3
—Mamá... Tita... Tita... Mamá... ¡Teta!
Vuelvo en mí. Me giro y el reloj de la mesilla marca las cinco y media de la madrugada. Creo que he perdido la cuenta de las veces que me he levantado para darle el pecho a la peque. Salgo de la cama y soy consciente de que llevo la teta izquierda fuera del sujetador, me he debido de quedar dormida así hace tres cuartos de hora.
Me acerco a la cuna donde Rocío me espera en pie, chupando los barrotes. Me pide pecho con la misma elocuencia que un catedrático. La cojo en brazos y me vuelvo con ella a la cama. Me recuesto sobre el mullido cabecero de la cama y me las apaño para engancharla al pezón mientras se me cierran los ojos.
Y suena el despertador.
Son las seis y media de la mañana y huele a café.
Mi madre duerme poco. Tiene eso que algunos conocen como el mal del viejo. No necesita más de cinco horas de sueño para estar completamente regenerada del día anterior. No sé por qué se concibe como algo negativo... A mí me encantaría estar reparada durmiendo sólo cinco horas por la noche... Aunque no hay nada más lejos de la realidad.
Al despertar, compruebo que tengo la teta izquierda fuera del sujetador y mi pequeña está durmiendo a mi lado. Me encanta verla dormir. A veces se estira y ronronea; y otras respira profundamente y me transmite mucha paz. Me levanto y me recoloco el pecho dentro de la copa. Después me ajusto el tirante y ya, entonces, cojo a Rocío en brazos y la llevo a la cocina.
—Buenos días —saluda mi madre con voz cantarina—. Le he preparado la papilla a la nena —anuncia mientras yo deposito a la bebé en la trona.
Aunque ua empieza a tener más de niña que de bebé... Pero me resisto a admitirlo.
La miro. Tiene un ojito medio abierto y el otro completamente cerrado. Bosteza y me enseña sus minúsculos dientecitos. Sonrío. No hay cansancio que pueda superar esto.
—Corre a ducharte —dice mi madre—. Ya le voy dando yo el desayuno mientras... Que si no vais a llegar tarde otra vez —insiste.
Hago caso. A estas horas la mitad de mi cerebro aún está apagado. Entro al baño y abro el agua caliente de la ducha. Me introduzco en ella y cierro la mampara. Suspiro profundamente y después dejo que el calor del agua relaje mis hombros. Utilizo un gel de baño con aroma a aceite de argán que huele a gloria. Me lavo el pelo con champú para bebés y después le aplico una gota de acondicionador. Me aclaro y cierro el grifo con pena. Echo de menos aquella época en la que me recreaba y podía estar más de diez minutos seguidos bajo el agua caliente.
Me envuelvo en mi albornoz y me paso el secador. Cuando parezco una versión de Mufasa vintage enchufo la plancha y mientras ésta se calienta me voy a mi cuarto y saco del armario unos pantalones blancos y una blusa gris oscura. Me visto en menos de veinte segundos y corro al baño para terminar de arreglarme el pelo.
Y al fin estoy de vuelta en la cocina. El babero de Rocío está lleno de pegotes amarillos de papilla y ella está haciendo pompitas con los restos que le quedan en la boca. Al verme se le escapa un gorgorito muy gracioso.
—¡Mamá! —grita entusiasmada mientras empieza a aplaudir a su manera.
La imito y aplaudo como un oso. Ella se ríe a carcajadas y yo la cojo en brazos.
—¡Te vas a poner perdida! Quítale el babero... —dice mi madre... Tarde.
—Qué cochina me has puesto, enana —le digo a mi hija mientras ella me toquetea el pelo recién planchado para llenármelo de pegotes de papilla.
Le doy un beso en la punta de la nariz y la vuelvo a dejar en la trona. Después le quito el babero y me la llevo al cambiador, que está en la habitación que hace años usó mi padre como despacho y que ahora la hemos redecorado para que sea el cuarto de la bebé.
