4

Una de esas nos vimos en el cine, tan insatisfechos quedamos que decidimos que no volveríamos a ver una película al azar.

—Te dije relaciones, pero no ha habido nada en el plano romántico y sexual. Siento que tenga que aclararlo para evitar malentendidos. No hay nada en este mundo que respete más que a mis alumnos.

—Por un momento, algo así pensé —afirmé, ocultando una sonrisa; hasta más tarde comenzaría a sentirme mal por intentar hacer bromas de cosas que se tomaba con tanta seriedad.

—Pues no. Sólo los escucho. Hay mucho rencor en los jóvenes de ahora, pero en parte los comprendo.

—Se habrá encontrado a muchos así en su trayectoria como docente.

—Son la clase de chicos que más evito encontrar.

—Entiendo.

Había sido una película de acción de lo más patosa e incoherente. De las que prefería cuando todavía era estudiante de bachillerato. Ahora simplemente me resultaban insoportables. Ni siquiera las palomitas de maíz ajustaron a distraerme y, al cabo de media hora, me quedé dormido. Una vez concluida la película el maestro me reprendió, mencionó algo sobre mi falta de concentración y mi poca paciencia, pero unos cuantos minutos después aceptó haberse quedado dormido también.

—Pero con ese estudiante no es así. No logro descifrar qué es. Algo tiene que me recuerda a algo o a alguien. Nada más.

—Eso espero.

—No quiero darle la razón a los curas.

—Los curas jamás han tenido la razón, maestro.

El maestro recordó de pronto un establecimiento que solía frecuentar durante sus años como estudiante universitario. Entusiasmados por la idea, nos dispusimos a averiguar si dicho establecimiento seguía en su lugar o, de no ser así, descubrir qué nuevo negocio había ahora. Estábamos tan poco familiarizados con los cambios que había sufrido la ciudad a través de los años que resultaba un tanto contradictorio considerarnos sus ciudadanos. Aunque mi excusa tenía más validez. Llevaba tiempo sin visitar la ciudad. El maestro, por su parte, mantuvo la distancia por otros motivos. Tal vez por recuerdos que no pedían ser recordados.

Acortamos camino yéndonos por la plaza. En otros tiempos, según dijo el maestro, la algarabía de los vendedores ahí era tanta, que apenas se podía caminar. Con el tiempo se fue poniendo orden.

—Pero la plaza perdió su identidad —me dijo—. Los vendedores eran su corazón, sus riñones, su hígado, sus intestinos...

—Capto la idea.

—Y cuando los pierdes a todos casi de un solo, la muerte resulta inevitable.

La plaza no estaba precisamente vacía, pero viéndola bien, a pesar de jamás haberla conocido en los tiempos de juventud del maestro, me pareció de lo más deprimente y aburrida. Estaba limpia, sí, e incluso, siendo optimista, podría vérsela con un aire un poco más favorable. Pero yo achinaba los ojos e intentaba imaginármela, e intentaba visualizar al joven maestro abriéndose paso entre la bulliciosa multitud, maldiciendo para sus adentros cuando alguien lo pisaba.

—¿Cuándo era joven usaba muchas malas palabras, maestro?

—Muy pocas.

—Ya veo.

El restaurante en el que el joven maestro solía comer ahora era una tienda de repuestos usados para autos. Y según lo que dijo el maestro, ya ni siquiera conservaba la fachada original. Era una tienda de repuestos bastante reprochable. Las paredes estaban manchadas de grasa y gas y dentro del establecimiento reinaba el desorden.

—¿Cuál es el repuesto más pequeño que uno puede comprar? —me preguntó.

—Jamás he tenido un auto.

—Ah —suspiró.

Nos sentamos en la acera justo enfrente de la tienda y vimos a la gente pasar. Por cada veinte personas que pasaban por esa calle, apenas una entraba en la tienda. Era una calle bastante desagradable y desgastada. Los edificios estaban viejos, nadie se había molestado en darles mantenimiento.

—Durante un terremoto seguro se vienen abajo.

—Cualquier cosa se puede derrumbar durante un terremoto —replicó el maestro.

Pensé que, buscando un poco dentro del desorden de piezas que era esa tienda, podría encontrar pequeños fragmentos, fragmentos esparcidos de la memoria del maestro. Me resultaba curioso este comportamiento tan impropio para su edad que a veces se permitía mostrarme. Esas veces me daba por decirle que no estaba tan viejo, que probablemente yo moriría primero, pero nunca lo hice. A las personas mayores nunca les apetece escuchar a las personas menores, aunque esa diferencia no sea tan marcada.

Las sombras se fueron alargando de a poco, nos levantamos casi al mismo tiempo. Yo tenía el trasero entumecido, y por cómo se levantó el maestro, sospeché que sufría una dolencia similar. Nos sacudimos el polvo y seguimos caminando.

