Capítulo 57.


Espejismos.



De pie en el pasillo, Remus observa la puerta que tiene en frente casi sin parpadear. Las luces tienen una hora con un problema de corto circuito ya qué prenden y apagan, de forma terrorífica. Lleva en el mismo sitio dos días, sin levantarse nada más qué para ir al baño. Detestaba los hospitales muggles por el hecho de que no lo dejaban entrar desde hacía dos días a verla, y porque no podía tenerla protegida como deseaba. En su mente durante las horas de ocio y vigilancia, el castaño sólo puede hacer una cosa; recriminarse. Se recrimina por aquel maldito día en el que tuvo miedo; el día que la conoció; el día que la besó, y el día en que dejó que entrará a su vida desordenada, para desordenarla más todavía.

Se restriega los ojos. Le arden; están hinchados, y rojos. Algunas lágrimas brotan de vez en cuando por las pupilas azules. No puede evitar desahogar su rabia en cada una de ellas. ¿Cómo pudo haber sido tan estúpido? Pero también, nadie lo sabía. Él sólo había asistido al funeral de su último y único amigo. Lo recuerda como un pasaje algo lejano. Ahora sólo tiene pensamiento para una sola persona; la que está detrás de la puerta, debatiéndose por su vida.

El reloj cercano da las diez de la noche. El hospital está solitario, es domingo. No pasa ningún alma por el desolado pasillo donde Remus se ha instalado de manera indefinida. Siempre alerta. Siempre alerta. Se dice, pero no puede de vez en cuando evitar que sus ojos se cierren de forma pesada. Los abre de inmediato, y una punzada de dolor inunda su pecho; la oscuridad sólo lo hace recordar aquella horrible escena.

Había vuelto del funeral de Sirius. No había llorado; debía ser fuerte por Harry Potter, quien en verdad era el que se había quedado sin una parte de él. Bebió café. Y también platicó con algunos miembros de la orden. Ante la baja de dos grandes combatientes, habría que redoblar las medidas de seguridad; en Grimmauld Place, la madriguera. Y en Hogwarts. Remus, al hablar de aquello jamás imaginó que su propia casa debía entrar en el margen de seguridad. ¿Quién podría buscarlo a él, un licántropo, sí no era más que para molestarlo?

Esa noche, la tormenta se hizo esperar; los árboles se movían y el viento gemía con suplicante agonía. Remus sintió como su piel se erizó al atravesar el umbral de su casa; la oscuridad pesada y casi palpable lo envolvió como un manto. Sintió que se asfixiaba. Y también sintió el peligro correr por sus venas.

—Lumus —murmuró, cauteloso. Elevó la varita; sus ojos examinaban cada rincón hasta donde alcanzaba la luz; solo podía escuchar su propia respiración llenar sus oídos.

Tanto silencio era inquietante.

Preparándose para todo, Remus subió las escaleras hacia el segundo piso. Las ramas de los árboles proyectaban tenebrosas sombras en el piso y en la pared. El castaño mantenía la varita firme en sus manos, alerta. Revisó cada habitación con suma precaución, sabiendo de antemano que no encontraría nada importante ahí.

Con el corazón a punto de salírsele de la boca, emprendió sus pasos hacia su propia habitación. Escuchó sus pisadas. Escuchó su alma gritándole que no entrara. Pero lo hizo. Al principio, no encontró nada extraño en la oscuridad, violada de vez en cuando por la luz de algún rayo. Un alivio poco usual invadió su cuerpo, pero no su mente. La maldita sabía que esa noche nada estaba normal.

Y lo supo al bordear la cama.

Sus nervios y piel se erizaron. Bajo la luz de la varita, todo se tornaba más real y a la vez, macabro.

Lo primero que vio fueron los ojos verdes de su vecino; el señor Quirke. En ellos se dibujaba de trasfondo la frágil sonrisa de la muerte. Lo miraba, como sí estuviera burlándose del castaño. Un escalofrío erizó los vellos de su nuca. No soportando ésta visión, desvió la mirada a un lado.