Le huelo el culete y me echo hacia atrás asqueada. Después miro el reloj y me horrorizo al comprobar que ya pasan de las siete y cuarto de la mañana. Velozmente me las apaño para cambiar el pañal, limpiarla y echarle cremita. Luego elijo un vestidito vaquero con una camiseta de manga larga de color beige para ponérsela debajo y unos zapatitos de muñeca. Una vez vestida, la dejo en el carrito y compruebo que en su bolsa está todo lo que les hace falta en la guardería: mudas, pañales, el biberón con agua y un par de chupetes esterilizados (aunque ya casi no los utiliza). Voy a salir de casa y entonces la mano de mi madre me sujeta del brazo.
—¡Mira que blusa llevas! —exclama escandalizada—. Ahora mismo te vas a cambiar —me ordena.
Me cuadro como un soldado y voy corriendo a mi cuarto. Al verme en el espejo recuerdo que mi hija ha decidido usar mi ropa como lienzo para untar su papilla y me resigno a echar mi blusa recién planchada de ayer al cubo de la ropa sucia. En su lugar, elijo otra de color fucsia que tiene un pequeño y sutil escote que me obligará a abrocharme la bata blanca hasta el último botón si no quiero escandalizar a más de un paciente.
Ya estoy lista para salir por la puerta.
Mi madre nos da un beso a las dos y nos despide hasta que se cierran las puertas del ascensor.
La guardería está a cinco minutos de casa andando, a dos minutos corriendo y a uno galopando. Así que en treinta segundos estoy allí. María, una de las profes, me abre la puerta y me sonríe. Lleva un babi de cuadritos de colores y saluda a Rocío con un gritito y la enana responde con una carcajada.
—Luego viene mi madre a buscarla —le digo, como de costumbre.
—Estupendo —me dice mientras se lleva a mi niña a una de las salitas con los demás niños.
Me despido con un rápido hasta luego y me dirijo a la boca de metro, que está a unos diez minutos de allí, todo lo deprisa que me permiten mis piernas.
Cuarenta minutos más tarde tengo la bata puesta y estoy sentada en la consulta, resoplando al ver que tengo citados dos pacientes por cada media hora y preguntándome a mí misma si seré capaz de ver a la mitad de ellos antes de que llegue una de las adjuntas del servicio (Sonia) que será la que termine de verlos a todos.
—Sólo dos años más —murmuro.
Dos años más para terminar mi formación especializada –MIR– y ser neuróloga con todas las letras.... E irme al paro.
Me recuesto sobre el respaldo de la silla y reviso el historial del primer paciente en la pantalla del ordenador. Me rugen las tripas y entonces recuerdo que no he desayunado. Fallo garrafal. Ahora no podré comer nada hasta dentro de unas cuatro o cinco horas, por lo menos.
En fin. Me resigno y miro el monitor. Abro la última nota médica que se escribió hace seis meses, cuando Ignacio, un señor de sesenta y cinco años, vino a su última revisión. Al leer la exploración de las visitas anteriores deduzco que su enfermedad de Alzheimer avanza más rápido de lo que sería deseable. Me levanto de la silla y abro la puerta de la consulta. Grito su nombre en la sala de espera y un señor bajito y menudo acompañado de su esposa, que lo agarra del brazo con cariño, se incorpora y sonríe.
—Pasen —digo con suavidad y una minúscula sonrisa de cortesía.
Se sientan al otro lado del escritorio mientras yo cierro la puerta.
Después tomo asiento y miro a Ignacio a los ojos. Él me sonríe otra vez. Observo de reojo a su esposa. Se trata de una mujer muy menuda de expresión calmada y ojos muy azules. Su rostro está repleto de arrugas de expresión y tengo la sensación de que empieza a tener que contener las lágrimas.
—¿Qué tal ha pasado el invierno? —le pregunto a ella con suavidad.
La mujer asiente.
—Bien... Bueno, ya sabe... Dentro de... —musita consternada.
—Entiendo —comento—-. ¿Duerme mejor con la medicación que le pusimos la última vez que vinieron a consulta?
Ella vuelve a asentir con un gesto muy expresivo.
—Desde que le pusiste la pastilla nueva no ha vuelto a pasear por la casa de madrugada. Ahora duerme muy bien y ya no se pone tan agresivo a la hora de acostarse —me informa.
Lo apunto en el ordenador.
—¿Y qué tal come? ¿Se atraganta mucho? —pregunto.
