Capítulo 56.
Maybe if i fall asleep, I won't breathe right
Te vigilo noche y día, no importa a donde vayas o lo que hagas...
Mi respiración estaba agitada. De pronto King's Cross se llenó de más personas, y todas ellas parecían tener la misma cara, el mismo cuerpo; las mismas intenciones de asesinarme.
Estaré ahí, viéndote, sin que te enteres. Ten mucho cuidado con lo que dices, o lo que haces...
Salí corriendo, a pesar de que mi estómago de siete meses avanzados casi me lo impedían. Debía tener cuidado con mi pequeño, pero la paranoia me invadía. Juraba por todas las brujas de Salem, que alguien me seguía. Alguien, alguien como él...Ellos.
...O te mataré.
Di un respingo, y sin querer choqué contra un señor de edad mediana. Éste me miró, como la loca que debía parecer en esos momentos. Murmuré una excusa tonta, y continué caminando en dirección de las calles londinenses. Afuera el sol estaba oculto. Daba igual sí era mañana o noche, siempre estaba atestado de muggles. Esa vez, no sabía si agradecerles o gritarles que me dejaran caminar rápido. Pensé en la primera, pensé lo más positivo que pude.
Un dolor en el bajo vientre me obligó a detenerme. Mi pequeño era demasiado inquieto, pero ésta patada había sido demasiado fuerte. Sí es que era una patada. Me sostuve de una pared, e inhalé profundo, sin dejar de ver a todos lados. Todos llevaban ropas del mismo color; ocre, negras, y algunos eran más veraniegos. Mi mente estaba por entrar en estado de shock y sólo podía pensar en un lugar para refugiarme; mi apartamento.
—Resiste un poco más, pequeño —dije en voz baja, llevándome una mano al vientre. Aún no le ponía nombre, pero me debatía entre dos.
El de su padre, o... No lo sabía.
Caminé por la acera. Intenté hacerlo un poco más lento para no molestar a mi bebé. Mis ojos paseaban nerviosos, e inspeccionaban a cualquier persona que pasara junto a mí. El sudor corría por mi nuca y bajaba hasta mi espalda. Toda la culpa la había tenido ese, ese maldito número del profeta.
Por un instante, ante mis ojos se dibujó claramente el titular de la mañana:
Fuga de mortifagos en Azkaban.
No habría significado nada, sí el nombre...Sí sus nombres no hubieran figurado en la lista.
Las lágrimas estuvieron a punto de hacer aparición. Apreté la mandíbula y negué con la cabeza de forma furtiva. En cambio, algo de paz removió mi interior; frente a mí estaba ya el edificio donde vivía. Sonreí, y entré en él, sintiéndome protegida por una vez en aquel día.
Subí los escalones rápido. Ignoré durante ese día todas las recomendaciones que el medimago me había hecho, y me resguardé en mi apartamento. Mi espalda se recargó en la puerta. El olor a chocolate inundó mis fosas nasales, y me sentí triste por un momento; concebí la imagen de Remus en mi mente, y en la fascinación que tenía por el dulce.
"Tonta, tonta" Me dije a mi misma, abriendo los ojos y suspirando. Mi pequeño apartamento estaba tal y cual como lo dejé por la mañana, antes de ir a mí consulta a San Mungo. De forma inconsciente, tenía mi vientre entre mis brazos. Cómo sí así fuera a protegerlo de lo que fuera.
—Llegamos, bebé —anuncié, caminando más adentro, y lanzando las llaves sobre el sofá roto que había conseguido en un basurero, y el cual pude reutilizar muy bien—. Soy yo, ¿o alguien quiere comer arroz con cátsup? —murmuré, sintiendo el antojo repentino de degustar el rarísimo platillo.
Imaginé una vocecita débil decir "Sí". Suspiré, y aun algo intranquila, me dirigí a la cocineta. Abrí el lavamanos para limpiar la suciedad de mis manos. Quité mi anillo de compromiso y lo coloqué en la encimera. La punzada de dolor acostumbrada al verlo me llenó. Pero por alguna extraña razón, seguía con la estúpida idea en mi mente.
"Me dejó al saber que estaba embarazada, estando prometidos. ¿Qué no hará sí nos hubiéramos casado?"
