12
Intentamos retomar nuestras viejas costumbres así que decidimos salir a comer, pero, para mi sorpresa, no visitamos un restaurante de comida rápida, sino uno normal; uno con menús en donde se ordena y luego se espera y esa espera se ameniza con una entrada y una conversación ligera, y ligera para que el apetito no se vea dañado. Pero el maestro y yo no hablamos de nada. Nos quedamos viendo, robándonos las yemas de los dedos cuando los otros no nos veían. Sus sonrisas eran joviales, casi infantiles, las sonrisas de un hombre que ya no tiene que cargar con el peso de nadie. ¿Y yo qué sabía del maestro en realidad? La carga podía seguir ahí, y sólo había aprendido a llevarla sin que se notara.
Comimos en silencio también, o al menos nuestros labios permanecían callados, el repiqueteo de los cuchillos y los tenedores, sin embargo, resultaba molesto. El mantel de la mesa tenía una mancha; la noté mientras veía el plato de comida y pensaba cuál era la manera adecuada de comer. La mancha se dibujaba en la frontera entre el mantel y el borde del plato. El mantel era color beige y la mancha roja resaltaba. No comprendía por qué no la había visto antes, pero cuando lo hice, me molestó. En un restaurante de ese tipo tenían que tener, por lo menos, manteles limpios. No sucedía así en los restaurantes de comida rápida, en primer lugar, porque sus mesas no tienen manteles; en segundo, porque cada comensal se encarga de la limpieza del lugar en el que comió; lo que es, a su vez, una ventaja y una desventaja. Pero si uno entra a un restaurante de comida rápida y el único sitio desocupado está sucio, uno puede, sin pena alguna, quejarse, y uno de los empleados se apresurará y limpiará el lugar. Yo no sabía si en un restaurante del tipo en el que me encontraba podía hacer una queja similar; si llegaría un camarero, retiraría los platos, quitaría el mantel y colocaría uno nuevo y completamente limpio. Quise preguntárselo al maestro, pero me contuve y, como pude, seguí comiendo. El plato quedó por la mitad por falta de apetito.
Luego fuimos por un café al lugar en el que el maestro había dejado una buena propina. Con sólo entrar, la chica nos evitó, fue de lo más obvio. Sorprendente que nos recordara, eso sí. El maestro y yo nos miramos y sonreímos. Un joven un tanto más rudo y taciturno nos atendió. Ordenamos exactamente lo mismo que la última vez y, contrario a lo que había sucedido en el restaurante y tal vez porque en este lugar nos sentíamos más cómodos, comenzamos a charlar.
El maestro conversaba de manera despreocupada. Jamás había hablado tanto, tan seguido, sin quedarse en silencio o esperando mi participación. Honestamente, sentí miedo. Alargué mi brazo para alcanzar su mano que descansaba sobre la mesa, cerca de la taza de café, y con este gesto hice que se callara un momento, pero después siguió hablando, aumentando con sus palabras mi temor.
—¿Alguna novedad? —pregunté ya estando fuera del Café.
—Ninguna.
El cielo estaba entre lila y rosa. Los grandes edificios ya habían devorado por completo los últimos destellos dorados del sol. El suelo estaba caliente. Había sido una tarde en verdad calurosa, ni siquiera alcancé a sentir la más ligera brisa.
—Deberíamos ir a una playa, o a un balneario.
El maestro no respondió, estaba ido en el cielo.
—O al menos, hacer una visita a un lugar más frío. No tiene que tener ninguna atracción turística en particular, sólo ser frío.
—Cuando consigamos empleo —fue lo único que atinó a responder el maestro.
Regresamos a casa. A su casa. A su cama y luego a su ducha. Una montaña de DVD yacía sobre el reproductor de DVD. El televisor estaba sintonizado en un canal de música de los 80'. Mientras yo ordenaba comida por teléfono y ponía algo de orden en la habitación, el maestro ordenaba a su vez su estudio. Cuando se encerraba en ese lugar, yo jamás le reprochaba nada e incluso dejé de acercarme.
La comida llegó y el maestro seguía encerrado. Lo llamé en innumerables ocasiones, al final, decidí comenzar la película y la cena sin él.
Era una película muda y en blanco y negro que disfruté más bien poco. Me quedé dormido en varias ocasiones, pero ni una de las tantas veces que desperté descubrí al maestro a mi lado. La siguiente película fue una comedia que no me hizo reír en absoluto. No hubo una tercera porque mi humor no me lo permitió. Me retiré a la cocina, a guardar las sobras de comida en el refrigerador. Tomé algo de agua y después de lavarme los dientes, me acosté a dormir. No supe si el maestro se había pasado toda la noche en su estudio, pero para cuando amaneció, ya lo tenía a mi lado. Se le notaba más cansado de lo habitual, así que a pesar de ser tan tarde, lo dejé dormir.
El timbre comenzó a sonar a lo lejos y salí corriendo a abrir la puerta porque no quería que el ruido lo despertara. El hombre de la otra vez, el que había venido a traer el material del maestro, estaba del otro lado. Llevabas lentes de sol y bajo su feo y ralo bigote (bigote que no llevaba antes) se delineaba una aún más fea sonrisa. Una sonrisa despreciable. No me dio los buenos días y yo tampoco lo hice. Extendió su brazo, me tendió un sobre y se alejó sin más. Más nunca lo volví a ver.
A pesar de la intensa curiosidad, no abrí el sobre, aunque lo quedé viendo gran rato, a contraluz, mientras el sol de la mañana se iba alejando. Mi estómago comenzó a rugir y di por concluida la pesquisa. Cuando me acerqué al refrigerador, la comida que había dejado la noche anterior ya no estaba, revisé el basurero y ahí encontré los empaques vacíos. Sonreí.
