8



Raúl me coge de la mano. Caminamos y no tardo en animarme a preguntarle.

—¿Sigues escribiendo poesía?

Él me aprieta la mano con más fuerza.

—Todavía no puedo responderte a esa pregunta —dice misterioso.

—¡Venga ya! —rezongo con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Tus poemas tienen códigos Illuminati o algo así?

Entonces me mira sorprendido y empieza a reírse. Por un momento me recuerda a Rocío durante la hora de la merienda. Es una risa cien por cien auténtica. Recuerdo que Raúl, ya con quince años, solía decir que el mundo estaba mal, dominado por gente con intereses turbios. En mi memoria aparece como un adolescente fuera de lo común. Sensible, solitario y reflexivo en exceso. Aunque a mí me encantaba escuchar sus teorías conspiranoicas y sobre todo, los versos que escribía. Daba igual la temática. Podía escribir de amor, de los paisajes... Una vez le escribió un poema a su perro. En algún lugar leí que un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido.

Me pregunto si él habrá sobrevivido también... O si su creatividad se habrá congelado en la rutina.

Giramos a la derecha y después caminamos de frente durante unos diez minutos hasta llegar a un bloque de pisos relativamente nuevos.

—Ya hemos llegado —anuncia.

Saca las llaves de su cazadora de cuero y abre el portal. Número diez. Cogemos el ascensor. Cuando las puertas se cierran vuelvo a tener esa sensación horrorosa de claustrofobia. Él me lo debe de notar porque me pregunta.

—Tienes mala cara. ¿Te encuentras bien?

Asiento con la cabeza.

—Una vez me quedé atrapada en uno de los ascensores del hospital... Y desde entonces le tengo respeto a estas cajas de la muerte —digo en tono dramático.

Entonces Raúl me atrae hacia sí y me estrecha entre sus brazos. El gesto me sorprende pero me dejo llevar. Con mi oído apoyado sobre su pecho puedo notar su corazón. Está rítmico, pero ligeramente taquicárdico. Respiro hondo. Huele a gel de baño, a detergente neutro. A limpio. Cierro los ojos.

El ascensor se detiene. Hemos llegado al octavo piso. Se aproxima a la puerta sobre la que descansa, adherida a la pared, la letra A. Introduce la llave en la cerradura, abre y me invita a entrar a mí primero, como un caballero.

Lo primero que veo al entrar es un enorme acuario, que debe de tener una capacidad aproximada de cien litros, de aguas transparentes, iluminado por dentro con luz malva donde nadan tres hermosas carpas japonesas. Una tiene un estampado blanco y negro y las otras dos son de un precioso color naranja cuyas escamas brillantes reflejan la luz de la tapa del acuario.

—Vaya... —susurro absorta en los peces.

Entonces un pequeño amigo sale a nuestro encuentro. Es un fantástico perrito de aguas blanco y negro que tiene el pelo rizado y muy largo. Como una adorable mopa. Me ladra y me olisquea. Extiendo la mano bajo su hocico para dejarlo proceder y cuando decide que soy de confianza me lame toda la mano y parte del brazo.

Me río y lo acaricio. Adoro los perros, pero no tengo tiempo para encargarme de uno lo bastante bien como para que no se le considere un animal abandonado. Además, mi madre les tiene auténtico pavor.

—Te presento a Tony —dice Raúl al tiempo que se agacha a mi lado y acaricia a su simpática mascota.

Tony no tarda en echarse en el suelo panza arriba, entregado a las caricias de su amo. Ver a Raúl tan tierno con su perro me despierta alguna clase de sensación extraña. Y es que quiero que me acaricie a mí. Y que sea tan tierno conmigo como lo es con él. Y no me estoy comparando con su perro... Es sólo que lo trata con tanto amor que no puedo evitar que mi lado más emocional tiemble de expectación.

—¿Cenamos? —pregunta entonces.

Estamos muy cerca. Sonrío.

—¿Qué has preparado?

—Tortilla de patata... —dice tentador.

Le miro mientras me asalta la gran duda:

—¿Con cebolla?

