6


Cuando veo que mi madre coge a la peque y se la lleva en brazos hasta la puerta de casa empiezo a desconfiar. Van a dejarme sola. Con él.

—¿Dónde vas?

—A cenar con la vecina de arriba, para que tengáis intimidad —dice.

Arrugo los morros.

—No sé si es buena idea que tengamos intimidad, mamá —comento.

Ella me sonríe. Desde que ha traído al conejo de su visita al veterinario no hace más que hablar de lo guapísimo, majísimo y estupendo que ha visto a Raúl. Está algo cambiado, pero para mejor. Según ella.

—Lo que no es buena idea es que en vuestra primera cita tengas a tu bebé pidiéndote leche de la teta cada hora, como la tienes acostumbrada a que haga —responde con decisión—. Volveremos a las once —anuncia antes de desaparecer con mi pequeña.

Primera cita. Mi madre ha dicho primera cita.

Estoy nerviosa. Camino por el pasillo, de un lado a otro. Entro en el baño, me miro en el espejo. Vale, estoy guapa. Me he hecho algunas ondas en mi melena rubia con la plancha y he delineado mis párpados con eyeliner negro. Creo que hace ya más de seis meses que no me maquillo y se me había olvidado lo bien que viene de vez en cuando verse algo más arreglada de lo habitual.

Vuelvo por el pasillo y llego al salón. Me siento en el sofá y cruzo las piernas, a la espera. Miro mis sandalias. Se elevan sobre una cómoda cuña de esparto y sus tiras de color crema van a juego con el vestido marrón claro holgado que llega hasta mis rodillas y que he recogido a modo informal con un cinturón dorado fino semisólido que compré por internet hace ya ni se sabe. Me convenzo a mí misma de que estoy bien, de que no necesito ser una súper mujer de revista para que nadie se enamore de mí... Pero sigo sintiendo esa espantosa inseguridad (que me temo que ha quedado como un resto imborrable de mi relación anterior).

Suena el portero automático y mi estómago se revela con un vuelco de lo más desagradable. Me incorporo y voy hasta la entrada para descolgar el aparato y abrirle la puerta a Raúl. Unos veinte segundos después escucho de fondo el ascensor, que frena y después, que se abre. El timbre. Respiro hondo y me recoloco el vestido. Me miro una última vez en el espejo, como si por arte de magia fuese a transformarme en otra persona. Entonces abro la puerta y al verle siento que llega el otoño. Me sonríe.

—Buenas noches —saluda y se inclina para darme un beso en la mejilla que me coge por sorpresa.

—Hola —digo.

Lo guío hasta el salón. Allí se quita la cazadora y la deja encima de una de las sillas. Ese gesto me produce una intensa sensación de dèjá vu. Claro que la cazadora no es el abrigo negro que él llevaba al colegio ni tampoco sus vaqueros oscuros son el pantalón del uniforme ni su camiseta negra es el jersey de pico verde que se llenaba de pelotillas a final de curso.

Se sienta en el sofá, a mi lado. Y de pronto la palabra "casado" retumba en mi cabeza hasta casi dejarme sin sentido. No obstante, voy a intentar aguantar mis ganas de preguntar por si acaso decide sincerarse de manera espontánea. Encima de la mesa he dejado dos copas y he abierto una botella de vino (por si él quiere, porque yo aún doy lactancia y no puedo) y un botellín de cerveza de cero por ciento.

—¿Quieres? —le pregunto señalando la copa.

Él me hace un gesto para que no me levante y cuando va a servirme le detengo.

—¡Yo tomo cerveza sin alcohol! Como estoy dando el pecho no bebo vino —le digo.

Me mira extrañado y de pronto parece recordar. Sonríe y yo me relajo.

—Me parece bien, eres una madre responsable —y me guiña un ojo antes de llenar su copa.

Después se vuelve a sentar y da un trago. Devuelve la copa a la mesa y me mira fijamente.

—¿Y tu madre y tu hija? —pregunta entonces.

—Han decidido irse a cenar con la vecina —respondo—. Así que estamos solos.

