5
No sé exactamente qué es esa bola blanca y peluda que avanza hacia mí cuando entro en casa. El hall está en penumbra así que enciendo la luz para ver mejor qué clase de juguete le ha regalado mi madre a Rocío.
Me agacho y descubro que se trata de una criaturilla de ojos azules y orejas alargadas.
—Pero si eres un conejito... —susurro enternecida mientras deslizo mi dedo detrás de sus orejitas.
Me lame la mano mientras yo sigo hipnotizada con la suavidad de su pelo.
—¿A que es precioso? Se llama Bunny —pregunta mi madre desde la puerta del salón, sobresaltándome.
La miro y frunzo el entrecejo. Si mal no recuerdo, cada vez que yo intentaba meter algún animalito en casa ella me amenazaba con marcharse y dejarnos a mi padre y a mí a cargo de la criatura. Intenté tener perro, hámster, conejo, canario e incluso probé suerte cuando escribí en la carta de los reyes (a pesar de que ya tenía casi doce años y sabía la verdad) que me haría muchísima ilusión tener un dragón barbudo con su terrario.
La respuesta siempre fue no.
Y ahora... esto.
—Sí, es precioso... Pero... Quién eres tú y qué has hecho con mi madre —recito teatralmente.
—Es que he pensado... —comienza poniendo esa voz suave y melodiosa previa a una mala excusa—. Que a la nena le vendría bien tener una mascotita para jugar y para que tenga contacto con la naturaleza...
Tuerzo el morro. Falsa.
—Ah, claro. Y yo no necesitaba tener contacto con la naturaleza, ni a los dos, ni a los tres, ni a los diez, ni a los trece años... ¿No?
Ella desvía la mirada.
—Bueno hija, los tiempos han cambiado... Y...
Y se me enciende la bombilla.
—Y espero que no le hagas ninguna perrería al pobre animal para buscar un motivo para tener que llevarle a un veterinario que casualmente se apellide Mascaró.
Ella abre mucho los ojos. La he pillado.
—En realidad iba a llevarlo igual. Los animales necesitan sus revisiones médicas... Sus vacunas... Sus cosas... ¿No? De hecho he pedido cita para ir esta tarde —canturrea.
Me incorporo y camino hacia el salón, donde dejo sobre el sofá mi chaqueta y la mochila y después me desplomo entre los cojines.
—¿No estás enfadada? —me pregunta mi madre con prudencia—. He preparado tallarines con albahaca, son tus preferidos.
La miro y me empiezo a reír a carcajadas.
—Pues espero que sobren para la cena... Porque viene Raúl esta noche —confieso a sabiendas de que se va a arrepentir de haber adoptado al indefenso conejito.
—Pero hija, te dije que te acercaras a él no que directamente lo metieras en casa con la niña, conmigo... Ay, señor... —balbucea nerviosa.
—Ha surgido así, mamá... Me ha traído en coche a casa, le he contado lo de Rocío...
—¿Se lo has contado ya? —pregunta muy sorprendida—. ¿Pero en qué mundo vives? ¿No podíais quedar a tomar algo para empezar?
—Me ha besado...
Sus gestos lo dicen todo. Es la perfecta madre que no está de acuerdo con nada de lo que he hecho y ahora se prepara para echarme la bronca. Pero no tengo ganas de escuchar.
—No, calla. Ya sé que ha sido muy rápido y yo tampoco estoy muy conforme. Pero es lo que hay. No lo he planeado. No he podido anticiparme a lo que iba a ocurrir. Así que esta noche viene a cenar con nosotras, le preparamos algo ligero y charlamos con él un rato. No será para tanto. Rocío le va a encantar. Es una monada de niña. Y si no le gusta, ya sabe donde está la puerta. Mi hija siempre va a ser lo primero —establezco creciéndome a medida que hablo.
—Eso me parece bien. Tu hija siempre primero... Pero ojo, una madre infeliz tampoco es una buena madre.
Se sienta a mi lado y pone su mano sobre mi hombro. Me mira muy seria. Allá va un sermón.
—No es malo admitir que necesitamos amor. Las personas, además de necesidades físicas, tienen necesidades emocionales. Y, Bea, cielo... Hay necesidades tuyas que yo no puedo cubrir.
Y se va a la cocina. Me deja sola, rumiando sus palabras, que por duras que me parezcan no dejan de ser ciertas.
Mi pequeña está todavía durmiendo la siesta, así que me permito el lujo de comer tranquilamente mientras mi madre lee una de esas novelas de terror que tanto la enganchan, y de sentarme después en el sofá para cerrar los ojos media horita. Sin embargo, una criaturilla peluda no está de acuerdo con que me eche una cabezada y empieza a arañarme los pantalones. Al volver en mí me encuentro con unos ojitos azules y un hocico que se mueve constantemente, olisqueando los pliegues de los cojines.