—Creo que sí... La he comprado en el Alcampo —confiesa entonces—. Pero no me he fijado en si llevaba cebolla...

Sus cejas se arquean con la misma expresión que un cachorro arrepentido y el resultado logra conmoverme. Dejo de acariciar a Tony, me incorporo y él se pone en pie también. Le sigo hasta la cocina.

Es pequeña pero muy práctica. Tiene una vitrocerámica de inducción y a cada lado dos superficies de encimera de granito rosa. En general, la estancia tiene el típico aspecto impoluto y armónico que indica que ha sido reformada completamente no hace mucho.

Una mesita plegable negra está extendida y sobre ella Raúl ha colocado dos platos con sendos tenedores a su lado y dos copas frente a los mismos. Contengo la respiración al ver una velita encendida entre ambos. Me acerco y descubro con gusto que desprende un olor a rosas muy agradable.

—¿Y has comprado la tortilla en el Alcampo? —pregunto incrédula.

Tanta preparación para... ¿Comprar comida preparada? Me mira fijamente y descubro un atisbo de sarcasmo en sus pupilas, que brillan divertidas, retándome.

—Me has tomado el pelo —afirmo sonriente.

Tony revolotea a nuestro alrededor, se sienta frente a Raúl y mueve el rabo de manera sugerente. A ver si cae algo, imagino. Sin embargo, su amo le ignora y en su lugar se dirige a la nevera y de ella saca una ensaladera para ponerla sobre la mesa, al lado de la velita. Me asomo. Huele bien. Reconozco canónigos, trocitos de manzana, bolitas de mozzarella y además un olor penetrante a albahaca me hace la boca agua.

—Algo ligero para cenar —dice.

Está detrás de mí y me tiene abrazada por la cintura. Me cuesta ser racional. Me besa el cuello con mimo y después me acaricia la espalda. Entonces se separa de mí lo suficiente como para poder mirarme a los ojos.

—Estás preciosa —susurra—. Vamos a cenar.

Nos sentamos mientras yo intento controlar mi subidón de adrenalina. Le observo. Lleva unos vaqueros claros y algo desgastados y una camisa negra remangada y abierta, dejando ver una camiseta blanca algo ajustada bajo ella. Su pelo está limpio y seco, los mechones oscuros van y vienen sobre su frente. Puede decirse que físicamente ha mejorado muchísimo desde los quince años.

Como un buen vino. Sin embargo, nunca fue eso lo que me atrajo de él. Y ahora no es diferente de entonces.

Reconozco que yo me he esmerado en arreglarme para esta noche. Me he duchado y me he embadurnado de una crema que huele a aceite de argán (mi preferido). He utilizado un poco más de maquillaje del habitual y me he ondulado algunos mechones rubios con la plancha. Después me he puesto unos leggins negros y una especie de camiseta larga grisácea, que queda especialmente bien con un collar largo y unas botas negras.

—Respecto a la poesía... —dice, rompiendo el silencio.

Asiento, atenta.

Se levanta de la silla y lo veo desaparecer por la puerta en dirección al salón. Al momento regresa con un librito en la mano. Vuelve a sentarse y sonríe de medio lado. Me encanta esa sonrisa. Lo deja a un lado de su plato y después coge el tenedor para continuar comiendo la ensalada. Cenamos en silencio. Me siento profundamente intrigada y él lo sabe, por eso no ha dicho aún ninguna palabra, quiere que me desespere.

Cuando terminamos, él se levanta y saca de la nevera dos vasitos.

—Sorbete de limón... El mío lleva champán pero en el tuyo no he echado nada de alcohol —promete.

Lo pruebo. Está riquísimo. Sin darme cuenta lo devoro en tres cucharadas, aunque después el frío del helado me congela el cerebro y me arrepiento de haber sido tan bruta.

Por mis gestos él adivina lo que ha ocurrido y se ríe por lo bajo.

—Sigues siendo un poquito ansiosa —susurra—. Como aquella vez que te metiste esa pizza familiar enorme en menos de quince minutos y nos tuviste a tu madre y a mí mirándote toda la noche porque te dolía la tripa. ¿Te acuerdas?

