12
He llamado a Alma y he atado los cabos necesarios para que me den el día libre en el hospital.
Ahora Raúl y yo seguimos en el Volvo al coche fúnebre que sale del tanatorio. He tenido también la precaución de tomarme la medicación al mismo tiempo que el café que nos hemos bebido de un trago en cuanto han abierto la cafetería.
—¿Cómo estás? —le pregunto casi en un susurro.
Me mira de soslayo y esboza una sonrisa amarga. Después gira el volante e introduce el coche en el aparcamiento del cementerio. Aparca sin maniobrar apenas y entonces me mira. Tiene los ojos hinchados y rojos. Sus ojeras dejan en ridículo a las mías. Pero aún así está guapo. Estiro el brazo y le acaricio un mechón de pelo. Él aprovecha y me besa la muñeca. No dice nada antes de bajarse del coche.
El resto del día sucede inevitablemente. Como en todos los entierros, se hace un silencio sepulcral en el momento apropiado. Han venido familiares de Mallorca y muchos amigos de Antonio. Raúl se deshace en saludos cordiales y procura seguir como puede las conversaciones que se le presentan. Y ya... Cuando todo ha terminado, volvemos al coche. Se sienta y deja caer su cara sobre el volante. Veo una pequeña lágrima deslizarse sobre su mejilla y en un vano intento por calmarlo acaricio su espalda con suavidad. Aunque lo cierto es que más vale llorar a tiempo que vivir consumiéndose por unas lágrimas a las que no se les permitió salir cuando era necesario.
—Me siento mal, Bea.
—Es lógico... Eres humano —digo con voz suave.
—Tengo la sensación de que no le hice el caso suficiente. Me siento culpable por no haber sido mejor hijo... —dice él.
Su tono de voz es la frustración personificada.
—No has hecho nada malo... —susurro.
Aunque sé que no conseguiré nada. Yo me sentí igual. Cuando pierdes a alguien que es importante para ti te sientes como si hubieses perdido una parte de tu cuerpo, que no sabes lo importante que es hasta que te falta y entonces te preguntas ¿por qué no lo valoré cuando tuve oportunidad?
Pero es humano. A todo el mundo le ocurre, supongo.
Me mira y me sonríe con ternura. Sus ojos están húmedos pero ya no llora. Arranca y me lleva a casa. Antes de bajarme del coche me da un beso y me acaricia el pelo.
—Te veré mañana —dice.
Pero esta vez no espera a que yo entre en el portal. Veo el coche alejarse y me preocupo. Cuando lo pierdo de vista me doy media vuelta y entro en el edificio. Es la una del medio día, Rocío está en la guarde y ha pasado una noche estupenda con mi madre. Llamo al ascensor. Y al fin estoy en casa. Abro la puerta. El sol, que se cuela por el gran ventanal del salón, llega hasta el pasillo creando un alegre juego de luces y sombras. Mi madre no está. Lo sé porque no veo su bolso, que habitualmente lo deja sobre el pequeño sofá que tenemos en la entrada. Además, reina ese silencio vacío que sólo se escucha cuando no hay nadie.
Camino hasta mi cuarto y me deshago de la ropa que llevo puesta. Después entro en el baño y abro el agua caliente de la ducha al máximo. Me dedico unos minutos a mí misma. Dejo que el agua relaje mis músculos y respiro el suave aroma a aceite de argán de mi gel de baño.
Cuando salgo, me envuelvo en mi albornoz blanco y le quito un poco de humedad al pelo con una toalla. Supongo que ahora ya no veré a Raúl por las mañanas ni a medio día.
—Ya no tiene a nadie en el hospital a quien cuidar —digo en voz alta.
Me pongo un pantalón de chándal negro y una camiseta blanca ajustada. Dejo que mi pelo termine de secarse solo para no estropearlo demasiado con el calor del secador. Me paseo por la casa sin saber muy bien qué hacer. Mañana tengo guardia, así que debo aprovechar el tiempo. Primero me paso por el cuarto que le estamos preparando a Rocío. Miro el colchón desnudo y la almohada. Decido que es hora de estrenar las sábanas nuevas y el nórdico ligero que le hemos comprado. Me las apaño para enfundar a este último y después coloco entre el somier y el colchón el anclaje de una práctica barrera para que la pequeña no se caiga de la cama.
