Capítulo 15

Siete días para la boda

«La lista de diez cosas para fingir —bien— ser una pareja» nació cuando a ellos se les había ocurrido la brillante y ridícula idea de tener citas para convencer a los demás de que eran una pareja de esposos, si no la mejor, al menos, una decente.

Al día siguiente, tendrían que reunirse con Hope y Vance para recrear su segundo momento especial y estaban decididos a que todos notaran un cambio en ellos, solo así, su fachada sería convincente.

Ambos estaban tan comprometidos con su misión que esa misma mañana habían realizado una búsqueda exhaustiva en internet para encontrar actividades que hacían las parejas. Encontraron un listado de diez cosas que casi se ajustaban a ellos y que podían empezar a cumplir de inmediato; ya no debían desperdiciar tiempo.

Arden imprimió la lista y dibujó una casilla junto a cada ítem. Luego, releyó cada punto en su mente:


Maratón de películas o tarde de juegos.

Caminata ecoturística. 

Caminata urbana.

Cocinar juntos y cenar en la casa.

Llevar a tu mascota a un parque. 

Ir de día de campo. 

Tomar clases de baile. 

Leer el mismo libro. 

Ver un amanecer. 

Besarse bajo la lluvia. 


Ella hizo una mueca. El último punto estaba completamente fuera de lugar, pero Rhys había alegado que si nunca los veían besarse, entonces nadie creería en su romance. Solo por la lógica implícita en su razonamiento, Arden había accedido a incluir ese punto, aunque eso no ayudara a su paz mental.

—¿Qué crees que deberíamos hacer primero? —preguntó Rhys, apoyándose a su lado contra el mesón de la cocina.

Arden se cruzó de brazos y meditó en su respuesta.

—Creo que podemos marcar más de un ítem en una sola cita —dijo de forma práctica—. Si escogemos «caminata ecoturística», podremos combinarla con las actividades de «llevar a tu mascota a un parque» e «ir de día de campo». Sería como tener tres citas en una, ¿no te parece?

Rhys levantó una ceja muy despacio.

—Eso suena muy pragmático, no romántico. Sabes que la gente en las citas debe actuar ilusionada y enamorada.

Ella frunció el ceño.

—¿Quieres o no ir a una cita? —se quejó—. No tenemos mucho tiempo, así que tendremos que ser prácticos con la organización de nuestras citas.

—¡Bien! —accedió Rhys—. Pero que quede claro mi desacuerdo con tu falta de romanticismo.

—Por supuesto. Lo anotaré en mi lista invisible de cosas que no me importan —soltó con sarcasmo.

Rhys le ofreció una sonrisa traviesa y sus ojos brillaron. Estaba jugando con ella.

—¿Por qué me molestas, Rhys? —Le entrecerró los ojos.

—No lo sé —respondió, divertido, e inclinó el rostro peligrosamente cerca al de ella—. Quizá tu pragmatismo es sexy.

Arden puso los ojos en blanco y desvió la mirada, se aclaró la garganta y se centró otra vez en la lista. Rhys se acercó y la escaneó sobre el hombro de Arden.

—También podrías tachar «leer el mismo libro», si hacemos una lectura conjunta en el picnic —sugirió.

—¿Y qué leeremos?

—Sophie tiene dos copias de Orgullo y Prejuicio.

Arden dejó clara su opinión con una mueca.

—¿Por qué no? —insistió Rhys—. Combinaría con el tema de la cita ya que, al no tener una mascota propia, estoy asumiendo que secuestraremos al señor Darcy. Es una señal de que debemos leer Orgullo y Prejuicio.

—No leeré un libro de romance. Y pediremos permiso para llevarnos al señor Darcy —refunfuñó Arden—, no vamos a secuestrarlo. ¡Eso suena muy malo hasta para nosotros!

Rhys rio.

—¿Qué te parece El Principito?

Arden no lo había leído, pero había escuchado que era uno de los mejores libros de todos los tiempos y un clásico de la literatura universal. Cuando Rhys narró una breve sinopsis de la historia, ella accedió. La verdad era que prefería leer una guía turística, pero Rhys se burlaría de su pragmatismo sin fin.

De esa forma su plan para su primera cita quedó aprobado. Cuando compartieron su cita con Sophie, la mujer se mostró emocionada e insistió en prepararles una canasta para su picnic; además, accedió a que el Sr. Darcy los acompañara en su aventura.

Después del mediodía, estaban listos para partir. Sophie los dejó en una de las entradas de Hyde Park, luego de asegurarse de que el parque sería un gran lugar para tener un picnic. Arden, Rhys y el Sr. Darcy compartieron una mirada insegura antes de entrar. Rhys le ofreció su mano y Arden la aceptó, sosteniendo la correa del corgi. Y así comenzó su caminata ecoturística.

