16


No he vuelto a saber nada de Raúl desde ayer. Eso es una de las cosas que llevan atormentando mi cabeza todo el día y hacen que no me pueda concentrar. He tenido que explorar tres veces al mismo paciente para asegurarme de que no se me olvidaba nada. Y luego, cuando he ido a escribir el evolutivo, me he dado cuenta de que me faltaban puntos por preguntar y he tenido que volver a la habitación. Y así ha sido mi día. Metedura de pata tras metedura de pata. Olvidos gordos y pequeños. Incluso he dejado el busca en el control de enfermería de la tercera planta y he estado una hora entera buscándolo porque no recordaba qué había hecho con el maldito teléfono.

Al fin, a las dos y media, voy al despacho de neuro y me desplomo en la silla, frente a uno de los ordenadores.

—Oh, los informes... —susurro, recordando que tengo que entregar dos partes de alta que aún no he redactado.

Me pongo a ello y como viene siendo costumbre esta mañana, voy lenta y torpe. Cada cinco minutos me tengo que detener para espantar de mi cabeza a Álvaro y a Raúl, lo que me dificulta muchísimo centrarme y saber qué demonios estoy escribiendo.

Media hora más tarde entra Alma y se me queda mirando.

—Bea, estás temblando —señala ella.

Entonces miro mis manos y por primera vez me doy cuenta de que, efectivamente, parece que tengo tiritona. Pero sin frío.

—Es ansiedad, no te preocupes... Se me pasará —digo tratando de quitarle hierro al asunto.

Pero también me tiembla la voz.

Se sienta a mi lado y me mira aún más fijamente. Tanto que me obliga a dejar de teclear y a mirarla a ella.

—Me han dicho que has perdido el busca —dice con preocupación—. Sé que no es propio de ti. ¿Le ha ocurrido algo a tu niña? ¿Te encuentras bien? ¿El viaje a Asturias bien?

Me quedo callada. No sé qué contestar. Aunque podría considerarme casi amiga de Alma (a pesar de que sea mi superior), realmente no tengo ganas de contarle todo. Así que opto por la respuesta fácil.

—Sí, está todo bien. Es sólo que hoy estoy más estresada de lo normal... Supongo que son días malos —digo.

Alma enarca una ceja y sonríe tenuemente.

—Ya, son días malos —dice ella—. Trae, deja que haga yo los informes de alta. Creo que necesitas descansar... ¿Por qué no te vas a casa?

Frunzo el entrecejo y niego con la cabeza.

—No, ni hablar. Ya estaba acabando —miento.

De hecho, sólo llevo escritos dos párrafos del primero. Pero es mi trabajo y quiero hacerlo yo. Los problemas personales estarán ahí toda la vida y no puedo dejar que me incapaciten para trabajar.

Entonces Alma se levanta de su silla y se acerca a mí.

—Levanta de ahí y vete a casa. Es una orden.

Cuando Alma quiere puede ser muy contundente y eso hace que instantáneamente mi cuerpo se incorpore y obedezca.

—Gracias, Alma —susurro mientras me quito la bata.

—No tienes que contármelo si no quieres, pero me gustaría que supieras que, si tienes algún problema en el que yo pueda ayudarte, aquí estoy —me dice seria.

La miro y asiento con la cabeza.

—Gracias, otra vez —le digo.

—Ahora vete y descansa.

Me sonríe y yo me doy media vuelta y salgo por la puerta del despacho.

Sin embargo, alguien me está esperando fuera.

—Hola Bea.

Y me parece tan inverosímil verlo allí. Con su camisa azul y su pantalón de pinzas. Tan arreglado e impecable como siempre. Guapo y caballeroso.

Todo fachada.

Ya es lo que me faltaba para culminar mi gran día, desde luego.

—Qué haces aquí, te dije que vinieras esta tarde a mi casa —le saludo derrochando amabilidad por cada uno de los poros de mi cuerpo.

—Quiero hablar contigo a solas... Podríamos ir a comer —dice dedicándome una sonrisa de las suyas: irresistibles.

Pero ya no cuela, conmigo no. Lo conozco demasiado bien.

—No tenemos nada de qué hablar, Álvaro. Ahora, si no te importa, me voy a mi casa.

—Espera —dice al tiempo que me pone la mano en el hombro, arrancándome un escalofrío.

—No vuelvas a este hospital a buscarme nunca más —le digo sin mirarlo a los ojos —. Y no me toques.

Sacudo el hombro y me libro de su mano.

—No he venido a buscarte, he venido a firmar un contrato. Voy a trabajar aquí. Sólo he aprovechado al verte para hablar contigo. Como personas civilizadas, Bea.

Lo miro a los ojos. Aunque hoy esté obtusa juraría que he oído bien. ¿Trabajar ha dicho? ¿Aquí? ¿En mi santuario laboral? Espero que no se le ocurra contarle a nadie nada de nuestra historia personal, pienso. Pero no se lo digo, porque ya le estaría dando un arma contra mí. Si ve que algo me importa, estoy segura de que no dudará en aprovecharse de ello (como solía hacer).

