Capítulo 2
Debo admitir que siempre pensé que esa escuela de música era algo rara. Nunca antes había tomado clases de canto —más allá de las particulares que mamá solía darme cuando era pequeño—, pero recuerdo todas sus anécdotas acerca de ese tipo de escuelas y la verdad, ninguna coincidió jamás con esa a la que nosotros asistimos. Imagino que la mecánica fue diferente porque nuestra escuela pretende generar nuevos talentos que, lejos de considerar la música como un simple hobbie, vean en ella una potencial profesión.
En el fondo de mi corazón yo sé que asistir a esa escuela me ayudó a decidirme y seguir los pasos de mi madre; aunque también es importante que sepas que tú igual tuviste mucho que ver en eso. Sé que tú y yo acordamos escribir este cuaderno para dejarnos en claro lo que pasó entre los dos, ser sinceros con lo que pensamos y sentimos, pero no podré ser completamente sincero si no te confieso esto: tú no hiciste que yo despertara, había cosas que yo arrastraba desde antes de ti.
El día que nos conocimos pensé que había sido halagador tu comentario sobre mi voz, y de corazón lo agradecí, sin embargo cuando llegué por primera vez al salón de clases del segundo piso y te vi sentado frente al piano, me paralicé. Nunca te lo dije en nuestras charlas posteriores, pero ese día soñé contigo.
Estábamos de pie uno frente al otro en medio de una habitación oscura y vacía, rodeados por un manto de estrellas azules que titilaban. El ambiente se veía decorado por una canción dulce y trágica, como para una puesta en escena de Romeo y Julieta, misma que parecía acercarse segundo a segundo a nosotros. Nos envolvió con sus notas, abrazando el espacio que nuestros cuerpos dejaron libre. El latido acelerado de mi corazón se mezclaba con la música, y al mismo tiempo, mis labios se movían como si estuviese cantando, pero sin emitir ningún sonido. Diste un paso hacia el frente previo a extender tu mano hacia mí, pronunciaste mi nombre.
—Hola, Stephen. —Oír tu voz me trajo de golpe a la realidad.
Di un vistazo rápido a la habitación solo para descubrir que estábamos solos y mis tímpanos vibraban al sonido de las teclas que apretabas en el piano. Dulce y trágica melodía. Regresé la vista hacia ti antes de morderme los labios. Dejaste de tocar para ponerte de pie y avanzar hacia mí. La sonrisa en tu rostro que poco a poco se transformó en un gesto de desconcierto me hizo retroceder y bajar la cabeza. Una angustiosa sensación de miedo comenzó a invadirme.
—Stephen ¿estás bien?
—Sí —te respondí más por inercia que por sinceridad. No podía sucederme otra vez. No podía—. E-es que, me tomas por sorpresa. No sabía que serías mi compañero de clase.
—Oh, no, no, no —dijiste con una breve risa—. No soy tu compañero, soy el maestro. Y debo decir que me alegra que llegaras puntual. Eres el único, como podrás darte cuenta. La mayoría de las personas consideran que, al ser una clase extracurricular, la puntualidad no importa. Así te das cuenta de quién lo toma en serio, eso nos ayuda a seleccionar a los becarios.
—Entiendo... yo busco una beca —susurré todavía en shock. No estaba interesado aún en la beca, solo se me salió el comentario.
Sé que añadiste algo más, aunque la verdad no te escuché. De todos los clichés existentes el nuestro tenía que ser del que peor hablé en toda mi vida. Ahora sé cómo es cuando alguien se traga sus palabras... a las mías les habría venido bien algo de azúcar.
Tú sabes que en ese momento era un ferviente enemigo de las historias de romance, y de esa temática en especial, en la que un adulto no tiene la madurez suficiente como para entender que salir con una menor de edad está mal. Ahora entiendo que las cosas no son blancas o negras y lo difícil que una situación así puede ser.
La llegada de los primeros dos compañeros de clase fueron la excusa perfecta para alejarme un poco de ti. Uno de ellos, un chico de cabello castaño lacio y muy delgado de piel clara, entró saludando de forma amable, se paró frente al piano y dejó su mochila negra sobre el piso antes de cruzarse de brazos. Vestía un pantalón descolorido de mezclilla y una camiseta de My Chemical Romance.
La otra recién llegada era una chica de cabello cobrizo y rizado bastante largo, no era del todo esbelta, pero tenía una cintura bien definida que la hacía lucir un cuerpo lindo. Llevaba puesto un vestido liso hasta las rodillas, de color vino y un cinturón ancho a juego. La chica venía acompañada por un muchacho alto de cabello negro ondulado, profundos ojos verdes y tez clara. Los vi besarse antes de que él se marchara y ella entrara a la habitación para ubicarse también frente al piano. Cuando su mirada se cruzó con la mía, me sonrió.
—Bienvenidos —dijiste de pronto, lo que me hizo dar un sobresalto—. Todavía faltan varios, mientras llegan por favor dejen sus bolsas y mochilas al fondo y acérquense, iré midiendo el registro vocal de cada uno para empezar a trabajar con eso.
