoresca y brillante. Y si incluía el destello de los hilos de cada persona, el resultado era un extraordinario paisaje de colores y vida.

Quizá esa era la verdadera razón de su apego por Notting Hill: la experiencia de percibir un mundo vivo, lleno de color; ver cómo las personas y las cosas se entrelazaban, formando un todo extraordinario.

Los hilos de las personas eran reales. El mundo estaba formado por ellos. Aunque fueran invisibles, existían y eran elementos tan vivos como los seres humanos. Todo estaba conectado a través de los hilos de colores que determinaban las relaciones de las personas y el tipo de amor que se tenían; no eran detectados por los ojos comunes, pero los emisarios de Cupido podían verlos.

Era una gran telaraña de colores, un mapa multicolor de emociones. A donde Rhys mirara, los hilos se fusionaban con el ambiente. Entrelazados, estirados, pero siempre unidos. Los colores resplandecían con un brillo casi mágico.

Él se detuvo en una esquina y miró el grupo de personas que estaban esperando que el semáforo cambiara de color; todos tenían al menos un hilo vinculado a alguien. Los hilos eran complejos, al igual que las relaciones, y podían ramificarse múltiples veces, sin perder su forma y sin romperse.

Aunque había excepciones.

Rhys observó a una mujer que sostenía la mano de un niño; su brazo libre estaba enredado al de un hombre. Eran una familia. Entre ellos, los hilos eran sólidos y más brillantes. Rhys percibía que tres de las cuatro representaciones del amor vibraban entre ellos.

Entre el niño y sus padres, el hilo era azul. Storge, el amor fraternal, sincero y duradero, destinado a la familia. Al tocarlo, Rhys podía sentir el vínculo afectivo entre ellos, la lealtad, la preocupación y el instinto de protección. Era el amor más cálido y necesario.

Desde sus cuerpos también se desprendía un hilo blanco: Philia, el amor al prójimo, que resaltaba el afecto entre los seres queridos y las amistades cercanas. Ese tipo de amor transmitía sentimientos de cuidado, cooperación, respeto y compromiso. Era el más extendido entre las personas, se ramificaba de formas inimaginables.

Luego estaba el último hilo.

Rhys estudió el vínculo en silencio. Aquel era el tipo de amor más vehemente. El hilo entre el hombre y la mujer era de un intenso color rojo. Eros, el amor sensual, romántico y erótico; el amor entre parejas, o el de una persona enfocada en su propio bienestar.

Al tocarlo, sintió que el hilo envolvía sentimientos contradictorios: deseo y desinterés; arrogancia y sencillez; pasión y frialdad, traición y lealtad; celos y confianza. Eros no solo era el amor más fuerte, sino también el más complejo. Él comprendía muy bien aquel tipo de amor, pues Rhys era un emisario del amor de Eros.

Había presenciado la inocencia y la corrupción de Eros, y había aceptado que aquel tipo de amor no era ni bueno ni malo; era difícil y enmarañado, pero también podía brindar luz y esperanza. Rhys prefería concentrarse en el lado bueno de su amor porque sabía que, aunque no fuera perfecto, podría transformarse en algo verdadero, ascender a Ágape, el amor incondicional; puro, desinteresado, perfecto. El amor dispuesto a sufrir, esperar, crecer, sacrificarse y soportar cualquiera diversidad sin decrecer o sucumbir. Los hilos de este tipo de amor eran dorados y no solían encontrarse con frecuencia.

En todo el tiempo que llevaba como emisario, Rhys solo se había topado una vez con un hilo dorado; había estado atado a una pareja de ancianos que caminaban tomados de la mano por las calles de Notting Hill. Tocar el hilo de Ágape había sido embriagador, extraordinario. Era el tipo de amor que todos merecían, por el que todos debían luchar. Por el que él luchaba cada vez que unía a dos seres en el amor de Eros, pidiendo que tuvieran la fuerza necesaria para transformar su amor.

El sonido de un claxon sacó a Rhys de sus pensamientos. El semáforo cambió y las personas cruzaron la calle; la familia también se alejó. Él deslizó sus manos dentro de los bolsillos de su abrigo largo y también siguió su camino. Su andar era pausado, como todo lo que hacía.