Él alarga su mano y me acaricia la muñeca. Como hace dos días, esa noche de guardia en el hospital.

—Pues entonces nos tenemos que poner al día. ¿Quién empieza? —pregunta serio.

Su manera de hablar me intimida un poco... Quizá porque hay cosas de un pasado no muy lejano de las que no me siento orgullosa. Y también porque prefiero que me diga de una vez que está casado, así me quito la tirita de golpe. Aunque duela.

—Tú primero—digo.

Aún tiene mi muñeca secuestrada entre sus dedos. La acaricia pero él mira hacia otro lado.

—Regresé a Madrid yo solo, con veintitrés años y la licenciatura de veterinaria a mis espaldas para buscar trabajo. Mientras, estuve viviendo en el piso de aquí de Moratalaz, que mis padres aún conservaban —hace una pausa y me mira. Asiento, animándole a continuar—. Estuve un par de meses dándole vueltas a la idea de ir a verte, de llamarte... Pero tenía miedo de no encontrarte o de que me rechazaras...

Escucho su respiración pesada, lenta... Le cuesta avanzar. Estoy muy atenta porque va a contarme por qué no se decidió a buscarme cuando volvió.

—¿Y qué pasó? —pregunto casi con ansiedad.

Él sonríe con tristeza.

—Que vine a verte. Una tarde me senté en el banco que hay en la acera de en frente, justo delante de tu portal, y esperé durante horas para ver si aparecías por allí —cuenta—. Te había llamado al móvil antes, pero me dio error, como si ese número ya no existiera. Así que supuse que habrías cambiado de teléfono. No me quedó otra que limitarme a esperar cerca de tu casa y rezar para que aparecieras por allí.

Está mirando fijamente uno de los cojines, parece abstraído, evocando aquel instante. Guarda silencio unos instantes que a mí se me hacen interminables. Aún me acaricia la muñeca.

—Y efectivamente...—dice en voz baja—. Apareciste... Con otro.

Y me mira. Siento que de algún modo me lo está reprochando. Hago memoria. Veintitrés años. Mi último curso de la carrera. Sexto de medicina. Casi todas las tardes me acompañaba Álvaro a casa. Me traía en coche hasta el barrio y después paseábamos media hora cogidos de la mano, hablábamos y me dejaba en mi portal previo morreo en condiciones. Cuando nos licenciamos, unos meses después, los dos nos marchamos a Estados Unidos. Él empezó la residencia de cirugía plástica y yo la de neurología... Hasta que regresé. Embarazada y destrozada. Así que ahora soy madre soltera y medio neuróloga en USA, ya que no acabé allí la formación especializada.

—Álvaro... Es el padre de Rocío —le explico a Raúl, que ha soltado mi muñeca y me mira mientras realiza un gesto indefinido con sus labios.

—Aún no he terminado de contar la historia —dice.

Y guardo silencio. Me pregunto si por fin va a contarme que está casado. Y con quién. Y, sobre todo, por qué.

—Perdón, no quería interrumpir —me disculpo.

Él sonríe de medio lado pero rápidamente recupera el porte serio y su mirada pierde toda clase de expresión para perderse en algún lugar entre las costuras del sofá.

—Entonces no volví a buscarte. Mi razonamiento fue que, si ya eras feliz con otra persona, yo no podría hacer otra cosa más allá de complicarte la vida. Porque yo fui a verte con la intención de retomar lo que tuvimos... Y claramente no iba a ser posible...

—No entiendo... Podríamos haber sido amigos. O a lo mejor, quien sabe...

—¿Le hubieses dejado por mí? No me pareció bien hacerte elegir cuando se te veía tan feliz —responde con una voz amarga y grave—. Además, me sentó mal. Francamente mal. Y no te voy a engañar, me enfadé... No sé si contigo, o conmigo. Pero tuve claro que no quería volver a verte —confiesa después—. Supongo que tuve un arranque de celos y frustración... Ahora me arrepiento, claro.