Satisfecha con el resultado, abro el armario y saco la alfombra rosa con forma de corazón que compré hace unos días para el cuarto y la desempaqueto. Hago a un lado los plásticos y las etiquetas y la extiendo. Queda preciosa y será muy útil cuando Rocío quiera jugar en el suelo sin quedarse fría. Rápidamente tiro a la basura todos los cartones y plásticos de los envoltorios y después regreso y contemplo la habitación. Me quedo absorta en la pequeña mesita blanca y rosa, a juego con su silla en la que tengo la esperanza de que se siente la nena a colorear dentro de poco. Sonrío. Estoy echándola de menos, mucho. Aunque no lleve ni dos días sin verla. Desde que nació se ha convertido en el centro de mi universo y en cierto modo, dependo de ella.
Salgo del cuarto y voy a la habitación de mi madre, donde encuentro a los pies de la cama la enorme jaula de Bunny. La abro y saco al animal. Me lo llevo en brazos al salón y me siento en el sofá con él sobre mis piernas. Dejo que me huela mientras le acaricio con el dedo detrás de las orejas. Es muy suave. Poco a poco mi mirada se pierde en algún punto indefinido de la pared y mi mente empieza a divagar alrededor de Raúl.
Quizá debería contarle que Álvaro no sabe que tiene una hija. Que no se lo quise decir por miedo a que me obligase a abortar o a que cuando naciera, me la quitara. Él vive en Estados Unidos y me da pavor que reclame su custodia, aunque sea sólo por fastidiarme. Además, me dejó muy claro que no quería verme más. Claro, que lo pillé morreándose con otra cuando regresé de haber pasado una semana con mi madre en Madrid. Se lo reproché y me eché a llorar, de lo cual me arrepiento, no se merece mis lágrimas. Él respondió que me había vuelto una tía aburrida y demás adjetivos que me hirieron en lo más profundo de mi alma. Regresé a España dos días después. Me quedé en casa de mi madre y a los pocos días de notar el retraso de la regla, me hice un test de embarazo, creyendo que se trataría sólo de un susto. Aunque lo cierto es que lo habíamos hecho sin protección. Había ocurrido casi un mes atrás, cuando Álvaro y yo fuimos al cine. Ni si quiera me acuerdo de la película que vimos.
Sin embargo, no me atrevo a confesárselo a Raúl, aún no. ¿Qué va a pensar de mí? Es cruel tener un hijo y no contárselo al padre. Porque tanto el uno como el otro tienen derecho a saber que ambos existen.
Suspiro. Desde luego ahora no es el momento de contárselo. Quizá más adelante. De todas maneras, es probable que no vuelva a encontrarme con Álvaro nunca más. A lo mejor es más feliz ignorando que tiene una hija de su ex novia.
Aún así no quiero empezar una relación con mentiras. En algún momento tendré que decírselo a Raúl y enfrentarme a lo que él pueda opinar al respecto.
Noto un pellizco en el dedo que me devuelve al ahora. Bunny me está mordisqueando como si fuese una zanahoria.
—Eh, pequeño... Eso no se hace —le digo a pesar de que sé que no me entiende.
Está estirado entre mis muslos, completamente relajado. Le acaricio el lomo de color blanco. Y pienso en llamar a Raúl, sólo por preguntarle como está. Quizá le apetezca que vaya a verlo con la niña... O, probablemente, prefiera estar solo.
Respiro profundamente y decido ponerme a cocinar. Preparo unas lentejas con la olla rápida y enciendo el lavavajillas. Paso las encimeras con la bayeta y le doy un barrido general a toda la casa. Parece una tontería, pero limpiar me despeja la mente.
Escucho a la olla pitar y voy corriendo a la vitro. Apago el fuego y deslizo ligeramente la pestaña que permite que salga algo de vapor.
Una hora después entra mi madre por la puerta con Rocío. Ella me sonríe, viene contenta de la guarde.
Me agacho para cogerla en brazos y comérmela a besos.
—¡Ejo..Donde tá quejo!
Está señalando al salón, donde nuestra bolita blanca está dando saltitos sobre el sofá.
—¿Quieres jugar con el conejito?
—¡Sí! —dice con la decisión de un cirujano.
La cojo en brazos y la llevo al salón. Allí la deposito en el sofá, donde está el animalito estirado rumiando la esquina de un cojín que ha sido condenado por sus dientes. Gracias a Dios es un cojín tirando a viejo y tiene una mancha que no hemos conseguido limpiar.
