🌠Especial 150K: ¿Cuántos genios se necesitan para cambiar una bombilla?🌠
Sentados en la sala de recreación, los seis amigos discutían con fervor acerca del plan que habían ideado días atrás. Solo la pequeña Gracie estaba reacia a participar en él y, luego de que Sebas se arrodillara y le tomara las manos, suplicando que se les uniera, Grace se levantó del sofá, todavía enseriada.
—Lo diré por última vez: no cuenten conmigo —decretó la joven con las manos en la cintura—. Está prohibido y no quiero una mancha en mi expediente.
El grupo enteró resopló.
—Harvard no te va a rechazar por entrar a escondidas al laboratorio de genética —argumentó Vice—. No seai fome.
—Mi amigo tiene toda la razón —estuvo de acuerdo Sebas. Rodeó a Grace con un brazo y, con el otro, señaló el horizonte—. En cinco años más, cuando estés titulada y posiblemente trabajando para la NASA, ¿no quieres recordar alguna locura que hayas hecho en tus años mozos?
—¿Cómo que "posiblemente"? —gruñó Gracie enfadada—. Yo voy a trabajar en la NASA y punto. Nada de quizases, talveces ni posiblementes.
—¿Y tú creís que la NASA acepte trabajadores más aburridos que chupar un clavo? —inquirió Vice con las mirada seria—. Yapooooo, te necesitamos para que no nos cachen.
Grace volvió a negar con la cabeza, causando que Flo soltara una palabrota y se cruzara de brazos.
—No tendrás que hacer nada ilegal —aseguró Samu sonriéndole—. Kumiko y yo distraeremos al conserje; ella fingirá un desmayo y yo le pediré ayuda. En eso, Sebas chocará con él "accidentalmente", el señor estará tan distraído que no se fijará en que Sebas le quite las llaves.
—Yo cortaré la energía del pasillo —prosiguió Flo—, y vos le decís al conserje que oíste una explosión al final del corredor, en el laboratorio de electroquímica. Cuando esté todo oscuro, Sebas abrirá la puerta y se esconderá dentro de los casilleros. Entonces...
—Por favor, Flo, detente. Todos paren —pidió Grace sobándose las sienes—. Es el peor plan que he escuchado en mi vida. Es tan malo que ni siquiera sé por dónde comenzar. ¿Cómo están seguros que no se dará cuenta de la llave faltante?, ¿por qué asumen que dejará a Kumiko tirada para seguirme a mí?, ¿cómo vas a entrar a la sala de máquinas a cortar la luz si esa puerta se abre con identificación dactilar? Y, en caso de que Sebas consiguiera robar el manojo de llaves, ¿cómo sabrían cuál es la correcta?, ¿creen que no se oirá el ruido de las llaves cuando intenten hacer que calce una en el cerrojo? ¿Y sabían que, además de una llave, se pueden abrir sin tocar el cerrojo? Es seguridad online. —Resopló y observó con decepción a todos sus amigos que la veían avergonzados—. Los voy a ayudar, pero solo porque está claro que de allanamiento no tienen idea.
Sebas se le tiró encima y la envolvió en un vigoroso abrazo mientras de daba un beso en la frente. Enseguida se separó (más por respeto a Samu que por interés propio) y le aplaudió con entusiasmo.
—No sé por qué pienso que ya te inventaste un plan en tu cabeza —comentó Samu con las cejas alzadas y una sonrisa burlesca.
—Y es mil veces mejor que su pueril imitación de una serie americana de policías —fanfarroneó Gracie guiñándole el ojo.
—¿Qué singifical puelil? —inquirió Kumiko. Hacía dos años que había llegado al internado y apenas estaba aprendiendo español.
—Que es propio de un nene —dilucidó Flo, que conocía cada definición de la Real Academia Española como si ella misma las hubiese escrito.
En cuestiones de lengua castellana, nadie sabía tanto como ella. Kumiko se destacaba por su impresionante talento para la química; Vice era todo un cirujano de computadores; Samu se sabía el nombre de cada parte del cuerpo humano y Grace en cualquier momento fabricaría un robot capaz de descubrir la cura para el cáncer.
Sebas siempre se sentía muy idiota en comparación con sus amigos. Él apenas sí podía recordar los elementos de la tabla periódica, los comandos básicos para infiltrarse en el disco duro de un tercero, una que otra palabra rimbombante y obsoleta que le confiriera a un texto cierto grado de narrativa púrpura y los principales huesos del esqueleto; y en cuanto a robótica, ni siquiera entendía las máquinas a control remoto hechas a partir de legos.
De pronto ya no estaba tan entusiasmo con que Grace se aventurara en el laboratorio; siempre se ponía taciturno cuando pasaba demasiado tiempo con sus amigos, a quienes amaba y envidiaba a la vez. Y en contra de lo que se esperaría, las cosas en casa no mejoraban, pues ahí era donde se sentía un real idiota. Su madre: una prestigiosa psiquiatra con incontables maestrías y doctorados, a punto de sacar su segunda especialización en neurología. Su papá: un neurocientífico (a ambos les encantaba inmiscuirse en cerebros ajenos) de renombre, lo suficientemente talentoso para haber sido nominado dos veces al premio nobel de medicina y tres al de química.