Era la primera vez que Arden entraba en Hyde Park. Sí, había escuchado muchas veces del famoso parque. Sabía que era uno de los cuatro parques reales, también que era conocido como «el pulmón de Londres» —al ser el parque más grande en el centro de la ciudad—, y que muchos turistas y residentes lo visitaban a diario por la infinidad de actividades que se podían realizar allí.

Arden tenía que admitir que era un lugar alucinante. Hyde Park era un lugar especial para relajarse en medio del ritmo vertiginoso de la ciudad.

Ese día, el clima era agradable en Londres y el ambiente rebosaba vida. Había familias pasando, niños patinando y volando cometas, personas montando en bicicleta y otras descansando en tumbonas de rayas verdes y blancas.

Había un estanque gigante en medio de Hyde Park y se podía observar a la gente remando en barcas bajo el sol. Había montones de patos y de cisnes, también ardillas; Arden podía verlas escabullirse entre las ramas de los árboles que dejaban atrás, y el Darcy les ladraba de vez en cuando, mientras brincaba y saltaba sobre el césped.

Arden y Rhys pasearon alrededor del lago Serpentine; tenía visitas preciosas por donde fuera que caminaran. Luego de dar varias vueltas, decidieron detenerse en un área donde abundaban los árboles de cerezos. Había varios grupos de gente sentada en el suelo, haciendo picnic, así que a ambos les pareció una buena opción para disfrutar del sol y tener sombra.

Arden extendió la manta bajo uno de los árboles, sobre el césped. Las flores rosas que habían caído llenaban el ambiente con un aroma floral, suave, femenino y dulce, como el delicioso olor a primavera.

Se sentaron sobre la manta y Arden soltó la correa del Sr. Darcy, quien salió disparado a asustar a un grupo de ardillas reunidas bajo otro árbol. Rhys se rio y Arden lo miró con disimulo, sin saber muy bien que seguía. Durante la caminata, no habían hecho más que un par de comentarios sobre el clima, los turistas y las casitas que habían visto junto al lago.

—Ya hicimos la caminata y paseamos al señor Darcy por el parque. ¿Y ahora qué? —preguntó.

Ambos se vieron y luego observaron alrededor. Había otras parejas: unas comían, otras estaban abrazadas y otras, tumbadas sobre el césped.

—Podríamos empezar con el libro —sugirió él.

Arden asintió y extrajo el libro de la cesta de comida; era pequeño y delgado, debía tener menos de cien páginas. Sophie solo había encontrado una de sus copias ilustradas, así que tendrían que compartirlo. Arden lo abrió con cuidado y Rhys se acercó, pegando su hombro contra el suyo. Arden lo miró de soslayo, pero no dijo nada. Su mirada recorrió las primeras líneas y pasó un par de páginas, pero no pudo contraerse; se sentía incómoda.

¿Por qué las parejas harían algo como esto? ¡Era estúpido!

—¿Ya estás sintiendo el romance? —Rhys se inclinó hacia su mejilla.

—Estoy sintiendo ganas de golpearte porque no me dejas leer —masculló, enfurruñada.

Él rio.

—No puedo leer así y sé que tú tampoco; llevas en la misma página más de cinco minutos. Ya entendí que el dibujo es un elefante dentro de una boa y no un sombrero.

—Quizás leo despacio —se defendió.

Rhys volvió a reír.

—Admítelo, Arden: te sientes incómoda.

Arden resopló y bajó el libro.

—¡Tú no mejoras la situación!

—Mejor cambiemos de posición —dijo él, con ojos brillantes.

Se desplazó sobre la manta hasta quedar sentado con la espalda apoyada contra el árbol de cerezo. Extendió los brazos y la miró, expectante. Arden inclinó la cabeza hacia un lado, sin comprender.

—Ven —indicó Rhys.

—¿Por qué?

—Porque así se sienta una pareja en un picnic —explicó—. Lo vi en una película.

Arden no estaba convencida, pero las parejas a su alrededor también estaban abrazadas, así que quizás él tenía razón.

En silencio, se acercó y se acomodó entre sus brazos. Su espalda quedó apoyada contra su pecho y Arden apreció la firmeza de sus músculos y la calidez que irradiaba su cuerpo a través del suéter que vestía; también podía sentir su respiración en la base de su cuello, ya que se había recogido el cabello en una coleta alta.

Ante su proximidad, su corazón retumbó con fuerza.

—Relájate, o la gente pensará que eres mi rehén —susurró en su oído—. Me encargaré de la lectura.

Su voz tan cerca hizo que su cuerpo se tensara aún más y su corazón danzara a su propia melodía; además, Arden sintió las mejillas calientes. ¿Se estaba sonrojando? ¿Por qué? ¿Por qué su corazón no se detenía?

Si Rhys escuchó su alocado corazón, no comentó nada. Al contrario: tomó el libro de sus manos y lo levantó hasta la altura de sus ojos.

