20

Es un regalo para mis ojos ver a Rocío corriendo por el parque. Juraría que ha crecido unos centímetros. Raúl le tira la pelota a Tony y esté cabalga como un loco tras ella. Después me coge de la mano y me atrae hacia él para darme un beso.

Hace sol.

Dos semanas más tarde de la meningitis, hace sol. En casi todos los sentidos. Salvo en uno. Álvaro ha venido a verme un par de veces a casa con un millón de papeles. Me ha vuelto a repetir que siempre que quiera echarme atrás, tengo la opción de casarme con él. Ada está ayudándome. Hemos decidido ir a juicio y pelear por la custodia de la niña. Ada me dice que no me preocupe, que todo va a salir bien. No sé si me lo dice como amiga o como abogada. Pero da igual. Yo me preocupo. No duermo y me cuesta mucho comer. Y sobre todo, me cuesta separarme de mi hija cuando la dejo en la guarde. También me siento culpable por Raúl: He llegado a la conclusión de que si es necesario, me casaré con Álvaro y haré lo que él me pida. Así que esto se tiene que terminar.

—¿En qué piensas? —me pregunta.

Le miro. Está serio. Él ha sido el principal testigo de todas las noches que llevo llorando y sin dormir. Y creo que también le está pasando factura.

Nos sentamos en un banco y Rocío se arrodilla unos metros más adelante para jugar con su cubo y su pala en la arena.

Tony se tumba a nuestros pies.

Todo parece perfecto, pero nada más lejos de la realidad.

—Raúl... Sabes que te quiero y siempre va a ser así —le digo despacio.

Él me observa, arrugando las cejas, desconfiando. No dice nada, pero me coge la mano.

—No te mereces todo esto. Ahora mismo mi vida está rodeada de problemas. Y tú eres bueno y no quiero que sufras por mi culpa —continúo.

Ahora no toca llorar, me digo. Eso más tarde. Cuando nadie me vea.

—No eres un problema, Beatriz. Quiero ayudarte, quiero estar contigo, es mi decisión —dice él—. No me gusta nada lo que me estás diciendo.

Le sonrío en una mueca de amargura.

—Te mentiría si te dijera que no estoy dispuesta a ceder con Álvaro si eso significa que Rocío no se va a separar de mí —confieso.

Raúl me sonríe y no sé qué pensar.

—Eso ya lo sé. Es tu hija, es lo primero. Pero tal vez no hayas pensado que si cedes y pasas tu vida con un hombre que te trata mal y que detestas, es probable que tu infelicidad acabe reflejándose en ella. Quizá tengamos que buscar otra salida, juntos. Tú y yo —responde con convicción.

Pero no. No hay otra salida. Lo único que se puede hacer es pelearse ante un juez. Y ya estoy en ello.

—No es justo para ti que yo esté planteándome volver con Álvaro. ¿Entiendes? No está bien. Yo no quiero esto. Quiero que busques a otra chica, que te quiera, que no tenga tantos problemas y con la que puedas ser feliz. Eso es lo que quiero, Raúl.

Nos miramos largamente. Me recuerdo a mí misma que tengo prohibido llorar ahora. Él me acaricia la mejilla.

—Yo no quiero a otra —dice.

—Creo que lo mejor es que lo nuestro se acabe aquí —digo.

—¿Pero y si ganas el juicio? ¿Y si Álvaro no puede llevarse a la niña?

—Álvaro siempre va a intentar hacerme daño y si esta vez no lo consigue, tengo muy claro que lo va a volver a intentar. A saber de qué manera —susurro—. Raúl, aléjate de mí. Estoy muerta de remordimientos de verte a mi lado, todas las noches, sufriendo por una causa que no es la tuya. Podrías ser feliz. Al menos uno de los dos podría ser feliz. Yo ahora estoy pagando las consecuencias de decisiones equivocadas, pero es mi responsabilidad, y no la tienes que compartir conmigo —digo—. Quiero que te vayas.

Él suelta mi mano. No sé cómo es su cara ni si está triste o enfadado porque no lo estoy mirando. No soy capaz de ver el otoño en sus ojos. En los míos es invierno. Y lo va a ser durante mucho tiempo.

—Si es lo que quieres, me iré —dice—. Pero estaré pendiente de ti. Me voy a enterar de todo lo que te ocurra y cuando menos te lo esperes, volveré para ayudarte.

Entonces se levanta del banco y agarra a Tony con la correa.

—Vamos, chico —le dice.

Y echa a andar.

Cuando está lo bastante lejos, dejo de contenerme y lloro. Y de pronto, aparece Rocío frente a mí y me pregunta:

—¿Por qué lloras mamá?