Sebas era ínfimo al lado de sus amigos, pero inexistente si lo ponías junto a sus padres.
Pasó de sus reflexiones diarias acerca de lo poco inteligente que era y se centró en la conversación que sus amigos habían continuado sin él; Samu y Vice lucían entusiasmados y sus amigas todavía más, salvo por Grace que apenas sí dejó escapar una sonrisita presuntuosa cuando acabó de explicar su plan.
—...Sí, es cierto. Sebas es el mejor con la tecnología, así que él se encargará de infiltrarse en la sala de máquinas —oyó (o creyó oír) a su amiga—. ¿Alguna otra pregunta?
—¿Que yo qué? —preguntó el chico pasmado.
—Te dije que el pendejo este no estaba prestando atención. —Samu chasqueó la lengua a modo de reprimenda—. Te estás ganando unos buenos madrazos, Contreras Rothenberg.
—¡Que sí he escuchado, plasta colonizada! —se quejó Sebastián extendiendo los brazos—. Pero coño, no entiendo por qué yo.
—Sos un Dios en la informática, ¿necesitás otro argumento? —opinó Flo molesta. Sin esperar una respuesta, tomó a Vice del codo y lo condujo agresivamente hacia la salida—. Caminá con más ganas, Vice, parecés un saco de patatas.
Flo era la clase de chica que se destacaba por tener un carácter más bien duro, a veces podía ser muy temperamental. A Sebas le encantaba eso; siempre le habían atraído las niñas capaces de patearle el culo.
—Qué naco recurrir a la falsa modestia, Sebas —le reprochó Samu—. Únicamente le queda a bien a Miguel Cervantes. —Dirigió la atención a Gracie, y añadió—: Kumiko y yo daremos la señal.
Le sonrió y se alejó seguida de la asiática hasta que ambos se perdieron más allá de lo que su pobre y humano ojo les permitía ver. En otras palabras, hasta que pasaron la puerta.
—¿Necesitas herramientas o tienes? —preguntó Grace una vez que se quedaron solo, sin contar, por supuesto, los otros estudiantes que seguían en la sala común; la mayoría de ellos estaban más preocupados en sus propios libros de texto que en el plan que los hispanos más destacados acababan de elaborar (con un poco de ayuda extra de la querida Gran Bretaña).
—Espera, mujer, ¿has hablado en serio antes? ¿Quieres que yo hackee el sistema de seguridad del internado? —Ella asintió desganada, casi harta del escepticismo de Sebas hacia sus propias capacidades—. Pero Vice es el puto genio de los ordenadores.
—Vice podrá ser Aquiles, pero tú eres Zeus.
—Gracie, ¿lo has visto en clases? Es... Joder, es buenísimo.
—Solo porque alguien sea talentoso en el mismo área que tú, no significa que sea mejor. Tienes que dejar de enaltecer a los demás y comenzar a aplaudirte a ti mismo. Yo pienso que la humildad es una cualidad muy inútil, nada más sirve para que te atragantes con tus triunfos y te guardes tus logros. Sé un poco más narcisista, mi Sebas, el amor propio no va contra el método científico, nuestra religión.
—En realidad soy católico, pero estoy seguro que el infierno tendrá suficiente cupo para todos ustedes —dijo Sebas sonriente. Gracie rodó los ojos y le dio un suave golpecito en el hombro a modo de regaño.
—¿Vas a necesitar herramientas o no?
Sebas sonrió. De algún modo u otro, las palabras de Gracie le revolvieron el estómago, pero a la vez le prestaron cierto grado de seguridad; no el tipo de confianza en uno mismo que consigue el protagonista de una película luego de una canción de tres minutos, en la que se muestra su rápido desarrollo como personaje hasta cumplir sus metas, pero sí la suficiente satisfacción personal para colarse en la sala de máquinas sin ser descubierto.
—Necesitaré: un destornillador de cruz, cuchillo cartonero, linterna, una pinza pela-cable, cinta aislante, diez centímetros de alambre de cobre, alicate, un gancho mariposa y un paquete de papas fritas.
—¿Papas fritas? —inquirió Gracie confundida—. ¿Necesitas la grasa del envoltorio para transparentar algún cartel o como método para forzar la cerradura? He oído que...
—En realidad tengo hambre —confesó Sebas encogiéndose de hombros.
—Te acabas de comer una hamburguesa.
—¡Fue hace casi dos horas! Soy una persona distinta ahora, una que tiene hambre.
—Siempre tienes hambre —puntualizó Grace con las cejas alzadas.
—Las personas podemos cambiar muchas veces a lo largo de la vida, pero siempre habrá un rasgo inherente a nuestra forma de ser.
Ambos chicos, listos para comenzar el primer paso de la operación, se encaminaron a la sala de máquinas, la cual se encontraba en el subterráneo del instituto de ciencias biológicas, a quince minutos a pie de donde se encontraban.
