7
Martes. Rocío se ha levantado unas siete veces esta noche. Mi estado es tal que no distingo el sueño de la realidad y me encuentro en una especie de trance terrorífico en el que mis ojeras son las protagonistas indiscutibles de la mañana. Pero aún así estoy en una nube. Es una nube rosa con pompones y los unicornios bailan coreografías Disney sobre ella. Raúl.
El problema de las nubes es que vuelan alto. Muy lejos del suelo. Así que si me caigo, corro el riesgo de partirme todos los huesos y quedarme inválida... Morirme sería el menor de mis problemas. Las nubes son peligrosas. Aunque sean rosas y tengan unicornios en la tripulación.
Me siento en la cocina mientras mi madre le da la papilla a la peque. Miro el café con resignación. Hubo una época en la que no era adicta. Por entonces no llegaba a los veinte años aún. Ahora es algo parecido al elixir de la inmortalidad.
—Tienes una cara horrible, cariño —me saluda ella.
—Buenos días —digo con voz de hombre fornido.
Todas las mañanas me levanto afónica. Con el paso de las horas mi laringe va respondiendo y mi voz vuelve a parecer femenina.
—¡Má! —grita Rocío con una sonrisa.
Agarro su manita, que escapa de la trona y ella cierra sus dedos entorno a mi meñique. Me tomo mis pastillas con un vaso de agua y cruzo los dedos por no tener una crisis a lo largo del día: he dormido demasiado poco y lo poco que he dormido está demasiado fragmentado. Mala combinación.
Repetimos la operación de cada día. Me ducho. Cambio a la peque. Me la llevo a la guardería, pero esta vez me acompaña mi madre porque sabe que no he dormido bien (mucho peor que otras noches también malas) y no quiere arriesgarse. Después me acompaña al metro y espera a verme entrar a través de las puertas transparentes.
El hospital me recibe tranquilo. El sol toca una de sus fachadas blancas de ladrillo y le imprime un bonito color anaranjado que no durará mucho más de una hora, cuando termine de amanecer y nuestro astro nos vigile desde lo más alto. Entro por el parking y rodeo el edificio por la parte de atrás hasta llegar a la puerta que da acceso a los vestuarios. Deslizo mi acreditación por encima del picaporte y la luz verde me indica que está abierto. Entro y camino a lo largo de un pasillo largo. Me detengo frente a la taquilla número ochenta y dos. La abro y extraigo la bata blanca de la percha. Mi mochila la dejaré arriba, en los despachos. Me gusta llevarla conmigo porque en ella cargo con apuntes y chuletas que consulto bastante a menudo. Además no me gusta tener que bajar a las catacumbas del hospital, hasta mi taquilla, cada vez que me surge una duda (y eso ocurre muchas veces a lo largo del día).
Vestida de blanco y con mi fonendo azul cielo estrujado en uno de los bolsillos, llevo a mi espalda mi macuto y me dirijo hacia los ascensores. No tardo mucho en llegar al despacho de neurología y descargar. Allí saludo a Alma, que sigue en la planta y ahora está absorta en una resonancia de lo que, a simple vista, a mí me parece un cerebro completamente normal.
—¿Qué tal está Antonio? —pregunto por el padre de Raúl.
—¿Te refieres a la interconsulta de trauma? —pregunta distraída.
—Sí... Es que resulta que es el padre de un amigo mío —confieso.
Automáticamente ella se gira sobre su silla y me mira, con lo que parece ser, una pizca de compasión.
—Ha empeorado este fin de semana. Le he pedido un electromiograma, una resonancia, una punción lumbar y una analítica para hacerle unas cuantas serologías —me informa—. Y ya podemos rezar, porque la exploración me parece bastante obvia.
—Te refieres a... —susurro angustiada.
—ELA... Sí. Pero bueno, ya sabes que es nuestra última opción. Primero tenemos que descartar todo lo demás —dice suavemente.
Me he sentado a su lado. Apoyo los codos y dejo caer mi barbilla en mis manos. Pienso en Raúl. No puedo decirle nada. En general, no puedes informar a una persona de un diagnóstico de enfermedad terminal sin haber elevado la certeza a su nivel máximo. Es decir, hasta que no comprobemos que no tiene nada que no sea una esclerosis lateral amiotrófica, no podemos ni debemos alarmar de manera innecesaria. Por lo menos hasta que tengamos el electromiograma y la resonancia a nuestro favor. O en nuestra contra.
