9

Escucho el despertador. Remoloneo. Estoy remoloneando. Meto la cabeza debajo de la almohada. Respiro y disfruto de cinco minutos más. De fondo escucho el sonido de la ducha. Y otra vez el pitido del despertador. Entonces los recuerdos de la noche anterior explotan en mi mente y brinco sobre el colchón, quedándome sentada en la cama, con los ojos muy abiertos y el corazón latiendo a mil por hora.

—El móvil. ¿Dónde lo dejé? —me pregunto en un susurro.

El otro lado de la cama está vacío. Veo un hilo de luz bajo una puerta y adivino que Raúl se está duchando. En el reloj marcan las seis y cincuenta. Tengo que llamar a mi madre.

Cuando voy caminando por el pasillo me doy cuenta de que estoy desnuda y descalza. Al llegar al salón tanteo la pared con los dedos hasta dar con el interruptor. Enciendo la luz. Al principio me cuesta acostumbrarme, pero poco a poco voy abriendo mis párpados al tiempo que mis pupilas se contraen. Veo mi ropa arrugada colgando de un reposabrazos del sofá. Mis braguitas asoman por debajo de la mesa de café y mis botas negras están tiradas de cualquier manera cerca de la alfombra.

No encuentro mi sujetador por ninguna parte. Hasta que veo una criatura con rastas blancas que trota hacia mí con alegría. Lleva mi sujetador encajado en la mandíbula, lo suelta, lo huele y lo vuelve a coger. Empieza a correr alrededor del sofá moviendo su adorable rabo de un lado a otro. Entonces echo a correr tras él antes de que sus fauces destruyan un sujetador de Women's Secret de casi cincuenta euros... Que me puse específicamente para cenar con Raúl...

—Ven aquí y dame eso —le ordeno a Tony.

El animal se agacha sobre sus patas delanteras y con el culete perruno en pompa mueve el rabo aún más rápido. Consternada, me doy cuenta de que se lo está tomando a cachondeo. Corro hacia él otra vez y se me escapa. Entonces viene y suelta el sujetador delante de mí y cuando por fin voy a cogerlo, me lo arrebata y se lo lleva corriendo. Se esconde bajo la mesa de café y yo estiro el brazo para alcanzarle pero se escabulle.

—¿Bea?

Me giro. Raúl está en pie, con una toalla atada a la cintura y el pelo mojado. Me quedo paralizada momentáneamente sin saber muy bien cómo reaccionar. Me ha sorprendido desnuda persiguiendo a su perro, que me está vacilando miserablemente.

Entierro la cara entre mis manos.

—Me ha quitado mi sujetador —digo con desesperación.

Escucho una risa masculina. Le miro. Viene hacia a mí y me ofrece su mano para levantarme del suelo. Me abraza. Se me acelera el pulso. Y me da un beso corto en los labios.

—Buenos días... —susurra después en mi oído—. Me encantó lo de ayer...

Siento que me rodea con sus brazos. Me siento incapaz de olvidar el hecho de que estamos desnudos. Separados por la fina tela de una toalla. Me siento como si todo el pudor que perdí ayer por la noche hubiese vuelto multiplicado por diez y ahora no fuese capaz de hacer a un lado la vergüenza.

—Tranquila, voy a recuperar tu ropa interior —me dice.

Se separa de mí y respiro aliviada. Me doy cuenta de que estoy tiritando. Instintivamente agarro la esquina de una manta que está mal doblada en un extremo del sofá y me la echo por encima. Raúl se aproxima a Tony, quien percibe la autoridad de su dueño de forma inmediata y se sienta sobre sus cuartos traseros a la espera de alguna orden.

Aún tiene el sujetador bien encajado en su mandíbula. Tengo la sensación de que está masticando un billete de cincuenta euros, casi lo que me costó la prenda.

—Tony —dice su dueño con voz grave y firme—. Dame.

Incrédula veo como el perrito deposita con suavidad el sujetador en la mano de Raúl y después como éste le recompensa con dos caricias.

—Buen perro —le dice con cariño.

Se levanta del suelo pero no me lo devuelve.

—Lo voy a meter en la lavadora, si te parece bien... No creo que quieras ponerte algo lleno de babas de perro —dice divertido.