Mi hija estira su mano y lo acaricia. Estos últimos días hemos conseguido que ya no lo golpee. En su lugar intenta abalanzarse sobre para abrazarlo como a un peluche, pero por lo menos, no le pega.
—¡Bea! ¡Está sonando tu móvil! —grita mi madre desde la cocina—. Me quedo yo con la peque, ve a cogerlo no vaya a ser que esté llamando Raúl.
Me tenso al escuchar el nombre pero procuro que no se me note. Corro hacia mi habitación, donde he dejado cargando el teléfono. Afortunadamente llego a tiempo a cogerlo, pero no es él.
—¡Ada, cariño! —saludo a mi amiga.
Ada vino ayer por la noche al tanatorio a saludar a la hermana de Raúl. Apenas pudimos cruzar dos palabras porque no hubo ocasión, aunque antes de irme me dijo que hoy me llamaría.
—Ayer no te lo quería comentar porque no me pareció el momento adecuado... Verás me gustaría que vinieras con Rocío a cenar a mi casa esta noche... Tengo que presentarte a alguien...
—¿Cómo se llama? —pregunto con curiosidad—. ¿Lleváis mucho tiempo juntos?
—Cotilla —dice—. Se llama Iñaki... Llevo con él unos cuatro meses... Y bueno, espérate a esta noche... Eres una impaciente —me regaña cariñosamente—. Un beso Bea. A las nueve en mi casa. Y trae a la niña.
Culego y sonrío para mis adentros. Ada es una mujer encantadora y amable, pero es muy difícil acceder a ella realmente. Siempre tiene buenas palabras y se muestra atenta con los demás, pero en su vida personal vive recluida en sí misma y los pocos amigos que tiene bien podrían considerarse unos privilegiados, porque Ada no se abre con facilidad. En realidad no sé por qué es así. Hay gente que se comporta de una manera determinada sin haber necesidad de un pasado tortuoso. Simplemente es así.
Por eso creo que cuando quiere organizar una cena en su casa y presentarme a una persona especial, se trata de un asunto que para ella es de suma importancia.
Me siento sobre la cama y me quedo mirando la pantalla del teléfono esperando que pite o suene otra vez. Abro el WhatsApp y veo que Raúl se ha conectado por última vez hace media hora. Supongo que ahora tendrá que hablar con mucha gente. Su hermana, sus primos... Y aunque no me lo ha dicho, me imagino que habrá una lectura del testamento de su padre. Quizá tenga que marcharse a Mallorca algunos días. Entonces recuerdo a su exmujer y contengo una náusea repentina. Me ha quedado muy claro que ya no la quiere, que se ha divorciado de ella plenamente convencido... Pero acordarme de la otra Beatriz me hace preguntarme si no estaré imaginando castillos en el aire.
Decido enviarle un mensaje.
"Cenaré con mi amiga Ada esta noche. Espero que estés bien, si necesitas algo avísame. Bss", escribo.
Miro el mensaje, expectante. Quiero ver los dos ticks de color azul, pero sólo hay uno y es verde pálido. Me muerdo el labio. Al final, por mucho que mire y rece, no sale el doble check y yo decido no comerme más la cabeza.
—Voy a llevar a Rocío al parque y luego iremos a casa de Ada —digo en voz alta, tratando de convencerme a mí misma de que voy a pasar una buena tarde en la que Raúl y todas las dudas que rodean a su persona no van a causarme una psicosis transitoria.
***
Ada tiene el salón lleno de plantas. Las adora. La que más me gusta es una que cuelga del techo, en una esquina de su salón. Es un poto que llega casi hasta el suelo, con las hojas grandísimas y acorazonadas. Sobre la mesa del salón tiene un tronco de Brasil de tamaño mediano, de hojas alargadas y brillantes, y, al lado de la televisión, reposan un par de cactus y una planta del dinero.
Me siento con Rocío sobre la alfombra negra y peluda que hay junto al sofá.
—Aquí traigo algo de picar —dice mi amiga mientras llega con un cuenco lleno de aceitunas y un par de botellines de cerveza sin alcohol—. ¿Le gustan los gusanitos a Rocío? —me pregunta
—Sí, pero acaba de merendar así que no creo que nos pida de comer —respondo.
