24

Mi madre está boquiabierta. Necesita una explicación. Me siento de nuevo en la cocina y empiezo a hablar. Le cuento lo que ocurrió con Alma hace unos días.

—Le debes mucho a esa mujer —me dice mi madre—. Es buena gente, se merece que la invitemos a un café, como mínimo.

Sonrío levemente.

—¿Qué te pasa hija? —me pregunta ella de pronto—. No pareces contenta.

—Es que... No me lo termino de creer. Renuncia a ser padre de una niña preciosa. ¿Por qué tiene que ser todo tan extremo? ¿Por qué no podía compartir la custodia? ¿Por qué tiene que irse tan lejos y deshacerse de cualquier tipo de responsabilidad? No lo sé, quizá esto tampoco es lo que esperaba —reflexiono en voz alta.

—Quizá siempre esperaste demasiado de él, desde el primer momento —me responde sabiamente—. Deberías llamar a tu amiga y contarle esto, para que se cerciore de que es cierto. Que llame al abogado de Álvaro y haga averiguaciones.

—Tengo sueño, mami —nos interrumpe Rocío.

La miro, su yogur está a medio terminar y se le cierran los ojitos. Me levanto y la cojo en brazos.

—Ven, cariño, vamos a la cama.

Se me abraza como una ranita hasta que la deposito con cuidado sobre el colchón y la arropo.

—Hoy no ha venido papi —dice con pena—. ¿Vendrá mañana?

Recuerdo el mensaje de Raúl. Su ex. Resoplo, incómoda.

—No lo sé, cariño —respondo.

—Quédate un poco, mami —me pide entonces.

Sonrío enternecida.

—Está bien.

Me tumbo a su lado y la abrazo. Cierro los ojos y me inunda el cansancio. Siento que toda la tensión y el estrés acumulados en los últimos meses se disuelven de golpe, provocándome un alivio y relax inmediatos. Juraría que escucho voces en la cocina, pero estoy tan adormecida que dudo de si estoy soñando ya o está sucediendo en la realidad. Quizá mi madre esté hablando por teléfono... Pero tengo tanto sueño.

Y de pronto abro los ojos, sobresaltada. Miro el reloj y resulta que ya son las siete y media de la mañana.

—¡Qué tarde! —digo mientras salto de la cama.

Pienso que debe de haber sonado mi despertador, pero como yo estaba en el cuarto de la nena no he debido de enterarme a tiempo.

Voy a la cocina y descubro que mi madre aún no se ha levantado. Me visto rápidamente con unos vaqueros y una blusa negra de manga francesa. Me hago un moño desaliñado y corro a prepararle el desayuno a Roci.

Después la despierto y mientras tiene los ojitos a medio abrir me las apaño para vestirla con un vestidito amarillo la mar de primaveral. La llevo a la cocina y la dejo sentada frente a su tazón de leche con galletas mientras yo me improviso unas tostadas integrales con un poco de mermelada.

Decido dejar dormir a mi madre. Entro en su habitación y le susurro que nos marchamos. Ella gruñe algo entre sueños y yo sonrío de lo entrañable que me parece el momento.

Rocío corre por el pasillo con su mochilita puesta, ahora que ya desayunado y ha revivido no para de dar gritos de contenta.

—Chsss... No grites que vas a despertar a la abuela —le digo susurrando mientras compruebo que llevo en mi bolso todo lo que necesito.

Cuando dejo a la peque en la guarde, he asumido que voy a llegar tarde. Son las ocho y diez. Ya es muy tarde.

A pesar de la hora, el sol ya comienza a calentar y corre una brisa matutina templada, bastante apacible y típica de una primavera avanzada que anuncia un verano precoz. Camino con velocidad y al fin alcanzo las escaleras de la boca de metro.

—¿Dónde vas? Alma me ha dicho que tienes el día libre —dice alguien detrás de mí.

