Capítulo 15

    Despertó. No porque el Sol estuviera a punto de darle en la cara, o porque las sábanas contenían un olor diferente al de su hogar; sino por la sensación inconfundible de que alguien la estaba observando. Abrió los ojos y giró el rostro lentamente. Casi da un grito cuando la vio. La mujer no era fea, ni se veía muy amenazante –al menos no parecía querer asesinarla en ese momento–, pero el modo en que la miraba era inquietante, como si evaluara la carne de un cerdo.
    Aparentaba unos cuarenta y cinco o cincuenta años. Tenía una pose erguida y llevaba el pelo en un moño gris apretado. Usaba un vestido largo del mismo color de su cabello, y sostenía un bastón –cuyo mango era la cabeza de un lobo–, como si sus dedos fueran las patas de una araña, y el bastón, su presa.
    –Eres bonita, tienes el rostro de esas antiguas actrices que ahora solo se pueden ver en las películas en blanco y negro –Le sacó las sábanas de encima–; y tienes un bonito cuerpo. Ponte de pie, por favor.
    La mujer hablaba el español muy bien, como si estuviera acostumbrada a utilizarlo seguido. El fuerte acento italiano le añadía más elegancia de la que ya tenía estando en silencio, y hacía que sus palabras tuvieran más poder. Era evidente que estaba acostumbrada a que sus órdenes se cumplieran. Lidia le hizo caso, sin saber por qué. La señora parecía un espectro venido del más allá y no tenía muchas ganas de hacerla enojar.
    –Sí, adoptas una postura aceptable al ponerte de pie. –Le cogió el rostro a la muchacha para abrirle la baca–. Bien, dientes sanos.
    –Hey ¿Quién es usted? –dijo Lidia retrocediendo.
    –Soy Rose Rossi, la tía de Roland ¿No te hablaron de mí?
    –Nop
    –Predecible, mi sobrino siempre se olvida de mencionar las cosas más importantes; y deberías haber dicho que sí fui mencionada.
    –Pero eso sería mentir.
    –Sería lo correcto. Ahora me enfadaré con Roland porque no te habló de mí.
    Lidia hizo una mueca al no hallarle el sentido.
    –Ya lo comprenderás, con la correcta instrucción serás todo una dama –Le dedicó una última mirada antes de girarse hacia la puerta–. Lástima que estés tan pálida. Pareces un fantasma, niña. Deberías coger Sol. Encontrarás todo lo que necesitas en el baño y los armarios. Todo lo que hay es tuyo. –Con esas últimas palabras se marchó.
    « ¿En qué siglo cree que estamos? Ojalá su locura no sea una característica familiar »
    Se quitó la ropa, poniendo primero que trabara la puerta para evitar más visitas inesperadas. Mientras se daba un baño se preguntó cómo había llegado hasta allí. Se sonrojó al concluir que Roland la había cargado… A menos que hubiera pedido a uno de sus guardias que lo hiciera «No, fue Roland. Quiero creer que fue Roland»
    Como había dicho la señora Rossi, en el baño había todo lo necesario para el aseo personal. Salió de allí sintiéndose fresca como una brizna de hierba en primavera (aunque el símil sonaba mejor en su mente) Abrió el guardarropa. Se había engañado pensando que sus pertenencias estarían allí cuando llegara. No, la ropa no era la suya y se sintió un poco incómoda al pensar que le habían comprado todo aquello; pero era reponerse a su incomodidad, o salir desnuda. Al menos habían acertado completamente con su estilo. La mayoría de los elementos superiores eran suéteres de cuello largo y chaquetas coloridas.
     Se puso un suéter negro, un pantalón color crema y salió de la habitación. Se encontró en un pasillo sombrío lleno de puertas. El empapelado de las paredes rojo oscuro con diseños hechos en líneas marrones. A cada lado había lámparas que desprendían una luz tenue. Recorrió el corredor deseando que Roland apareciera detrás de alguna de las puertas, pero al final del camino supo que no iba a ocurrir. Dobló en una esquina hacia la izquierda y casi choca con la corpulenta mujer que se acercaba trayendo una bandeja.
    –Aquí estás –dijo la mujer en inglés–. Iba a llevarte el desayuno, pero ya que saliste puedes desayunar en el comedor. –La mujer se giró en dirección contraria–. Mi nombre es Milah Cardini, soy el ama de llaves.
    – ¿Eres hermana de Carlos? –preguntó Lidia.
    – ¡No, Dio! Soy su esposa. –Le entregó la bandeja a la chica, que casi tuvo que doblar las rodillas para hacer equilibrio y no se le callera.
    –Ah.
    –Ven, esta es la cocina –gesticuló la mujer hacia la entrada de la misma–. La siguiente puerta es el comedor, pero también se puede llegar por aquí.
