Capítulo 23
El jeep gris llevaba las ventanillas totalmente abiertas, permitiendo que el viento marino los despeinara a ambos. Roland traía puestas sus famosas gafas de ciclista y una gorra naranja; eso y su pelo revuelto le daban más que nunca la apariencia de un halcón engrifado. Era la primera vez que Lidia lo veía conducir. El hombre manejaba con actitud experta, inclinado hacia atrás en su asiento y con una sola mano en el timón. A la mujer se le ponían los nervios de punta cada vez que pasaban por un bache o una curva. Había estado varias veces a punto de gritarle a Roland que pusiera los ojos en el camino y dejara de tocarle los muslos. Por mucho que lo amara, Lidia no era de las personas que hacían locuras mientras iban en un coche en movimiento.
Llegaron a la playa cuando el Sol se estaba poniendo. No se veía nadie cerca de allí y lo único que interrumpía el paisaje natural era una pequeña casa que había a unos metros del mar, encima de tierra cubierta por césped. Lidia se quitó los zapatos, lanzándolos dentro del auto, y se deleitó con la sensación de la arena fina y fría debajo de sus pies desnudos. Agarró a Roland de la mano, entrelazando los dedos con los suyos. Él le sonrió y corrió con ella hasta la orilla. En su trayecto hacia allí, la muchacha tuvo que saltar un cangrejo enorme que la amenazó esgrimiendo sus pinzas. Ni siquiera recordó que les tenía miedo a esos animales.
Dejaron que el agua cálida les tocara las piernas. Él traía unos pantaloncillos cortos y en algún momento se había deshecho de las zapatillas. A Lidia se le había mojado el vestido pero no le importó. Se quedaron esperando a que la luz rojiza del atardecer se esfumara. Cuando el astro mayor por fin se ocultó en el horizonte, fue como si un hechizo se rompiera. Roland sujetó a su mujer por la cintura y la acercó a él.
–Te deseo tanto, che si paso un solo día más sin tenerte, me volveré loco –le dijo con voz ronca al oído.
A Lidia le encantaba cuando él le hablaba al oído. Era como si le acariciara la piel de todo el cuerpo tan solo con su voz. En cuanto a lo de volverse loco, a ella le ocurría igual. Habían pasado varias semanas sin tocarse (no en el sentido literal de la palabra), y luego, Roland insistió en hacerla sentir placer. Ella lo esquivó la mayor parte del tiempo, sabiendo que era desaconsejable que él se excitara porque la liberación podría resultarle bastante dolorosa; así que la chica estaba tan virgen como en el principio, pero mucho más desesperada, producto a los nuevos conocimientos y demandas de su cuerpo.
Roland la besó con desesperación y luego volvió a hablarle–. Vamos a la casa, per favore. –Le agarró las nalgas y la apretó contra su ya latente erección.
Lidia gimió y movió la cabeza afirmando. Al traspasar el umbral de la casa, Roland pareció serenarse un poco. La besó con ternura y trató de ser delicado en sus caricias. Mientras se dirigían a la habitación no se separaron ni un momento. Temblaban, jadeaban y gemían. Roland trazó la línea de la columna de Lidia y ella se estremeció. La mujer recorrió el pecho de él por encima del pulóver, y luego, cuando llegó al borde inferior de la prenda, tiró de ella hacia arriba para quitársela. Le acarició el pecho, enredando los dedos en la capa de vello enroscado. Posó varios besos encima de los pectorales subiendo hasta el cuello.
– ¿Estás seguro de que te sientes bien? –preguntó Lidia mientras pasaba la mano sobre la herida cerrada del disparo.
–Aunque estuviera muriendo te diría che estoy bien.
Ella lo miró fingiendo molestia.
–Te prometto que estoy bien. –La tomó del rostro.
–Prométeme que si en algún momento te duele, o te sientes incómodo, me dirás que pare.
Roland se rio y alzó una ceja–. ¿No debería decirte eso io a ti?
–Yo lo tengo bien claro, y no soy tan orgullosa como tú. –Lo besó.
Él la arrastró suavemente hasta que tocaron el borde de la cama. La miró a los ojos. Alzó los brazos y le rozó la clavícula con ambas manos, trasladando el toque lentamente hacia los hombros, donde estaban los tirantes del vestido. Los fue retirando milímetro a milímetro, disfrutando del momento; observando las reacciones de Lidia. Ya la había visto con ropa bastante corta cuando se conocieron, pero nunca había admirado su cuerpo como estaba a punto de hacer.
