18
La tarta no es muy grande. He comprado un pequeño rectángulo sobre el cual poner una velita rosa con forma de número tres. Raúl, Ada, mi madre y yo cantamos el cumpleaños feliz mientras Iñaki nos graba un vídeo con su Iphone.
Aplaudimos.
—¡Sopla, Roci! —le digo a la nena mientras ella mira la tarta con cara de velocidad.
Hincho los carrillos para soplar y ella me imita. Al final conseguimos apagar la vela entre las dos.
—Quiero tarta, mamá —dice con mucha propiedad.
Es curioso lo rápido que cambian los niños pequeños. En cosa de un mes mi hija ha pasado de hablar como un neandertal a dar clases magistrales como si fuera un catedrático. Ayer me estuvo contando la historia de Bambi. Le habían puesto la película en la guarde y cuando la recogí estaba llorando a moco tendido porque justo acababa de ver como mataban a la mamá unos cazadores. Tardé dos horas en consolarla. Eso sí, hoy ya no se acuerda de nada. Y menos desde que ha visto esta mañana la tarta. Hemos ido Raúl y yo con ella a comprarla. Le hemos preguntado de qué la quería y Rocío ha sido muy clara:
—Fresa.
Y desde entonces lleva todo el día pidiendo comer tarta. Por eso no le ha entusiasmado nada el ritual del cumpleaños y las velas, porque ella quería comer.
Mi madre trae un cuchillo y parte el rectángulo en seis cuadrados. Me apresuro a poner uno de ellos en el platito de la Princesa Sofía para que mi hija guarreé todo lo que quiera. Me sonríe.
Entonces con su dedito coge un trozo del bizcocho y lo extiende hacia mi boca.
—Para ti, mami —dice con su elocuencia recién adquirida.
Se lo acepto, aunque esté babeado a más no poder. Es lo que implica ser madre: perder todos los escrúpulos que puedan quedarte de la adolescencia (etapa en la cual se pueden llegar a perder muchos de ellos).
—Y otro para ti, papi —le dice a Raúl.
Entonces tanto Ada, que estaba cariñosa y risueña con Iñaki, como mi madre que estaba concentrada en su trozo de pastel se quedan serias y miran a la niña sorprendidas, una vez más.
Raúl se come el cachito de bizcocho que le da mi hija y yo suspiro. Desde luego, si no es su papi, está haciendo méritos como si lo fuera. Porque el que lo es no ha venido en todo el día a felicitar a la niña. Procuro no pensar en ello.
En unos segundos vuelve a reinar la normalidad. Mi madre se va a la cocina para coger las bebidas y Ada nos trae los regalos, que estaban en el cuarto de la nena escondidos. Uno a uno, Rocío los abre y se entusiasma: un juego nuevo de construcciones, otro de plastilinas, y un disfraz de Elsa, la princesa de Frozen.
Media hora después suena el timbre y vienen dos mamás con sus respectivos hijos: Daniela y Lucas. De tres añitos recién cumplidos los dos. Son amiguitos de la guarde a los que decidí invitar para que Rocío pudiera jugar un rato con ellos.
Así, pasamos una tarde muy agradable (aunque la alfombra haya acabado irremediablemente pringada de plastilina y tarta). Abrimos una botella de sidra, de esas que trajimos en semana santa de Asturias, y brindamos. Ada pone algo de música suave de su Ipod en mis altavoces mientras los "mayores" hablamos de todo y de nada (la mamá de Daniela nos cuenta cómo fue cuando le salieron los dientes a la niña, Iñaki nos habla de alguna anécdota del juzgado y Raúl nos hace reír cuando nos cuenta que su perro una vez se comió un billete de veinte euros que él se había dejado encima de la mesa).
Los niños juegan tranquilos y de vez en cuando Raúl me acaricia el brazo sutilmente, arrancándome sonrisas y suspiros. Un par de horas y un par de copas después, comienzan las despedidas. Los niños ya están acelerados (es el estado previo al de caer rendidos) y las mamás nos desesperamos. Se convierte en un reto ponerles los zapatos y abrigarlos con sus chaquetas antes de salir a la calle. Aunque estemos en primavera, por la noche aún refresca un poco y no conviene salir a pecho descubierto.
Nos despedimos de las mamás y de Daniela y Lucas. Después Ada y su chico se marchan y al final mi madre nos desea buenas noches y se va a dormir.
Rocío se ha quedado dormida encima del sofá y Raúl la coge en brazos para llevársela a la cama. Les acompaño hasta el cuarto de la peque.
Enciendo la luz del pasillo para no deslumbrarla mientras saco un pijamita de la cómoda. Raúl la deja con cuidado sobre la cama y yo la cambio rápidamente, evitando que se despierte.
Pero entonces mi intuición de madre hace que deje mis manos sobre la piel de mi hija un poco más, algo me llama la atención. Está caliente.