Me estoy tensando por momentos. Ahí está la explicación que llevaba esperando desde hace dos días. Se puso celoso. Bien. Me vio con Álvaro. Mal. Se enfadó muchísimo. ¿Cómo hubiese sido si Raúl me hubiese rescatado a tiempo del gravísimo error que iba a cometer? Entonces viene Rocío a mi cabeza. La primera vez que la tuve en brazos. Sus manitas. La devoción con la que me mira. Y sé que hay determinados errores en la vida de los que jamás nos podremos arrepentir... Porque nos han dejado un regalo maravilloso.

Raúl fija su mirada en mis ojos y me acelero de tal forma que me noto el pulso en los oídos. Un millón de preguntas empiezan a bullir en mi pobre cerebro y me esfuerzo para reprimirlas y no interrumpir de nuevo.

Asiento, invitándolo a continuar.

—Pasaron los meses... Y no encontraba trabajo. Era un veterinario recién licenciado sin experiencia, así que como mucho me contrataban para sustituir alguna baja o en momentos puntuales.

—¿Y qué hiciste? —pregunto.

—Nada. Seguir buscando... Hasta que me llamó un amigo de la universidad y me dijo que su padre, que es veterinario, iba a montar una clínica en Madrid. Llevaba tiempo planeándolo, al parecer, y algo me había comentado durante la carrera. El caso es que como nos llevábamos muy bien, me dijo que si yo vivía en la ciudad, tal vez me interesara trabajar con ellos... Si es que no tenía trabajo aún —sonríe con picardía.

Le devuelvo la sonrisa y nos miramos en silencio durante unos diez segundos. Vuelve a acariciar mi muñeca. Suspiro y él observa mis labios.

—¿Y entonces...? —rompo el silencio, asustada.

—Entonces empecé a trabajar con ellos y hasta hoy. La clínica está aquí cerca. De hecho creo que tu madre ha traído un conejo blanco esta tarde... —sigue sonriendo—. ¿Dónde lo tenéis?

—Está durmiendo en su casita, en el cuarto de mi madre... Que siempre ha odiado los animales y ahora va a dormir con uno, curiosamente.

Nos reímos los dos. Pero sé que no ha terminado de hablar.

—Hay algo más que te tengo que contar, Bea —dice con cautela.

Respiro hondo y me preparo mentalmente.

—Muy bien —digo—. Te escucho.

—A los dos años de estar allí trabajando... La hermana de mi amigo vino de Mallorca a vivir a Madrid.

Trago saliva. Y él me evita la mirada.

—Fue muy insistente conmigo —dice—. Estuvo un año entero intentando quedar conmigo y a mí, la verdad, no me interesaba mucho... Pero al final me rendí y fuimos a cenar un día.

—¿Cómo se llama ella? —pregunto con un hilo de voz.

—Beatriz, como tú —responde.

Me mira de reojo. Me está creciendo un nudo en la garganta. Estoy muy sensible y esto no me ayuda. Encima se llama igual que yo. No es justo.

—El caso es que de alguna manera me sedujo y pensé que ella me trataba bien y que podríamos tener una vida juntos. Así que a los dos años de salir juntos nos casamos. Yo entonces tenía veintiocho años.

Ahora yo le retiro la mirada y también le quito mi muñeca. No quiero que me acaricie en este momento. Sabía que me lo iba a contar pero no que me iba a sentar tan mal. Quizá también él se sintió así cuando me vio con Álvaro aquella tarde y por eso se marchó y no quiso volver a verme.

—Bea... —susurra.

Me cae una lágrima y me la recojo con la manga del vestido. Lo mancho de eyeliner. Y él pasa su brazo por mis hombros.

—Lo siento... No quería llorar, es que estoy un poco sensible... Y... Estás casado... —suspiro y trato de contener otra lagrimilla.

—No, estoy divorciado... Desde hace más de un año —dice entonces.

Frunzo el entrecejo y el llanto se detiene en seco. Le miro y él me sonríe con ternura. Sin darme cuenta he acabado apoyada sobre su pecho y entre sus brazos. Me acaricia el pelo, como hacía cuando teníamos quince años. Nos miramos de nuevo. Y entonces me da un pequeño beso en los labios. Corto y suave. Me mira para ver mi reacción y yo sólo trato de controlar mi respiración agitada. De nuevo me acaricia y yo me dejo mimar. Sus dedos se enredan en mis mechones con ternura y como estoy apoyada sobre su tórax, puedo escuchar su corazón, que late deprisa.