Menuda mierda. Una persona que padece Alzheimer representa un drama, sobre todo, para la gente que la cuida. Para sus hijos, para su mujer o marido. Para sus hermanos. Ellos sufren al principio, cuando aún son conscientes de que están perdiendo aquello que hace a los seres humanos animales únicos sobre la Tierra. Su inteligencia, su memoria, su capacidad de hilar acontecimientos y de recordar tesoros de su pasado.
Pero en una ELA... La persona es consciente de que sus músculos no obedecen. Sus piernas no son suyas, sus brazos tampoco. Se debilitan, se atrofian, pierden el control. Y lo viven en sus carnes. ¿Cómo debe de ser querer respirar y no poder? Es estar encerrado en un cuerpo que se rebela contra la vida. Sin remedio. Porque no tiene cura.
—Bea... —Alma pasa su mano por mi hombro en un ademán tranquilizador.
—No te preocupes... Estas cosas pasan... Sólo espero que sea rápido y que no sufra más de lo necesario —reflexiono en voz alta.
—Ojalá nos equivoquemos —reza mi jefa.
—Ojalá —la secundo.
Me levanto de la silla y salgo del despacho. Hoy me toca pasar la consulta monográfica de migrañas. Llego un poco antes de la hora en la que está citado el primer paciente, por lo que tengo tiempo de revisar mi Iphone. Doy un brinco sobre la silla al ver un puñado de wasaps en la pantalla. Todos de Raúl.
"Buenos días, he pensado mucho en ti esta noche. Me apetece desayunar contigo, avísame cuando puedas tomarte un café".
"Mi padre ha empeorado mucho. Le veo muy cansado y no se atreve ni a salir de la cama. Estoy preocupado", reza en el siguiente.
Recuerdo la conversación con Alma y se me encogen las tripas. Sé que aún no puedo decirle nada. Y aunque pudiera, no serviría para mucho.
Me reclino sobre el respaldo de madera de la silla y pienso. Ayer fue lunes. Vi a su padre algo cansado. Normal, lo acababan de operar. ¿Quién no está cansado cuando ha salido de un quirófano hace dos días? Entonces recuerdo lo desagradable que fui con Raúl. Me propuso hablar un rato, con un café, quince minutos... Le dije que me habían hecho daño, que ya nos veríamos por el hospital... Y entonces a medio día, al ver que me ignoraba y que automáticamente había dejado de existir para él, me asusté tanto que decidí montarme en su coche. Y por la noche vino a cenar. Nos contamos básicamente todo (excepto uno de mis grandes miedos con respecto a Álvaro... Que aún no me siento preparada para revelar) y nos besamos. Y decidimos ir rápido.
Y ahora vamos a tomar café y probablemente esta noche volvamos a vernos.
Tengo vértigo. Una cosa es ir rápido y otra... Otra es tirarse ladera abajo desde la cumbre del Everest y bajar haciendo la croqueta.
Pero, por otro lado, Raúl tiene razón cuando dice que si tiene que salir mal saldrá mal tanto si vamos rápido como si vamos despacio. Y realmente, la vida ya es demasiado corta como para jugar al gato y al ratón. Entonces, me reconozco a mí misma, que me gusta ir rápido. Me gustó que me abrazara ayer por la noche. Me gustó cenar con él. Me gustó besarle. Me gustó su conversación sobre cobayas, perros y chinchillas. Me gusta el otoño.
Y si tiene que salir mal. Lo lamentaré. Pero no será por no haberlo intentado.
—¿Bea? Tienes el primer paciente esperando —dice la auxiliar interrumpiendo mi discurso interno.
Asiento y le digo que le haga pasar. Como una ninja me las apaño para contestar a Raúl y decirle que a las once y media tendré un receso de diez minutos para ir corriendo a la máquina del café. Quedamos allí, escribo.
Y entonces la mañana me engulle y me sumerjo en las siguientes tres horas en un mundo de migrañas unilaterales, cefaleas en racimos, migrañas refractarias a cualquier clase de tratamiento. Cambio medicaciones, pongo otras nuevas, retiro otras tantas. Más de una vez y más de dos maldigo los excesos de paracetamol e ibuprofeno que causan más migrañas y más dolor en lugar de solucionar nada. Retiro un par de mórficos que también empeoran el asunto y entonces son las once y media. Así, de golpe y porrazo. Tres horas de mi vida han volado sin darme cuenta. Cuando se marcha Laura, una chica joven que lleva con migrañas desde chiquitita y que rara vez un tratamiento le sirve para algo, me levanto de la silla y salgo de la consulta dando zancadas largas y eficientes en dirección a la planta de arriba, donde está la máquina del café en la que he quedado con Raúl.