Nos miramos. De pronto, de mi memoria brotan imágenes de una noche infernal en la que juré que jamás volvería a probar la pizza, fuera del tamaño que fuera, llevase los ingredientes que llevase... Al día siguiente la madre de Raúl se enfadó muchísimo con él y conmigo. Decía que su hijo no tenía por qué estar por ahí tirado una noche porque una amiga se hubiese puesto enferma (porque si mal no recuerdo, cuando sucedió aquello aún no había ocurrido nada entre nosotros... Sólo éramos amigos, como suele decirse).

—Es que cuando algo me gusta no puedo parar —le confirmo—. Pero eso ya lo sabes... Tengo buenas razones para no abrir una bolsa de patatas fritas... Porque nunca me como sólo dos o tres...

La conversación está virando hacia temas intrascendentes que suelen preceder esos silencios cargados de significado. Así que me callo y él me mira.

—Ven —dice—. Vamos a sentarnos al sofá, quiero enseñarte algo.

Me doy cuenta de que lleva en la mano el librito que había traído antes a la cocina. De reojo veo que la solapa es de color crema y no tiene mucho grosor.

Nos sentamos sobre los mullidos cojines de un sofá granate y de tamaño apropiado para las dimensiones del salón. Al fijarme compruebo que la casa no está amueblada en exceso. Cuenta, además de con el sofá de dos plazas, con una mesita para café y una extensa pantalla de televisión de la marca Philips que se encuentra anclada a la pared. Hay una estantería estrecha por aquí y alguna que otra por allá, ambas blancas. Parecen del Ikea. No tiene mesa de centro, de esas que se abren para celebrar comidas familiares o cenas de Nochebuena.

Se sienta a mi lado. Su cercanía me acelera el pulso de tal manera que noto el corazón en la garganta.

—¿Qué es ese libro? —le pregunto al fin, porque deduzco que es lo que quiere contarme.

Raúl levanta la mirada. Otoño. Puedo hasta sentir el olor a tierra mojada y el crujir de las hojas amarillas bajo mis pies. Así son sus ojos, un precioso otoño. Automáticamente me relajo.

—Es una antología de poemas que una editorial accedió a publicarme.

Abro mucho los ojos, gratamente sorprendida.

—Así que seguiste escribiendo.

Él asiente en silencio.

—Pero... No pude contárselo a mi ex —confiesa de pronto—. Porque absolutamente todos los versos... Están dedicados a ti.

Empiezo a notar cómo se me nubla el juicio y ya no siento ni el corazón en el pecho. ¿Estoy respirando? No lo sé, no siento el aire entrar, ni tampoco salir. Me da el libro. Lo abre y me señala una línea, para que comience a leer.

Lo releo. Otra vez. Y otra. Hasta que hago esas letras parte de mí. O mejor dicho, las saco del fondo de mis recuerdos. Porque es exactamente lo mismo que escribió la primera vez que nos besamos. Aquel día. En el parque. Sólo que aquella vez esas líneas estuvieron escritas en trozo de papel arrugado que probablemente Raúl hubiese arrancado de alguno de sus cuadernos.

Por fin levanto la vista del papel y de nuevo el entorno se hace consciente para mí. Él tiene mi mano izquierda entre las suyas y me acaricia la muñeca. "No te he olvidado" dice su mirada.

—Me resigné —digo entonces—. A pensar que ya jamás volvería a sentirme así. A pensar que tenía que conformarme con alguien que me tratara más o menos bien.

—Yo también —susurra él.

Se me escapa una lágrima y él la limpia con un beso.

Después viene otro beso, pero no necesita la excusa de una lágrima. Entonces pierdo el raciocinio. Mi lógica aplastante de médico de guardia se esfuma y mis ¿Y si...? ¿Y si no...? se diluyen en el calor de su lengua y en sus manos, que no han olvidado aún ninguna de las curvas de mi cuerpo. Me atrevo a introducir mis dedos bajo su camiseta y a recorrer su espalda. Está tensa. Lo atraigo hacia mí y dejo que caiga todo su peso sobre mi cuerpo. Besa mi cuello y me copia la idea. Sus dedos sortean la fina tela que los separan de mi piel y con una habilidad deslumbrante me desabrocha el sujetador.