—¿Y qué pasó? —alcanzo a preguntar con la voz aun tocada por la emoción.

—Que ella era un lobo con piel de cordero. Pero eso ya te lo contaré otro día... Creo que por hoy ya conoces más o menos todo lo que he estado haciendo estos años —responde—. Y ahora, es tu turno.

Entonces me separo de él y le miro. Está expectante y me observa con mucha atención.

—Conocí a Álvaro en primero de carrera... La verdad es que no es muy romántico el cómo empezamos a salir...

Él se ríe.

—Sorpréndeme —me reta.

Pero rápidamente recupera el gesto serio.

—Nos liamos en la fiesta de fin de exámenes, casi sin conocernos... La verdad —digo—. Entonces empezamos a salir y nos fue bien. Estuvimos juntos toda la carrera y el último año a él se le ocurrió que sería genial que nos marcháramos a Estados Unidos a hacer la residencia. Él desde el primer momento ya sabía que quería ser cirujano plástico y además, tenía claro que quería ganar mucho dinero, cuanto más mejor.

Raúl eleva las dos cejas, pero no hace ningún gesto más.

Continúo.

—Al principio me asusté ante la idea de cambiar de país y empezar mi vida tan lejos de casa. Mi padre... Ya sabes. Mi madre estaba sola y la única familia que tengo aquí es ella y una tía mía que vive en la sierra a la que vemos muy poco.

—Entiendo —dice Raúl—. ¿Le propusiste a tu madre que se fuera con vosotros?

—Se lo propuse primero a Álvaro. Le pregunté si le importaría que mi madre viniese a vivir allí... Porque obviamente nos íbamos a quedar muchos años y después de lo mal que lo pasamos las dos con papá... No me apetecía dejarla tanto tiempo sola. Bueno, me refiero a que ni siquiera podría verla una vez cada dos meses.

—Sí, estoy de acuerdo... —comenta él.

—Pero Álvaro se negó. En parte lo entiendo... Mi madre tendría que vivir con nosotros y no tendríamos mucha intimidad... Aunque eso sería temporal porque ella buscaría una casa... Tenemos ahorros... Pero fue imposible convencerle. Al final mi madre me dijo que me fuera, que ella estaría bien, que iría a verme de vez en cuando... Que yo tenía que hacer mi vida —hago una pausa y respiro—. Así que nos marchamos.

Entonces no sé por dónde empezar. Raúl me coge la mano y me mira, animándome a seguir hablando... Pero los recuerdos de esa época me amargan hasta la saliva. No sé cómo pude soportar las cosas que soporté. Los gritos, las amenazas, los desplantes... ¿En qué momento Álvaro se había vuelto tan déspota y prepotente? ¿Había sido siempre así y yo no me había dado cuenta a tiempo? Quizás.

—No nos fue bien. Con las guardias mi epilepsia se descompensó mucho... Empecé a tener crisis muy a menudo y hasta que acerté con la dosis de mi fármaco pasaron unos tres meses... Él no lo aguantaba. Decía que quería tener una novia normal. Una vez me ocurrió cuando quedamos a cenar con unos amigos del hospital y me reconoció que se había sentido avergonzado. Después me dijo que a lo mejor tenía que dejar la medicina porque mi enfermedad no me permitía hacer guardias sin ponerme a convulsionar.

Se me rompe la voz y tengo que coger aire y parar un momento. Tengo ganas de vomitar.

—¿Lo dijo con esas palabras? —pregunta Raúl.

Asiento con un gesto de cabeza.

—Pero no era sólo ese tema... Él se había vuelto muy distante y cada vez salía más sin mí. Empezó a gritarme cada vez que algo le parecía mal y cuando venía cabreado del hospital siempre pagaba su mal humor conmigo. Luego era encantador fuera de casa. Y cuando quería sexo... Era el hombre más romántico del mundo —digo con rabia.