Según avanzo, vislumbro a lo lejos el armatoste que nos suministra nuestra droga fundamental para sobrevivir por las mañanas. A su lado está Raúl y sostiene dos vasitos, uno en cada mano. Le miro, lleva la misma ropa que anoche. Parece cansado pero aún así está guapo. Guapísimo. Lleva el pelo desordenado, con sus mechones oscuros completamente anárquicos. Le ha crecido un poco más la barba y sonríe. Sus ojos lucen ese ámbar verdoso tan exótico.
—Buenos días, doctora —dice mientras me tiende uno de los vasos—. Capuccino.
Me reconforta el aroma que desprende. Doy un sorbo y lo saboreo, agradecida por el calor que desciende por mi garganta.
—Muchas gracias —susurro—. ¿Caminamos un poco? Esto se va a llenar de gente dentro de poco —aviso.
Él asiente y echamos a andar uno al lado del otro.
—Acaba de llegar mi madre —dice—. ¿Te acuerdas de ella?
—Sí, yo no le caía bien... Solía colgarme el teléfono cuando te llamaba a casa o me decía que te estabas duchando. Siempre.
Los dos nos reímos.
—Curiosamente a mi ex la adora. Yo creo que es porque se parecen —dice pensativo—. Son igual de superfluas, de indiferentes y de anodinas.
Me detengo en seco.
—¿De verdad piensas eso de tu madre? No recuerdo que fuese así cuando teníamos quince años —digo extrañada.
—Y no era así. No me había dado tiempo a pensar sobre ella. Tenía a mi padre, te tenía a ti y a la chica que venía a limpiar todos los días, que se portaba como una madre conmigo. Con el tiempo, he visto lo que hay.
—¿Y qué es lo que hay? —pregunto.
Sonríe de medio lado, pero no está contento.
—¿Sabes lo que son las personas "de mentira"? —me pregunta.
Niego con la cabeza. Doy otro sorbo al café.
—Son las que parecen ejemplares, se esfuerzan por ser correctas, guapas, trabajadoras, impecables. Tienen una máscara perfecta muy trabajada. Les resultan encantadoras a casi todos, al menos los primeros cinco minutos. Pero luego, están vacías por dentro. Así es mi madre. Y mi ex. Viven hacia fuera. Porque su interior no tiene nada que ofrecer.
Le miro. Está removiendo su café con el palito de plástico y su expresión refleja una tristeza plomiza acumulada durante varios años. Como si todo lo malo hubiese creado alguna clase de sedimento negruzco sobre su alma.
—Pero es tu madre y tu padre la quiere como es, ¿no?
Levanta la mirada y me observa divertido.
—Mi padre no la dejó porque ella se hubiese quedado en la calle. Llevan más de treinta años sin compartir la misma cama —revela—. Por eso me divorcié, entre otras cosas. Porque quiero tener una mujer con la que me guste dormir todas las noches y sin la cual no pueda conciliar el sueño.
Agarra mi mano y me estremezco.
—Me parece un buen motivo para divorciarse —digo—. Menos mal que no tuvisteis hijos... ¿No?
—No, gracias a Dios, no. Hay madres que no se las deseo a nadie.
Nos damos media vuelta. Me gusta como me cuenta las cosas. Dice lo que quiere sin rodeos. Impulsivamente alargo mi brazo hacia su espalda y la acaricio con los dedos. Recorro su espina dorsal, desde la base de su cuello hasta su cintura. Casi puedo notar como sus músculos se destensan a mi paso, es algo que le relaja (o le relajaba hace años). Se gira súbitamente y me mira con intensidad.
—¿Ves? Por eso va a funcionar —susurra en mi oído.
Me coge de la mano. Me detengo a la altura de uno de los portones que dan acceso a las escaleras. Ya han pasado mis diez minutos y tengo que volver a la consulta.
—Debo irme.
Raúl comprueba que justo en ese momento no haya nadie en el pasillo y aprovecha para darme un corto beso en los labios. Me sobresalto y él sonríe.
—Avísame cuando salgas, te espero en la puerta principal y te acerco a casa, si quieres... —propone.
Me mira expectante.
—Está bien —digo—. Entonces luego te veo.
Se acerca y me da otro beso. Después desaparezco escaleras abajo.
El café me hace efecto y me noto algo más despierta en mi segundo tramo de consulta. Como me ocurre siempre que estoy muy ocupada, el tiempo vuela y sin darme cuenta han llegado las tres de la tarde y ya no queda ningún paciente esperando fuera.
