15

La voz del maestro me sumió en un letargo, y yo siempre he sido alguien de prisas más bien pausadas, así que tal acontecimiento, en lugar de ponerme en pleito conmigo mismo, me ayudó a calmarme. Me acerqué al refrigerador y extraje una cerveza. Acerqué una silla al balcón y ante el día que se desdibujaba me dediqué a observar el cielo mientras el viento, que cargaba trozos de sal, me calaba el rostro.

La voz del maestro seguía haciendo eco en mi pecho, no conseguí silenciarla ni con cada trago de cerveza —cada uno más ávido que el anterior —; ni con el intermitente ronroneo de los autos a lo lejos. Me zumbaban los oídos. Un mosquito me había picado cerca del tobillo y me rasqué con insistencia a pesar de mi mente ausente. Me olvidé del maestro. Y no es de extrañar, entonces, que cuando uno olvida a alguien, los sueños se encarguen de devolverle la vida.

Vi mi antiguo salón de tercero, tan grande, tan bien conservado a pesar de ser un edificio lejano ahora a mis recuerdos. La voz del maestro, una tan diferente a la actual, transitaba, solitaria e independiente, por el pasillo aledaño. Las cortinas estaban abajo, apenas ondeando. Siseaban ligeramente, erraticamente, como los ojos del chico al que en ese momento besaba. Lo supe entonces. El sueño no se encargó de devolverme una realidad, sino de crear una que de haberla esperado durante el curso natural del tiempo jamás habría ocurrido. Yo jamás besé a nadie durante la secundaria, ni mucho menos en un salón de clases. Y aunque me habían roto el corazón, me interés nunca se inclinó a tomar ese rumbo.

La voz del maestro se fue acercando. Era tenue y fuerte a la vez, como un retumbar cálido, aunque casi funeral en su frialdad. El salón de clases ensombrecido ahora nos proporcionaba un tranquilo refugio a mi misterioso amante y a mí, así que no nos alarmamos. Las manos del joven estaban en mi cintura, delineándola, esperando la silenciosa señal para deshacerse de mi cinturón, o de algo más simple, de la cremallera que lo apartaba de lo que buscaba. Se abrió en mí, con dientes enormes que titiritaban pausadamente en busca del calor de dedos ajenos. Un suspiro su hundió en mi estómago. Fui devorado por la oscuridad.

La voz del maestro, ya casi a mi lado, me hizo abrir los ojos. Seguía oscuro y el joven estaba ahora de rodillas frente a mí. No había nadie ni nada a mi lado más que esa voz, certera, pausada y autoritaria que me recordaba un momento a mí mismo y que luego se perdía entre millones de caras tan variadas como las vocales y consonantes que pronunciaba con elaborada excitación.

Me arqueé de pronto, sujeté al muchacho por las orejas y dejé escapar un suspiro ahogado por la culpa; por esa culpa placentera que me adivinaba descubierto, honestamente expuesto y a gusto. La voz del maestro interrumpió mi momento. Decía algo que por más que lo intentara no era capaz de descifrar. Me alejé de todo. Desaparecí arrastrado por su voz, como condenado por un fantasma. Una línea fina e incandescente se desprendió de las cortinas, que comenzaron a ondear al ritmo del pausado rumor del oleaje. Los brazos del maestro me sujetaron, los brazos que eran su voz, que me alejaron de todo envuelto en una promesa que, parecía, jamás llegaría a cumplirse.

Abrí los ojos. La lata estaba vacía, tal como el día y su luz. Recordé el mensaje del maestro y me dirigí al lugar. Su escritorio estaba pulcro y ordenado; vacío. Una sola llave, pequeña y redonda, descansaba en el centro. La tomé, se sintió caliente al tacto a pesar de estar fría. Me quedé quieto un rato, tratando de descubrir la cerradura a juego. Revisé las gavetas del escritorio una a una, pero no encontré ninguna a la que le encajara la llave. Me volteé y paseé por la pequeña habitación. La calma se iba disolviendo, aprisionada por mis erráticos suspiros.