Me sonríe con sorna.

—¿Voy a tener que ir a trabajar sin ropa interior? —pregunto.

—Si quieres puedo dejarte en casa para que te cambies de ropa y luego te llevo al hospital —me propone él.

Sus últimas palabras me devuelven al mundo real. Donde normalmente me despierto por las mañanas cuando Rocío llora en su cuna y después de haber dormido como mucho dos horas seguidas. Un mundo en el que a partir de las siete de la mañana el reloj corre mucho más rápido de lo normal y tengo que luchar para que me dé tiempo a desayunar, ducharme, vestirme, darle la papilla a la nena y llevarla a la guardería antes de que salir pitando en dirección a la boca de metro.

Pero hoy... ¿Qué pasa hoy? Es lo que tiene salir de la rutina una vez cada tres años. Que cuando sucede algo imprevisto una ya no sabe cómo proceder.

Entonces recuerdo que estaba buscando el móvil. Que tengo que llamar a mi madre. Rápidamente localizo el bolso, que lo dejé en la entrada, colgado del perchero.

—Voy a llamar a mi madre... Debe de estar preocupada —le digo a Raúl antes de marcar el número en el Iphone.

Sigo desnuda, envuelta en una manta y con la cabeza llena de pajaritos desorientados que se chocan entre sí.

—¡Hola! —me saluda ella por el auricular del teléfono—. ¿Todo bien? —me pregunta, aparentemente de buen humor.

—¡Lo siento! —me disculpo corriendo—. Perdí la noción del tiempo, no te avisé de que no iba a dormir a casa... Mamá, lo siento. Ahora voy, me lleva Raúl...

—Para el carro —dice muy seria—. Rocío ha sido muy buena, ya sabes que con su abuela no se despierta casi nunca... Ya ha desayunado y la estaba vistiendo. Ahora la llevaré a la guardería y después me iré a tomar café con mi amiga Loli, la que trabaja en la agencia de viajes que hay aquí al lado. Así que tú tranquila, desayuna, dúchate y vete a trabajar. Aquí está todo resuelto.

Me tira un beso y me cuelga. Algo en mí deduce que mi madre ya había imaginado algo así y que además, está muy contenta. Claro que, si ha llegado a comprarse un conejo sólo para tener una excusa que nos vincule con Raúl... Aunque sea veterinariamente hablando.

Huele a café. Mientras dejo el móvil en el bolso escucho el borboteo de una cafetera. Sujeto la manta con fuerza, asegurándome de que cubre la mayor parte de mi cuerpo y entro en la cocina. Raúl ya se ha vestido. Lleva un pantalón negro y una camiseta gris holgada que le queda especialmente bien. Ha preparado tostadas, que ha dejado en un plato, sobre la mesa. Ahora está sacando dos tazas de uno de los armarios superiores.

—¿Cuánto quieres? —me pregunta mirándome de reojo.

—La mitad de la taza —respondo automáticamente.

—Eres una yonki del café —dice con una sonrisa.

—Como todo buen médico —replico.

Me acerco a la encimera y cojo la taza. Me siento en una de las sillas y de nuevo me aseguro de que la manta me cubre bien. Hay un brick de leche abierto justo al lado del plato de tostadas. Vierto una poca sobre el café, hasta que éste pierde un poco de color y después le echo un par de cucharadas de azúcar moreno. Doy un sorbo. Sabe tan bien como huele. Me pregunto de qué marca será mientras con una de mis manos me las apaño para coger una tostada con aceite y llevármela a la boca.

Raúl se sienta con su café y me imita, cogiendo otra tostada.

Me siento rara. No incómoda. Ni mal. Sólo rara. De pronto me lleno de inseguridades. Ya hemos hecho el amor. ¿Y ahora? ¿Ahora tengo que decirle que su padre tiene una enfermedad degenerativa que no tiene cura? ¿O le pregunto si le sigue gustando tanto el cine clásico? ¿Le habrá parecido que estoy más gorda que cuando tenía quince años? ¿O simplemente habrá perdido el interés en mí repentinamente, como le pasa a muchos hombres cuando por fin consiguen sexo?