Cuando voy a abandonar mi puesto algo me detiene. Una pizca de curiosidad. Preocupación, tal vez. Vuelvo a sentarme frente al ordenador y busco en la pestaña de hospitalización el nombre y apellidos del padre de Raúl.
Compruebo que aún no le han hecho la resonancia, pero sí la punción lumbar y el electromiograma. Pincho sobre los resultados de éste último y un informe se desglosa ante mis ojos. Tengo miedo de empezar a leer.
Pero lo hago.
Línea a línea. Palabra por palabra. Lo releo. Cierro la ventana y la vuelvo a abrir, por si de alguna forma ello pudiese cambiar las evidencias o hacerlas desaparecer. Rendida y con un nudo en la garganta, apago el ordenador.
Subo a los despachos y no encuentro a nadie. En silencio, cojo mi mochila y mi cazadora. No me apetece bajar a la taquilla, así que dejo la bata en uno de los percheros, después desengancho la acreditación del bolsillo superior y la guardo en la mochila. Salgo y cierro la puerta azul con llave.
De camino a la salida me encuentro con Vanesa. Es una residente de segundo año de medicina interna y tiene un carácter tremendo. Por eso me encanta.
—¿Ya te vas, doctora? —pregunta y me guiña un ojo.
Ella lleva el pijama puesto: está de guardia y se le nota en las formas. Cuando uno está de guardia parece que va midiendo sus pasos a lo largo del día para que las fuerzas le duren hasta bien entrada la noche.
—Sí, además hoy tengo la revisión del pediatra con la peque —digo.
—Que te aproveche entonces. Ah, una cosa. El viernes de la semana que viene vamos a celebrar una cena todos los residentes, ¿te vas a venir, no? —pregunta—. O iré a sacarte de tu casa de los pelos.
Me entra la risa. Lo cierto es que cuando empecé la residencia en España, acababa de tener a Rocío y el resto de mis compañeros salían, se corrían juergas, tonteaban unos con otros y hacían viajes de fin de semana. Yo me llevo muy bien con todos ellos, pero esa parte me la perdí. Ahora que la nena es más mayor sí que me escapo algún fin de semana para tomar alguna caña sin alcohol o para cenar en casa de Vanesa o de Iciar, que como viven solas suelen montarse unas fiestas bastante majas en su piso.
—Sí, le pediré a mi madre que se quede con Roci.
—Y si no te la traes... Ya sabes que tengo un gran instinto maternal —dice poniendo morritos adorables.
—Seguro que anima el cotarro, eso no lo dudes.
Nos despedimos. Ella tiene que escribir unos cuantos informes de alta y luego se irá a comer. A mí me espera Raúl en el hall del hospital. Mientras bajo en el ascensor hasta la planta baja descubro que empiezo a estar nerviosa. Para empezar, no debo contarle lo que le ocurre a su padre hasta que todo el equipo de neurología esté de acuerdo, y eso me va a costar porque sé que me lo va a preguntar.
Después, desde que he acariciado su espalda no dejo de pensar en lo mucho que me alegro de habernos reencontrado y en que quiero que me abrace, me bese y... Otras cosas. Me pregunto si es desesperación o es que realmente nunca le llegué a olvidar.
Atravieso la sala de espera de extracciones y al fondo lo veo. Está de pie. Lleva una cazadora negra de cuero y se encuentra absorto en la pantalla de su teléfono móvil. Cada vez estoy más cerca.
—Hola —saludo—. Siento el retraso, el último paciente estaba citado a las tres menos cuarto y...
—Tranquila... ¿Por qué te disculpas? Son las tres y diez. No es tan tarde —dice sonriendo.
Pero tiene ojeras. Está ligeramente pálido y la sonrisa no tarda en extinguirse. Me acerco a él y le doy un beso en la mejilla. Me responde cogiéndome de la mano. Por un instante me preocupa que nos vea alguien, ya que no soy muy dada a hablar de la vida privada en el hospital. Salvo con algunas amigas residentes, Vanesa entre ellas, que únicamente saben tengo un bebé pero quién es el padre ni lo que pasó. Ciertamente, suponen que algo ocurrió y que ese algo no fue bueno, pero respetan que yo no quiera compartirlo. Además, siempre han sido muy cariñosas conmigo e incluso han venido a verme a casa para conocer a la nena.
Raúl yo caminamos hacia el exterior. Anoche debió de aparcar cerquita el coche porque en apenas unos pasos encontramos al pequeño Volvo blanco, en cuya chapa se refleja el fuerte sol de las tres de la tarde.