Mil veces lo había tirado al cesto, y recuperado después. Era la única prueba sólida del amor de Remus para conmigo. Era la prueba de que alguna vez me quiso, amó...Lo que fuera.
Se lo devolvería. No podía desprenderme del todo de él, y era porque tenía dueño; un tonto, llamado Remus John Lupin.
—Quizá cuando nazcas —prometí, viendo mi vientre. Una sonrisa triste hizo aparición en mis labios, es decir, ¿cómo no estarlo? Después de todas las promesas, y palabras, y...
Viré mi vista hacia la barra. Saltó a simple vista que algo andaba mal. Fruncí el ceño, pestañeando a varias veces, y antes de que lo supiera. Ese algo, relucía blanquecinamente.
Mi pulso se disparó al descubrir un papel. Era pequeño, quizá una nota. Pero, ¿De quién? Tragué saliva, y con mi diestra temblorosa, opté por agarrarlo. Tenía que hacerlo, y saber de una vez por todas, quien había entrado a mi departamento. Lo desdoblé, con un dolor en la garganta.
«Yo sé que me extrañaste, pequeña puta. Y para que no vuelvas a sufrir en nuestra ausencia, vendré a por ti, y te dejaré fría, junto a tu mocoso»
Solté un grito, y la solté cayendo en el piso. No había firma. Sólo la marca tenebrosa en tinta; la serpiente se retorcía, de forma macabra, como sí en cualquier momento fuera a salir del papel y cumplir la amenaza del mortifago.
Comencé a revolverme el cabello, ¿Cómo demonios sabían dónde vivía? ¡Era un apartamento nuevo! Lloraba de forma involuntaria otra vez; los nervios estaban a punto de saltárseme, y hacerme colapsar. Pero no podía dejarme avasallar. Era una mujer nueva, independiente, que había logrado huir de la oscuridad. Había construido un pequeño hogar, claro algo disuelto pero era lo máximo que alguna vez pude soñar.
Giré la cabeza en dirección a la ventana. Entre lágrimas que me hacían ver borroso, pude notar como el día comenzaba a declinar. No había tiempo que perder, debía movilizarme e irme.
Tomé nuevamente mi bolsa, y todos mis ahorros. El cuerpo entero me temblaba, y mi vientre se había puesto duro. Incluso mi bebé sabía que había problemas. Negué con la cabeza, intentando mostrarme más positiva. Todo era cuestión de irme, y se habría acabado.
Pero, ¿a dónde iría?
Salí del apartamento. Mis pasos se encaminaron nuevamente a la estación de King's cross. Los ruidos de los autos, distraían mi mente tensa de lo que pudiera ocurrir en un futuro. Pero nada debía ocurrir. Toda mi pesadilla había terminado hacía años, muchos años atrás. Los fantasmas habían sido ahuyentados por algo.
Por alguien.
Una vez en la estación pedí un boleto para aquel condado. ¿Por qué ir ahí, cuando podría haber ido a Grimmauld Place? Quizás mi subconsciente sabía quién era mi verdadero héroe. El hombre que había acabado por completo con todas y cada una de las cosas que me volvían loca de dolor cuando era una estúpida. Esperaba con fervor, aún pudiera verlo. Y abrazarlo, y decirle que sí, que quería volver. Pero no ahora. Quizás después, cuando todas mis heridas estuvieran sanadas. Sí, sí, era un excelente plan.
Subí al tren, y un montacargas me tendió la mano. No quise ver su rostro, podría haber delirado que era quién sabe quién. En vez de ello, sonreí, y cabizbaja caminé hasta un compartimiento. Entré al primero que vi libre. Lo cerré, y me dediqué a mirar por la ventana. Había familias, parejas y personas solitarias. Remus y yo pertenecíamos muy probable a las últimas.
—Todo estará bien —murmuré a mi hijo sin nombre por el momento—. Siempre lo está. Tú padre es un gran hombre, y junto a él se está muy bien. En verano es como una brisa, y en invierno como el calor más deseable —palmee con suavidad donde mi piel estaba tensa—. Te agradará. Además tú también le agradas. Verás cómo serán los más felices, y yo los veré ser felices —murmuraba, casi de forma incoherente. Había adquirido la manía de hablar con mi bebé. Sabía que me oía, y sabía que él sentía. Esperaba no hubiera sufrido al oír a Remus hablar.
