Capítulo 19
El lunes fue el día más irrelevante que habíamos tenido en todas esas semanas. Me callé la nueva situación y sonreí, como si la amenaza de Juan del viernes jamás hubiera ocurrido. Nadie podía enterarse de que había empezado a dormir con miedo en mi propia casa, porque él podía entrar a mi habitación cuando quisiera. También te dije que cambiaría la canción de la apertura y no necesitaba que ensayáramos más, después de todo Joaquín no valía el esfuerzo. Lo creíste.
Llegué a la escuela de música el miércoles —primero de mayo— sin deseos de estar ahí. Aún no había podido ver a papá y Juan no volvió en toda la noche, dejándome en el limbo de no saber qué era peor, estar a solas con Juan, o estar a solas. Yo siempre he creído que soy bueno para esconder mis emociones porque muchas veces me he sentido horrible y aun así sonrío, canto y convivo. O al menos es lo que intento, no me gusta contagiar a las personas con mis problemas, pero ese día descubrí que hay personas que pueden leerme.
Al bajar del autobús inhalé profundamente y suspiré de la misma manera. De nuevo quería dejar todo lo malo atrás, entrar con la positividad y energía de siempre. Quería mostrar una vida más alegre que la real. Fingirlo se estaba convirtiendo en mi única escapatoria, por eso anhelaba que me vieran con una gran sonrisa todo el tiempo.
Apenas di un paso hacia las escaleras de la entrada, convencido de mostrarme positivo, una voz muy familiar pronunció mi nombre: se trataba de Hans. Cuando me di la vuelta para mirarlo noté que trotaba en mi dirección cargando en los brazos un pequeño paquete de color azul metálico. Me pareció tan bonito que no pude evitar que capturara mi atención. Me sonrojé cuando Hans tuvo que repetir por segunda vez su saludo porque yo estaba viendo la cajita, sin prestarle atención a él.
—¿Te gusta? —me preguntó con una sonrisa amable luego de que por fin respondiera su saludo. Sentí mucha vergüenza de que fuera tan obvio, pero como no tenía sentido negarlo, asentí en silencio—. Me alegra, porque es para ti —dijo.
Levanté la vista y lo observé, incrédulo. Miré de nuevo la caja antes de regresarle la mirada, sin saber cómo debía reaccionar. ¿Por qué él venía a darme un obsequio? De acuerdo, Hans y yo compartimos el camino a la escuela esa vez cuando nos conocimos en el autobús, y sí, habíamos charlado varias veces después, la mayoría cuando estuviste de viaje, mas nunca lo consideré como algo más que un conocido. No entendía por qué era tan cortés conmigo, hasta que, tal vez por mi largo silencio, decidió clarearme la situación.
—Desde hace rato he notado que las cosas se han puesto difíciles para ti —susurró con pena—. Un día Doris y yo oímos ciertos rumores sobre tu maestro y tú, después faltaste a varias clases seguidas y la siguiente vez que te vimos... —se interrumpió antes de bajar la mirada.
Imagino que no supo cómo hablar sobre los evidentes moretones en mi cara, e incluso sobre mi forma lenta de caminar el lunes, durante tu ausencia. Después de todo, había detalles que no podía fingir... Me mordí los labios tan fuerte que casi los hice sangrar. Mi filosofía de verme alegre y buena onda se estaba yendo al carajo; tenía muchas ganas de soltarme a llorar en ese instante. Hans me sonrió con ternura y me colocó una mano en el hombro antes de seguir hablando.
—No sé si están relacionadas unas cosas con otras, y de corazón te pido perdón por meterme en lo que no me incumbe, pero me conmueves. Si te sientes solo y necesitas un amigo, yo quiero serlo.
Desde ese día y hasta ahora me pregunto si acaso este hombre es un ángel disfrazado de mortal. ¿Tan dura estará la crisis en el cielo que los ángeles tienen que quitarse las alas y venir a la tierra a trabajar? Aunque eso no me parece raro, la mayoría de los mortales ya tenemos ganado el infierno desde que vemos a una persona caerse y nos reímos.
Fue mi turno de bajar la cabeza un instante. Sonreí con un nudo en la garganta. Aún no sé cómo logró casi hacerme llorar de dos maneras tan distintas entre sí. Alcé la mirada y la fijé en él, su cabello negro resplandecía con el sol haciendo que el color verde de sus ojos resaltara de forma maravillosa. Me sonrojé y desvié mi atención al darme cuenta de que lo estaba observando demasiado. No lo escribo aquí con el afán de molestarte, sino porque el hecho de percibir eso en alguien más, cuando antes no lo había hecho, significó un cambio importante.
—Gracias —pronuncié al fin con una sonrisa—. Y me encantó la envoltura. El azul es mi color favorito.
—Sí, lo sé —respondió con una leve risa. Yo me desconcerté.
—¿Cómo?
—Bueno... más que saberlo a ciencia cierta era una suposición. Es que la mayoría de las playeras que utilizas son o tienen azul. ¿Por qué sería así si no fuera tu color favorito?
—No es cierto —dije con una sonrisa. Me sentía halagado y confundido al mismo tiempo—. ¿Prestas atención a los colores de ropa que utilizo?
—Por supuesto. Hasta los pequeños detalles importan, ¿no crees? Bueno tengo que ir a casa de un amigo. ¡Te veo luego! —dijo antes de darse la media vuelta y marcharse tan rápido como llegó.