Le acaricio el lomo con suavidad, desde detrás de las orejas hasta el rabito de algodón. En menos de un minuto ya está completamente estirado, patitas incluidas, y apoyado sobre mi pierna. Tengo curiosidad por ver cómo reaccionará Roci, si optará por tratarlo con cariño, o si por el contrario intentará estrangularlo como a su elefante de peluche.
—Me voy a dormir un rato, hija —anuncia mi madre desde el marco de la puerta—. La nena lleva una hora y media durmiendo, supongo que como mucho dormirá otra media —me informa antes de desaparecer.
Intento cerrar los ojos de nuevo, pero con mi mano reposando sobre el lomo de Bunny. Entonces sueño que es otoño. Veo el sol reflejado en los árboles rojos y amarillos y mis pisadas crujen sobre una alfombra de hojas secas. Y allí está él, entre los árboles. Sus ojos brillan. Me da un beso y después se desvanece y me quedo sola en un bosque en el que llega el invierno y hace frío.
Ya no hay hojas secas ni árboles rojos.
Entonces me despierto y escucho a Rocío llorar. Me levanto y camino hasta mi cuarto, donde está la cuna. Mientras la cojo en brazos y la achucho para que se calme, pienso que quizá he sido demasiado ingenua al dejar que se acercase tanto a mí después de tantos años. He bajado la guardia antes de tiempo y soy consciente de que me puede pasar factura. Además, aunque me cueste reconocerlo ahora mismo soy emocionalmente vulnerable.
Dejo a la enana encima de su mantita de colores que hemos extendido sobre la alfombra del salón (para lo cual hemos tenido que apartar la mesa de café) y cuando está sentada y tranquila, cojo a Bunny y se lo acerco.
—¡Ta! —grita eufórica.
Cojo su manita y la deslizo sobre el pelo blanco. Entonces abre mucho los ojos y la boca. Está extasiada. Me río por la autenticidad de sus gestos.
—Muy bien, así... Fenomenal —la animo a que siga acariciando al animalito.
Poco a poco coge confianza y empieza a tocarlo con más ganas. El conejito se estira al lado de ella, tal y como ha hecho antes conmigo, dispuesto a que le den más mimos.
Entonces la peque se entusiasma y en lugar de acariciarlo, lo golpea con el puño cerrado. El pobre pega un brinco y sale despavorido para esconderse debajo del sillón.
—¡Pero bueno! —la regaño—. No hagas eso que lo asustas...
Pero Rocío se ríe a carcajada limpia, tanto que me lo acaba por contagiar.
Decido que se ha acabado la sesión de "contacto con la naturaleza" y alcanzo el móvil para enviarle un wasap a mi amiga Ada.
Cuando conocí a Ada tenía dieciséis años. Yo era nueva en el colegio y la primera vez que la vi tuve la intensa sensación de que ya la conocía de antes. Es esa clase de sentimiento premonitorio que precede a una amistad profunda y duradera.
Ni ella ni yo éramos las más populares. Más bien y por circunstancias personales, nos parecíamos en nuestro carácter solitario y reflexivo. Solíamos hablar durante los recreos y los viernes nos uníamos al grupo de clase que iba al parque a posesionarse de los bancos con una botella de Cocacola y otras cosas. Ada llegó a conocer a Raúl porque la hermana de éste, Laura, fue su mejor amiga hasta que se ambos se fueron a vivir a Mallorca. Así que conoce mi historia con él.
"El padre de Laura y de Raúl está en mi hospital, ¿te acuerdas de ellos?", escribo.
Ada está en línea y me pregunta que si puede venir a casa a merendar para que le cuente más en detalle.
"Aquí te espero", respondo.
Su casa está a cinco minutos de la mía. Es abogada y hace ya unos tres años que tiene un trabajo estable. Se independizó y ahora tiene un pisito muy cerca de la casa de su padre. Dice que no quiere irse muy lejos por si éste, que ya tiene sus achaques, puede llegar a necesitar su ayuda en algún momento.
En cuanto a hombres, ambas estamos igual. Bueno, ella fue más inteligente que yo cuando decidió poner distancia con su ex novio de la universidad cuando él empezó a pasarse de la raya.
Suena el portero automático. Me levanto de la alfombra y, sin perder a la nena de vista camino marcha atrás hasta el telefonillo. Aprieto el botón y escucho el chasquido de la puerta del portal.