    La cocina era enorme. Por un momento pensó que se había trasladado al interior de un restaurante. Unos cuantos cocineros iban de un lado a otro metiendo ingredientes en las ollas y removiendo los alimentos. Había un horno gigantesco –de los que utilizan los panaderos para hornear el pan en grandes cantidades–, y una serie de electrodomésticos repartidos por todo el lugar. Lidia se dio cuenta de que todo era muy tradicional, y eso le gustó. Dos largas mesas tenían algunos tramos cubiertos de verduras, viandas y especias preparadas. También vio algunas zonas sucias por harina y glaseado. Al parecer iban a preparar una gran cena.
    Llegó al comedor, puso la bandeja sobre la mesa y quitó le campana que tenía encima. Sus tripas rugieron en respuesta a lo que estaba viendo. Aspiró el aire disfrutando del olor. Se sentó con algo de vergüenza y miró hacia Milah. La mujer había desaparecido «Qué grosera».
    Estaba bien quedarse sola, de hecho, no le gustaba mucho comer delante de desconocidos. Ni siquiera solía ir a restaurantes. Si quería algo especial, lo pedía para llevar y comía en casa. Tenía delante un zumo de naranja, bollos cubiertos con azúcar –que para su alegría estaban rellenos de crema–, y tostadas con mermelada de fresa. Comió reparando en que su estómago estaba más vacío de lo que esperaba ¿Qué hora era? No se le había ocurrido averiguarlo. En el comedor había una ventana, y aunque estaba cubierta por una cortina de un tono naranja, la claridad que se adivinaba detrás de ella le dijo que su temor de haber dormido el día entero era infundado –enseguida se regañó por pensar una cosa tan absurda, no le iban a servir desayuno si eso hubiera ocurrido–, aunque ya debían ser más de las diez de la mañana.
    Unas grandes manos se posaron en sus hombros, lo que la hizo dar un brinco ¿De dónde había salido? Roland la apretó contra el espaldar de la silla para que no se moviera y le besó el cuello. Lidia se giró hacia él con las mejillas rojas y sin saber que decir. El hombre sonrió.
    –Tienes crema ahí. –Roland apuntó a los labios de ella.
    Cuando la muchacha se disponía a limpiarse con una servilleta él le sujetó la mano.
    –No, yo lo hago. –Se acercó a su rostro chupó el labio inferior de la muchacha, pasando luego su lengua por el mismo lugar.
    Lidia se aferraba fuertemente al asiento mientras Roland la besaba. El hombre puso una mano en su mejilla y ella inclinó la cabeza hacia arriba para que el beso fuera más profundo. Gimió.
    Roland hasta el momento no la había tocado de un modo atrevido (al menos con sus manos, porque ya había rozado contra ella sus erecciones más de una vez) Ahora parecía que estaba a punto de cambiar su manera de actuar. Dejó de besarla y simplemente enterró la cara contra su cuello. Lidia pensaba que estaba recibiendo un abrazo y lo devolvió, lo que no sabía era que Roland tenía otro plan. El hombre comenzó a tararear una canción desconocida para ella, y pegó la boca en la zona bajo su oreja, compartiendo las vibraciones de sus labios. Luego colocó un dedo índice en la parte externa del brazo de la mujer. Movió el dedo lentamente por encima de la ropa hasta llegar junto al ceno, pero sin llegar a tocarlo. Se deslizó hacia abajo, trazando un camino a través de las costillas, haciéndola estremecer.
    –Si en algún momento ti senti incómoda con alcuni de mis azioni, solo tienes que decirme y yo pararé. Non sentirti presionada. Ricorda che tu ahora eses mi jefa y sei aquí para pasar unas “vacaciones en Italia” –susurró él y Lidia se rio.
    Roland siguió explorando con su dedo. Ahora estaba recorriendo la barriga, siempre por encima de la tela, aún así, ella comenzó a temblar. El hombre se separó con una sonrisa de suficiencia en el rostro. Ella abrió los ojos que hasta el momento mantenía cerrados y se dio cuenta del significado que tenía la mirada del hombre.
    –No seas tan arrogante –dijo la mujer.
    –Los dioses griegos siamo molto arrogante.
    Lidia se quedó con la boca abierta ¡Había escuchado lo que dijo su madre!
    – ¡Idiota! –Fingió molestia y le dio una suave patada en el muslo.
    Roland retrocedió, dirigiéndose a la puerta sin dejar de mirar de mirarla–. Termina de desayunar, amore, tienes un largo día por delante–. Desapareció por el corredor.
    –«Sí, claro, para ti es muy fácil decirlo, no tienes el estómago paralizado por el calentón» –Se cubrió el rostro con las manos. Definitivamente, Roland la estaba cambiando.
       

   
   
   
   
   
    

    

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