La miro y pido a Dios o a quien esté allí arriba que no me la quite.

—Porque estoy un poquito triste, cielo —le respondo con cariño.

—Yo te abrazo para que no estés triste.

Y se lanza sobre mí con sus bracitos.

—Curita sana, curita sana, si no se cura hoy se curará mañana... —canturrea ella en mi oído.

Por la noche dormimos juntas. Raúl se ha marchado y no queda ni rastro de sus cosas en mi habitación. Está demasiado vacía y me angustia. Por eso decido pasar la noche en la cama pequeña con la peque. Ella duerme tranquila. Respira con profundidad y me serena. A las siete de la mañana descubro con incredulidad que he dormido del tirón. Supongo que de puro cansancio mis nervios no han sido lo bastante fuertes como para mantenerme despierta toda la noche.

Despierto a Rocío y la llevo a la cocina. Mi madre me está mirando fijamente.

No está de acuerdo con mi decisión.

—Mami... —dice la nena antes de meter la cuchara en su leche con galletas.

—¿Qué, cariño?

Me agacho hasta su altura y le sonrío.

—¿Papi está en la ducha? —me pregunta.

Mi madre resopla y se pone a fregar los cacharros para no mirar.

—No, cielo. No está en casa.

—¿Ya se ha ido a trabajar? —me pregunta.

—No, Roci. Papi... Raúl se ha ido a su casa.

—¿Tony está malito?

Se me encoge el corazón, ya no sé qué decir.

—No... Ahora Raúl va a vivir en su casa.

La cara de mi hija se deforma de tal manera que me avergüenzo de mí misma por no haber pensado en este momento. No tarda en empezar a llorar.

—¿Ya no me quiere? —pregunta con una vocecita entrecortada por las lágrimas y los mocos.

La abrazo.

—Claro que te quiere, cariño. Esta noche va a venir a verte, ¿quieres? —digo mientras rezo porque Raúl me coja el teléfono dentro de un rato.

—¿Pero se va a quedar a dormir? —me pregunta.

No puedo decirle que no.

—No lo sé, cielo.

Rocío desayuna con dificultad. Ha dejado de llorar, pero está seria y mira la taza de leche como si fuera la culpable de todos los males del mundo.

Le pongo unos pantaloncitos cómodos y una camiseta de manga larga de rayitas amarillas y blancas. Mientras la estoy calzando oigo que murmura algo.

—¿Qué dices, cielo? ¿Estás bien?

—Echo de menos a papi —responde con toda claridad.

Y me mira. Y me siento muy, pero que muy, mal.

—Esta noche vendrá y jugará contigo, te lo prometo —le aseguro.

Entonces entra mi madre en la habitación.

—Roci, ve al salón y guarda las construcciones en su caja, que ayer se quedaron tiradas en la alfombra.

La nena se levanta de la cama y se marcha, obedeciendo a su abuela.

—Sabes que me gusta respetar tus decisiones, Beatriz —me dice muy seria—. Pero aquí, ahora mismo, la que más tiene que perder es tu hija. Así que tened cuidado con lo que hacéis.

Se da media vuelta y regresa a la cocina. Cuando dejo a Rocío en la guardería, previa promesa de que verá a Raúl a última hora de la tarde, echo a andar en dirección al metro y saco el móvil de mi mochila. Marco el número de Raúl y espero a que conteste. Suena el primer tono, el segundo, el tercero...

Y al fin:

—No me hagas esto, Beatriz —responde él.

—Lo siento —me disculpo—. Sé que no tengo derecho a llamarte...

—Sí... Lo tienes —replica él—. Pero te suplico que no juegues conmigo.

—No te llamo por eso... Es por Rocío. Esta mañana se ha puesto a llorar porque no estabas y la he prometido que vendrías luego a verla... —digo—. Por favor... Te ha cogido cariño y...

—Entiendo, iré. Pero iré sobre las nueve, ya sabes que trabajo en la clínica por la tarde.

—Vale, sí. Está bien.

—Luego te veo —me dice.

Y cuelga. Sin un "te quiero", sin "un beso" sin... Nada. Y me duele. Sin embargo, lo ignoro. Trato de distraerme pensando en la sesión que tengo que presentar a las ocho y media. Me adentro en las escaleras mecánicas que bajan a los andenes mientras repaso mentalmente todas las líneas de tratamiento de la esclerosis múltiple.