Nos subimos. Antes de ponerme el cinturón, me las apaño para quitarme la cazadora y depositarla en los asientos de atrás. Hace calor dentro del coche. Raúl abre las ventanillas y pone el aire acondicionado a tope. Aunque la temperatura exterior no sobrepase los veinte grados, la tapicería de cuero negro está que arde.
—¿Qué tal tu mañana? —me pregunta mientras da marcha atrás para salir.
—Bien, entretenida. ¿Tú como estás? Tienes mala cara... Creo que necesitarías descansar —le digo con cariño.
De nuevo, en otro impulso alargo la mano y le acaricio la mejilla. Él me sonríe y acaricia mi muslo antes de devolver su mano a la palanca de cambios. Noto una descarga eléctrica y contengo el aliento. Estoy tentada de pedirle que se quede a comer en casa, con mi madre y conmigo... Pero me muerdo la lengua. Aún es demasiado pronto.
—Sí, necesito descansar... Pero todo se andará —dice con resignación.
Mientras conduce comenzamos a hablar. Me cuenta que aunque me echó muchísimo de menos, en Mallorca lo acogieron bien, hizo dos buenos amigos que le duran hasta la actualidad. Se llaman Enrique y Carlos y ambos son ingenieros de caminos y ahora viven también en Madrid. Le pregunto por la facultad de veterinaria y me dice que en el campus de Palma de Mallorca no tenían esa titulación y que tuvo que irse a Valencia, donde vivía una tía suya, para estudiar.
—¿Por qué no viniste aquí a estudiar? Teníais la casa —pregunto extrañada.
—En aquella época mis padres tenían el piso de Madrid alquilado.... Si no, la verdad, me hubiese venido a estudiar aquí.
—¿Y las chicas? ¿Tuviste alguna novia en la universidad? —pregunto esperando la respuesta con cierto nerviosismo.
Pisa el freno para detener el coche frente al semáforo en rojo. Me mira y eleva las dos cejas con ironía. Me saca una sonrisa.
—Tuve algún rollo pasajero. En realidad no me interesaba salir con nadie. Estaba bien con mis amigos. Estudiábamos, salíamos de noche, nos quedábamos en casa a jugar a la play... Las chicas sois muy complicadas —se ríe—. En realidad no encontré a ninguna que mereciese la pena, al menos no para mí. También dejaste el listón muy alto.
Me sonrojo hasta las orejas. Y en parte me siento mal. Cuando empecé a salir con Álvaro lo hice por inercia, me gustaba pero no me planteé hasta qué punto. Al principio me trataba fenomenal, me doraba la píldora... Supongo que por eso aguanté tantos años con él. Y ahora me doy cuenta de que tenía que haber sido más exigente, más observadora, menos emocional. Aunque claro, sólo tenía dieciocho años y había tenido un novio maravilloso, Raúl. Así que me encontraba en esa etapa de la vida en la que jamás se me hubiese ocurrido pensar que existe gente mala, relaciones tóxicas y cosas por el estilo. Ahora he aprendido. Por eso tengo tanto miedo.
Porque sé demasiado.
—Yo no debería haberme conformado con quien me conformé. Pensaba que no había nada mejor para mí —digo mientras el semáforo verde de los peatones ya empieza a parpadear.
Él se gira y me mira con sus iris otoñales. Me reconforta. Pone la primera y arranca en cuanto los leds viran del rojo al ámbar parpadeante.
—No te conformaste, Bea —responde mientras gira el volante para situarse en el carril exterior de una glorieta.
Pone el intermitente y sale.
—Hay gente a la que se le da muy bien engañar y enseñarle al mundo sólo una de sus caras —me recuerda—. Supongo que a mí con mi ex me ocurrió algo parecido.
Hemos llegado. Se detiene frente a mi portal. Me desabrocho el cinturón y me inclino hacia delante para coger mi mochila del piso del coche.
—Si quieres... Puedo invitarte a cenar a mi casa esta noche. Mi madre va a sustituirme en el hospital y estoy libre... —dice.
Le miro sin saber muy bien qué responder. Aún es demasiado pronto, pienso. Pero, por otro lado, habíamos quedado en que podíamos ir rápido sin miedo a lo que pudiese ocurrir.
—¿Sólo cenar? —pregunto. Y de un momento a otro me siento ridícula por haber preguntado tal cosa.
Él empieza a reírse.
—Sólo a lo que tú quieras —responde en tono enigmático.
Se acerca y me da un pico que me proporciona una descarga, quizá porque estoy pensando en tal vez no sólo cenemos. Siempre y cuando mi madre acceda a cuidar a la peque para que yo me escape.