—Tranquila, Bea —Raúl vuelve a atraerme hacia él y me abraza—. Si no quieres contarme más, no tienes por qué hacerlo. Hoy no... ¿De acuerdo?

En silencio asiento y dejo que me entierre entre sus brazos y me acaricie el cabello igual que antes.

—Los dos lo hemos pasado mal —dice él—. Pero aún somos jóvenes y estamos a tiempo de arreglarlo, ¿no crees?

Le miro y esbozo una tenue sonrisa. Él me besa otra vez, como antes. Después apoyo mi frente en sus labios y él la besa. Cierro los ojos y disfruto del momento. Me siento tranquila y segura y no sé cuánto va a durar. Entonces me suenan las tripas y la magia se desvanece un poquito.

—Tal vez deberíamos cenar —propone él riéndose.

—He preparado tallarines al pesto... Aunque a lo mejor se han quedado fríos.

Vamos a la cocina y sin que me dé tiempo a impedirlo, Raúl enciende la vitrocerámica y empieza a darle vueltas a la pasta que hay dentro de la cacerola. Decido poner los platos en la mesa y traigo mi cerveza y su copa de vino del salón.

Mientras comemos, charlamos de cosas que no tienen nada que ver con nuestras vidas. De la primavera, del hospital... Me cuenta cosas de su trabajo y de los animales... Dice que hay una epidemia de gastroenteritis perruna y que el otro día le mordió una cobaya algo revenida. Me río. Él se ríe. Le cuento que en una guardia me caí de la litera de arriba y que casi acabo en urgencias de traumatología. Nos reímos de nuevo.

Brindamos. Y bebemos (yo cerveza sin alcohol y él, vino tinto).

Entonces me mira de esa forma. Otra vez.

—Podríamos ir a pasear —propone—. Por el parque, como hacíamos antes... ¿Te acuerdas?

Asiento con la cabeza mientras recuerdo momentos especiales a su lado. Me parece una buena idea.

—¿A qué hora te tienes que ir? —pregunto mientras recojo los platos y los meto en el lavavajillas.

Como no ha sobrado pasta y la cacerola está vacía, Raúl se la lleva a la pila y la friega con una eficiencia que demuestra que lleva viviendo solo bastante tiempo.

—Me iré cuando consiga que me des tu teléfono y que me prometas que nos veremos mañana por la tarde otro rato —dice mirándome mientras se seca las manos con el paño de cocina.

—Pero si por la tarde trabajas, ¿no? —digo evitando mirarle.

En su lugar, me centro en buscar la pastillita de detergente, que mi madre suele guardar en el armarito que hay bajo el fregadero. La encuentro y la introduzco en el lavavajillas. Él espera a que termine mi tarea para contestar.

Aprieto el botón y el electrodoméstico se enciende y ruge, señal de que comienza el lavado. Me apoyo en la encimera mientras suspiro y me dejo llevar por el otoño, que se acerca aunque estemos en primavera.

Sus ojos vuelven a clavarse en mí y me analizan, punto por punto.

—Estás más guapa. Te han sentado bien los años —dice sin responder a mi pregunta.

—No lo creo —digo seria—. Yo tengo la sensación de que me han sentado especialmente mal.

Él se ríe y se acerca. Me rodea la cintura con los brazos y yo tiemblo. Me sumerjo en ese otoño que me da tanta paz y me dejo llevar por sus árboles coloridos y el crujir de las hojas secas.

—Es más fácil apreciar las cosas buenas cuando nos hemos rodeado de desgracias durante demasiado tiempo —me dice pegando su nariz a la mía—. Y tú ahora mismo eres una de esas cosas buenas... Que suelen suceder sin buscarlas y cuando menos te lo esperas.

Tengo la sensación de que va muy deprisa. Se adelanta. No conoce a mi hija. No sabe lo que es salir con alguien que trabaja demasiadas horas y tiene demasiadas guardias de hospital.

—Ya no tengo quince años, y tú tampoco. Sólo nos hemos visto dos días, así que déjame que tenga dudas de si realmente soy una de esas cosas buenas para ti. Y de si tú eres una de esas cosas buenas para mí —digo a la vez que me alejo de él unos centímetros—. Vas muy rápido.