Me giro y Raúl me sonríe. Tiene el pelo húmedo, como si acabara de ducharse y lleva unos vaqueros oscuros con una camisa de lino blanca de manga corta. Está especialmente guapo o son mis ojos que no pueden verlo de otra manera.

Me enseña las llaves de su coche, que está aparcado en doble fila al lado del metro. Nos miramos unos segundos. Me bloqueo momentáneamente y no sé qué decir. Siento alivio de verlo allí (sin su ex mujer).

—No tengo el día libre, Raúl —le digo feliz y agobiada al mismo tiempo—. Y llego muy tarde.

Él se acerca a mí y sin esperarlo, me coge en brazos como a una princesa y empieza a caminar hacia el Volvo.

—Te digo que tienes el día libre porque yo mismo he hablado con tu jefa. Está encantada de no verte por allí hasta el lunes —dice sonriente.

Lo miro alucinada.

—¡Pero tengo pacientes ingresados! —exclamo—. Tiene que ser un error.

—Oh, no lo es.

Me baja y abre la puerta del coche.

—Entra, te voy a llevar a un sitio especial.

Me dejo caer sobre el asiento del copiloto y me pongo el cinturón de seguridad. Raúl se sube al coche y arranca.

—Vas muy guapa hoy —dice él riéndose—. Me encanta tu pelo así, a lo tigresa.

Me está vacilando. No lo entiendo.

—¿De qué vas? ¿Qué le pasa a mi pelo? No me ha dado tiempo a peinarme mejor.

Él se ríe.

—Me encanta cuando te picas.

—Ah, pues a mí no me gusta nada que me rayes de esta manera. ¿Dónde vamos? ¿Por qué piensas que tengo el día libre? ¿Y qué coño tenías que hablar ayer con la retrasada de tu ex mujer? —pregunto casi a gritos.

Raúl sigue con la sonrisa en la cara.

—Mi ex vino ayer a darme una gran noticia: se va a casar con un pobre diablo que no sabe lo que le espera.

Entonces le miro a los ojos, aliviada y risueña. Y de paso, arrepentida por haber llamado "retrasada" a la otra Beatriz (aunque en lo más hondo de mi ser, realmente pienso que es así...).

—Ah, vale.

—Me encantan tus celos, por cierto —dice él mientras se incorpora a la autopista.

—¿Dónde vamos Raúl? —pregunto.

—A la boda. Es hoy, en Palma de Mallorca.

—¡Pero no llevo equipaje! —exclamo de repente al caer en la cuenta de que necesito un traje o algo que se le parezca.

—No te preocupes, acabo de pasar por tu casa y tu madre me ha dado tu maleta. Me ha dicho que llevas el vestido que te pusiste hace dos años para la boda de una prima tuya.

—Mi madre.

—Sí, tu madre. Es la suegra perfecta.

Me saca una sonrisa.

—Una pregunta, si hoy es la boda... ¿Por qué vino a verte el día antes a ti? ¿Para qué se iba a molestar en coger un vuelo justo veinticuatro horas antes de casarse a riesgo de no llegar al día siguiente?

Raúl frena y me doy cuenta de que hemos llegado al peaje que hay que pagar para entrar en la T4 del aeropuerto de Barajas.

Saca su cartera e introduce la tarjeta de crédito en la ranura. Al momento se abre la barrera. Conduce tranquilo y parece feliz. Ahora que sé que mi madre está compinchada con él me pregunto si sabrá lo que ocurrió ayer con Álvaro. En cualquier caso se lo contaré cuando lleguemos a Mallorca.

—Quería darme una especie de ultimátum... Me dijo que estaba a tiempo de impedir que se volviera a casar —responde mientras maniobra para aparcar.

—No me lo puedo creer —digo indignada—. Si al final va a ser retrasada, la pobre. ¿Entonces por qué vamos a su boda?

Raúl se echa a reír.