Ada se sienta con nosotras. Las tres estamos en calcetines y con las piernas cruzadas a lo indio. Mis manos acarician solas los mechones de la alfombra negra, relajándome inconscientemente.
—Iñaki llegará dentro de una hora... Ha tenido que quedarse a arreglar unos papeles... —me explica mi amiga.
—¿A qué se dedica? —pregunto con curiosidad.
—Es juez de lo social en la Audiencia Nacional —susurra—. Pero no lo he conocido en los juzgados.
Sonríe pícaramente.
—Me alegro mucho Ada... De verdad, después de lo que pasó con tu ex... Creí que estabas tan harta que no volverías a salir con nadie.
Ella me mira a los ojos y arruga el gesto. No sé si he hecho bien en recordárselo.
—He tenido que convencerme a mí misma de que no todas las personas son iguales. Y de que siempre puedo darle una oportunidad a alguien que me guste y, si las cosas se tuercen, no estoy obligada a seguir adelante.
—¿Crees que Iñaki es buena persona? —le pregunto.
—Iñaki tiene un carácter... Bueno, ya lo conocerás. Es muy seguro de sí mismo, tiene mucha energía... Es guapo, también... Pero sobre todo me gusta que tenga seguridad. Ya sabes que no hay nada peor que un hombre inseguro que piensa a todas horas que le estás poniendo los cuernos, aunque estés matándote a trabajar.
Asiento con la cabeza. Su ex era así. Al principio parecía muy caballeroso y preocupado, pero luego empezó a volverse paranoico. Me acuerdo de que Ada se quejaba porque él cogía su móvil y le revisaba todas las conversaciones y los correos. Un día le pilló cacheando su cartera y entonces Ada decidió poner fin. Pero él, hecho una furia, la pegó. Fue un tortazo en la cara. No le hico especial daño.
Pero aquello la hundió.
Cortó con él y se cambió de casa. También le puso una denuncia para evitar que volviese a acercarse a ella. Después se prometió a sí misma que nunca jamás volvería a estar con nadie.
Pero entonces llegó Iñaki. Y tengo mucha curiosidad por saber cómo es y cómo ha conseguido ganarse a mi amiga, que ya de por sí tiene un carácter difícil que ha sido aún más endurecido por una mala experiencia. Suena el timbre. Rocío da un grito de sobresalto y Ada se levanta del suelo para abrir la puerta.
Sólo escucho una voz masculina que saluda en un susurro y después lo que parece ser un beso. Dos minutos más tarde veo frente a mí a un hombre altísimo, muy moreno de piel y de ojos oscuros y expresivos. Me levanto y lo saludo con dos besos.
—Te presento a mi mejor amiga, Bea —dice Ada sonriendo.
—Encantado —me saluda Iñaki con una amplia y auténtica sonrisa—. Veo que estáis muy animadas picoteando, ¿me puedo sentar con vosotras?
—Seguro que a Rocío le encantará que te sientes aquí —le dice Ada.
Al final acabamos los tres adultos y mi pequeña sentados de rodillas o como los indios en la alfombra mientras brindamos con cerveza cero, cero y comemos aceitunas y patatas fritas.
Me siento inexplicablemente cómoda y relajada. Ada está contenta, la sonrisa no sale de su cara e Iñaki nos cuenta anécdotas divertidas de los juzgados. Rocío intenta escalar al novio de mi amiga constantemente. La verdad es que es tan alto que para mi hija debe de ser lo más parecido a subir al Teide en teleférico.
—Bueno, no quiero cortaros el rollo pero la cena está esperando dentro del horno hace un rato —anuncia Ada.
Entre todos ayudamos a traer y llevar platos, vasos y cubiertos. Apartamos el tronco de Brasil de la mesa y lo situamos junto a uno de los cactus.
Enciendo un par de velitas de vainilla y sirvo algo de vino en las copas de Iñaki y mi amiga y yo me echo un vaso de agua.
En breves ya estamos todos sentados a la mesa comiendo una magnífica lubina salvaje hecha a la sal y acompañada por una rica ensalada de canónigos. Claro que yo tengo un ojo puesto en Rocío que cacharrea en la alfombra con un trenecito de Chicco que he traído de casa para que estuviese entretenida.
—Bea... —dice entonces Ada.