—Voy rápido porque quiero ir rápido. Porque no tengo ninguna intención de esperar y ver qué pasa. Si tiene que salir mal, saldrá mal independientemente de la velocidad a la que vayan las cosas. No somos dos extraños Bea. ¿Acaso te lo tengo que recordar?

Y acorta de nuevo las distancias. Trago saliva mientras una parte de mi cerebro trata de rebatir su razonamiento. Pero no puedo. Es cierto que no nos acabamos de conocer, así que podemos saltarnos esa incómoda parte en la que dos personas fingen ser lo que no son para impresionarse mutuamente hasta que en algún descuido se descubren sin tapujos y entonces siguen juntas, o se separan. Por eso la pasión muere la mayor parte de las veces. Porque nadie dice la verdad. Supongo que las expectativas irreales de la gente también juegan un papel fundamental en esta clase de desengaños egoístas.

Pero ahora no es así. No hay nada que ocultar. Somos dos piezas de puzle que en su día encajaron perfectamente y que si bien ahora tendremos que limar nuestros salientes y corregir las deformidades creadas por el tiempo y los malos tragos, es muy probable que logremos volver a encajar.

Entonces me besa. Y siento el viento en mi rostro, el dorado de los bosques y el frescor que sigue al verano y que calma nuestras almas antes del invierno. Uno de sus mechones se hace con mis dedos y mis piernas deciden por su cuenta y riesgo envolverlo y atraerlo más hacia mí. No puedo respirar pero no importa. Acaricia mi cuello, mece mi cintura y no hay secretos en mi boca para él.

Y ya.

Ambos estamos al borde de la asfixia y no nos queda más remedio que separarnos para llenar de nuevo nuestros pulmones.

—¿Tengo razón? —pregunta con una leve sonrisa que se esboza demasiado cerca de mis labios.

—Yo también quiero ir rápido —confieso en voz alta.

Y de pronto escuchamos el entrechocar de unas llaves y una puerta que se abre. Mi hija recita un elaborado gorgorito y su abuela le ríe la gracia. Raúl se separa de mí de un brinco y yo me atuso el pelo lo más deprisa que me permiten mis dedos temblorosos.

Ambos nos secamos la boca con el dorso de las manos y tratamos de aparentar que nos hemos comportado como seres civilizados que friegan la cacerola y ponen el lavavajillas después de cenar, y nada más.

Ambas entran en la cocina y mi madre saluda a Raúl con dos sonorosos besos. Le pregunta por la cena y él responde que le ha encantado el pesto. Ella responde, orgullosa. Rocío, que está en sus brazos extiende sus manitas hacia mí y grita mamá. De pronto Raúl parece darse cuenta de que allí hay un bebé y nos mira con intensidad a las dos.

—Ven con mami, cielo —le digo a mi pequeña mientras la cojo en brazos y me la como a besos.

Ella se ríe con la espontaneidad de un bebé. Me toquetea los pendientes.

—Oh —musita con asombro mientras desliza sus pulgares por mis orejas.

Me río. Miro de reojo a Raúl, que parece estar completamente concentrado en la escena. Se acerca, pero no dice nada. Espera a que mi hija termine de admirar los pendientes de su madre para presentarse.

—Hola —susurra él.

Le ofrece su dedo a la peque y ella se lo agarra con su manita izquierda. Le sonríe y él le devuelve esa sonrisa.

—¡Tá! —grita ella y empieza a aplaudirle.

—Yo soy Raúl... ¿Y tú? —dice suavemente.

—A.... úl —dice Rocío casi en un susurro.

Parece que le está contando un secreto de estado y eso me saca una carcajada.

—Sí... Es un amigo de mamá —le digo a mi hija.

Ella está en silencio, observando al extraño individuo que acaba de presentarle su madre. Parece que le agrada porque le sonríe de nuevo.

Pero él me está mirando a mí. Entonces me doy cuenta de que he dicho la palabra "amigo".