Eso me hizo pensar de nuevo en ti. Una vez dijiste que yo te gustaba y luego te retractaste de ello, de ahí en adelante nunca volviste a repetirlo. Yo presentía, por tu forma de hablarme y —aunque suene cursi— por la forma en que me mirabas que era cierto, sin embargo era más la duda que la certeza. Cuando alguien te gusta luchas por saber todo acerca de esa persona, ¿no? Empecé a cuestionar cuánto sabíamos el uno del otro.
A paso tranquilo me adentré en la escuela para asistir a tu clase. Mi cabeza repasaba una y otra vez las palabras que dijo Hans antes de marcharse: «Hasta los pequeños detalles importan, ¿no crees?» Sí, importan, pensé. Cuando llegué al salón todavía estabas a solas, como ya era costumbre, así que me acerqué a ti de forma traviesa.
—¿Sabes cuál es mi color favorito? —te pregunté a modo de juego. Ansiaba conocer tu respuesta, saber qué tanta atención ponías en mí y así descubrir por fin si yo de verdad te gustaba como lo sospechaba.
—Bueno, nunca me lo has dicho —dijiste con una sonrisa. Pensé que me seguías el juego, así que me reí.
—Te daré una pista: es el color de ropa que más utilizo.
—No lo sé. ¿Quién se fija en eso? —respondiste.
Ante ese comentario la verdad me cayó cual agua fría, y como bien dijiste en tu última intervención en este cuaderno, entendí que nuestra flor empezaba a marchitarse. Me mordí los labios y bajé la cabeza. Pronunciaste mi nombre a modo de pregunta, de seguro confundido por esa reacción imprevista en mí.
—Yo no te gusto ni un poco, ¿verdad? —susurré, aunque en el fondo era más una afirmación que una pregunta. Caminé hacia el frente del piano y dejé mi mochila pegada a la pared junto al obsequio de Hans previo a girarme para darte la espalda un segundo. No quería que vieras mi rostro bañado en decepción—. Que idiota —murmuré tan bajo que puedo apostar a que no lo escuchaste.
La voz de Adriana pronunciando mi nombre me provocó dar un pequeño salto. No esperaba que estuviera ahí, así que logró bloquear mis pensamientos sobre ti un momento. Hasta que ella los trajo de vuelta... Me pidió hablar a solas un momento y obedecí de inmediato.
¿Recuerdas lo que te dije al principio de este cuaderno? Que me preguntaba si ella tenía algo que ver en todo nuestro desastre, y es aquí donde vienen mis motivos para creerlo. Me preguntó si acaso había visto, o sido víctima de comportamiento inapropiado de parte de alguien. Al principio no le entendí, en especial porque al principio me interrogó sobre parejas dentro de mi salón de clases.
Éramos pocos alumnos, así que excluyendo a Doris y Hans —ya que Hans no estudiaba con nosotros—, solo se había formado una pareja: Ali y la Pelirosa —Francis y Brenda, pues—, pero no le dije nada a Adriana. Llámame paranoico si quieres, pero tuve un mal presentimiento.
Reconozco que me fastidió bastante que ella insistiera con tanto ahínco en preguntarme si no habían sido víctima de comportamientos inapropiados dentro de la escuela, de cualquier tipo que pudiera hacerme sentir incómodo. Yo sabía que se estaba refiriendo a ti. Buscaba que le confirmara que los rumores eran ciertos, tal vez que me soltara a llorar y le confesara todas las cosas sucias que ella pensaba que me habías hecho. Pude haber guardado silencio y salir intacto si ella no hubiese hecho un comentario que colmó mi paciencia.
—No debes tener miedo de hablar, Stephen. Estamos aquí para cuidar a los niños como tú de personas como él —dijo señalando con la cabeza hacia ti—, porque uno nunca sabe qué mañas se traen.
Apenas terminó de hablar, la miré directo a los ojos con expresión seria. Hasta ahí llegó mi paciencia.
—Que comentario tan irónico —dije con voz firme—, muchos hombres pensaban lo mismo sobre las personas de color en la antigüedad. —Vi su rostro desencajarse ante mi respuesta. Incluso titubeó tratando de corregirse, mas la interrumpí antes de que pudiera decir algo—. No se preocupe, no la estoy comparando con ellos. Una mujer preparada e inteligente como usted, partícipe activa de movimientos por la igual entiende ese tipo de cosas a la perfección. De hecho me alegra que todo eso esté en el pasado y ahora tengamos escuelas incluyentes como esta, a cargo de gente como usted que nos educan en la igualdad.
Adriana guardó silencio varios minutos antes de atreverse a responderme. Ladeó la cabeza un centímetro, sonrió con suficiencia y volvió a mirarme a los ojos. Estoy seguro de que vi un brillo de demencia en ella, como si yo estuviese a punto de arrepentirme por mi comentario. Te dije que me preguntaba si algo en todo este desastre tuvo que ver con ella. Bueno...
—Yo lo entiendo, por supuesto. Espero que personas tan estudiadas como tu padre y su amiguito lo entiendan también —dijo antes de darse la media vuelta y retirarse.
Te apuesto a que, la razón que desencadenó de nuevo la agresividad de Juan hacia mí, fue ella. Pude haberle dicho mil cosas,gritarle que no tenía ningún derecho de meterse en mi vida privada ni es mis preferencias, ¡que se metiera en sus... putos asuntos! ¡Pero no pude! Me paralicé de golpe. ¿Cómo peleas con alguien que es así de grande, que tiene tanto poder cuando tú no eres nadie?
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