Normalmente nos damos cuenta cuando la conversación va a volverse seria de repente. A mí me late más fuerte el corazón cuando esto ocurre.
—Dime —respondo.
—Le he contado a Iñaki lo que ocurre con Rocío y su padre... Espero que no te importe, pero creo que podríamos ayudarte.
Tardo un minuto en asimilar sus palabras. A veces no es tan fácil unir una neurona con otra y que salte un chispazo.
—¿Te refieres a Álvaro?
Ella asiente con la cabeza.
—No sé si es muy buena idea que él no sepa que tiene una hija... Tal vez sea un capullo... Pero no es un cabeza loca. No sé... Si me entiendes —dice ella.
—No, no te entiendo. Si él no me quiere a mí no va a querer a mi hija —respondo audaz, pero sabiendo que me falta razón.
Iñaki alarga su mano y coge la mía en un ademán de comprensión.
—El problema Bea, es que no se puede mentir eternamente. ¿Y si un día Álvaro vuelve a España y lo descubre? ¿Y si se enfada e intenta quitarte la custodia de la niña? Creo que cuanto antes arregles este embrollo con él, mejor te sentirás tú —dice él con seguridad.
Lo cierto es que he hablado con Ada de este tema infinidad de veces. En realidad no me gusta mentir ni ocultar cosas. Y ni mucho menos me gusta ocultarle a un padre que tiene una hija... Y más cuando he compartido con él muchos años de mi vida.
—Pero me trató tan mal... —susurro con lágrimas en los ojos—. Y quizá ya sea tarde... A lo mejor ya no es buena idea confesárselo.
—Lo que te queremos decir es que, si algún día decides intentarlo, nosotros, como abogados, estaremos encantados de ayudarte en lo que necesites... —dice mi amiga con una sonrisa—. Pero piénsalo, tu hija crecerá algún día y tendrás que explicarle cosas... Y si a ti te ocurre algo, es mejor que tenga un padre a quien recurrir, ¿no crees? Aunque ese padre te haya puesto los cuernos y sea un capullo tal vez pueda hacerse cargo de ella y pagarle una buena educación en caso de que a tu... Ya sabes.
No puedo controlarme, así que lloro. Está diciendo cosas que he pensado mil veces. Cosas que ocupan tu mente el 90% del tiempo pero las acallas, fingiendo que no son importantes, que ya las resolverás en otro momento. Aunque se trate de problemas vitales que conviene resolver cuanto antes. Aunque esas cosas te quiten el sueño de vez en cuando y afloren en tus momentos de mayor estrés.
—Lo cierto es, que no me siento capaz de ponerme delante de Álvaro y de decirle que tiene una hija de más de dos años. No quiero ver su odio hacia mí otra vez ni quiero que me grite. Creo que no me merezco su desprecio una vez más —susurro.
Ada se acerca a mí y me abraza.
—Ya, cariño... No llores... Sabes que te digo estas cosas porque os quiero mucho a ti y a Rocío.
Asiento con la cabeza mientras intento controlar los sollozos. Ella aún me tiene abrazada.
—Gracias —susurro—. Gracias por ofrecerme ayuda... Aunque de momento no sepa qué hacer con ella.
Sonrío amargamente.
—Bueno, Bea... Tu situación no es fácil, no te fustigues más, no lo mereces —me dice Iñaki con una sonrisa—. Si no, no vas a poder comerte el helado de chocolate que he traído para el postre.
Me saca una sonrisa, pero auténtica. El resto de la noche transcurre más tranquila. Rocío acaba por dormirse en el sofá. La tapo con una mantita mientras continúo charlando con Ada y su, ahora, novio. Se conocieron de una manera extraña. Un día que Ada estaba trabajando en el despacho del bufet, se estropeó el ordenador y tuvo que llamar a un informático para que viniese a arreglarlo. Aquel día Iñaki fue a visitar a otro amigo suyo justo al mismo bufet. Como sólo iba de visita, llevaba un pantalón vaquero y una camiseta holgada, así que a Ada no le pareció un profesional de los juzgados ni tampoco un cliente. Resultado: lo confundió con el informático y le guió hasta su despacho.
—Reconozco que le seguí el rollo —se ríe Iñaki—. Me pareció divertido.
Ella le pega un puñetazo cariñoso en el hombro.
El caso es que Iñaki consiguió arreglar el ordenador.