Había un lugar al que Rhys tenía que acudir. Necesitaba recuperar el balance, y sabía que ella esperaba al final de ese camino. Sin embargo, Rhys también tenía un gusto peculiar por caminar; en realidad, sentía la necesidad de pertenecer, de mezclarse entre las personas.

Los emisarios de Cupido no eran personas en el sentido literal de la palabra. Lucían como tal; sentían y razonaban; utilizaban ropa y hacían cosas mundanas como leer, escuchar música y ver novelas en la televisión, pero eran diferentes a los seres humanos.

En primer lugar, los emisarios eran invisibles. Podían aparecer, desaparecer y recorrer grandes distancias, si era necesario. Tal vez por eso no le molestaban las multitudes.

No necesitaban dormir, pero sí descansar. Tampoco comer, pero sí nutrir su espíritu y recuperar el balance entre las emociones y los sentimientos. Eran capaces de sentir las emociones de las personas que les habían asignado, pero no podían leer mentes o manipular sentimientos. Podían sentir el hilo de sus custodios si se concentraban para localizarlos, pero no controlarlos u obligarlos a hacer algo que no quisieran. Podían empatizar con una persona, pero no involucrarse de más con ella. Cuando cumplían con su trabajo, debían seguir sin mirar atrás.

En casos excepcionales, los emisarios podían mezclarse con los humanos y hacerse corpóreos, pero necesitaban un permiso especial concedido por Cupido. Caso contrario, estarían rompiendo las reglas.

Rhys nunca había escuchado que nadie hubiera roto las reglas. Todos los emisarios parecían contentos con esa casi vida que llevaban, mientras pudieran existir y ver el mundo. Y Rhys compartía ese punto de vista, aunque a veces se preguntara cómo sería vivir sin pretender que encajaba.

Para sentirse parte de algo, a Rhys le gustaba pensar que los emisarios eran superhéroes y que lo único que los diferenciaba del resto de personas eran sus habilidades adicionales. Realmente deseaba que fuera verdad, pero no lo era.

Los emisarios y las personas no tenían las mismas vidas y responsabilidades. No vivían ni querían igual. Ambas entidades no estaban hechas para coexistir en el mismo espacio. Los emisarios velaban por el amor, mientras las personas amaban; era lo único que los unía. Las personas jamás lo sabrían, pero los responsables de preservar, cuidar, nutrir sus hilos eran ellos, los emisarios.

Así como había hecho Rhys la noche anterior, con la pareja del metro. Él no había manipulado los sentimientos de Birdie y Lyle, solo había impulsado un encuentro que estaba destinado a suceder. Había iniciado un amor que estaba destinado a florecer.

Ese era su trabajo.

Mientras que el designio del hilo entre las personas era trabajo del azar, del mismísimo destino.

Rhys cruzó delante de la famosa librería de Notting Hill, The Notting Hill Book Shop, y se detuvo unos segundos para inspeccionar el escaparate a través de la hilera de personas que esperaba afuera.

Siempre había fila para entrar; después de todo, la mayoría de las personas tenían almas románticas, y tomarse una foto en el mismo lugar donde Anna Scott se le había declarado a William Thacker era un sueño hecho realidad.

Poco después, dejó la librería atrás y su viaje terminó a escasos metros. Desde esa esquina podía ver el escaparate de Biscuiteers, la famosa y antigua tienda de galletas; también a la mujer sentada en una de las mesas, en el exterior. Ella vestía un traje oscuro y su cabello rubio estaba recogido en una larga trenza que descansaba sobre su hombro.

Era como la escena de una película clásica. Un hermoso paisaje y una misteriosa mujer, que estaba leyendo un libro pequeño, al que sostenía con su mano izquierda. Al acercarse, Rhys notó la delicada pulsera roja en su muñeca, muy parecida a la que él llevaba consigo, y una sonrisa creció en sus labios. Se acercó y se inclinó hacia ella, colocando su mano sobre la mesa.

—¿Y cómo está el desamor hoy? —preguntó.

La mujer se quedó quieta e irguió la cabeza con suma lentitud. Un rostro fino de facciones agraciadas, labios rojos y grandes ojos avellana respondió su pregunta sin palabras. Unos segundos después, su suave voz llegó hasta él:

—Lo siento, pero no sé quién eres.

Entonces, la sonrisa de Rhys se borró de sus labios.

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