Noto el corazón en la garganta de nuevo, como si me fuese a morir dulcemente.

Y entonces se detiene y me mira a los ojos.

—¿Estás segura? No quiero que hagas nada de lo que luego puedas arrepentirte —dice.

Está serio, expectante. Reconozco su valor de parar en un momento así, en el que nuestras mentes ya no rigen... Sólo para preguntarme si realmente quiero esto.

Y claro que lo quiero. Le acaricio uno de los mechones que caen sobre su mejilla. Le brillan los ojos, hay un atisbo de salvajismo en su mirada que me asusta y excita a partes iguales. La última vez que tuve sexo con Álvaro fue cuando me quedé embarazada y desde entonces no he vuelto a acostarme con nadie. Debo reconocer, al menos, que estoy nerviosa.

Pero sí, sí estoy segura.

—Soy toda tuya —susurro, entregada.

Le he dado permiso para que haga lo que quiera con mi cuerpo. Y se nota. En su manera de morderme la oreja y de recorre mi boca con su lengua. No tardo en notarme húmeda y en descubrir que tengo ansias porque lo haga ya.

Me desnuda despacio. Deja caer toda mi ropa al suelo y me mira. Recorre cada palmo de mi piel con sus ojos otoñales y después me obliga a tumbarme boca abajo.

Se me hace la boca agua al notar sus dedos recorriendo mi espalda en suaves caricias. Me relaja y me desespera a partes iguales. Cierro los ojos y me dejo llevar. Pero estoy cada vez más mojada. Me giro para poder verle. Entonces no lo soporto. Me levanto y le quito la camisa y después la camiseta. Me sorprendo al ver sus músculos, sin ser excesivos, bien contorneados. Acaricio su abdomen y pierdo el poco juicio que me queda.

Le desabrocho el cinturón y le bajo los pantalones. Él termina de desnudarse y yo observo su erección casi con incredulidad.

Ambos nos estamos controlando... Pero ya basta. Casi por un instinto animal me recuesto en el sofá y abro mis piernas completamente. Nos miramos a los ojos, encendidos. Le estoy suplicando que lo haga. No aguanto más. Raúl recoge del suelo su pantalón vaquero y saca del bolsillo un paquetito. Lo abre y se pone el preservativo. Tiemblo de necesidad.

Pero él decide hacerme sufrir dejando besos suaves en mis muslos, cerca de mi sexo. Después sube y besa mi pecho. Lo lame y gimo de desesperación. Entonces, cuando menos me lo espero, lo noto dentro. Me besa la boca empieza a empujar. El beso sólo acaba cuando terminamos los dos agotados, el uno sobre el otro.

—Soy feliz —me susurra en el oído—. Me gusta escuchar tu corazón contra el mío, Bea.

Aún está entre mis piernas, dentro de mí. Abrazo su cintura con ellas y dejo que siga besando mi cuello. Incrédula, noto que vuelvo a estar de nuevo excitada.

Él lo sabe. Y sin decir nada, se incorpora y me lleva en brazos por un pasillo. De una patada abre una puerta y me deja caer despacio sobre una cama de matrimonio cubierta por un nórdico de color azul marino. Sale de mí y se quita el preservativo.

—Voy a buscar otro —me dice serio.

No recuerdo si le pedí permiso a mi madre para dormir fuera de casa y que ella se encargara de Rocío en mi lugar. Sin embargo, cuando Raúl regresa esos pensamientos se evaporan de mi mente, como si jamás hubiesen existido.

No sé cuánto tiempo más estuvimos haciendo el amor. Quizá varias horas. Es difícil saciar la sed de una persona que lleva años sin beber agua.

Y eso es lo que nos sucede a nosotros. Que estamos sedientos.


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Espero que os haya gustado!

Un beso a todas! y gracias por vuestros comentarios y votos!!



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