Lo que sucedió después no está muy claro para mí, seguía distraído. Recuerdo que, mientras la clase avanzaba más y más compañeros llegaron. Terminamos siendo nueve personas. Tuvimos una breve iniciación al solfeo, luego mediste con el piano nuestro registro y, uno a uno, nos pediste que interpretáramos un tema, así podrías evaluar mejor las fortalezas y debilidades de todos de forma personal y aconsejarnos con base en eso. Nos retaste a todos a sentirnos seguros, a no tener miedo de interpretar.
La expresión en tu rostro durante varias canciones, en especial de la chica del vestido color vino y hermosa voz —de nombre Doris, supe más tarde ese día—, me hizo sentir motivado. Una diminuta pero molesta esfera de emoción tomó forma en mi estómago. Quería hacerlo igual que ella, hacer vibrar al resto. Cuando llegó mi turno, me concentré lo mejor que pude y di todo de mí.
Hacia el final de mi canción abrí los ojos y te miré. El palpitar doloroso de mi corazón era estimulado por los acordes que brotaban del piano, por la letra desgarradora que —por un momento— vi susurrar a tus labios. No estaba pensando en hacer que sintieras lo que interpretaba, solo estaba pensando en lo mucho que yo sufriría si la canción me representara. Fijaste la vista en mí y yo te sostuve la mirada mientras mi voz iba en aumento.
Sin una palabra espero tu amor.
Sin una palabra me mata tu amor.
Que tonto fui al mirar al cielo y llorar mientras tú ni cuenta te das.
Por inercia comencé a avanzar hacia el frente, puse mis manos sobre el piano y recargué un poco mi peso en él. Tú dijiste que no querías inseguridades durante la interpretación, que mostráramos de qué estábamos hechos y eso hice: demostrar quién soy. Tus ojos sobre los míos, tus dedos bailando con mi voz, y tu corazón latiendo al mismo ritmo que el mío.
Sin una palabra te vuelvo a mirar.
Sin una palabra sé que es el final.
Creo que mi corazón no puede soportar este dolor que le causé al dejarte entrar.
Para terminar empecé a controlar los matices de mi voz hasta hacer que se fundiera con la melodía del piano; disminuí el volumen y la intensidad, se convirtió en un susurro, cual viento frío que abraza en invierno. Segundos después del final quitaste las manos de las teclas y seguiste observándome en silencio.
Nunca he entendido por qué en el momento en que la música se detiene, algo en mi interior se rompe; es como si la conexión que logro hacer con ella se desvaneciera, polvo en el viento, y empiezo a sentirme inseguro y abrumado de que estén observándome. Ese día no fue la excepción. Tu mirada me puso nervioso. Entonces sonreíste. Yo hice lo mismo poco después.
—Tienes una gran voz pero también varios problemas para controlar tu respiración —soltaste sin más—. Y cuida tus entradas en los coros, están muy flojas, incluso dan la impresión de que vas a desentonarte en cualquier momento. Eso genera una sensación poco agradable al oído.
Ladeé un poco la cabeza al no esperar eso. Igual tenías razón, pero si no me ibas a pedir permiso mínimo debiste ponerle vaselina, weón conchetumadre. Se me sale del alma lo chileno aunque yo no soy chileno. Es que esto estaba muy serio y leo demasiadas historias de Alpaka, po.
—A pesar de eso me gusta mucho tu color de voz —continuaste ensanchando tu sonrisa. Le puse pausa a mi ira para escuchar—. También la forma que tienes de matizar hasta el grado de hacer tu canto una caricia y después empujar las notas desde el diafragma para darle impacto a la canción. Me impresiona tu talento, Stephen.
—Gracias, Chris... maestro —me corregí de inmediato.
—Está bien —murmuraste—, puedes llamarme: Chris.
Mis mejillas se acaloraron al darme cuenta de la familiaridad con que estábamos hablando. Me aterré de lo que podrían decir los demás. Una voz tras de mí hizo un comentario que no logré entender, mas tú expresión de desagrado generó un aire de inseguridad en mí. Luego volviste a mirarme, sonreíste con ese gesto amable de antes y tu rostro pareció iluminarse. Hubo un momento de silencio que no percibí hasta que me di cuenta de que solo permanecimos mirándonos, como en mi sueño. Sentí la cara arder de vergüenza y desvié la mirada. Ese fue un nuevo golpe del miedo que sentí antes.
—Practiquen lo que les dije, por favor —comentaste en voz alta arrancando la vista de mí para posarla en el resto de alumnos al mismo tiempo que cerrabas la portezuela del piano—. Pasado mañana elegirán individualmente una canción y trabajaremos en ella los siguientes días para que la interpreten ante todo el grupo la próxima semana, así que practiquen. Nos vemos el miércoles.
El grupo comenzó a salir del aula y yo me quedé ahí de pie, con la vista perdida y ese maldito sueño repitiéndose en mi cabeza.
—¿Necesitas transporte? —me preguntaste.
—Sí, gracias —respondí luego de varios segundos en silencio. Si no evadía el miedo se volvería tan fuerte que podría ser real.
Es curioso como a veces tememos a los monstruos equivocados, a los más insignificantes. En ese momento yo solo vi al demonio más pequeño justo al frente; pero el que estuvo a punto de matarnos, se escondió atrás de mí.
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