—Creo que tiene fiebre —le digo a Raúl—. Quédate con ella un momento, voy a buscar el termómetro.
Voy a la cocina y lo busco en el armario que tengo reservado para las medicinas. Lo encuentro en su carcasa de plástico y regreso rápidamente a la habitación. Después introduzco la punta bajo la axila de la peque y espero a que pite.
—Treinta y siete y medio —digo—. Bueno, no es mucho, pero tiene pinta de que le va a subir más.
—¿Crees que deberíamos llevarla a urgencias? —pregunta Raúl con una nota de alarma en la voz.
Le sonrío. Parece un padre primerizo preocupado en extremo.
—No —respondo despreocupada—. De momento no hace falta. Si mañana empeora, quizá.
—Como quieras —me dice—. Es que nunca la he visto tan desfallecida.
Ambos la contemplamos. Sólo ilumina la habitación la luz que se cuela desde el pasillo, pero es suficiente como para poder ver el pecho de Rocío, que sube y baja un poco más rápido de lo normal. Le vuelvo a poner la mano en la frente. De momento no está sudando. No sé si desabrigarla para evitar que suba la fiebre.
—Me quedaré a dormir con ella —resuelvo al final—. Para tenerla vigilada.
—Si quieres podemos turnarnos, ya sabes que cuando no duermes bien puedes tener una crisis, Bea —me dice Raúl—. ¿Te has acordado de tomarte la pastilla?
Abro los ojos de golpe. Entonces recuerdo que me sonó la alarma del móvil, ésa que programé para que me avise a la hora en la que tengo que tomarme la medicación. Sí, sonó justo cuando nos estábamos despidiendo de las otras mamás. La apagué con la intención de tomármela después. Pero se me olvidó, por completo.
—Gracias por avisarme —le digo.
Me pongo de puntillas para alcanzar sus labios con los míos y él me acaricia la mejilla.
—No quiero que me des más sustos —me susurra cariñoso—. Ve a la cocina y tómatela.
Eso hago. Y cuando ya tengo el vaso de agua en la mano derecha y la pequeña capsulita en la mano izquierda, el portero automático chilla y yo me sobresalto y derramo sin querer la mitad del agua sobre el suelo.
Miro el reloj. Son las diez de la noche. Entonces se me ocurre que tal vez Ada se haya dejado olvidado algo en casa. No sería la primera vez, desde luego.
Descuelgo el auricular del telefonillo.
—¿Sí?
—Bea, soy Álvaro, ¿puedo subir? Le he traído un regalo a la niña.
Me sorprendo a mí misma al descubrir que me siento feliz a medias. Me gusta que Álvaro haya decidido venir a ver a su hija el día de su cumple. Aunque sea de noche, aunque sea tarde.
—Sí, sube —digo mientras pulso el botón.
Escucho cómo abre la puerta y se cierra detrás de él. Cuelgo el telefonillo y voy corriendo al cuarto de la niña a buscar a Raúl.
—¿Quién es? —me pregunta.
—Es Álvaro, va a subir a dejarme un regalo para Rocío.
Raúl no contesta y desvía la mirada hacia la pequeña, que parece encontrarse cada vez peor.
—No creo que sea el mejor momento —dice él entonces—. Aunque en realidad este tío nunca elige el mejor momento para nada.
Su voz suena ruda, a reproche. No sé si contra Álvaro o contra mí.
—¿Y qué hago Raúl? Es su padre, tiene derecho a verla en su cumpleaños.
—Sí —dice él—. Sí, sé que tiene el jodido derecho.
Lo miro, pasmada.
—¿Qué te pasa? No estás bien, dime qué he hecho. No entiendo por qué de repente te cabreas así. Nunca... Nunca lo haces —digo en susurros.
Raúl, que estaba sentado en la cama, se levanta y me mira.
—Estoy cabreado, tienes razón.
—Dime por qué y si puedo arreglarlo —respondo.
Intento que no salgan las lágrimas. No estoy acostumbrada a discutir con él. Siempre es comprensivo, siempre es amable, siempre es tranquilo. Por eso me preocupo aún más.
—Estoy cabreado porque eres tonta, Bea.
Entonces me desoriento, mucho.
—¿Qué? No es necesario que me faltes —respondo con voz queda.
—No te estoy faltando. Reconozco que acabo de explotar porque llevo muchos días intentando asimilar que tu exnovio va a intentar chantajearte con llevarse a la niña para que vuelvas con él. Intento entender que tú, como madre, quieras evitar que Rocío se separe de ti, pero lo que no comprendo es cómo no te das cuenta de que hagas lo que hagas, este hijo de la gran puta, va a hacerte daño siempre. Si vuelves con él, tendrás a tu hija, pero te perderás a ti misma. Y si decides compartir a tu hija, serás infeliz porque tendrás que separarte de ella.