El tren se puso en marcha instantes después. Iba casi vacío, y el silencio era palpable. Pasé mi lengua por mis labios. Mi estación estaba a treinta minutos. Quizá en una hora oscureciera por completo, así que llegaría con bastante luz a casa. Mi verdadera casa.
—Estrellita donde estás, me pregunto quién serás —comencé a cantar, mientras acariciaba mi estómago—. En el cielo o en el mar, un diamante de verdad...
Segura estaba que mi voz era la única que se oía en todo el tren. No me importaba, sólo quería mantenerme calmada a mí, porque sí lo lograba, también tendría calmado a mi hijo. Qué era lo único que me importaba.
¿Qué más daba yo? Él merecía vivir. Y daría mí último aliento tal y cual como lo hizo alguna vez Lily Potter por Harry. Jamás entendía el amor de un padre hacía su hijo. Ahora que lo hacía, sabía que no habría nada que no pudiera hacer con tal de verlo bien. Vivo. Sano. Haciendo magia, y explotando calderos. Restando o sumando puntos a su casa. Sólo quería que fuera feliz.
Y sabía que Remus quería lo mismo. Debía. No podía mostrarse indiferente. Me sentía mal ahora que volvía sólo porque las cosas se habían puesto realmente difíciles. ¿Dónde estaba la mujer independiente? Aferré mi varita a mí, contra mi pecho. Sabía usarla, pero aceptándolo, era mala. Y eran dos malditos bastardos los que andaban tras mis huesos. No permitiría que mi hijo muriera por mi orgullo. Yo quizás, pero no él, no mi bebé.
El tren estacionó por fin. Fui la única en bajar. El montacargas me ayudó de nuevo. Hacía un poco de frío veraniego, por lo que me abracé a mí misma. La estación estaba casi vacía. Solté una maldición, y a la vez agradecí porque nuestra casa estuviera a menos de diez minutos de caminata.
Miraba a todos lados. El chirrido de un cartelón colgante me estremeció; la mitad de los establecimientos ya habían cerrado. Aquí el pueblo era casi fantasma. Nadie permanecía fuera de su casa a menos de que hiciera un calor excesivo. No obstante, había nubes de tormenta paseándose amenazadoras en el cielo. Sabía que llovería. Y también sabía que era bastante común en los días de Julio, por lo qué apreté un poco el paso.
—Ouh. Cuidado, lobito —dije a mi vientre, ya que un dolor en el bajo vientre me abordó de nuevo—. Mamá no es tan fuerte como crees.
Me agarré de un poste, e inhalé varias veces. En otro caso, aquella caminata apenas habría sido un aperitivo, pero estaba embarazada y por alguna razón me cansaba más pronto. Volví a observar con cautela cada casa, cada jardín. Todo estaba tranquilo, e incluso el aire había cesado por completo. El olor a lluvia inundó mis fosas nasales. Sentí mi estómago vacío y revuelto.
—Un poco más —me animé.
Reanudé mi marcha, sosteniendo mi vientre. El dolor había cesado un poco, por lo que agradecía a mi hijo ser tan consciente para conmigo. Me recordé regalarle una tablilla de chocolate por aquello en el futuro.
Por fin llegué al viejo vecindario donde, antaño, habían vivido, Hope, Lyall y Remus Lupin. Mis vecinos tenían las luces apagadas por completo. Eso era extraño ya que Marie Jones siempre, siempre tenía la luz encendida de su habitación, para que su hijo cuando despertara, no tuviera pesadillas. Luz era sinónimo de bienestar. Y su técnica funcionaba.
Tampoco estaba encendido el estéreo de la pareja Quirke. El señor Quirke, un hombre jubilado joven por discapacidad, siempre tenía puesto el Abbey Road, o Black Album. Ahora...Ahora todo estaba en extraño silencio.
Al llegar casi a la casa de Remus, pude ver que tenía la luz de su recamara encendida. Sonreí, aliviada. Por lo menos estaba el hombre que yo necesitaba ver. Olvidándome del dolor y del cansancio, acabé de quitar las distancias que me separaba de la casa Lupin, y entré en ella, como sí fuera en realidad bienvenida. Quizás sorprendería a Remus entrando así como así, y él no podría echarme afuera, o decirme que no.