—Capítulo dos —leyó en voz alta—: «Viví así, solo, sin alguien con quien poder hablar verdaderamente, hasta hace seis años cuando tuve una avería en el Sahara».

Rhys tenía buena voz. Era calmada y modulada; ni muy aguda, ni muy grave, sino en el medio, y tenía un equilibrio perfecto. Leía bien, con la cadencia adecuada, sin prisas o de forma exagerada. Y había algo en su voz que hizo que Arden se relajara. Su cuerpo se amoldó al suyo y apoyó la base de su cabeza contra su hombro, disfrutando de la historia.

«Esto no es tan incómodo», pensó. «Casi podría acostumbrarme».

Cuando el Sr. Darcy regresó de corretear en el césped, recostó su cabeza sobre su pierna estirada y se durmió. Arden bajó la mirada para acariciar sus orejas y se percató de que Rhys había entrelazado sus manos. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Era porque le parecía muy natural?

Arden agitó la cabeza para no pensar y se enfocó en estudiar las ilustraciones del libro: eran peculiares; no le parecían las más bonitas, pero tenían algo cautivador y tierno, y encajaban muy bien con la historia que Rhys estaba leyendo.

Casi una hora después, hicieron una pausa para comer; Sophie les había preparado sándwiches y varios trozos de pastel. Arden se aseguró de mantener hidratado al Sr. Darcy, aunque el día estuviera nublado. Mantuvieron una breve conversación causal mientras comían. Los sándwiches de pepino y queso fueron sus favoritos, estaban deliciosos.

—¿Quieres que terminemos la historia? —preguntó Rhys.

Arden asintió.

Y así lo hicieron. Ella regresó al círculo de sus brazos y, esta vez, se colocó de lado para ver su rostro. Rhys reanudó la lectura. Arden seguía la historia con atención, pero no pudo evitar darse cuenta de que varios ojos femeninos miraban disimuladamente —y otras veces, no tanto— a Rhys.

No podía culparlas. Él lucía como un modelo y le gustaba leer. A ella no le importaba... O eso se dijo mientras apoyaba su mejilla más cerca de su cuello.

La tarde se fue despacio, entre el aroma del cerezo y la tranquilidad de ese momento. Rhys leyó el libro hasta el final, mientras Arden contemplaba las últimas ilustraciones y meditaba en la enseñanza de la historia. Podría parecer un libro infantil, pero le parecía más que eso: de cierta forma, animaba a dar sentido a la vida.

Aunque Arden no fuera una persona común, podía comprender la necesidad de las personas de cuestionarse, recordar quienes eran y descubrir exactamente lo que los hacía especiales, o no podrían ser felices.

—¿Cuál fue el capítulo que más te gustó? —preguntó Rhys, tocando su mejilla para llamar su atención.

—Cuando aparece el zorro —contestó.

Arden entendía al zorro. Le había parecido muy sabio cuando hablaba de domesticar un vínculo y de cómo las personas al necesitarse se volvían únicas entre ellas, pero sobre todo se sentía identificada cuando hablaba de los ritos. El Principito era para el zorro tan inesperado como Rhys lo era para ella.

«Yo nunca sabré cuándo preparar mi corazón», pensó al igual que el animal.

—«Solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos» —Rhys repitió las palabras de la historia—. También es mi favorito. El zorro es uno de los personajes más interesantes porque le enseña al Principito sobre el amor y la amistad; sobre ser responsables de los vínculos que domesticamos.

Si las personas fueran responsables con los vínculos que creaban, ella no existiría. Los emisarios del desamor no serían necesarios, porque los corazones de las personas estarían a salvo.

Disfrutaron del paisaje en silencio. Ella siguió a una pareja que caminaba, tomados de la mano. Arden creyó que era Celine, pero solo era parecida a la mujer de ojos tristes.

—¿Rhys? —Él la miró—. ¿Crees que Celine esté bien?

Desvió la mirada hacia el cielo que se entrevía entre las ramas del cerezo.

—Creo que ella y Gavin están teniendo una nueva oportunidad inesperada —respondió—. Estaban juntos la última vez que los vimos. Quizá las cosas hayan cambiado. Confío en que esta vez él haga lo correcto.

Arden se tomó unos segundos para recordar esa noche: la pena de Celine, la esperanza y desesperación de Rhys, su propio enojo ciego.

—Aún creo que debí cortar ese hilo —murmuró Arden, delineando unos pétalos de cerezos que había caído sobre ellos—. Pero tenías razón: dejé que mis emociones me controlaran. Cortar el hilo esa noche habría sido un error; la decisión habría sido mía, no de Celine. Cuando regresemos, me encargaré de que sea feliz.

Rhys no agregó nada, y ambos contemplaron el atardecer. 

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