Llego al hospital y mi discurso mental no ha variado ni un poquito. Subo a los despachos, me pongo la bata y saco el pendrive del bolsillo de mi mochila. La sesión es en una sala de reuniones que hay dos puertas más a la izquierda. Hoy me toca impartirla a mí para todo el servicio de neurología.

—Hola Bea —me saluda Alma.

Saludo también a mi residente mayor (una chica de mi edad que ya está a punto de acabar la residencia) y a mi residente menor (un chico que va un curso por debajo de mí). Los adjuntos están entretenidos charlando entre ellos mientras yo conecto el ordenador y abro mi presentación de diapositivas.

Entonces noto que me vibra el móvil en la bata. Lo deslizo entre mis dedos para ver de qué se trata. Es Álvaro: ya ha puesto la "demanda" para la acción de filiación. Tendré una cita con un forense dentro de poco para hacerle una prueba de ADN a la niña.

Intento hacer como que no lo he leído. Sigo pendiente de la esclerosis múltiple y de los miles de fármacos. Hoy voy a presentar un caso de un chico que ha sufrido un efecto secundario poco común. Bien. Allá voy.

La primera diapositiva se proyecta sobre la pared blanca y empiezo a hablar.

—Paciente varón de cuarenta y un años de edad que debuta...

Empiezo a ver borroso. Como en túnel. No lo entiendo. No sé qué me pasa. Me atraganto con mis propias palabras. De pronto noto mi corazón acelerarse. Me cuesta respirar. Cojo aire. Se me duermen las manos. Me estoy muriendo. Ay.

Noto gente a mi alrededor. Estoy en el suelo, no sé cómo he llegado a agacharme. Me mareo.

—Bea, cielo, mírame —Alma me habla—. Mírame, estoy aquí.

No puedo respirar. Noto el corazón en la garganta.

—No me encuentro bien —alcanzo a decir—. No sé qué me ocurre. Me cuesta respirar, me noto el corazón.

—Dejadme con ella —les dice Alma al resto de los médicos—. Y traed una enfermera para que le haga un electro.

Las batas blancas desfilan hacia el pasillo hasta que solamente quedamos en la sala de reuniones ella y yo.

—Bea, mírame.

Hago caso. Fijar la mirada en sus ojos me tranquiliza. Me coge la mano e introduce mi dedo índice en un pequeño pulsioxímetro que saca del bolsillo de su bata.

—Saturas al noventa y nueve. Pero estás taquicárdica.

Yo sólo sé que no estoy bien. Que algo me ocurre. Algo malo. Terrible. Llega una enfermera corriendo. Me tumban encima de la mesa y me hacen quitarme la blusa. Después pega los electrodos sobre mi piel y engancha los cables. No tarda en imprimirse el electro. Alma lo mira concentrada.

—Está todo bien —dice con alivio—. ¿Cómo te encuentras?

—Mal... Es una sensación espantosa —vocalizo con dificultad.

Continúa mirándome con gravedad. Guarda silencio durante unos segundos. Está pensando.

—Voy a decirle a un celador que te baje a rayos para hacerte una placa de tórax —concluye resolutiva.

Se me hace extraño que alguien me lleve en silla de ruedas. Sacar la radiografía lleva un segundo. Después me dejan en un box de urgencias a mí sola. Rápidamente aparece Alma de nuevo.

—La placa está bien —me dice—. ¿Cómo estás?

Respiro más despacio y poco a poco dejo de notar los latidos de mi corazón en la garganta.

—Creo que algo mejor.

Entonces ella se agacha hasta ponerse a mi altura y me mira preocupada:

—Cielo, has tenido una crisis de pánico. Te voy a dar un ansiolítico para que mejores, ¿de acuerdo?

Frunzo el ceño, muy extrañada. Sin embargo, tengo que reconocer que dadas mis circunstancias y mis preocupaciones, tengo motivos para sufrir una crisis de angustia. Se me saltan las lágrimas, las contengo como puedo.

—No necesito más pastillas —digo—. Necesito soluciones. No... No...

—Tranquila. Toma, póntelo debajo de la lengua.

Al final obedezco. Poco a poco respiro mejor. Empiezo a relajarme.

Y entonces, me echo a llorar. Ya no puedo contenerme más. Alma me agarra del brazo y me ayuda a incorporarme del suelo para después sentarme en una silla.

Se sienta a mi lado y me mira.

—Y ahora me vas a contar qué te ocurre. De principio a fin. Y vamos a ver qué podemos hacer.

La miro. Entonces descubro que tengo ganas de hablar. Necesito desahogarme. Necesito otro punto de vista.

Y empiezo.

—Álvaro y yo nos conocimos en la universidad...

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Os gusta la nueva portada??? :D :D :D

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