Desde que tuve a Rocío mi cuerpo ya no es el mismo. Tengo algunas estrías, mis muslos están algo destensados. No estoy mal, pero tampoco bien. No soy, ni mucho menos, una mujer espectacular. Aunque en realidad, ¿quién lo es? Cualquiera que no se maquille y se tire años estudiando sin hacer deporte puede pasar por una persona del montón.

Me ordeno detener mi espiral negativa. Sé que estoy entrando en bucle y ni siquiera son las siete y media de la mañana. Me obligo a mí misma a pensar que estoy aquí, con Raúl desayunando y tengo que disfrutar, aunque después puedan complicarse las cosas.

Ha sido una noche maravillosa, he dormido por primera vez en mucho tiempo abrazada a alguien por quien siento cosas bonitas y eso ya es un motivo para sentirse feliz.

Aunque el problema de la felicidad es que nos hace sufrir, porque no sabemos si va a durar mucho.

—¿En qué piensas? —me pregunta—. Sé que estás angustiada, te lo noto.

Le miro, confundida.

—Sólo es agobio... El trabajo, la niña... Esta noche ha sido como... Como una pausa —digo.

—A lo mejor es que tienes que hacer más pausas —responde él.

Me sonríe. Su sonrisa es cálida y tranquila. Transmite seguridad y mucha paz. En sus ojos sigue siendo otoño. De repente me relajo y las dudas se evaporan como por arte de magia.

—Anoche... Me gustó mucho —digo en voz baja—. Gracias...

—¿Gracias? —pregunta—. No te he hecho ningún favor, Bea. Eh... Mírame.

Pone su dedo bajo mi barbilla y me obliga a desviar la mirada del café.

—¿Qué...? —pregunto.

—Yo también tengo miedo a que de pronto te arrepientas de todo y pases de mí. No eres la única —dice muy serio—. Pero mientras tanto, podrías invitarme a cenar en tu casa con tu madre y con tu hija y después podríamos ver una película o jugar a las cartas antes de que yo me marche al hospital con mi padre, esta noche. ¿Quieres?

Me hace sonreír. Asiento con la cabeza y terminamos de desayunar. Aún me sorprende la capacidad que tiene para leer la mente de los demás. Cuando estábamos en el instituto había una chica de clase que todo el mundo odiaba. Sacaba muy buenas notas, era muy repelente y parecía estar obsesionada con la perfección. A veces dejaba mal a algún compañero delante de los profesores... Ángela se llamaba, creo.

Un día Raúl me expuso su teoría sobre Ángela. Decía que era una chica que sufría, que se sentía muy insegura y que necesitaba por razones que todos desconocíamos, sentirse perfecta y tener el control de todo cuanto hubiese a su alrededor. "Probablemente tenga unos padres muy exigentes, o la autoestima muy baja", me decía él.

Pero no sólo me hablaba de Ángela. Me hablaba de un montón de gente y siempre tenía una teoría para cada persona y su comportamiento. Un día le pregunté que si quería ser psicólogo y me dijo que no. Pero no me explicó el porqué.

Terminamos de desayunar y yo me encargo de meter los platos y las dos tazas en el pequeño, pero práctico, lavavajillas. Y, cuando estoy a punto de comprobar si la pastilla de detergente está dentro del cajetín, Raúl me coge por la cintura y me da un beso en el pelo que mi cuerpo recibe como un calambrazo, haciéndome recordar que estoy desnuda bajo una manta de sofá de escaso grosor.

—Deja, ya lo pongo yo. Ve a vestirte y me esperas cinco minutos para que saque a Tony a la calle —me dice resolutivo.

Recojo mi ropa del salón y voy al baño a vestirme. No me esmero mucho en arreglarme porque Raúl me va a llevar a casa para que me dé una ducha y me cambie. Me resigno a ir sin sujetador hasta entonces. Me coloco como buenamente puedo la melena rubia detrás de las orejas. Afortunadamente no tengo cara de cansancio (que es lo habitual por las mañanas). Haber dormido más de seis horas seguidas se ha notado en las bolsas que normalmente asoman bajo mis párpados. Sé de sobra que mañana volverán a estar ahí.