—Luego te llamo... Recuerda que tengo una hija —digo.
De pronto la imagen de su padre y del electromiograma se hace presente en mi mente de un modo casi insoportable. Tengo que hacer un verdadero esfuerzo por concentrarme en lo que dice.
—Lo tengo muy presente... De hecho... Había pensado que un fin de semana, podríamos ir al zoo. Los tres. Soy veterinario, podrías aprender mucho de mí —dice, ahora bromeando.
Cruzamos las miradas y sonrío ligeramente. ELA, ELA... Me centro en responder. Sí, sería un buen plan. Aunque no sé si estará de humor cuando se entere de lo que está sucediendo.
—Podría ser un buen plan —admito.
Me bajo del coche y, como hizo ayer, espera a que entre en el portal para arrancar. Subo en el ascensor y entro en casa. Veo a Bunny corretear por el vestíbulo. Me agacho y lo acaricio. Él me lame.
Entro en la cocina y dejo mi cazadora sobre la silla. La mochila la apoyo en el suelo, en un rincón. Al momento aparece mi madre.
—Ya se ha dormido —se refiere a Rocío.
—Hola mamá —digo.
Y, como sucede cuando una persona está al límite, cualquier referencia a su estado de ánimo te hace desbordar.
—¿Cómo estás?
Y lloro.
—El padre de Raúl se está muriendo —susurro.
Sé que no debería decirlo, que es confidencial. Que podrían demandarme por contarle algo así a mi madre... Pero me supera.
Ella se agacha a mi lado y me acaricia el pelo.
—Pero cariño... Tranquila... No llores...
—Tiene una puta ELA... —digo entre respingo y respingo—. Y él aún no lo sabe... Y no puedo decírselo hasta que... Hasta que le hayamos frito a pruebas al pobre hombre y no quede nada que descartar.
Me sorbo los mocos y mi madre me ofrece una servilleta de cocina a tiempo. Cuando logro tranquilizarme, descubro que hay un enorme plato de lentejas humeante esperando sobre la mesa. Pienso en qué haría yo sin mi madre. Rápidamente espanto ciertos pensamientos oscuros y retorcidos que en ocasiones nos asaltan a los médicos, cuando imaginamos a alguna de las personas que más queremos en la misma situación que nuestros pacientes más terribles. Respiro. Uno, dos, tres. Despacio, hondo.
—Me ha invitado a cenar esta noche a su casa —le digo a mi madre—. Pero me siento tan mal... Tan mezquina sabiendo lo que sé y no pudiendo contárselo.
Ella me da una palmadita en la espalda.
—No te sientas mal. Imagínate, por un instante, que os equivocáis. Que no tiene eso que pensáis que tiene. Además, como siempre has dicho: todo tiene un momento y un lugar. Hay cierta información que debe tratarse en el hospital, de modo profesional. Haces bien en no mezclar vuestra relación personal con lo que le está ocurriendo a su padre. Hagas lo que hagas, Bea... Se lo digas o no... No va a cambiar nada. Así que puedes estar tranquila —afirma muy convencida.
Mi madre no es médico... Pero a veces hace gala de un sentido común que nos pondría en evidencia a muchos de nosotros.
Sus palabras logran aplacarme un tanto. Ya soy capaz de coger la cuchara y empezar a comer. Saboreo el guiso. Aunque siempre hace la legumbre sin grasa: sólo le echa patata, zanahoria, acelga, ajo, pimiento verde y tomate (nada de chorizo ni jamón), consigue que tengan un sabor excepcional, que logra atraparme desde la primera cucharada hasta la última.
—Y ahora vete a dormir. Hoy Rocío ha tenido un día muy bueno y esta tarde tenemos pediatra, que no se te olvide —me avisa.
Le doy un beso en la mejilla antes de irme a mi cuarto.
Entro de puntillas, con un sigilo que sólo se aprende cuando una ha sido madre y de su silencio depende el descanso de las próximas horas. Me descalzo sobre la alfombra y me quito la ropa. Como de costumbre, estoy tan cansada que ni me molesto en ponerme el pijama. Me meto en ropa interior bajo el edredón y cierro los ojos. Entre la vigilia y el sueño, se cuela una melodía en mi cabeza.