Junto a él, había una cabellera castaña dispersada por todo el suelo. La dueña tenía el rostro que tanto incurría en los sueños más descabellados del licántropo. El castaño dio un paso en su dirección, y sintió algo pegajoso pegarse a su zapato; era sangre, que manaba del cuerpo de su prometida lentamente.

Fue como sí alguno de los rayos de afuera, hubieran caído sobre Remus; completamente horrorizado, soltó la varita y sin importarle, se arrodilló junto a ella. La tomó y abrazó contra su regazo, y la sacudió con suavidad.

—Charlotte, Charlotte...Despierta —El silencio se escurrió en la escena, no se oyó nada más que los latidos de un corazón que esperaba los latidos de su compañero—. Despierta, por favor...

La sangre llenó el traje de Remus, el cual desesperado, elevó la mirada, intentando encontrar la solución. ¿Qué hechizo usaba, usaba díctamo, que hacía? ¿Qué nargles hacía? Sus ojos bajaron a su vientre, quien era el causante de aquella hemorragia. Entonces, cayó en cuenta de que no solo estaba en peligro la vida de ella.

—Evan...Ev...an —susurraron de pronto sus labios. Entonces, Remus sintió la esperanza iluminar el cuarto sumido en la más profunda desesperación.

Tragándose las lágrimas, la tomó en brazos, y con la sangre aún emanando de su cuerpo, salió de la habitación. Debía ser fuerte. Debía pensar rápido y evitar que, nuevamente por su culpa sucediera algo trágico. Se le hacía más pequeña, y más mucho más frágil en aquel estado. Todo había sido su culpa. Lo sabía. Sí no la hubiera rechazado, él habría dado incluso su vida por mantenerla a salvo de aquellos malditos que ahora habían provocado su muerte.

Remus salió de la casa con la persona que más adoraba en brazos. Y su mente se extravió por completo. Los vecinos que sobrevivieron a la masacre de los brutales mortifagos, recordarían al ver por la ventana, como su vecino de toda la vida, llevaba en brazos a su novia. La sangre lo manchaba, tal y como sí fuera el criminal y ella su víctima. Los doctores le mirarían con desconfianza al dejarla. Pero Remus jamás reaccionaría a éstas miradas, sólo tenía algo en que pensar; en que todo saliera bien. Para ambos.

El siguiente día y la siguiente noche, el castaño ofreció su vida por la de ambos. En plegarias, en pensamientos. Cualquiera que viera a aquel hombre ensangrentado, y con la ropa hecha jirones, habría sentido lástima. Habría actuado para ayudar al pobre hombre, al cual parecía írsele la vida entre las manos.

Pero no quería ayuda. Él se lo merecía; ella no. Sí tan sólo hubiera sido menos estúpido... Menos egoísta...

— ¡Mi bebé! —Remus está seguro que el grito resuena en todo el hospital. Alza la cabeza, y al ver la puerta, ve como una figura escuálida y pálida sale de ella. Es la primera vez que la mira desde aquella fatídica noche. Y lo primero que nota es su mirada; tiene mucho dolor.

—Charlotte, ¿Qué haces? Aún estás débil, vuelve, vuelve a la cama...—El castaño se acerca a la chica, quien veía a todos lados, desorientada. Ella lo mira, y hace una mueca, negando con la cabeza.

— ¡Quiero ver a mi hijo! ¡Denme a mi hijo! —Un sonido sale de su garganta; es un llanto, y es el más desgarrador que el castaño ha escuchado en toda su vida. Se muerde la lengua hasta que nota el sabor salado y agridulce de la sangre inundar su boca. Le duele ver a Charlotte así; en una bata de hospital, con su bello rostro contraído del dolor más insoportable. Hay todo un torbellino de oscuridad tras sus pupilas. Y él, ¿él que había hecho para impedirle todo ese dolor?