Nos miramos y creo ver una pizca de empatía en su mirada. Pero rápidamente desaparece. Está dolido. Evita mirarme a los ojos.
—Esto no es fácil para mí —le digo con voz temblorosa.
—Lo sé, Bea. Por eso estoy cabreado. Porque no puedo hacer nada para ayudarte.
Entonces se acerca y me abraza. Pero algo no está bien. Su abrazo es lejano, no me llega. No me estrecha contra él con fuerza. No me besa la frente. No me acaricia la espalda.
Sólo me abraza mecánicamente.
—Aún no me ha chantajeado, Raúl. Al final ni siquiera he hablado con él en el hospital... La última conversación que tuvimos fue aquella en la que mi madre y Ada estuvieron presentes... —le digo en voz baja.
—No te dijo cosas bonitas, Beatriz. Y estoy seguro de que no te las va a decir, nunca.
Habla con rabia y me asusto.
—Tú no eres así —le digo tratando de calmarlo—. Tú no juzgas a las personas, Raúl. Siempre has pensado bien de todo el mundo.
—De él, no. Quiere hacerte daño y no hay nada que pueda justificar eso. Al menos para mí —responde con seriedad.
Nos separamos y me mira a los ojos.
—Esto te está haciendo daño a ti también —susurro.
—Sí. Porque tengo miedo de que al final claudiques y decidas volver con él, por tu hija. Y, aunque no podría reprochártelo, me destrozaría —confiesa él muy cerca de mi cara.
Cuando me observa de ese modo, siento que se mete en mi cabeza y espía mis pensamientos, incluso aquellos de los que aún no soy consciente. Recapacito sobre lo que me está diciendo. Entonces me aterra reconocer que tiene razón. Todo lo que me ha dicho es cierto. Simplemente él ha llegado antes que yo a la desembocadura de mis reflexiones. Sabe, y ahora yo también lo sé, que soy capaz de plantearme el regresar con un hombre que me martiriza y desprecia con tal de no tener que alejarme de Rocío.
—Raúl... —digo con los ojos empañados—. Estoy emocionalmente agotada y ya no sé qué hacer.
—Lo sé... —me dice.
Entonces me acaricia la mejilla y dejo que me resbalen dos lágrimas. Quizá esto sea una despedida.
De pronto suena el timbre. Ambos nos sobresaltamos. Lo cierto es que Álvaro ha tardado mucho en subir. Cuando voy a salir de la habitación para abrir la puerta, Raúl me agarra la muñeca.
—Te quiero —me dice.
Le sonrío amargamente y desaparezco por el pasillo.
Abro la puerta y me encuentro cara a cara con un hombre tóxico y falso. Guapísimo. Irresistible y engominado. Lleva una americana con una camisa blanca debajo. Sus zapatos de cuero marrón impolutos hablan por sí solos.
—Cuanto has tardado en subir, ¿no? —le pregunto.
—He tenido que atender una llamada, lo siento —se disculpa fríamente—. Preferiría, en vez de entrar, que vinieras a dar un paseo conmigo. Creo que tenemos que hablar —dice.
Frunzo el ceño.
—¿No quieres ver a la niña? Creía que le habías traído un regalo.
—Sí. Está bien, pero después tenemos que hablar a solas —dice serio.
Le guío hasta el cuarto de la peque. Soy consciente de que se va a encontrar cara a cara con Raúl. Y albergo la esperanza de que sepan guardar las formas como dos personas adultas.
—No quiero despertarla —dice Álvaro al entrar, ignorando por completo al hombre que hay sentado a los pies de la cama.
—No creo que lo consigas, tiene fiebre y está desfallecida —dice Raúl de pronto.
Se miran y yo trago saliva. Contengo la respiración durante unos segundos, hasta que Álvaro decide ignorar el comentario y se agacha para darle un beso en la mejilla a su hija.
Un beso gélido, de mentira.
Entonces sale de la habitación. Raúl y yo nos miramos. Me acerco a la niña y vuelvo a poner mi mano sobre su frente. Parece que está más caliente. Me preocupo un poco más.
—Voy a bajar cinco minutos con Álvaro, quiere hablar a solas —le digo a Raúl.
—Tú verás —responde secamente—. Creo que cuando vuelvas, deberíamos llevar a la niña al hospital. Aunque sólo sea fiebre...
—Sólo es fiebre, Raúl. Seguramente mañana tenga diarrea o placas en la garganta. Si veo que le sube, le daré un poquito de Apiretal. No te preocupes, esto ya le ha pasado muchas veces —le digo, tratando de tranquilizarlo.
—Está bien, como tú lo veas. Ten el móvil a mano, si veo que va a peor te llamo —me dice.
—De acuerdo —respondo.