—Aquí el único incivilizado eres tú —le respondo—. Sólo hablaré contigo de la niña, si es que quieres saber algo de ella. Ya te lo dije ayer.

—Estás muy equivocada —me susurra casi al oído—. Podríamos ser muy felices los tres juntos. He cambiado, Beatriz. Desde que te marchaste ya no he vuelto a ser el mismo, te necesito. ¿No lo entiendes?

Miro hacia ambos lados, preocupada porque pueda haber alguien cotilleando. Y no, no lo entiendo. Y aunque lo entendiera, ya llega tarde. No puedes volver a enamorarte de una persona que ha resquebrajado tu confianza y tu autoestima, aunque se convirtiese en la mismísima Santa Teresa de Jesús, me sería imposible volver a ver a Álvaro como una persona con la que compartir mi vida.

Aunque esté Rocío.

—No. Y ojalá encuentres a otra que pueda disfrutar del nuevo Álvaro. Conmigo ya no se puede.

—¿Es por ese tío que estaba contigo ayer? —pregunta él entonces con un matiz agresivo en la voz.

—Álvaro, aunque fueras el último hombre sobre la Tierra, mi respuesta seguiría siendo: no.

Se retuerce incómodo dentro de su pulcra camisa de rayas. Y yo disfruto de ese gesto de frustración que tan bien conozco.

—Nos vemos esta tarde, Beatriz —me dice al fin, rendido—. Pero esto no acaba así.

No le respondo y echo a andar. Claro que no acaba así, ya me gustaría, pero no. Supongo que tendremos que llegar a un acuerdo respecto a la nena. Aunque me revuelve el estómago pensar que tendré que dejarla pasar algún fin de semana al mes con su padre y otras tonterías... Que para otros hombres quizá esté muy bien, pero con Álvaro... No confío en él, ni para cuidar de su hija.

Además, tengo la sensación de que hasta podría llegar a utilizarla para hacerme daño a mí. Y ese presentimiento me asusta.

De camino al metro saco el móvil de mi mochila y reviso los wasaps. Mientras, pienso en que a pesar de que Álvaro vaya a trabajar en el mismo hospital, al ser cirujano plástico no creo que coincidamos mucho por los pasillos. De hecho, hay médicos a los que aún ni conozco, aunque casi lleve cuatro años trabajando en él. Eso me tranquiliza un poco.

Claro que, si se empeña en buscarme y hacerme la vida imposible: tengo un problema.

—Joder —digo al ver que no tengo ningún mensaje de Raúl.

Ni siquiera de buenas noches, ni de buenos días. Ni nada. Reprimo una lágrima de rabia mientras bajo las escaleras mecánicas hasta el andén. Ahora mismo me gustaría mandar a todos los hombres al cuerno y meterme en una especie de tribu amazónica de esas formadas por mujeres que sólo usan a los hombres para reproducirse y luego los matan.

—Basta, Bea —me digo de pronto a mí misma.

La culpa es mía, me autorrecuerdo. Yo decidí salir con Álvaro y no romper con él la primera vez que me faltó al respeto. Yo decidí aguantar años y años con él aunque me hacía daño.

Yo decidí acostarme con él y en consecuencia me quedé embarazada. Es cosa de dos, no de uno sólo.

Y después yo decidí mandarle a freír espárragos y volver con mi madre. También decidí no contarle nada, pensando (ingenua e ilusa de mí) que él se quedaría para siempre al otro lado del charco y que me dejaría vivir mi vida en paz. Y pensando, también, que mi hija podría vivir toda su vida sin saber nada de su padre. Mal. Muy mal hecho, Bea, me regaño.

Y finalmente, decidí no contarle toda la verdad a Raúl. Cosa que tenía que haber hecho una vez que decidí salir con él.

En fin. Decidí muchas cosas. Y ahora mis decisiones vuelven en forma de puñetazos. Karma lo llaman.

Soy consciente de que no he dejado de temblar durante todo el trayecto. Me bajo en mi parada y al fin salgo a la calle. A las tres y algo del medio día de casi el mes de abril, ya hace calor. Me quito la cazadora y me quedo con mi vestido negro estampado de florecillas que llega a la altura de mis tobillos y deja mis hombros al aire gracias a unos finos tirantes.

Me da el sol y lo agradezco. Si mi vida fuera otra quizá podría disfrutar más del momento: el buen tiempo, los árboles de color verde y las flores en los arbustos... Primavera. No me extraña que sea la época del amor, para quien pueda disfrutarlo.

Introduzco la llave en la cerradura y entro en mi casa. Mi madre está dormitando en el sofá y me figuro que Rocío está en el apogeo de su siesta de medio día. En su cuarto. Ya es una niña mayor (como me dice), y duerme en su camita rosa de princesa.

Camino pisando con cuidado para no despertar a mi madre, que está hasta respirando con la boca abierta y tiene los ojos vueltos del revés. Entro en la cocina y veo un plato lleno de garbanzos y otro con sopa. Casi me echo a llorar porque pienso que es un lujo tener una madre que te haga la comida y que te trate con amor todos los días.

—Igual que los hombres —habla la parte de mí más cínica.