—Él está bien —dice, con voz tranquila. En realidad, no lo sabe. Nadie le ha querido decir nada—. Le diré a la enfermera que te lo lleve en unos minutos. Regresa a la cama, por favor.

Remus la toma con suavidad de la cintura. Charlotte llora con tanta amargura, que el castaño recuerda su propio dolor cuando nadie podía hacer nada por él. La chica castaña no cede. Se mantiene de pie, vociferando el nombre de "Evan" A todo lo que sus pulmones dan. El doctor muggle no tarda en llegar, acompañado de algunas enfermeras, ante el escándalo que causa la voz dolorosa de aquella chica.

—Por favor, señorita Studdert, recuéstese...—Insiste el médico.

—Mi hijo, doctor. ¡Quiero a mi hijo! —El castaño la contiene, abrazándola contra su pecho. Ella se deja, como una niña pequeña. La consciencia le pesa más a Remus. Un ángel había sufrido el desplome más terrible. Y él podría considerarse el principal autor de aquella tragedia.

El doctor, con cierto nerviosismo, ve a las dos enfermeras con insistencia.

—Ayuden a la señorita Studdert —ordena con firmeza, y fija su mirada en Remus—. Señor, necesito que me preste algunos instantes de su tiempo.

— ¡No! ¡No me quiten a Remus! ¡No de nuevo! —Chilla, ocultando su cabeza en el pecho del castaño. Sus gritos resuenan en lo más hondo de su alma. Remus, durante un instante, opta por ignorar al doctor. Su vida misma lo necesitaba, pero al parecer el médico nota esta renuencia y añade:

—Es una situación importante, señor —El sudor recorre las mejillas regordetas del médico. Hay miedo en su rostro.

Remus se gira a Charlotte y le sonríe. La sonrisa más sincera que pudo formar su cara en ese momento.

—Sólo serán unos instantes —le asegura, dejando un beso en su mejilla; las lágrimas saladas y amargas penetran en su boca—. Nunca, nunca me volveré a separar de ti.

La castaña lo mira con desconfianza. Su mentón forma un puchero.

—No mientas.

El doctor y las enfermeras los ven. Casi puede notar un atisbo de horror en los rostros de cada uno. Claro, un hombre tan viejo para una chica tan joven. Incluso él habría hecho lo mismo.

Vuelve su mirada a la de Charlotte; ya no hay lágrimas que corren, sólo lágrimas contenidas.

—Te lo juro, Charlie —murmura en su oído, para que nadie profane esas palabras tan sagradas para él.

La chica asiente. Las enfermeras se acercan y ella con docilidad se deja llevar. Remus le sonríe. Ella sólo se mantiene asintiendo, con gotas húmedas corriendo por su mejilla. Hay más tranquilidad en sus ojos. La enfermera cierra la puerta, y él sólo espera poder mantenerla así de tranquila.

"Es tan joven. Ella no merece sufrir tanto". Piensa, aun viendo la puerta de madera.

— ¿Qué es usted de la joven? —pregunta el médico, sacándolo de su ensañamiento.

—Es mi...Prometida.

— ¿No es usted muy viejo? —Inquiere, dubitativo.

—Eso le dije yo —se encoge de hombros—. Jamás me quiso hacer caso.

—Entonces, el niño que llevaba en el vientre, es su hijo.

Remus asiente, algo apenado. El doctor lo mira con fijeza; el temor incrementa en sus ojos.

— ¿Qué le pasó a mi hijo? —Interroga el castaño, que no está para misterios.

—Pues bien...El niño sobrevivió, lo que es bastante increíble —su voz denota incredulidad, y a la vez, fascinación—. Lo teníamos en observación, ya que al ser sietemesino, no estaba del todo bien formado, y, además, necesitaba apoyo para respirar y comer.

— ¿Cuándo podremos llevárnoslo?