Hablamos en un tono distante y extraño. Me revuelvo por dentro. Salgo al pasillo y veo que Álvaro me está esperando en la puerta. Él también conoce mi casa... En su momento subió muchas veces y pasamos muchas horas juntos en mi habitación.
—Vamos —digo mientras salgo del piso y llamo al ascensor.
Bajamos a la calle en absoluto silencio. Álvaro me mira de cuando en cuando pero no dice nada. Empezamos a caminar en una dirección al azar. Aún no sale nada de sus labios y yo me empiezo a inquietar.
Entonces se detiene y me mira fijamente a los ojos.
—Quiero que te cases conmigo —me dice.
Y a mí me entra la risa. Y me río. A carcajadas. En su cara.
Pero él no sonríe, ni un poquito.
—No quiero casarme contigo, Álvaro —respondo, al fin.
—Eso es lo que crees que quieres —afirma él convencido—. Ahora vamos a reflexionar sobre la vida que podemos ofrecerle a nuestra hija, juntos.
—¿Unos padres infelices que no se quieren?
—Yo sí te quiero.
—Te quieres a ti mismo. Y nunca cambiarás.
—Venga Beatriz, déjalo ya —dice con desprecio—. Tengo muchísimo dinero. Y me propongo volver a Estados Unidos. Quiero que tú y la niña vengáis conmigo. Ella tendrá una buena educación, tendrá una vida de lujos. Tú podrás acabar allí la residencia. Y mis padres se sentirán orgullosos de tener una nieta.
—Tus padres —susurro sorprendida—. ¿Saben lo de Rocío?
—Aún no. Pero planeo contárselo.
Doy un paso hacia atrás instintivamente.
—Estás loco, Álvaro. Me pusiste los cuernos. Me has insultado, me has faltado al respeto miles de veces. Me has gritado y me has menospreciado. Me has hecho sentir una mierda de persona tantas veces que casi he llegado a creérmelo. Juraría que tanto tú como yo estaríamos encantados de rehacer nuestras vidas con personas diferentes.
—Nunca dejé de quererte a mí lado, Bea —me susurra—. Eres una mujer preciosa, inteligente...
Automáticamente me hace sentir como una mujer florero. Pero no lo digo en voz alta. No quiero echar más leña al fuego.
—Hay miles como yo y mejores, Álvaro.
—Ya, pero no son la madre de mi hija. Una hija a la que tengo derecho, como bien sabes.
Respiro hondo porque creo que estoy a punto de comprobar que Raúl tenía razón.
—No voy a casarme contigo, Álvaro. Pero sí es verdad que tienes derecho a ver a tu hija y a pasar tiempo con ella. Eso es lo que tenemos que negociar. Y no otra cosa —afirmo con la voz temblorosa.
Entonces él sonríe con sarcasmo y siento miedo.
—De acuerdo, pues quiero la custodia de la niña y tú podrás verla los fines de semana. Me la llevaré conmigo a Estados Unidos.
Se me hiela la sangre.
—No serás capaz. No tienes intención de cuidarla ni de darle el cariño que necesita. Saldría ella perjudicada y lo sabes.
—Pues tú eliges —dice él con la mirada divertida.
—El juez no te lo va a consentir —le advierto poco convencida.
—Ya veremos si me lo va a consentir cuando sepa que me ocultaste a la niña durante casi tres años.
Noto las náuseas y las palpitaciones. Me ha metido en un callejón. Estoy entre la espada y la pared. Sólo se me ocurren ideas de bombero: como fugarme con mi hija lejos del país a algún lugar en el que no pueda encontrarme nunca... O algo por el estilo. Pero esa no es la manera... No debe serlo.
—Eres un hijo de... —quiero decir.
Y entonces empieza a sonar mi móvil.
Es Raúl. Lo cojo y procuro que mi voz no delate mi estado de nervios.
—Sí.
—La niña tiene treinta y nueve y en las piernas le han empezado a salir unas manchas moradas, Bea. Rocío no está bien y me la voy a llevar a urgencias, te pongas como te pongas.
—Joder. Sí, sí. Te espero abajo, al lado del coche. Date prisa —le digo alarmada.
Cuelgo y echo a andar sin decir nada. Álvaro me mira y empieza a correr detrás de mí. Yo tengo lágrimas en los ojos y la angustia me carcome por dentro. Y no es por las amenazas de mi ex.
—¿Dónde vas? —me pregunta él.
—Es muy probable que tu hija y la mía tenga una meningococo. Le han salido manchas moradas en las piernas —respondo mientras continúo andando sin mirarlo.
Entonces Álvaro se detiene.
—Iré con mi coche al hospital yo también. Nos vemos allí —dice.
No tardo en ver a Raúl con la niña en brazos saliendo del portal. Corre con ella hacia el coche.
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