El vestido se deslizó hasta el suelo, dejándola en ropa interior frente a Roland. No podía decir que él era el primer hombre que la veía así; la estancia en la casa de Wolf le había arrebatado a la muchacha el privilegio de que fuera a la persona a la cual amaba a quien mostrara su cuerpo primero; aunque, escuchando el sonido del mar, Lidia se dio cuenta de que no entendía por qué era tan importante. Unos sujetadores y unas bragas no eran muy diferentes de los biquinis, y no conocía a ninguna mujer de su edad que le pareciera mal andar con traje de baño por la playa. Sabía que era un pensamiento tonto, pero era verdad.
–Eres preciosa. –Roland la besó en la parte superior de los senos, y mordió los pezones a través del sujetador.
Lidia no había imaginado que el calor de su interior –especialmente el de su vientre–, pudiera incrementarse más. Jadeó, y el sujetador desapareció sin que ella se diera cuenta. El hombre pasó la lengua por sus pechos, succionando a cada rato el botón. Lidia le acariciaba la espalda y a veces lo aruñaba, cuando se hacía difícil lidiar con las sensaciones que inundaban su cuerpo.
Roland llegó a la barriga de Lidia y siguió plantando besos por todas partes. Ella puso tensa cuando le rozó el borde de las bragas. Él devolvió la mirada de nuevo a sus ojos y le trazó líneas abstractas en las caderas para relajarla. Lo descontroló la expresión excitada en el rostro de su esposa. Bajó la prenda interior, dejándola caer. Estudió un momento su intimidad, y luego, se levantó para devorar su boca a la vez que le tocaba los muslos ascendiendo hacia arriba.
Lidia gimió por el contacto en sí, pero también por imaginarse lo que sucedería a continuación. Percibió al hombre tocando el principio de su feminidad, y luego lo notó viajando más atrás, hacia sus pliegues. Como un reflejo trató de apretarse más contra el toque. Separó su boca de la de Roland, y se abandonó al placer apoyando la cabeza en el hombro de este, con los ojos cerrados. El orgasmo la sacudió solo unos segundos después.
Fue empujada hacia el lecho, y se alegró de ello, porque no creía que sus piernas la sostuvieran un rato más. Él se le trepó encima, con las rodillas apoyadas en la cama. Roland aún llevaba puesto el pantalón. Sintió la necesidad de tocarlo. Nunca lo había tocado allí, directamente con la mano.
Él apretó los dientes cuando la mujer rodeó con los dedos el bulto que había en su pantalón. No pudo evitar moverse para buscar placer en la mano de Lidia. No. No debía seguir haciendo eso. Hacía mucho tiempo que no llevaba a cabo ese tipo de actividades y había perdido práctica. Si continuaba iba a correrse antes de entrar en Lidia, y no estaba muy seguro de poder volver a la acción después. Se detuvo y le agarró la muñeca, desviando su brazo hacia la cama. Ella lo miró. Parecía confundida. Pegó los labios con los suyos, demostrándole que la deseaba. Mientras, se quitó la última pieza de tela. No llevaba nada debajo. Su erección punzante quedó al descubierto.
Roland introdujo un dedo en la abertura de Lidia. Ya estaba empapada, pero aún así, quería hacer que tuviera otro orgasmo antes de unirse con ella. Agitó el dedo rápidamente dentro de su vagina. La mujer se retorció inclinando la cintura hacia arriba.
– ¡Ro…land! –gritó Lidia, y se aferró a los brazos del hombre, mientras su cuerpo se convulsionaba por segunda vez esa noche.
–Ya estas lista amore, cuando quieras yo… –dijo en un murmullo grave.
–Ahora, ahora por favor –habló jadeante con los ojos entrecerrados–. Fai l'amore con me*, Roland.
Él sonrió, hacía mucho tiempo que quería escuchar esas palabras ¡Y las decía en italiano! Lidia no sabía lo que eso le provocaba ¿O sí? Colocó el miembro en su entrada y empujó suavemente, solo metiendo la punta. Notó cómo la pequeña abertura se ensanchaba para dejarle paso. Sintió el camino apretado mientras se movía lentamente, avanzando y retrocediendo, enterrándose en ella cada vez más. Cuando estuvo completamente en su interior, se quedó inmóvil un momento para retomar la marcha con mayor velocidad.