Salgo del baño y me hago con mi cazadora y mi bolso. Me siento en el sofá a esperar. Raúl estará al llegar. Entonces mi vista se posa sobre una fotografía enmarcada, que cuelga de la pared y que había pasado por alto ayer por la noche. Se encuentra al lado de la puerta de la terraza del salón. Es discreta, ni muy grande ni muy pequeña.

La reconozco rápidamente.

Es Audry Hepburn. Pero no se trata del típico póster de Breakfast at Tiffany's. No. En esta foto, solo se ve el bonito rostro de Audry mirando a través de una persiana con expresión melancólica. Lleva el pelo corto y en seguida reconozco la película de la cuál ha salido la imagen: Sabrina. Estoy tan absorta que cuando me quiero dar cuenta, Tony está moviendo el rabo cerca de mí y Raúl se ha puesto a mis espaldas. Me rodea la cintura.

—Audry me recuerda a ti —me dice.

Me giro y lo miro con expectación.

—Juraría que no me parezco a ella en nada —digo.

—Físicamente sois muy distintas —afirma—. Pero me estoy refiriendo a la forma de ser.

Sonrío y él me besa el cuello. Me sacude otro calambrazo. Me pregunto cuándo volverá a repetirse lo que ocurrió anoche, porque es posible que mi cuerpo esté reclamando un bis.

—¿Y cómo soy? —pregunto curiosa.

—Ella dijo: nací con una enorme necesidad de afecto y con una terrible necesidad de darlo —contesta.

—¿Eso dijo?

—Audry era una mujer sensible, como tú —me dice.

—¿Ya estás con tus teorías psicológicas? Veo que no abandonas las buenas costumbres —bromeo.

Entonces él se ríe y se separa de mí.

—Vámonos ya o no te dará tiempo a ducharte.

Salimos de casa. Caminamos hacia su pequeño Volvo que tiene aparcado muy cerquita del portal, nos subimos y arranca. En cinco minutos estamos frente a mi edificio. Tiene suerte y puede aparcar cerca.

—Podrías venir en metro al hospital, conmigo —le propongo mientras subimos en el ascensor—. Se tarda unos cuarenta minutos en llegar.

—Algún día lo he probado, pero se me hizo muy tarde para llegar a trabajar... El problema es, que si quiero usar transporte público tendría que dejar a mi padre sólo más tiempo del que quisiera, aunque en condiciones normales usaría el metro... De hecho suelo ir caminando a la clínica desde que trabajo allí —responde.

—Es verdad... Tienes razón —le digo mientras saco las llaves para abrir la puerta de casa.

No hay nadie. Mi madre se ha ido a desayunar con su amiga y la peque está en la guarde. Así que lo invito a entrar hasta mi habitación.

—Cómo ha cambiado este sitio —dice—. ¿Qué pasó con tus peluches?

—Los tiré, todos —respondo con una nota de amargura en la voz—. Me traían demasiados recuerdos.

Raúl se sienta en la cama, sobre el nórdico. Parece estar analizando todo lo que ve con la mirada. Quizá elucubrando alguna teoría nueva.

Abro el armario y selecciono ropa interior limpia, unos pantalones blancos y una blusa azul cielo que probablemente combinaré con un collar dorado y mis sandalias de pedrería.

No me voy a lavar el pelo porque está limpio de ayer por la tarde.

—Tardo cinco minutos —le digo antes de desaparecer del cuarto.

Entro en el baño y cierro la puerta. Nunca echo el pestillo cuando voy a ducharme, es algo en lo que me ha insistido mi madre desde pequeña: "si te pasa algo en la ducha, te caes o te mareas... No podremos entrar a ayudarte a tiempo", me repetía hasta el cansancio.

Me desvisto rápido y abro el agua caliente. Tarda medio minuto en coger la temperatura adecuada. Entonces me meto debajo de la alcachofa y dejo que mis músculos se relajen, tengo un poco apartada la cabeza para no mojarme el pelo, que he recogido en un apretado moño del que no se escapa ni un sólo mechón. Respiro hondo.