Encendí la luz; la casa estaba un tanto desordenada. Parecía que nadie limpiaba ahí hace mucho. Hice una mueca, y arrugué la nariz al captar un olor extraño. ¿Suciedad, tal vez? Negué con la cabeza, sintiendo como mis nervios se alejaban. Ahora sí estaba a salvo. Mi primer impulso fue ir a la cocina, prepararle un chocolate, y después subírselo para que se alegrara de verme, o por lo menos, sintiera algo. No sé, algo.
Pero recordé que estaba amenazada de muerte, así que apure el paso a las escaleras que daban al segundo piso. Un rayo iluminó la casa, y poco después, un trueno hizo temblar incluso mis propias manos. Lo ignoré y subí con pesadez, sin desviarme hacia el cuarto de Remus J. Lupin.
¿Qué le diría? No lo sabía. Así que empujé la puerta descolorida, y lo primero que vi, fue su figura; estaba sentado sobre la cama, dando la espalda a la puerta. Parecía que veía muy atento a la ventana. A lo mejor se había vuelto un aficionado a observar las tormentas, hecho que me parecía bastante solitario.
Di un paso. Él pareció no haberme oído.
—Lo siento, Remus. Sé que no hemos estado bien —Seguí hablando, y él continuó contemplando la ventana—. Pero, podemos lograrlo. Somos fuertes, tú has pasado por mucho, ¡Yo he pasado por mucho! —Caminé hacia él, y Remus siguió absorto en su ventana. ¡Joder! —. Tú hijo te necesita. Yo te necesito. Sería muy egoísta sí por mi culpa, te fueras. O mejor dicho, ya no nos quisieras —me estrujé las manos. Estaba a un paso de él—. Perdóname. Te perdono. Yo, he sido muy inmadura, o no lo sé...Me dolieron bastante tus desprecios.
Coloqué una mano en su hombro. La retiré al instante, como sí me hubiera dado una descarga eléctrica. Aquel hombro estaba tieso, duro y frío, muy frío. El cuerpo cayó inerte, y ahogué un grito de horror..
Me llevé ambas manos a la boca, cubriéndola con fuerza; vestido como Remus, estaba el señor Quirke. Sus ojos abiertos veían aterrorizados sin ver, de su boca manaba un hilo de sangre.
Comencé a llorar, viendo la figura crispada de mi vecino. Mi cerebro comenzó a emborronarme la visión, y fui dando traspiés hacia atrás tal y como una loca. Todo estaba mal. Muy mal. ¿Dónde estaba Remus? ¿Qué estaba ocurriendo?
— ¿Tan pronto te vas...Querida? —De una esquina de la habitación, la figura de Antonin Dolohov apareció. Mi corazón casi explotó de nervios y angustia. Me quedé estática sin saber que hacer o a donde correr. Ahí estaba, con su pelo sucio y sonrisa falsa. Su varita se movía de forma grácil en sus dedos.
—Remus...—murmuré con apenas fuerza.
—El licántropo no vendrá —una voz detrás de mí, me obligó a girarme con rapidez. Zack apareció, abriendo la puerta. Su cabello rubio estaba enmarañado, y su rostro más sombrío—. Deberías darme las gracias.
Sintiendo que en cualquier momento me volvería loca, saqué la varita de mi manga. Mis manos temblaban violentamente, y el dolor en mi vientre aumentó de forma considerable.
— ¡¿Dónde está?! —Mi voz se desgarró, y me sentí valiente un instante—. ¡¿Qué le hicieron, malditos?!
Mi varita salió volando de entre mis dedos. Antonin había lanzado el hechizo y ni siquiera me había dado cuenta.