Es importante saber si tose mientras come... El hecho de atragantarse supone un mayor riesgo de padecer una neumonía por aspirar diminutas cantidades de comida o de líquido.
—No —responde ella—. Se lo parto todo en trocitos pequeños y le hago purés y la verdad, doctora, come fenomenal. ¡Y un montón!
Me sonríe y le coge la mano a su marido. Me conmuevo por dentro, pero lo dejo pasar. Hace ya mucho tiempo que aprendí a no llorar delante de ningún paciente. En ocasiones tengo verdaderos problemas para reprimirme, pero como cualquier persona que es testigo de una desgracia ajena y que esté dotada de un mínimo de sensibilidad humana.
—Fenomenal —digo con una sonrisa.
Entonces miro a Ignacio a los ojos.
—¿Sabe dónde está ahora, Ignacio?
Él me sonríe. Mira a su mujer que observa expectante y después se dirige de nuevo hacia mí.
—No —responde, y se encoge de hombros.
Pero sigue sonriendo.
—¿Y sabe en qué año estamos? —le pregunto después.
Él amplía la sonrisa, pero no contesta.
—Nacho, te está hablando la doctora —le dice su mujer en un susurro.
—¿Sabe qué día es hoy? —pregunto después.
Es muy probable que tampoco me responda, pero necesito saber hasta qué punto está deteriorado.
—Es mi mamá —dice por respuesta señalando a su mujer—. Ella me cuida.
Entonces su esposa no puede contenerse y empieza a llorar. Don Ignacio parece desconcertado ante el llanto de ella y la agarra de la mano.
Me concentro en escribir que mi paciente está desorientado totalmente en tiempo y espacio y en que todavía no tiene disfagia y que su comportamiento ha mejorado con la quetiapina. Quiero llorar pero no puedo y no debo hacerlo delante de ellos.
—Lo siento, doctora —se disculpa la pobre mujer—. Es que, me resulta muy difícil todo esto...
La miro y sonrío suavemente.
—No se preocupe, llore si le hace falta... Es bueno —digo para restarle importancia—. ¿Se apaña usted bien en casa? ¿Tienen a alguien que los ayude con la comida, la limpieza, la higiene...? —esta es otra cuestión relevante, me digo.
Ella asiente con la cabeza, ya se ha repuesto de la llantina y está más atenta.
—Viene una señora todos los días a limpiar y nos deja comida y cena hechas... Y mis dos hijas se turnan para venir todas las mañanas y me ayudan a ducharlo y a sacarlo a pasear... —me dice.
—Estupendo —comento mientras lo tecleo todo.
Unos minutos después imprimo el informe, lo sello y hago un par de recetas. Entonces se marchan y paso al siguiente paciente.
Tres horas después una mujer unos diez años mayor que yo entra en la consulta con la bata blanca puesta y me dirige una sonrisa.
—Ya estoy —me dice a modo de saludo.
Se saca otro de los buscas del bolsillo y me lo da.
—Me acaban de llamar de traumatología para que exploremos a un paciente que ingresó hace dos días por la por una caída. Tiene la cadera derecha rota y han visto que tiene atrofia muscular en la pierna izquierda, debilidad e hiperreflexia.
Torcemos el morro las dos a la vez. Intuimos qué puede significar eso y no nos gusta. A ningún neurólogo que se precie le gusta.
—¿Qué edad tiene? —pregunto.
—Setenta —responde—. Anda, vete ya que si no se te va a hacer muy tarde.
Según me levanto de la silla, Sonia se sienta y toma posesión del ordenador. Un minuto después camino a paso ligero sobre la goma verde del suelo del hospital, en dirección a las escaleras. Subo los escalones de tres en tres hasta la cuarta planta, donde están ingresados los pacientes de trauma. Frente al pasillo de la hospitalización están los despachos de los traumatólogos. Me detengo frente a uno de ellos y abro la puerta.
—Soy la R2 de neuro —anuncio—. Nos habéis llamado hace un rato...
Un hombre de unos cuarenta y muchos, casi todos, despega sus pupilas del ordenador y me presta atención, lleva puesto el pijama verde de las guardias. Tarda un par de segundos en asimilar lo que le digo y entonces me sonríe.