Entonces comienzo a recordar sus caricias y su manera ansiosa de mirarme. Como si no hubiese visto a una mujer desnuda en toda su vida. Ni siquiera Álvaro llegó a mirarme así nunca. Siempre quejándose: no te arreglas lo suficiente, ese pantalón te aplasta el culo, ponte tacones de vez en cuando que eres mucho más bajita que yo... Me bloqueo. Digamos que acabo de perder la conexión con mi entorno. Es una sensación extraña de la que no sé salir, aún no he aprendido. Soy consciente de que mi brazo se sacude pero mi mente interpreta que la cosa no va conmigo.

—Bea... Bea... —dice él.

Me está mirando fijamente. Está preocupado. Giro la cabeza a ambos lados. Me ha sacado de la ducha y me ha puesto la toalla por encima. Estoy tiritando. Poco a poco mi conciencia se recupera y vuelvo a percibir mi cuerpo como propio.

—¿Ya estás mejor? —me pregunta con suavidad.

Asiento con la cabeza mientras él me saca del baño en brazos y me lleva hasta la cama. Tengo muchísimo sueño. Y es lo lógico después de sufrir una crisis.

Se sienta a mi lado y me coge la mano. Creo que voy a caer rendida en cualquier momento.

—He olvidado tomarme la pastilla... Anoche... Y esta mañana... También —digo al mismo tiempo que recuerdo lo que no hice.

—¿Dónde la tienes? Te la traigo ahora mismo y te la tomas, Bea.

—En mi bolso hay una caja —susurro.

Me abandona momentáneamente y regresa con un vaso de agua y un cartón de pastillas a medio gastar. Extrae una y me ayuda a incorporarme para que me la trague con un poco de agua.

De nuevo se sienta a mi lado y me acaricia el pelo. Me suelta el moño.

—Así estarás más cómoda —dice.

—Si quieres vete al hospital con tu padre... Yo a lo mejor tardo un rato en reponerme para poder ir a trabajar —murmuro luchando conmigo misma para no caer en esa astenia profunda que me dejan las crisis gordas.

—No voy a dejarte aquí sola, ni lo sueñes —me contesta muy serio.

Cierro los ojos y me dejo llevar, sin remedio, por el sueño. Cuando me despierto el sol ya entra a raudales por la ventana y Raúl está tumbado a mi espalda, abrazándome.

—¿Qué hora es? —pregunto medio adormilada.

—Las nueve y media —me susurra él en el oído.

Entonces me incorporo bruscamente y voy al baño a buscar la ropa que había seleccionado por la mañana. Me visto en menos de un minuto y corro hacia mi bolso. De fondo escucho la voz de Raúl.

—Ya he avisado a tu compañera, Alma, de que has tenido una crisis y de que te vas a retrasar... Y me ha contado que ayer tenías que haber ido a su consulta para que te ajustara la medicación y no apareciste por allí.

Escucho sus pasos.

—¿Buscas esto? —pregunta enseñándome mi Iphone.

—¡Sí, gracias!

Me lo da y contemplo aterrada la acumulación de wasaps furiosos que rebotan en la pantalla.

—¿Y tú? Tenías que haberte ido, de verdad... ¿Tu madre sigue allí, con tu padre? —pregunto con angustia.

Él me sonríe de manera conciliadora.

—Bea, tranquilízate. Lo he arreglado todo, además ha llegado mi hermana a Madrid y está en el hospital ella también.

—Vale —respiro despacio—. Está bien. Me tranquilizo.

—Eso es —dice—. Ahora coge tus cosas y nos vamos al coche.

Hago caso. Recojo mi bolso y me pongo la cazadora. Antes de salir de casa me miro en el espejo de la entrada, llevo el pelo revuelto pero mi cara no es del todo horrible. Está bien.

Bajamos al coche. Y durante el trayecto empieza a formarse un nudo en mi estómago. No hablamos. Me siento culpable: podría haber evitado el numerito de esta mañana si no hubiera olvidado las pastillas. Además he retrasado a Raúl y he perdido las primeras dos horas de la mañana: es decir me he perdido el pase de planta. Hoy me toca acompañar a Alma en la hospitalización. Y... y dar malas noticias.