Nos detuvimos en frente de un café. Un café que sólo servía café en todas sus variantes, no como un establecimiento de comida rápida que, según el maestro, servían cualquier cosa. El maestro pareció a gusto y nos acomodamos en un rincón. En el fondo sonaban unos boleros. Incluso sin poder seguir el ritmo, comencé a patear el suelo. Mi mano había comenzado a hacer casi lo mismo sobre la mesa, pero el maestro detuvo mi mano con la suya, la dejó sobre la mía casi un minuto y luego la alejó sin más.

Una jovencita de lo más amable se nos acercó con una enorme y blanca sonrisa y nos tomó la orden.

—¿A qué hora cerrarán? —preguntó el maestro.

—El letrero en la puerta dice que a las ocho de la noche —respondí.

—Imagino que los empleados se van más tarde.

—Una o dos horas más tarde.

—Parece una zona tranquila, pero nunca se sabe lo que puede pasar.

—¿No me diga que de pronto está preocupado por los empleados de este Café, maestro?

—El mundo es peligroso para las mujeres.

—Ah —suspiré—. Pero el mundo es peligroso para todos.

—Ya.

—No parece muy convencido.

—Violaron a una de las estudiantes del instituto en el que imparto clases.

—Eso es terrible.

—Ayudaba en la tienda de la familia, un pequeño negocio de comestibles. Hubo una emergencia familiar y la dejaron sola. Ella sola hizo el inventario, aseó y cerró el negocio. Cuando iba de camino a casa fue abordada por dos hombres.

La jovencita que nos había tomado la orden regresó ahora con nuestros cafés. El maestro le sonrió ampliamente. Supe en ese entonces que le dejaría una buena propina.

—La casa y el negocio apenas están a una distancia de cien metros —concluyó.

Una distancia de cien metros... casualmente, cerca del humilde complejo de apartamentos donde vivía, había una tienda de comestibles. Mientras veía fijamente el diseño gravado con crema sobre el café, me puse a calcular la distancia que había desde mi apartamento en el tercer piso, hasta la pequeña tienda. Recordaba el número de escalones. Y los recordaba porque el ascensor fallaba más veces de las que funcionaba, al grado que evitaba utilizarlo en la medida que me resultaba posible. Sesenta y dos escalones, más ocho pasos de la entrada principal a la acera, otros diez hasta el otro lado de la calle, y de ahí, aproximadamente unos diez minutos —a paso moderado— hasta la tienda, ¿cómo hacía la conversión minutos-pasos? No tenía tiempo para eso.

Soplé el café y el diseño con crema se deshizo. A pesar de haberlo estado viendo fijamente, no había alcanzado a distinguirlo. Levanté la vista y miré al maestro, quien a su vez veía su taza de café con desconcierto. Unos segundos después, colocó la taza justo en medio de la mesa. Aún no la había probado.

—Es un corazón —dijo sin más—. ¿Por qué me habrán puesto un corazón?

—Probablemente no saben hacer más diseños.

—¿Qué tienes tú?

—Tenía algo como una ramita de helecho, lo soplé antes de tiempo —sonreí y le di el primer sorbo a mi café—. Está delicioso.

El maestro vio el diseño de corazón en su café otro rato más. Luego tomó la taza, se la llevó a los labios y bebió su contenido de una sola vez. Por alguna razón no quedó muy satisfecho con ese diseño. Me pareció infantil pero simpático a la vez. ¿Qué clase de revelación le había supuesto esa forma tan común pero juvenil y femenina?

Como predije, el maestro dejó una buena propina. Se encargó de dársela a la jovencita en sus propias manos y agregó un: «por favor, vete con cuidado». La joven no supo cómo reaccionar. Me quedó viendo fijamente, como preguntándome si sucedía algo con el maestro, pero lo único que hice fue sonreírle y desearle lo mismo. Luego pensé que, si más tarde llegara a sucederle algo a esa jovencita, el maestro y yo seríamos los principales sospechosos.

La calidez del café pronto se fundió con la calidez de la noche. Las calles estaban prácticamente desiertas. Los autos se movilizaban con paciencia a pesar de lo holgado del tráfico. El maestro caminaba a mi lado. Nuestros hombros se rozaban de tanto en tanto.

—¿Y cómo está la estudiante? —pregunté.

—Por el momento no volverá a clases. No sólo la violaron.

—Ya veo.

Bajé la mirada y la fijé en el suelo empedrado. Esa zona de la ciudad en verdad era antigua.

—Las mujeres son criaturas verdaderamente fuertes —dije. No sabía qué más decir.

El maestro sonrió. Se detuvo un momento. Me quedó viendo fijamente y volvió a sonreír antes de retomar el paso.

—Así es.

Nuestros hombros seguían rozándose. El maestro tomó mi mano y así seguimos caminando hasta que la noche nos perdió.

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