Nothing's ever what we expect
But they keep asking where we're going next
All we're chasing is the sunset
Got my mind on you
Doesn't matter where we are are are are
Doesn't matter where we are are are ar-are
Doesn't matter no
If there's a moment when it's perfect
We'll carve our names
As the sun goes down
Recuerdo el parque en el que estuvimos ayer. Con los árboles llenos de colores otoñales... Fue ese otoño, de hace tantos años, cuando después de clase fuimos a pasear. Ya éramos amigos antes de empezar a salir. Aquel día habíamos estado más juntos de lo habitual. Nos habíamos mirado con más complicidad de la normal y su mano había rozado mi cintura entre clase y clase. Le encantaba escribir poesía. Era una afición privada que nadie conocía en el colegio excepto yo. Siempre me daba a leer sus versos cuando se le ocurría algo nuevo.
Y aquel día tuvo algo nuevo que enseñarme. Fue en el parque. Nos sentamos en el banco. Sacó un pedazo de papel del bolsillo y lo tuvo que desdoblar varias veces para poder leer lo que había escrito a lápiz.
Me lo enseñó.
Lo leí.
Y al levantar la cabeza del papel vi que me observaba de ese modo. Entonces me besó. Aquel poema había sido una declaración de amor en toda regla.
Aunque a decir verdad, a mí no me hubiese hecho falta leer aquello... Ya le quería. Ya formaba parte de mí. Abro los ojos. Miro el reloj de la mesilla. No llevo ni cuarto de hora en la cama y descubro, con frustración, que soy incapaz de dormir. Tengo angustia.
Afortunadamente tengo un remedio que suele funcionar bastante bien en situaciones así.
Con sumo cuidado para no hacer ningún ruido que despierte a la pequeña, abro el cajoncito de la mesilla y extraigo mi lector Kindle. Me incorporo ligeramente hasta dejar mi espalda apoyada sobre el cabecero de la cama y abro la solapa de cuero azul del lector. Voy por el treinta y cuatro por ciento de una novela que me tiene fascinada. No avanzo más rápido porque mi ajetreada vida no me lo consiente. Pero ahora estoy dispuesta a sumergirme entre sus letras para olvidar las mías.
Me llama la atención el gusto musical de la autora, que utiliza para remarcar los sentimientos de su personaje femenino. Una chica que se siente culpable, profundamente culpable y que trata de redimirse haciendo tratos infames con la parte de sí misma más exigente. Me hace sentir una profunda compasión hacia ella. Jodidamente especial.
Así se llama la novela.
Pronto, las extrañas manías de Vera y su especial relación con Amat me evaden de mis preocupaciones y mi corazón empieza a latir con más tranquilidad. Empiezo a ver las cosas con una perspectiva que no era capaz de obtener hace un rato en mi estado de nervios.
Cuando me quiero dar cuenta ya son las cinco y media de la tarde. Escucho la respiración profunda de mi hija, que se está echando la siesta del siglo. Me levanto de la cama, ya sin tanto esmero en resultar silenciosa. Escojo unos vaqueros oscuros y una blusa fina de color mostaza. Me visto y me calzo unas bonitas bailarinas beige. Después me aproximo a la cuna y contemplo a la criatura más bonita que hay en el mundo. Compruebo que su cabecita y sus pies casi chocan con los barrotes de madera y de pronto se me ocurre que quizá vaya siendo hora de estrenar la cama del cuarto que hemos preparado para ella. La froto la barriguita con suavidad y pronuncio su nombre en un tenue susurro.
—Roci... Roci...
Se despereza como un gatito. Abre los ojos, hinchados y legañosos. Da la sensación de que acaba de despertarse tras doce horas durmiendo, cuando a penas lleva una y media. La cojo en brazos y la achucho despacito para no sobresaltarla. Se frota los ojitos y emite un sonido parecido a un ronroneo.
—Vamos a merendar... ¡Papilla! —le digo con una sonrisa.
Ella me sonríe. Tiene el pelo alborotado, sus rizos oscuros miran cada uno para un lado, como si fueran cuernecitos. Es absolutamente adorable.
La llevo a la cocina y la siento en la trona. Pelo un plátano, una naranja y una pera. Paso la mezcla por la batidora y después lo vierto en un platito de plástico que tiene una jirafa de ojos grandes dibujada en su centro.
Lo pongo frente a Rocío y le doy su cuchara de plástico rosa. Le hace ilusión probar ella sola. Es más, cuando tenemos que darle rápido de comer porque se hace tarde, se enfada muchísimo y grita.
—¡Yo! ¡Yo!
Pero hoy tenemos una hora hasta que llegue la cita con el pediatra. Así que no hay problema en que haga alarde de su independencia para tomarse su papilla de frutas. De un momento a otro se las apaña para llenarse el babero y la cara entera y se ríe entusiasmada cuando al ver mi ceño fruncido.