Ese día también salimos, pero no a almorzar, sino a cenar. Salimos hasta bien entrada la noche, cogimos algo rápido para cenar y luego nos dirigimos al bar en el que el maestro había coqueteado abiertamente con el barman. Precisamente él nos atendió. Le pregunté al maestro si alguna vez había conseguido algo con él. Mientras sonreía me contestó que no. Por cómo me miraba el joven no le creí, pero no me importó. El joven nos atendió con la educación de siempre a pesar de que yo sospechaba que no le agradaba demasiado.
Lo que no fue demasiado esa noche fue el alcohol. Dejamos el bar antes de las doce y tanto el maestro como yo nos sosteníamos en nuestros pies con seguridad, sin temer encontrarnos con el suelo abruptamente. Tal vez por ser sábado el ambiente en la calle a esas horas era mucho más animado, y me sentí decepcionado porque había salido de casa en busca de una noche melancólica al lado del maestro. No lo obtuve pero después de un rato de caminata ininterrumpida dejó de importarme.
La noche estaba calurosa, como siempre. Quizá en uno o dos meses refrescaría un poco más pero por el momento estábamos completamente atrapados en las corrientes cálidas que venían del sur y que se arremolinaban en torno a nuestra despreocupada ciudad. Mientras caminaba yo iba más enfocado en mis pasos y en los del maestro, intercalaba mi mirada cuando su pierna derecha se encontraba al frente y luego depositaba la vista en mi pierna izquierda que se había quedado atrás. Un ejercicio absurdo, extenuante y peligroso, considerando que me estaba perdiendo de todo ese espectáculo de luces, tonos de luces, que las ciudades siempre ofrecen recatadamente a esas horas de la noche, casi rozando la madrugada pero no lo demasiado cerca como para preocuparse. Y aparte, el silencio del maestro era casi bullicioso. Me abrumaba y yo tenía que distraerme con algo, lo que fuera.
Recordé de pronto la nota que le entregué y que el tipo del bigote ralo había ido a dejar con toda la descortesía del mundo. Se la tendí de la manera más casual y tratando de disimular la preocupación que seguramente distorsionaba mi rostro. Me retiré rápidamente, dejando al maestro y a su nota solo. Lo que pasó entre ambos es algo que desconocía y que hasta la fecha no he logrado descifrar; aunque sin duda, esa nota fue el detonante que desencadenó todas las acciones del maestro a partir de ahí. Su desinterés, sus ganas de quedarse encerrado, durmiendo, sin ver películas, sin leer siquiera una línea... Los libros se fueron apilando y apilando cuando yo dejé de ordenarlos. Pensé que el maestro había retomado ese sano hábito de la lectura que a veces tardíamente descubren las personas (hábito del que todavía yo no gozo, a pesar de todo), pero descubrí pronto que ese no era el caso. El maestro extraía los libros de las estanterías, pero ni siquiera los hojeaba, sólo los apilaba uno sobre otro ensobre su escritorio, escritorio que tiempo atrás estuvo lleno de ensayos y exámenes.
Al maestro le dolía el haber dejado la docencia, no sé si de ese instituto en particular o al descubrir que su idea de enseñanza difería enormemente con lo que se esperaba de él. Quizá el alumno por el cual había sufrido semejante humillación (humillación porque en estos casos nadie escucha, en estos casos todos creen tener la autoridad moral para señalar con sus dedos hipócritas y huesudos) había constituido una tremenda decepción para él. Tal vez no había conseguido ayudarlo. Tal vez su confianza, sus esperanzas, habían sido traicionadas. Cualquiera que fuese el caso, después de esa nota, el maestro se internó con mucha más fuerza dentro de sus pensamientos. Dejándome entrar únicamente cuando mi frustración era tan palpable que lo abrasaba por completo.
Retomando mi atención en el camino, noté que había dejado al maestro atrás. Me quedé quieto un instante, porque por alguna razón mi vista estaba borrosa, y me percaté de que él no se movía. Se había quedado quieto en medio del camino y con una expresión sombría que la noche atenuaba a la perfección. Todo el lado izquierdo de su cuerpo estaba ligeramente iluminado por las lámparas amarillas del alumbrado público, y las farolas de los autos que transitaban a su espalda de manera intermitente, casi imperceptible o inexistente para mis vista borrosa, distorsionaba su silueta de una manera que me hizo sentir temor. Aquel hombre que estaba de pie, en medio de la calle, con una expresión demasiado ajena para mí como para descifrarla, siquiera para leerla y manipularla, sentía dolor. Un dolor agudo difícilmente localizable. Un dolor que el viento transportaba lentamente y que me llegaba en pequeñas dosis que aumentaban mi frustración y mi sentimiento de inutilidad a tal grado que mi propio cuerpo era una masa pesada y hedionda por todos esos sentimientos humanos atrapados dentro de mí a los cuales yo siquiera podía identificar.
Restregué mis ojos de una manera casi infantil, como un niño recuperándose de una rabieta; me acerqué a él lo más rápido que pude, y me quedé a un solo paso de distancia.
—Pesa, ¿no te parece?
—Apenas puedo caminar —contesté. En cierta medida estaba aliviado, porque no noté lágrima en sus ojos, pero la carencia de éstas, con el paso del tiempo, representó un mal aún mayor.
—Tal vez sólo sea nuestra imaginación.
—Lo dudo.
—Quizá las cosas sólo pesan aquí —dijo, mirando en rededor.
—Tal vez así sea.
—Probablemente es hora de hacer otro viaje —continuó—. Tú propusiste un lugar frío, pero yo quiero mar.
—Mar será entonces.
—Con suerte naufragaremos y nos quedaremos ahí para siempre.
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