Por desgracia, no tengo mucha hambre y me cuesta un mundo ingerir cada garbanzo, que me los como de uno en uno y de milagro no tengo que partirlos por la mitad. Cuando mi estómago se rebela y dice que ya no más, me levanto de la mesa y voy a mi habitación. Entonces lo veo ahí tumbado, dormitando casi como mi madre y con el libro de "Los Miserables" que se compró en Oviedo abierto sobre su cara. La imagen me saca una sonrisa y también, por qué no, unas lágrimas de alivio. Está aquí.

Me nota entrar y rápidamente se incorpora.

—He cogido el día libre en la clínica —me dice.

Me siento a su lado, sobre la cama. 

—Creí que estabas enfadado y que no querías saber nada de mí —digo en un susurro.

Él me mira, serio, con gravedad.

—Lo estoy, Bea. Pero eso no quiere decir que haya dejado de quererte. Toma, lo he escrito pensando en ti —me tiende un papel doblado por la mitad y con un poema garabateado a lápiz.

Lo recorro despacio, letra a letra, palabra a palabra. Verso a verso. Intento leer entre líneas al mismo tiempo, que es lo más difícil: ver lo que no está escrito pero sí implícito.

Me asusta lo que dice porque podría interpretarse que quiere dejarlo. Que se acabó. ¿Por qué si no habla de envejecer por separado?

—¿Estás rompiendo? —pregunto asustada.

—No, Bea. Lo que quiero decir es que no sé si seguimos siendo los mismos o todas las cosas que nos han pasado nos han cambiado tanto como para no reconocernos.

Me sigue mirando de esa manera que se mete dentro. Esos ojos profundos que parece que descubren hasta tus pensamientos más ocultos.

—¿Quieres decir que no me reconoces?

—Más o menos. Porque me has mentido y tú antes no hacías eso... Aunque también podría entender que como has tenido una relación con un hombre tan capullo hayas empezado a adoptar costumbres que no eran propias de ti. ¿Le mentías a Álvaro?

Miro al suelo. La principal mentira (u ocultamiento de la verdad) ha sido la de no contarle nada de Rocío.

—Sí... A veces le ocultaba cosas: tonterías que sabía que lo enfadaban. Una vez desteñí una camisa suya en la lavadora y compré una igual para que no se diera cuenta —le confieso—. Cuando se enfadaba era muy desagradable.

Raúl me mira y asiente con la cabeza.

—Vale, pues yo no soy así. Te entiendo, Bea. Pero no tienes que tener miedo de mí. Quiero que estemos juntos pero antes necesito que quede una cosa muy clara: nada de mentiras, ni por tu parte, ni por la mía.

—Tienes razón: las mentiras destruyen.

—Prefiero que me digas las cosas tal y como son, como las piensas. Como hayan sucedido. Yo sé asumir la verdad sea cual sea Beatriz. Incluso, si algún día decides que ya no estás enamorada de mí, prefiero saberlo a tiempo.

Le miro sorprendida. ¿Por qué me dice todo esto?

—Pero... Yo estoy enamorada de ti, Raúl. No entiendo nada.

Entonces me sonríe. Y yo me dejo llevar por su sonrisa: sincera, real y sin pretensiones, no como las de Álvaro; ésas siempre tenían objetivos secundarios.

—¿Te ha quedado claro? —me pregunta.

—Sí —respondo.

Entonces me doy cuenta de hasta qué punto una relación larga tóxica puede volvernos tóxicos a nosotros mismos y convertirnos en personas dañinas para los demás. Jamás se me había ocurrido pensarlo.

—Raúl, ¿te imaginas cómo hubiese sido si tú y yo hubiésemos estado juntos y Rocío fuese nuestra?

Entonces él borra la sonrisa y niega con la cabeza.

—Pero no ha sido así, Beatriz. Creo que no deberíamos preguntarnos nunca cómo hubiese sido nada. El presente que tenemos es el que hemos decidido tener, jamás hubiese sido de otra manera. Ya no hay marcha atrás y preguntarse eso es hacerse daño y no lleva a ninguna parte. Sólo podemos decidir que hacer con lo que tenemos ahora.

Y dicho esto me da un beso en la mejilla y se levanta de la cama.

—Tengo que sacar a Tony a pasear, ¿quieres que pase por aquí y os venís tú y la nena a dar una vuelta conmigo?

Asiento pero entonces recuerdo que Álvaro vendrá esta tarde a casa. Le cuento a Raúl que pensaba reunirme con él en presencia de mi madre y de Ada, que es abogada y puede ayudarme con todos los puntos que tengo que tratar con mi ex en relación a nuestra hija.

—¿Quieres que esté yo también presente? —me pregunta.

—Quizá... Si pudieras estar en la cocina y nosotras en el salón... A lo mejor... Me gustaría tenerte cerca, sí —admito al fin.

Él me sonríe.

—Y a mí me gusta que necesites tenerme cerca de ti. Te quiero.

Me da un beso y con la promesa de que volverá a las seis de la tarde, se marcha.


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Y el 16!!! gracias por vuestros comentarios :D

espero que os esté gustando :D

ya se acerca el final jejeje 

un

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