—Te estás poniendo perdida... —lloriqueo haciendo pucheros—. La abuela te va a echar una buena bronca... —digo.
Pero ella ríe a carcajadas y me lo acaba contagiando. Tiene mis ojos. Pero el resto es de su padre. Alguien que no se merece la hija que tiene, por supuesto.
Finalmente y con el pelo manchado de gotitas, Rocío termina de merendar. Le aplaudo y antes de cogerla en brazos para sacarla de la trona le limpio la cara con una toallita húmeda. Después la deposito en el suelo y le digo:
—¡Corre! Vamos a despertar a la abuela.
Y echa a correr como una loca hacia el cuarto de mi madre. Entra en él como un toro de lidia y al llegar a la cama pega un grito ultrasónico.
—¡Güela!
La abuela se incorpora y la mira con una sonrisa adormilada. La recoge entre sus brazos y la sube a la cama.
—¡Uh! Bea, esta niña tiene sorpresa.
Mi madre arruga la nariz.
—Ven, Roci —le digo a la nena.
Me sigue correteando, pero en cuanto se percata de hacia dónde me dirijo, echa a correr en otra dirección. Odia que le cambien los pañales.
Cuando al fin me hago con ella, la pongo en el cambiador y aguanto su perreta y con habilidad me las apaño para sostener sus brazos y sus piernas espásticas mientras la higienizo como Dios manda.
Después le pongo un vestidito de manga larga con leotardos de rayas rosas y la calzo con unas merceditas blancas. Parece una muñeca.
Mi madre decide acompañarnos al pediatra. En la sala de espera hay una multitud de niños tosiendo y mi instinto maternal me sugiere que no me acerque mucho a ellos con la niña. No tardan mucho en hacernos pasar a la consulta.
La pediatra: Cecilia, es una mujer muy resolutiva y alegre. Me gusta y a Rocío también. Tiene mucho arte y mano para los niños. La desviste, la ausculta, la mide y se las apaña para jugar con ella. Todo visto y no visto.
—Está fenomenal. Se encuentra en el percentil sesenta tanto de talla como de peso y su crecimiento es estable y constante —me explica—. Ya sabe andar y dice algunas palabras, su desarrollo psicomotor es correcto.
Respiro aliviada.
No hay peor paciente que un médico. Y no hay peor paciente pediátrico que el hijo de un médico hipocondríaco.
—¿Tú cómo estás? ¿Qué tal el hospital? —me pregunta.
—Bueno, mucho trabajo... Qué te voy a contar —digo amablemente.
Me sonríe. Nos despedimos de ella y nos marchamos del centro de salud. Entonces mi madre, mi sabia madre, me recuerda una cosa:
—¿Ya sabes a qué hora viene a buscarte tu chico?
Tu chico.
¿Es mi chico? ¿Aunque no haga ni una semana que me he reencontrado con él? En fin, abandono las reflexiones para más tarde y saco el Iphone de mi bolso.
Veo una llamada perdida de Raúl. Miro el reloj. Son las siete de la tarde y aún no le he confirmado que pueda ir a cenar a su casa.
Decido enviarle un wasap.
"Estaré encantada de cenar contigo esta noche. ¿Cuál es tu dirección?"
Al instante me responde.
"Voy a buscarte sobre las diez y vamos andando. Se tarda unos veinte minutos en llegar a pie... Así damos un paseo ;-) ".
"Ok. Te espero", respondo.
—A las diez, mamá. Y no le llames: mi chico. Me estresas.
Ella se ríe.
—No te enfades tonta, es una forma de hablar —se defiende cariñosa.
Reconozco que soy un poco seca por WhatsApp. Nunca se me ha dado bien comunicarme por escrito. No uso emoticonos, ni stickers ni nada por el estilo. Ada dice que parezco un ministro publicando una nota de prensa cada vez que escribo un mensaje. A veces se ríe y comenta que sólo me falta dirigirme a mis amigos de "usted". El recuerdo de aquella conversación me saca una sutil sonrisa de los labios.
Regresamos a casa dando un agradable paseo con Rocío. Llevamos el carrito por si se cansa, pero hoy está muy enérgica gracias a la siesta reparadora del medio día y decide que quiere caminar hasta casa. La miro. Ríe, corre, viene a abrazarme y luego va por su cuenta, curioseando. Descubriendo el mundo a su manera. Y sólo pienso que ojalá nunca nadie le haga tanto daño como para que esa sonrisa se extinga.
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