—¡Sí! Cierto. Está en la habitación 406... —dice mientras vuelve al ordenador para abrir el historial.
Me acerco a su mesa y me sitúo a su espalda para poder ver la pantalla. Antonio Mascaró tiene setenta años y hace dos noches llegó a urgencias en una ambulancia con la cadera derecha rota. No fuma ni bebe. Está en Madrid de vacaciones, visitando a su hijo.
Mascaró. Lo repito en mi mente. No creo... Pero... ¿Y si...?
—¿Está su hijo aquí con él? —pregunto en un impulso.
El traumatólogo se gira hacia mí presumiblemente sorprendido por mi repentino interés en el familiar del enfermo. Sin embargo, no parece darle mayor importancia.
—Sí, es un tío majo. Es joven, como de tu edad. Supongo. He hablado con él esta mañana y le he comentado que pasaríais a verle los neurólogos por el tema de la otra pierna. Le ha parecido bien —me cuenta—. Aunque claro, como su padre vive en Mallorca y está de visita, el hijo no sabe si la pérdida de fuerza viene de hace tiempo o ha sido algo más reciente...
Mi corazón se acelera y empiezo a sudar ante la idea de entrar en la habitación 406 y encontrarme cara a cara con Raúl. Estoy segura de que esa es la razón por la que antes de ayer me encontré con él a la una de la madrugada en la máquina del café. Me regaño mentalmente por no haberle preguntado por qué estaba allí.
—Entonces le habéis visto atrofia... —retomo el caso clínico como tal para evitar que se me note el agobio.
Me cuenta a grandes rasgos lo que le ocurre al padre de Raúl (o al que yo creo que es su padre) y después me voy directa a la habitación. Respiro muy hondo antes de entrar y me armo de valor. Entonces llamo a la puerta y me adentro en el interior.
Hay dos camas. La habitación es compartida. Frente a Antonio Mascaró hay otro paciente de una edad similar y está recostado en el sillón con unas gafas de oxígeno puestas. Recorro con la mirada cada recoveco del cuarto y no veo a nadie más que a mi paciente y al señor de la insuficiencia respiratoria.
—Antonio —saludo—. Buenos días.
Está tumbado en la cama, boca arriba y me devuelve el saludo como puede.
Me acerco y me sitúo a la altura de su cabeza, para que pueda verme la cara. Es la viva imagen de su hijo. También hay una pizca de otoño en sus ojos.
Me mira extrañado y tengo la sensación de que me ha reconocido. Le dedico una sonrisa tranquila y le toco el brazo. Decido no recordarle que, sí, soy yo la primera novia que tuvo Raúl.
—Soy la doctora Beatriz Olivares, la neuróloga. Vengo a verle por lo de su pierna —le explico.
—Buenos días señorita —responde él también con una pequeña sonrisa de cortesía—. La verdad es que sí he estado más torpe las últimas semanas pero yo creía que se trataba de la artrosis que tengo desde hace unos años... —dice.
Me quedo mirando el trozo de piel que escapa a la pernera izquierda del pijama azul del hospital. Antonio está francamente pálido y tiene cara de agotamiento. Raúl se parece mucho a él, sobre todo en los ojos. Ambos tienen esa mirada profunda de color ámbar oscuro, como si todo el encanto del otoño estuviese concentrado en sus iris.
Le pregunto acerca de su debilidad y de si se ha notado algo especial en los últimos meses. Después le interrogo acerca de sus antecedentes y confirmo lo que pone en la historia clínica que he leído con el traumatólogo: no es alérgico a ningún medicamento.
Aún recuerdo la primera vez que me vi en una cama de hospital, desorientada y asustada. Tenía trece años recién cumplidos cuando me desplomé en casa de mi mejor amiga y después me desperté en el hospital, rodeada de pediatras y enfermeras. Después me hicieron un electroencefalograma y luego otro, después otro... Y así me diagnosticaron.
Exploro la pierna de Antonio Mascaró. Efectivamente, tiene una atrofia muscular bastante llamativa y con el martillo de reflejos compruebo que sus músculos responden excesivamente cuando golpeo los tendones. Y no me gusta.
No me gusta nada.