Dos minutos después el timbre de la puerta principal resuena por toda la casa. Abro y una mujerona morena de ojos grandes entra subida en unos tacones de aguja que prometen rayar hasta el parquet más resistente. Ella lo sabe y sin preguntarme antes se descalza. Diez centímetros más abajo me da dos besos, pero no sonríe. Tiene cara de que sabe algo que yo no sé y viene a contármelo.
Sin embargo, cuando ve a la peque se abalanza sobre ella y la coge en brazos.
—¡Hola Roci! Soy la tía Ada... ¡Guapa! —la grita mientras la hace volar.
Rocío se ríe y pone cara de velocidad. Como un avión que vuela por primera vez.
Acabamos las tres sentadas sobre la alfombra observando al pobre conejito blanco que sigue agazapado debajo del sofá y que nos mira con pavor.
—Entonces has visto a Raúl en el hospital —dice Ada, recordándome que ése era el asunto por el que ha sentido la necesidad de venir corriendo a verme.
—Sí —susurro—. Su padre está ingresado aunque no puedo contarte más sin su permiso, claro. Ya sabes.
—Sí, tranquila. Entiendo. ¿Y habéis hablado y todo eso? —pregunta haciendo énfasis en las dos últimas palabras.
—Todo eso... Sí, me ha besado y me ha traído en coche hasta casa. Bueno, al revés. Primero me ha traído en coche y luego me ha besado...
—Espera. ¿Pero habéis hablado... En condiciones? —sigue preguntando ella—. ¿Te lo ha contado todo?
La miro y mi amiga extiende su mano y la posa sobre la mía.
—¿Qué pasa? ¿Qué me tiene que contar? Bueno, va a cenar aquí esta noche... Sólo hemos estado juntos veinte minutos —hablo sin parar, poniendo excusas sin saber exactamente para qué. Como si Ada supiese algo que una parte de mí sospecha y que me haría sentirme horriblemente mal de ser cierto.
—Sabes que su hermana y yo fuimos buenas amigas en el instituto... Luego ya no tuvimos mucho contacto... Pero ya sabes, cuando ocurren cosas importantes pues la gente avisa... Cuando se muere alguien, cuando nace alguien, cuando alguien se casa... —divaga ella sin saber muy bien cómo decirlo.
—Vale, dilo ya —la corto impacientada.
—Raúl se casó hace tres años.
Entonces el otoño se convierte en invierno súbitamente y el beso pasa a formar parte de una pesadilla agridulce y todas las posibles vidas que he inventado mientras dormía en el sofá se evaporan. Y encima viene a cenar.
—¿Y por qué no me lo contaste entonces? —pregunto dejando libre una pequeña parte de mi torbellino interno.
—Primero porque estabas en Estados Unidos, felizmente emparejada con, como dice tu madre, el señor pongo tetas, quito tetas, y segundo porque hacía tantísimos años que no mencionabas a Raúl que me pareció que contártelo te complicaría más la vida que otra cosa —se defiende.
—Vale, perdóname. Siento haberte gritado... Es solo que... Yo creía... He sido idiota, eso es todo —concluyo con un largo suspiro.
Rocío está chupeteando un sonajero verde y sonríe, ajena por completo al huracán emocional de su madre. La miro. Y empiezo a ser realista. Es muy poco probable que yo pueda rehacer mi vida de nuevo. A estas alturas casi todo el mundo está ya emparejado... Y el que no lo está, se encuentra como yo: dolido por una relación que no funcionó, con responsabilidades sobre sus espaldas y muy poquita fe en el amor.
—No, no has sido idiota. A lo mejor esta noche, si viene a cenar, se sincera... Igual se ha separado. Aún no lo sabes... No... Eso no. No llores Bea... Por favor —dice.
Me limpio una lágrima. Pero se me escapan otras dos.
—De todas formas me lo imaginaba —intento reponerme y regreso a la conversación—. Es que cuando me lo encontré en el hospital, me vinieron tantos recuerdos a la cabeza... Todos buenos. ¿Sabes? Hay mucha gente que con quince años tuvo su primera ruptura, sus primeras tristezas... Pero Raúl y yo fuimos uña y carne, todo estaba bien, todo era fácil... Hablábamos de todo... Y hacíamos el amor, pero sin presiones, sin que nadie nos hubiese obligado, salió así. Fue algo natural, tranquilo... Con amor.
Y sollozo. Rocío se asusta y emite un gorgorito de preocupación. Ada la coge en brazos y le da un besito en la mejilla. Después pone su mano en mi espalda y me mira.
—Pues entonces no tengas prisa y escucha lo que tenga que contarte... Quizá ahora, si los dos estáis solos, sí pueda ser —se encoge de hombros—. No te cierres, que para llorar vas a tener el resto de tu vida, Bea.
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Y el quinto!! jejeje
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