El doctor suspira con tanta fuerza, y hay tanto nervio en el ambiente, que Remus se prepara para lo peor.

—Señor...Me temo que... Alguien...Alguien lo ha sustraído de la incubadora —El doctor lo mira a los ojos, a pesar de que aquellas palabras le saben amargas. Remus siente su mundo dar un giro—. Pensamos que una enfermera lo habría sacado para limpiarlo, pero...Dos figuras vestidas de negro se lo llevaron. No sabemos quiénes son.

La pared más cercana parecía echársele encima al castaño. La voz del facultativo parecía el eco de un sueño, una pesadilla horrible.

— ¿Dónde está mi hijo? —Pregunta Remus. Su voz suena más alterada de lo que desea.

—No lo sabemos —dice.

— ¿Me está queriendo decir que dos sujetos se metieron a la incubadora en sus narices y se lo llevaron así de pronto? —El galeno asiente. Las mejillas de Remus se tiñen de rojo—. ¡Maldita sea! —Grita, despeinándose el cabello. El doctor no retrocede, lo mira. Mira al pobre sujeto que lleva dos días enteros sin dormir o ducharse, sólo por cuidarla a ella. Y siente haberle fallado al haber descuidado a su hijo—. ¿Hace cuánto se lo llevaron? —Remus observa el piso, fastidiado.

—Hace una hora —Eso explicaba el apagón de las luces. Malditos mortifagos. Maldito Zack. Maldito Dolohov. Malditos todos.

—Bien. —Remus alza la mirada, decidido a mantener la calma—. ¿Puedo ver a mi prometida?

—Claro —Es lo menos que el galeno puede hacer debido a su estupidez.

—De acuerdo —Remus da media vuelta, y se mete en la habitación dejando al médico preocupado por lo que viniera después.

Al entrar, huele a sangre. Remus traga saliva al ver como la enfermera mete una intravenosa en el brazo de su prometida. Quiere sentir ese dolor en vez de ella. Más, Charlotte sólo lo ve a él. Y Remus le sonríe. Tenía que alentarla a como fuera.

— ¿Qué paso con nuestro lobito? —Pregunta; su voz suena adormilada. Las enfermeras al parecer la han sedado.

—Está bien. Es un milagro. Ha sobrevivido —responde, sentándose junto a ella. Charlotte lo mira con fijeza, parece estar en otro mundo.

—Tú ropa tiene sangre —susurra, y suena como una niña pequeña.

—Lo sé —suspira Remus—. Lo siento. No he ido a casa para nada.

— ¿Por qué?

—Tengo que cuidarlos. A ambos —Remus aprieta la mandíbula, colocando su mano encima de la de ella. Casi toca la intravenosa—. Lo siento muchísimo, Charlie. Lo siento. Esto no estaría pasando sí no fuera porque fui un idiota... —muerde su labio. Charlotte suspira.

—No te preocupes, Remus. Todos cometemos errores...—su voz suena algo más apagada. Al alzar la mirada, Remus nota como sus ojos se han cerrado un poco—. Y ya me prometiste que estarías junto a mí. Y no fue mentira. ¿Verdad?

Remus siente una lágrima salir de su ojo derecho. Rápidamente la limpia, observando el rostro de su bella y única mujer en su vida. Su memoria quiere rememorar la primera vez que la vio. Y no puede. No puede más que sonreírle al espejismo que hay frente a él de ella.

—No lo fue —asegura. Charlotte sonríe con levedad—. Estaré junto a ti. De ahora en adelante. Hasta el final de mis días.

—Hasta que la muerte nos separe —susurra Charlotte con los ojos cerrados. Un instante después su cabeza cae con suavidad en su regazo. Remus sabe que ha caído dormida.

—Hasta el final —Asiente Remus colocándose en pie. Pasa una mano por el rostro de su niña amada, y deja un beso en la mejilla.

No podía entretenerse; tenía una misión por delante.

Encontrar a su hijo.





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