Yo creía conocer ese lugar. Podía distinguir los espacios en que el maestro solía descansar y en los cuales se sentía más a gusto. A pesar de ser sólo yo, no sentí la habitación vacía, no del todo, pero sí sentía como si un único punto en aquel pequeño espacio sí lo estaba, y era ese pequeño vacío el que me inquietaba. Seguí caminando y caminando por todo el lugar. No había manera de que yo supiera a dónde pertenecía, con todas las cerraduras ya revisadas, sino a pura observación, como si, por primera vez en mi vida, me enfrentara a un acertijo.

Me detuve y me senté un momento. Recordé el mensaje de voz del maestro y lo repetí varias veces esperando descifrar algún código que me proporcionase más pistas. Fue inútil. Lo recordaba con exactitud pero me parecía tan literal su contenido que no pude extraer nada de él. Traté de hacer memoria, inventarié, dentro de mi cabeza, todas las cosas que introdujimos al camión de la mudanza y, luego, en nuestro nuevo hogar. Eran tan pocas que no había manera de no recordarlas. La enumeré una a una. Ideé, rápidamente, un modelo de clasificación, descartando las fácilmente descartables, considerando las de carácter más ambiguo, y revisando las que me parecían más posibles. La primera lista quedó enorme, la segunda apenas dos o tres líneas y la tercera, contando todos los gaveteros que ya había revisado, quedó vacía. Yo no tendía a guardar mis cosas bajo llave. De hecho, aparte de la llave de la casa y las que me facilitaban en el supermercado cuando alguna tarea lo requería, no tenía ninguna más. Siempre fui una persona de poco cargar y casi nunca llevaba muchas cosas conmigo. Asimismo, nunca había sentido la necesidad de ocultar nada, no porque no existiera en mí el sentimiento de vergüenza, o la necesidad de esconder, por pequeño que fuera, una parte de mí del mundo. Tal vez nunca llegué a ser lo suficiente precavido, quizá nunca llegué a considerarlo necesario. Mientras pensaba en esto se me ocurrió la idea de que el maestro tampoco había planeado algo así; de querer ocultarme algo, lo habría ocultado y ya, sin juegos ni mensajes que ser descifrados, sin llaves sin candados y sin desapariciones. Tal vez la llave únicamente era una distracción.

Salí del pequeño despacho y ya en nuestra habitación tomé el teléfono celular e hice repetir el mensaje del maestro una y otra vez. Al final, el acertijo había sido de lo más simple, y mi pérdida de tiempo no había obedecido a ninguna otra cosa más que a mi ineptitud. Prestando atención e ignorando la voz del maestro por completo pude escuchar una cosa: el mar. El mar como hojas de papel rasgándose y siendo arrastradas por el viento.

Salí corriendo. Afuera estaba oscuro. Los vecinos caminaban ausentemente por las aceras en busca de sus casas, huyendo de ellas. La playa estaba a veinte minutos en auto y, con algo de suerte, algún joven fiestero me daría un aventón. Así fue. Recostado en la paila del auto veía el cielo estrellado que se movía sobre mí. La algarabía de los chicos dentro del vehículo me hizo saber que ya habían bebido, pero no fue algo que me preocupó. «Los chicos ya están acostumbrados a esto»,me consolé.

Mi primera borrachera fue como a los diecinueve años. No recuerdo qué día, ni qué tomé o con quién bebí. Recuerdo el día siguiente, las sábanas vomitadas y mi dolor de cabeza. Ya había bebido con anterioridad, por supuesto, pero no hasta esos límites. Mi cuerpo estaba caliente y me ardía la garganta. Tenía pegajoso el cabello (por los mismos vómitos) y no llevaba más que unos jeans, sin ropa interior. Esa fue la primera vez que tuve sexo con alguien, pero no suelo considerarla porque, al no recordar el hecho ni a mi pareja en cuestión, no guarda valor alguno para mí. Fue un suceso desafortunado que ni siquiera llegó a marcarme emocionalmente porque mi propia memoria me lo impidió. Por desgracia, no todas las veces se puede contar con esta misma suerte.