—Bueno, bueno... Me llevo a la niña a la cama y vosotros haced lo que tengáis que hacer —dice mi madre tajante mientras me la quita de los brazos—. Me alegro mucho de verte por aquí, a ver si nos visitas más a menudo que estamos un poco solas últimamente —se queja teatralmente y se lleva a la niña de la cocina para meterla en la cama.

Entonces Rocío se queja y aúlla la palabra teta con tal fuerza que deben de haberla escuchado hasta en Aranjuez. Miro a Raúl.

—¿Te importa que le dé el pecho? Tardo diez minutos y salimos.

Me sonríe levemente y niega con la cabeza. Cuando voy a salir de la cocina él me retiene de la cintura y me da otro beso, corto y lleno de palabras antes de que me escape. Después me mira y dice:

—Te espero aquí.

***

Cuando llega la primavera los días comienzan a alargarse. Sin embargo, no se puede pretender que a las diez de la noche el sol aún no se haya ido a dormir. Así que el parque está oscuro y la única luz que pueden percibir nuestras pupilas procede de unas farolas que alumbran el asfalto de una de las calles principales, a unos treinta o cuarenta metros de nosotros.

No importa. Conocemos paso a paso este lugar y caminamos hacia nuestro banco, pintarrajeado con nombres y fechas rodeadas de corazones o frases bonitas que no se sabe cómo terminaron. Primero se sienta él y antes de que yo me sitúe a su lado, ya me ha secuestrado entre sus brazos y sobre sus piernas. No hemos dicho una palabra desde que salimos del portal. El silencio es cómodo y nos gusta a los dos. Me besa. Tengo frío pero sus labios están calientes y eso calma mi tiritona. Después me dejo caer sobre su hombro de manera que mi boca queda a la altura de su cuello y no puedo evitar que mi aliento toque su piel cada vez que respiro. Me acaricia el brazo con sus dedos y cierro los ojos, dejándome llevar por la inusitada felicidad que me produce tenerlo cerca.

—Aún no me has dado tu teléfono —me susurra.

Me alejo unos centímetros de su cuello para poder mirarlo a los ojos. Mis pupilas ya se han acostumbrado a la penumbra y puedo distinguir su mirada sobre la mía. Sonrío.

—Es verdad... Espera —digo mientras saco mi Iphone del bolsillo de mi trench—. Dime el tuyo y te hago una perdida.

Entonces, sin preguntar, me lo quita y se encarga personalmente de apuntarlo y de llamarse.

—Así me aseguro —dice cuando me lo devuelve—. No me extrañaría que después de todo el daño que te han hecho te arrepientas de hoy a mañana y vuelvas a hacerte la esquiva.

—¿Y por qué me iba a arrepentir...? —pregunto.

—Porque te he dejado muy claro que quiero ir rápido. Y quizá me he arriesgado a que me malinterpretes —añade—. Cuando digo que quiero ir rápido, me refiero a que no quiero jugar al escondite, Bea. Quiero saber cómo es estar contigo, verte por las tardes, hacerte el amor por las noches, hablar y contarte mis problemas y que tú me cuentes los tuyos. Quiero conocer a tu hija y saber cómo es formar parte de tu vida y que tú formes parte de la mía. Una vez fue así... Y fui muy feliz —concluye casi sin aliento.

Nos miramos.

—¿Y si ya no volvemos a encajar? El tiempo nos ha transformado en otras personas.

Él niega con la cabeza.

—El tiempo nos ha hecho aprender de nuestros errores. Pero lo nuestro nunca jamás fue un error. Y tal vez nunca vaya a serlo —dice—. Y estoy deseando descubrir si eso es así.

Me abraza con fuerza y de nuevo el otoño me envuelve, me cuesta respirar cuando me besa de esa forma, se me acelera el pulso. Entonces me muerde el cuello y se me escapa un suspiro de sorpresa. Y de pronto se detiene y me mira con hambre contenida.

—Me tengo que ir al hospital —dice—. Mañana si quieres, y puedes escaparte cinco minutos, podríamos tomar un café juntos por la mañana —propone.

—Sí, me encantaría —respondo.

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y el 6!!!! 

espero que os haya gustado!!! mmm

besitos


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