—Porque me dijo que si no quería impedir la boda, que me invitaba para que la viese casarse con otro hombre y yo pudiese sufrirlo en directo. Te juro que son sus palabras textuales.

Entonces yo estallo en carcajadas.

—No, bueno. No creo que sea retrasada... Creo que debe de pensar que está viviendo en una telenovela a tiempo real o algo así.

Bajamos del coche, que se queda aparcado en el parking del aeropuerto hasta que regresemos del viaje.

Entramos en la terminal y nos dirigimos a la cola de facturación. Facturamos solo mi maleta (que salvo ese vestido no sé lo que llevará dentro y espero fervientemente que a mi madre no se le haya olvidado meter ropa interior dentro de ella). Él lleva una mochila de mano porque dice que en su casa de Palma tiene muchísima ropa y que le parece innecesario llevar equipaje.

Todavía me siento extraña. Hace un momento yo estaba de camino al hospital y ahora Raúl me tiene cogida de la mano.

Pasamos los detectores metálicos y entramos en esa zona de tiendas tan horriblemente tentadora de los aeropuertos. No tardamos en encontrar nuestra puerta de embarque y ponernos a la cola.

Y al fin, media hora después, subimos al avión. Me siento al lado de la ventanilla y me abrocho el cinturón. Las azafatas comienzan con su protocolo y Raúl no para de mirarme.

—¿Estás enfadada, Bea? —me pregunta preocupado.

—No, para nada —respondo con un hilo de voz—. Es sólo que no estoy acostumbrada a...

—¿A ser feliz? Ahora que Álvaro se ha va a marchar ya no tienes excusas para apartarme de tu lado... A no ser que no me quieras... —me dice al oído.

Entonces lo miro intensamente.

—Si voy a estar contigo, tendré que acostumbrarme a ser feliz, ¿no crees? —le pregunto con una media sonrisa.

Me besa.

El aterrizaje es algo más brusco que el despegue y yo busco la mano de Raúl para estrujarla en un intento por relajarme un poco. Él no para de sonreír. Parece particularmente feliz.

Mientras esperamos nuestro equipaje a la orilla de la cinta, me cuenta que ha dejado a Tony de nuevo con su amigo. Se sentirá amenazado por sus dos gatas enormes.

Me río. Recogemos las maletas y nos subimos a uno de los taxis que esperan en la zona de llegadas del aeropuerto de Palma de Mallorca.

Raúl le dice la dirección y de pronto me encuentro absorta en el paisaje. Unos minutos después, se adentra en la ciudad y yo me quedo absorta mirando el mar. Hay gente paseando por la orilla, dejando sus huellas en la arena y personas que corren por el paseo marítimo. El sol brilla y el cielo está azul. Me invaden de pronto unas ganas enormes de ponerme un bikini y pasar el día allí, con el pelo mojado de agua salada y escuchando el oleaje.

—¿Podemos ir a la playa después de la boda? ¿Nos dará tiempo? —pregunto con la desesperación típica de una persona que vive muy lejos de la costa.

—Mmm... Haremos algo aún mejor —dice él misterioso.

Entonces el taxi se detiene en la puerta de una iglesia donde hay mucha gente vestida de gala y una mujer que destaca por llevar un precioso vestido blanco.

—Mira, una boda. Qué casualidad —digo divertida.

Miro por la ventana del vehículo y observo telas brillantes y peinados elaborados que relucen alrededor de la novia.

—Sí, esa es la boda —dice Raúl—. Ya hemos cumplido.

Corriendo, vuelvo a mirar por la ventana y me fijo de nuevo en la cara de la dueña del vestido blanco. Y, efectivamente, la conozco. Es la otra Beatriz. Abro la boca con incredulidad.

Y se pone el semáforo en verde, y el taxi arranca.

—¿Y entonces, el traje? Pero estamos llegando tarde, ¿iremos a la comida? ¿o a la cena? ¿o a lo que hagan?