—Antes de que apagues el motor... —sé que no está bien lo que voy a hacer, pero algo en mí me impide salir del coche sin sincerarme.

—Bea... No te preocupes, no pasa nada... De verdad —dice él.

—No. No sabes lo que voy a decirte —le corto, quizá con un tono de voz más seco del que pretendía utilizar.

Entonces me mira, atento.

—Es por tu padre... Tengo que decirte algo... Prefiero que te enteres por mí, ahora... Que más tarde —susurro, tengo miedo de oír mis propias palabras.

Ahora soy yo quien le coge de la mano y le mira a los ojos.

—¿Qué le ocurre a mi padre, Bea? —pregunta.

Noto el miedo en su voz. Sus ojos se han humedecido en un momento. Quizá no debería, pero lo hago. Lo voy a hacer.

—Hemos diagnosticado a tu padre de algo... De algo que Alma, mi compañera... Más bien mi jefa, mi profesora... Te iba a informar hoy. He estado dándole vueltas a si debería habértelo contado antes o no...

Me pone un dedo en los labios y me silencia momentáneamente.

—Si es ella quien nos tiene que informar, que sea ella. No te sientas mal por algo que no es culpa tuya —dice y se baja del coche, sin darme ocasión de replicar.

Me bajo yo también. Cierra con el mando y caminamos hacia la entrada principal del hospital. Mientras andamos me coge de la mano y ya dentro del edificio me da un beso que me pilla por sorpresa.

—Te recojo luego, aquí. Esperaré a que salgas, así que no te vayas sin mí —dice antes de marcharse en dirección a los ascensores.

Le observo alejarse, maravillada. Maravillada ante la sensación de que estoy en casa cuando está cerca. Maravillada porque sigo teniendo esa sensación cálida que te dice que conoces a alguien tan bien que podría ser parte de ti. Y como lo conozco, sé que se ha asustado cuando he querido contarle lo que le ocurre a su padre. Y sé que tal vez no me recoja aquí, en el hall del hospital, a las tres de la tarde.

Cuando mi padre llegó a urgencias con la piel amarilla y la tripa hinchada yo pensé que se trataba de una gastroenteritis algo bestia. Y aunque me repitieron la palabra cáncer unas quince veces durante la semana siguiente, no me entró en la cabeza que se estaba muriendo hasta que lo vi dejar de respirar. Y entonces me sentí muy mal por no haberle prestado la suficiente atención hasta que me faltó.

Camino por los pasillos como un zombie. Aún no termino de recuperarme del siroco de esta mañana. Entro en el despacho, donde encuentro a Alma inmersa en una analítica.

—Hola —saludo con un hilo de voz.

—¡Bea! Mi niña, ¿cómo estás? Tendrías que haberte quedado en casa, ya me ha dicho tu novio lo que ha pasado.

—¿Mi novio?

—Sí, eso me ha dicho él —dice ella frunciendo el ceño.

Su instinto de mujer–madre–neuróloga la advierte de que ha metido la pata.

—Ah —respondo desorientada—. Qué cosas.

—Bueno, bueno. No le des tanta importancia, supongo que él estaba contigo cuando pasó y ha tenido el detalle de avisarme mientras estabas hecha polvo —dice intentando restarle importancia.

—Bueno, no es que no sea mi novio... Pero...

—Pero tampoco lo es, de momento. Es eso lo que quieres decir, ¿no?

—Más o menos —digo—. Es el hijo de Antonio... Mascaró —confieso de pronto.

Reconozco que es raro que un residente se lleve tan bien con un adjunto como para hablar de su vida privada, pero con Alma, desde que la conocí siempre ha sido así. Como una especie de hermana mayor o pseudomadre. El afecto es mutuo.

Ella me mira con preocupación ahora.

—¿Y le has contado lo de la ELA? —pregunta muy seria.

Niego con la cabeza.

—Has hecho bien. Es mejor no mezclar una relación personal con todo... Esto —dice señalando el ordenador y supongo que haciendo alusión a todos aquellos pacientes que esperan en sus camas la visita matutina del médico.

—¿Has visto a todos ya?

—Aún me queda ver al chico de la encefalitis, a una sospecha de AIT y al padre de tu amigo —dice con la mirada fija en la pantalla—. Ah y a una residente con epilepsia que necesita que le suban la dosis de su antiepiléptico.