—Era una tontería, había un cable desconectado y lo arreglé —dice él visiblemente orgulloso—. Es que Ada y la tecnología...
Ella le arrea un puñetazo un pelín más fuerte.
—Ya sabes, Bea, que lo mío son las plantas y no las máquinas.
Me río.
Una hora más tarde, sobre las doce de la noche, me despido de ellos con dos besos e introduzco a mi pequeña en el carrito, bien tapada con la mantita rosa. Ambos esperan conmigo a que llegue el ascensor en el rellano de la escalera y finalmente les digo adiós con la mano antes de desaparecer tras la puerta metálica.
Mi casa está cerca y camino a paso ligero. No tardo más de diez minutos en llegar. Me quito la cazadora y lo primero que hago es llevar a Rocío a la camita. Como hoy ya está dormida, voy a probar cómo pasa la noche en su nueva habitación.
Le pongo el pijama con cuidado para que no se despierte y la tumbo. Después la arropo con el edredón le pongo su peluche al lado. Su carita refleja un sueño profundo y pacífico del que siento envidia. No sé si después de haber hablado sobre Álvaro podré dormir bien esta noche.
—Las pastillas —dice mi mente en voz alta.
Corro a la cocina y de mi armario de medicina saco mis dos pastillas de antiepiléptico. Me las trago de una vez con el vaso de agua y casi de inmediato siento alivio por no haberme olvidado de la medicación. Me vuelvo a plantear seriamente la opción de poner una alarma en mi teléfono que me avise para evitar que esto pueda ocurrir de nuevo. No puedo permitirme el lujo de convulsionar mientras estoy atendiendo pacientes o mientras tengo a mi hija en brazos y eso sólo lo voy a evitar siendo constante con las pastillas. Voy al salón, porque sé que ahora es imposible que me duerma. Enciendo la luz y entonces chillo, sobresaltada.
—Bea, tranquila. Dios mío. Me he quedado dormido.
—¿Raúl? —susurro—. ¿Y mi madre?
—Está durmiendo, me dijo que te esperase aquí, que no tardarías en llegar... Hace una hora. Te he mandado algún mensaje...
—Oh, no he mirado el móvil.
Me siento a su lado y lo abrazo.
—¿Estás bien? —le pregunto.
Entonces le miro a los ojos. Los tiene hinchados y muy rojos. Ha estado llorando.
—Sí, estoy bien, Bea —me dice mientras me acaricia el pelo.
Me recuesto sobre su pecho y me abrazo a su cintura. Él me besa en la cabeza.
—He venido a proponerte algo —susurra entonces.
Sonrío con ternura y agarro su mano.
—Dime.
—Verás, esta tarde he estado hablando con el abogado de mi padre. Me temo que voy a tener que ir la semana que viene a Mallorca para que nos lean el testamento a mi hermana, a mi madre y a mí. Pero después había pensado en alquilar una casa rural en Asturias para que tú, Rocío y yo pasáramos la semana santa juntos, de vacaciones.
Me giro y vuelvo a hacia sus ojos otoñales. Me sonríe tenuemente, está esperando una respuesta.
—Me encantaría —digo—. Aunque tendrás que esperar a que confirme mis días de vacaciones, ya sabes que lunes, martes y miércoles hay que trabajar y no sé si me los podré coger.
Raúl se echa a reír y me da un beso en los labios.
—De acuerdo, y si no te los dan podremos ir de jueves a domingo. ¿Te parece?
—Por supuesto —respondo.
Nos miramos con ternura. Me da otro pequeño beso en los labios y pega su frente a la mía. Nos sumergimos el uno en la mirada del otro. Entonces me pregunto por qué nuestra sociedad le da tanta importancia al sexo, cuando no hay nada más intenso y revelador que unos ojos que sean capaces de aguantar los nuestros.
Me quedaría así eternamente. Abrazada a él, rodeada por sus brazos y buceando en sus pupilas. Le acaricio los mechones castaños y volvemos a besarnos.
—Es muy tarde —le digo—. ¿Quieres quedarte a dormir?
—Sí.
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Capítulo 12!!! perdón por el retraso, he tenido unos días que no he podido ni encender el ordenador!! (se me han acabado las vacaciones jejje)
muchas gracias por vuestras visitas, votos y comentarios! me hacen mucha ilusión!!!
se os quiere! <3
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