Lidia lo sentía parte de ella. Apenas había percibido un pellizco en el instante en que él entró. Pensó que sería más doloroso gracias a los libros que había leído, y los comentarios que una vez le hizo su cuñada. Alzó las piernas y rodeó a Roland con ellas para apretarlo más contra sí misma. Los pechos de ambos se frotaban compartiendo el calor, aumentando la sensibilidad de Lidia en esa parte, cada vez que el vello enroscado de Roland le rozaba los senos.
La embargó una emoción extraña cuando supo que estaba alcanzando el límite. Era como si estuviera disfrutando de un paseo, y no quisiera terminarlo porque el camino era hermoso; pero lo que había final la atraía sin remedio, en ese momento vivía solo para llegar. Espasmos recorrieron todo su cuerpo, tensándole los músculos. Después se encontró en un limbo donde flotaba a la deriva. Únicamente existían Roland y ella.
El hombre culminó soltando un gruñido en cuanto Lidia se corrió. Solo había esperado a que la mujer terminara para dejarse llevar por la ola de placer contra la que estaba luchando. Se derrumbó un momento encima de ella y se quedó dormido. Lidia tuvo que darle la vuelta para tomar la posición de él y recostarse encima de su pecho. No tardó ni treinta segundos en dormirse ella también.
Abrió los ojos cuando el Sol le dio en la cara. Nunca había tenido un sueño tan profundo como aquel, del cual acababa de salir. Se sentía totalmente relajada, aunque advertía leves punzadas de dolor en ciertas zonas. Se dio la vuelta para buscar a Roland. El hombre estaba sonriéndole del otro lado de la cama, con la cabeza apoyada en un brazo. Lidia se dio cuenta de que había tristeza en sus ojos. Estiró una mano y le acarició la mejilla «Y pensar había conseguido esa cicatriz, en un duelo de esgrima medieval contra el hombre que mató a su padre» Acercándose más a él lo abrazó. Su esposo correspondió al abrazo y le pasó los dedos por el pelo.
– ¿Qué te sucede? –preguntó Lidia. Tenía la boca seca, así que se separó un momento para servirse un poco, de agua de la jarra que estaba en la mesita de noche. Ni siquiera se había fijado en la habitación el día anterior, por lo que incluso no sabía el color de las paredes. Descubrió que eran celestes, con diseños marinos. Tomó el líquido del vaso y volvió a recostarse en la cama, esta vez mirándo a los ojos de su compañero–. ¿Y bien? ¿Qué sucede?
–No sé de que hablas, no me sucede nada. –Trató de sonreír.
–Por favor Roland, dime la verdad ¿Es que no te gustó?
El hombre aspiró aire fuertemente por la boca – ¡¿Cómo vas a dire eso?! ¡Fue la mejor notte de la mia vita!
Para la mujer era difícil creer eso, pero de todos modos se permitió alegrarse– ¿Entonces?
Se le escuchó tragar–. Tengo miedo –confesó.
– ¿De qué tienes miedo?
–De perderte. –Apenas fue un susurro pero Lidia lo escuchó.
– ¿Por qué ibas a perderme? La última vez que revisé estaba bien de salud, y no pienso irme a ninguna parte sin ti. –Una luz se encendió en su cerebro–. Es por lo de tu mamá ¿No?
Él asintió con pesar, y algo de vergüenza en el rostro–. Ya sé que estoy vecchio para andarme preocupando por problemas de “el amor de papá y mamá”, pero, a pesar de que sospechaba que il mio padre no era il mio padre, pensé que había otra explicación. Saber de la infidelidad de mi madre fue un duro golpe, ellos parecían una pareja perfecta, igual que…
Lidia alzó las cejas – ¿Igual que nosotros? –Se sentó–. Roland, eres un buen hombre, sabes volver loca a una mujer en la cama, eres guapo, inteligente y rico. Yo soy quien debo tener miedo de perderte.
–Roland Sr también lo era.
Ella resopló algo molesta– ¿Me estás acusando de algo?
–No cara, no ¡Por Dio! Es que no sabes lo que significas para mí. –Alcanzó un mechón del cabello de ella.
Lidia ablandó la mirada–. Demuéstramelo… otra vez –le dijo pegándose a su oreja y luego mordiéndolo allí. Se colocó encima de él– Te amo, Roland, más que nada en el mundo, y siempre seré solo tuya.
–Yo también ti amo, Lidia, y si algún día te soy infiel, tienes mi permiso para poner la mia testa en una pica.
Los dos rieron y enredaron sus cuerpos. Enseguida dejaron de saber dónde comenzaba uno, y dónde terminaba el otro.
Nota:
Fai l'amore con me: Haz el amor conmigo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top