—No, ya hemos ido. Ella quería que la viera casarse y ya lo he hecho. Y de paso, me ha venido bien como excusa para traerte conmigo y enseñarte la isla.

—Eres terrible —le digo con ironía.

—Yo también te quiero —responde él.

Y me besa de tal manera que el taxista casi deja su ojos pegados en el retrovisor.

Durante el resto del recorrido, observo la ciudad por la ventana. Como es la primera vez que visito Palma, no reconozco los edificios ni las calles. Sin embargo me invade una sensación de familiaridad que no sé explicar con palabras. El cielo es de color turquesa, como las zonas menos profundas de la costa. Mientras miro el mar embelesada, noto que la mano de Raúl se cierra sobre la mía.

—Ya hemos llegado —dice él.

El taxi frena delante de un magnífico chalet de dos plantas. Raúl saca su cartera y le tiende un billete de veinte euros al taxista. Nos bajamos y descargamos las maletas del maletero.

—Es preciosa —digo en voz baja.

—Ven, vamos a dejar las maletas en la entrada y te la enseño.

Introduce la llave en la puerta exterior y entramos en un jardín muy cuidado, con una pradera verde que parece terciopelo y varios pensamientos de colores formando dibujos en los márgenes.

—Bienvenida a mi casa —dice con una sonrisa—. Le he comprado mi parte a mi madre y a mi hermana. Así que ahora es mía... Nuestra —añade con timidez.

Nos miramos y de pronto sufro lo más parecido a una premonición.

Me veo a mí, más mayor, con arrugas y una hija adolescente con sus otros dos hermanos pequeños corriendo por este jardín. Veo también a mi madre, más delicada y anciana, pero feliz, en una de las sillas del porche. Veo a Raúl, con el pelo encanecido jugando con dos perros y con nuestros hijos, que han crecido rodeados de cariño.

Veo una vida libre de mentiras y miedos. Y la veo allí, en esa casa.

—¿Estás bien? —me pregunta Raúl—. Te has quedado muy seria de repente. ¿Es una crisis, Bea? —dice preocupado.

Niego con la cabeza.

—No, no es una crisis —susurro—. Es que me encanta este sitio.

Me sonríe y me abraza.

—Ven, quiero enseñarte las habitaciones. La casa está recién reformada. Mi padre se empeñó en arreglarla entera el año pasado... Juraría que él mismo pensaba que algo iba a ocurrirle.

Me guía a través del vestíbulo. Las paredes lucen un bonito color crema y el suelo es de tarima de roble. En el salón hay un sofá bastante grande, dos sillones y una mesita de centro muy sencilla. En la pared hay un televisor anclado y en el resto de la sala los muebles son escasos y sencillos, dando sensación de amplitud y orden.

Es precioso.

Subimos escaleras arriba y me enseña los dos baños, también recién reformados y los cinco dormitorios. Dos son de matrimonio y los otros tres están pensados para niños.

—Ven, quiero que veas esto —dice entonces—. De mi habitación he conservado algunas cosas.

Al entrar veo un gran corcho colgado de la pared, sobre un escritorio algo más viejo que el resto de los muebles de la casa.

—Fíjate bien —dice.

En el corcho hay muchas fotos. En algunas reconozco a Raúl con algunos amigos suyos, en otras con su hermana y entonces al ver la última fila de fotografías, encuentro mi cara en todas ellas. Todas de cuando tenía quince años. En algunas salimos juntos con el uniforme del colegio, en otra me cazó comiendo pizza... Y al final, en una esquina del corcho hay un trozo de papel que reconozco, con un poema escrito.

Me giro y nos miramos a los ojos.

Entonces se arrodilla.

Entonces me coge la mano y fija sus ojos otoñales en los míos de hielo derretido.

Entonces dice:

—Cásate conmigo.

Y yo digo:

—Sí.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top