— ¿Quieres saber que le hicimos? —Su sonrisa se había ido por completo, y caminaba hacia mí. Me sentía pequeña. Indefensa. Estúpida—. Te diré que le hicimos —su voz era dura, y sonaba como el filo de una cuchilla a punto de ser enterrada—. Lo aturdimos. Y después lo amordazamos. ¿Creías que ese patético se merecía una muerte rápida? No, no —chasqueó la lengua, abriendo los ojos en demasía. Zack me tomó del cuello, con su antebrazo y sentí asfixiarme—. Lo cortamos en pedacitos. Pero primero le dimos de beber el dolor puro...Después en medio del dolor, le causamos más dolor. Le cortamos sus patéticos miembros —para entonces, el aliento de Antonin quemaba mi cara, y por alguna razón yo no podía parar de llorar—. Murió chillando como un cerdo.
—Y una mierda, no te creo nada, Dolohov —Chillé sintiendo el dolor de mi vientre incrementarse casi a ser insoportable. No, bebé. Sé bueno. Ayuda a mamá.
Los ojos de Antonin se encajaban en mi alma, como dos pequeñas llamas ardientes de la más viva locura.
—Tenemos sus partes debajo del colchón —no pude evitar no ver en dirección de la cama; había sangre brotando del colchón. Apreté los dientes, sintiendo mi pecho al borde del colapso y mi cerebro adolorido. El dolor en el vientre era insoportable y mis piernas me doblaban.
— ¡No te creo nada! —Grité. Él me tomó de la barbilla y la acarició con suavidad.
—No es necesario, tengo un presente para ti —Una maleta deportiva apareció en sus manos. Se veía llena, se veía llena...—. Aquí tienes la cabeza de tú amado, como recuerdo de éste día tan especial.
La maleta tenía algo redondo. Parecía una cabeza. No podía ser una cabeza, no merlín, ¡NO!
—Tómala —ordenó el mortifago.
En vez de hacerlo, giré mi cabeza lejos, intenté removerme en los brazos de Zack pero me tenía fuertemente sujetada. Mi cabeza rayaba en la demencia. Mi vida daba violentas vueltas, sentía que moriría en cualquier momento. No quería, no la iba a tomar. No mi Remus. Remus, lobito, aparece. Ven. ¡No es cierto!
El dolor en el vientre fue como una patada, o un corte con motosierra. Hice una mueca, apreté los ojos y solté un gritito. Al tiempo, Antonin Dolohov soltó una carcajada, y Zack con él.
— ¡IDIOTAS! —grité con todas las fuerzas de mi alma, y el dolor físico que me empujaba a desahogarme de algún modo. Siguieron riéndose, y yo al abrir los ojos, sentí un mareo invadirme; había sangre en el piso. Y no era de la maleta. Era mía.
Estaba sangrando.
—Oh, vaya. Parece que alguien se ha adelantado —Exclamó Dolohov, risueño—. Vayamos por un medimago, Zack. Hay que salvarle el monstruito a Lottie.
Zack me soltó, pero apenas lo hizo caí de rodillas. No duré mucho ahí, ya que me tumbaron sobre la cama. El tormento continuó; me retorcí en la cama, sintiendo mi vista nublarse. Mis ojos estaban poniéndose en blanco; sentí como sí mi cuerpo estuviera partiéndose en dos. Era en verdad un calvario terrible. Gemía despacio, tenía que hacer algo.
No mi niño. Mi bebé. Tiene que vivir. Vivir.
—Hay que irnos, pronto —dijo alguien. No supe quién. Yo ya estaba más cerca del cielo que del infierno.
Pisadas rápidas. Se alejaban. Yo también. El techo que fuera gris, ahora era blanco. Todo era blanco a mi alrededor. El dolor sigue presente, pero es soportable cada vez más. Era como sí estuviera en un lugar donde se podía sentir y a la vez, no.
Pasó algo de tiempo, y sentí que mi cuerpo se elevaba. ¿Estaría yendo al cielo? Sí era así, mi hijo estaría yendo también. No quería dejarlo solo. Había prometido cuidarlo hasta el final de mis días. Ya no había más dolor, sólo el deseo de estar con mi bebé. Protegerlo allá a donde íbamos. Remus nos estaba esperando seguramente.
Debía estar esperándonos.
—Evan... —así se iba a llamar. No de ninguna otra forma—. Evan, estás a salvo.
Así era, porque estaba conmigo.
Y muy pronto, estaría con ambos.
Un hueco de oscuridad se abrió. No tuve miedo.
Y me dejé llevar por él.
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