Cuando termino la exploración vuelvo a tapar la pierna con la tela del pijama. Entonces escucho un carraspeo detrás de mí, me giro y nuestras miradas chocan como dos placas tectónicas a punto de producir un terrible terremoto.
—Hola —susurra él con voz ronca.
Su padre nos mira y me apresuro a normalizar la situación.
—Soy la doctora Olivares, de neurología... Nos han pedido una valoración desde traumatología...
Entonces él extiende su mano y estrecha la mía, como si nos acabáramos de conocer. El contacto hace temblar hasta los bajos de mi bata, pero me controlo.
—Soy Raúl Mascaró, el hijo de Antonio —se presenta.
Le explico que tal vez ingresemos a su padre a cargo del servicio de neurología para hacerle algunas pruebas más, pero no le comento todavía los diagnósticos que nos han venido a la mente tanto a Sonia como a mí. Uno de ellos, en concreto, es muy desagradable y ruego para mis adentros que nos estemos equivocando. Además, hasta que no tengamos los resultados de las pruebas no es prudente pensar en voz alta para preocupar sin motivo a los pacientes.
Me despido de Antonio y Raúl me acompaña fuera de la habitación. Busca constantemente mi mirada y por un momento siento que uno de sus dedos roza el dorso de mi mano. Estamos en el pasillo, ligeramente refugiados en un recoveco que hace la pared y que impide que miradas indiscretas nos descubran.
—Perdóname... La otra noche no se me ocurrió preguntarte la razón por la que estabas en el hospital... Estaba tan impactada —me disculpo pronunciando con torpeza cada palabra que toca mi lengua mientras miro al suelo.
Entonces él eleva mi barbilla con su dedo y me sonríe con ternura.
—Ya van dos veces que nos encontramos... ¿Seguro que no te parece bien que nos tomemos un café y nos pongamos al día? —me pregunta.
Su manera de decir las cosas, tan directo... Sigue igual. Inclino mi cabeza hacia un lado, sopesando la opción de hacer caso a esa pregunta que lleva un par de días rondándome la mente: ¿Cómo sería si...?
—¿Vienes todas las mañanas al hospital? —le pregunto.
Él asiente.
—Mientras esté aquí mi padre sólo estaré en la consulta por las tardes —dice, supongo que refiriéndose a la clínica veterinaria.
Veo su nuez deslizarse arriba y abajo cuando traga saliva. Lleva una barba de unos tres días, castaña oscura, como su pelo.
—Entonces nos volveremos a ver dentro de poco —le digo.
Él arruga las cejas, poco convencido.
—Alguien te ha debido de hacer mucho daño para que no te atrevas a pasar quince minutos conmigo, Bea... Es un café, nada más... Fuimos amigos ¿recuerdas?
Muevo mi cabeza arriba y abajo mientras contengo las ganas de llorar. En quince minutos tendría que decirle que estuve siete años saliendo con un hombre que no quiso casarse conmigo porque "no iba a pasar toda su vida con una epiléptica frígida". Es cierto que estaba borracho cuando me lo dijo... Pero me dolió en lo más profundo de mi alma. Después resulta que ya estaba embarazada.
En quince minutos tendría que contarle todo eso y no estoy preparada, ni remotamente. Tampoco estoy preparada para que me cuente que ha salido con otras o que ahora está con alguien o que se ha casado. No sé si me puede sentar mal imaginarlo con otra mujer. Y, en realidad no tengo ganas de comprobarlo.
—¿Bea?
—Tienes razón, me han hecho daño y aún no he vuelto a ser la misma. Quizá otro día tomemos ese café, ¿de acuerdo? —susurro.
—De acuerdo —responde.
Entonces se inclina sobre mi cara y deja un beso suave en mi mejilla. Después miro a ambos lados del pasillo y rezo para que nadie lo haya visto. Respiro aliviada al comprobar que las enfermeras están concentradas en sus ordenadores y de que nadie parece haberse dado cuenta de la pequeña despedida.
Raúl entra en la habitación con su padre y yo sigo con mi jornada. Sin embargo, durante el resto del día, sólo consigo que la mitad de mi cerebro funcione... Porque en la otra mitad ha llegado el otoño.
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