El auto se detuvo. Les di las gracias a los chicos y me despedí. La playa, esa playa en particular tan llena de piedras y escombros como para ser apreciada por esos mismo chicos, estaba a oscuras. La luna, en cuarto menguante, brillaba y ondulaba serenamente sobre las olas. Viendo fijamente el baile de la luna y el mar, temí lo peor. Mis ojos se quedaron idos en ese ondear hipnótico. Un pensamiento se movía de igual manera dentro de mi cabeza pero como no se detenía yo no llegaba a considerar racionalmente su magnitud ni su naturaleza. Es sólo miedo. Es la verdad. ¿Lo haría? ¿Y por qué no? Me quité los zapatos para dejar que la arena envolviera mis pies. Caminé hacia mi derecha. La luna me seguía.

Nunca habíamos visitado la playa de noche, no sabía por qué. Traté de recordar si siquiera lo habíamos considerado pero mi mente era el caos en ese momento. Aguas turbias en días de tormenta.

Aunque las playas de la zona no tendían a presentar un oleaje muy violento, los canales locales adoraban transmitir películas sobre surfistas, aunque apenas y había uno que otro en el lugar. En una ocasión, vi una con el maestro, nada en especial, de esas que dicen «basada en una historia real» cuando lo único que hacen es tomar el nombre de los lugares y personajes. Si no sabía mucho de tecnología, mucho menos de efectos visuales, pero mi impresión fue tal, que un pequeño miedo, uno que jamás había asociado con el mar, nació en mí. Nunca había presentado una temeridad absoluta ante el mar, nunca he sido salvaje, mi vida ha estado llena de moderación; pero a partir de esa película, éste se me presentó casi como una entidad divina. Cuando visitaba la playa, comenzaba a calcular la altura de las olas, el ritmo del oleaje, las secuencias, como tratando de racionalizar la vastedad que frente a mí se desplegaba. Fui capaz de establecer las cifras, e incluso de compararlas. Y no fue algo que me hiciera sentir mejor, simplemente me distraía. Hay cosas que, por más veces que se piensen, sin importar el tiempo que se haga, jamás llegarán a ser completamente racionales.

Me sentía muy racional en ese momento, eso sí. Primero, por haber adivinado el verdadero acertijo, y, segundo, por no haber sido devorado por el pánico. Seguí caminando por la arena a paso relajado, fijando mi atención en la textura, en el viento húmedo y en el olor a sal antes que en esos pensamientos que luchaban por carcomer mi piel.

No tenía noción del tiempo, y a parte del movimiento de la luna, no había otra manera de saberlo. Me volteé tratando de descifrar qué tanto había caminado, pero al no hacerlo, y al no saber que tanto camino había por delante, decidí regresar. Los chicos estarían bastante sumergidos en sus festejos y rápidamente descarté la posibilidad de un aventón. Caminé de regreso a casa, y los veinte minutos habituales en auto se convirtieron en casi cuatro horas de caminata ininterrumpida. No me pareció mal. Caminaba tan lento que ni me importaba. Tan lento que incluso mis pensamientos se vieron contagiados por esta lentitud, y aunque intuía que era hora de pensar lo peor, me limité a seguir caminando, a esa misma velocidad, esperando que el tiempo me diera una pausa para prepararme para lo peor.

Cuando llegué a casa lo primero que llamó mi atención fue el chirrido de aceite hirviendo proveniente de la cocina. Alguien freía algo, lo cual no sólo no era habitual, dado que no éramos muy fanáticos de la comida frita; sino también porque el maestro no era muy dado a cocinar. Regresé un par de pasos y revisé el llavín de la entrada y, luego, y poco a poco, y con minuciosa diligencia, me fijé en cada centímetro de la distancia entre la entrada y la pequeña cocina. No experimenté una sensación de peligro propiamente dicha, es sólo que siempre soy cauteloso con las personas que no conozco.

Terminé de hacer el recorrido ya sin prestar tanta atención. La pequeña mesa para dos personas estaba completamente en orden, vacía por la falta de espacio, con las sillas descansando debajo de ella. Cuando levanté la vista, noté una espalda que me resultó de lo más familiar.

—¿Hamburguesas? —pregunté.

—¡Quién diría que echaría tanto de menos los restaurantes de comida rápida! —suspiró él. El maestro.

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