Se gira y me mira por encima de las gafas. Carraspea. Me doy por aludida.

—Vale. Tienes razón, ayer se me olvidó por completo. En mi descanso había quedado a tomar café con... Con él... Y bueno, me despisté.

—Tranquila mujer, no pasa nada... Al ver que no venías continué con la consulta sin más. Estas cosas pasan —dice tranquila—. Eso sí, tú vienes a ver al de la encefalitis y a la señora del AIT pero a Antonio Mascaró y a su familia les veré yo sola y les contaré lo de la ELA. Y tú te quedarás aquí escribiendo evolutivos, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

El resto de la mañana se me hace eterna. Veo a los dos pacientes con Alma y me retiro a escribir en el ordenador la evolución. Sin incidencias. La exploración no ha variado mucho en el chico de treinta años que ingresó hace un par de días por una inflamación generalizada del cerebro y la señora que parece que ha tenido un accidente isquémico transitorio nos cuenta lo mismo que contaba ayer en la urgencia (según lo que pone en la historia del ordenador): que se desorientó por completo en su propia cocina y no supo cómo salir de ella hasta pasados unos minutos.

Lo escribo mientras reviso el móvil cada dos por tres, por si Raúl me escribe y me dice que me vaya a casa, que no se va a marchar del hospital.

Pero nada. El wasap sólo se sobresalta con los malditos grupos: el de mis amigas de la universidad, que tengo algo abandonado desde que nació Rocío, el de los residentes del hospital que hoy no tengo ganas de atender y otros tantos más en los cuales no sé exactamente que narices hago metida.

Resoplo, nerviosa. Al rato regresa Alma. Se sienta a mi lado y me mira.

—Odio la puta ELA —dice de mala gana—. La verdad es que han sido muy agradables conmigo, Bea. La mujer de Antonio ha puesto cara de póker y la hija se ha echado a llorar. Tu amigo... Raúl. Se ha mantenido ahí. Ni ha llorado, ni parecía venirse abajo.

—Ya sabes lo que quiere decir eso.

—Ya —dice ella—. Las personas más fuertes son las que más riesgo tienen de caerse con todo el equipo.

—Él es muy sensible. Me extraña que no haya tenido ninguna reacción...

Alma posa su mano sobre mi brazo con cariño.

—Te aseguro que está hecho polvo.

Hablamos un rato más. Le cuento que yo reaccioné de una manera parecida cuando ocurrió lo de mi padre, que no me lo creí hasta que se murió. Ella me dice que Antonio ha empeorado bastante. Está más débil y le cuesta mucho hablar. Piensa que la evolución de la enfermedad va a ser fatal.

Después charlamos sobre mi epilepsia. Me sube la dosis. Y dan las tres de la tarde.

—Si vuelves a tener otra crisis, mañana quédate en casa. Lo más seguro es que necesites descansar —me dice cuando nos despedimos.

Sigo mirando el móvil de cuando en cuando. Pero Raúl no escribe. Estoy preocupada.

Cuando llego al hall del hospital lo encuentro sentado en uno de los bancos metálicos con los codos apoyados en las rodillas y la cara enterrada entre sus manos. Camino hasta estar a su altura y entonces eleva la mirada. Tiene los ojos rojos e hinchados. El otoño ha dado paso al invierno. Frío y crudo invierno.

—Hola —me dice con voz queda.

Se levanta y nos miramos.

—Lo siento —le susurro.

Él me atrae hacia sí y me abraza con mucha fuerza, tanta como necesita. Le oigo contener un sollozo y se me parte el alma. Me da un beso en el cuero cabelludo. Noto su aliento cerca de mi cuello y recuerdo las palabras de Alma: "Las personas más fuertes son las que más riesgo tienen de caerse con todo el equipo".

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Y el 9!! Feliz año a todas chicas!! (y chicos si hay alguno por aquí jeje)

Espero que os esté gustando!! dentro de poco también la podréis obtener en Amazon :)

Llevo unas 200 páginas escritas en word y espero llegar a 230-250 

un beso a todas!!!


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