Salieron del edificio B, la residencia de los estudiantes de doce a catorce años, y cruzaron el ala este del campus en el bus que se encargaba de trasladar a las personas dentro del mismo internado. Tuvieron que hacer una parada para recolectar los artefactos que necesitarían; fue más sencillo de lo que se esperaría, según ellos me contaron, aunque ninguno quiso ahondar en detalles. Supongo que esta clase de lagunas en la historia me desligan del tipo de narrador omnisciente; una lástima, porque lo mágico de escribir es, precisamente, jugar a ser Dios sin ponerse en peligro como fue el caso de Prometeo, Víctor y tantos otros protagonistas que por fingir superioridad, terminaron aplastados por sus acciones.
Samu y Kumiko se habían encargado de distraer al vigilante de la planta principal, convenciéndolo de que se había quemado un fusil en el laboratorio de bacteriología. El pasillo quedaría sin vigilancia por un par de segundos, los suficientes para que Sebas y Gracie se colaran sin ser vistos. Vice se había encargado de desconectar las cámaras del pasillo, mientras que Flo hacía de centinela fuera del cuartito de limpieza en el que ella y el chileno se habían instalado. Nadie se daría cuenta del par de estudiantes que habían conseguido hackear el sistema de seguridad centralizado sin siquiera entrar en la sala de computadoras; con un solo clic (y por un solo clic, me refiero a cientos de ellos y varios otros procedimientos que no entendí pese a que me los explicaron varias veces y con sumo detalle) conseguirían total acceso a las cámaras.
El teléfono celular de Sebas vibró dentro de su bolsillo, anunciando que el cuidador había abandonado su vigilancia. Entraron sigilosos y esperaron por cuatro segundos a que el aparato de Gracie sonara, lo que significaba que Vice había apagado al Gran Hermano. Grace tomó a Sebas de la mano y partió corriendo por las escaleras hacia abajo.
—¿Tienes todas las herramientas? —preguntó esta, todavía agitada por la corta carrera hasta alcanzar la puerta que les correspondía abrir.
—No, Grace. Contamos todas las herramientas dos veces antes de venir para que, al llegar, me faltaran algunas.
—Eres un pesado.
Sebas le revolvió el cabello. Se arremangó la camisa y comenzó a desarmar el lector dactilar que abría la puerta a la sala de máquinas. Sin embargo, Grace se le adelantó y, en vez de jugar con los cables hasta conseguir el visto bueno en la pantalla, colocaron un trozo de cinta adhesiva con la huella marcada de uno de los profesores. ¿Cómo la consiguió? Otra interrogante sin respuesta.
En cuanto la pantalla se marcó verde y se oyó el sonido de aprobación, los amigos chocaron los cinco con perfecta sincronía e ingresaron lo más silenciosos que sus pies se los permitieron.
El teléfono de Grace sonó, por lo que las cámaras habían vuelto a funcionar. El equipo informático del internado se tardó casi tres minutos en derrocar al infiltrado y tomar las riendas del sistema de seguridad otra vez; en toda esa cantidad de tiempo, un hacker profesional ya habría robado la mitad de dinero de los bancos de toda Gran Bretaña. En resumidas cuentas: los empleados de ese lugar eran una vergüenza.
—Sebas, mientras antes empieces, antes terminaremos —exteriorizó Grace un poco asustada.
—¿La pequeña Gracie tiene miedo de que nos descubran? —se burló Sebas, cogiendo el pelacable para..., bueno, pelar el cable.
—Soy dos años mayor que tú —protestó su amiga haciendo pucheros—. Y sí, me preocupa manchar mi expediente, ¿es eso tan difícil de entender? ¿Qué tiene de malo seguir las reglas?
—Seguir las reglas te impide vivir. Te rige, te impone, te prohíbe, te limita, pero sobre todo, te acorta... Pásame la cinta adhesiva.
—¿Organizaste un plan horroroso para demostrar que, como anarquista, desprecias la organización? —preguntó Grace a la vez que le entregaba el material solicitado.
—No. Fue para que te nos unieras.
—¿Qué dices?
—Samu estaba seguro que no participarías en nuestra pequeña aventura de ninguna forma, a menos que fuera para menospreciar una idea nuestra.
Tomó el cable azul y el rojo, y comenzó a unir sus puntas de cobre con cuidado. No alcanzó a ver el rostro turbado de Grace, ya que se encontraba de espaldas bajo un largo mesón lleno de ordenadores. En cuanto ambas fibras de metal se rozaron, toda la iluminación de la habitación, desapareció. Dejándolos en la absoluta oscuridad. Ambos soltaron un grito, y hasta Sebas se pasó a pegar con la superficie al levantar la cabeza de golpe.
—¿¡Qué acaba de pasar, Sebastián!?
—¡Te dije que no era bueno con los ordenadores! —chilló el español aterrado.
Entonces, se encendió una diminuta —casi parecía una burla en realidad—, luz rojiza lo suficientemente potente para reconocer el rostro descompuesto de su mejor amiga. No alcanzaba para apreciar la habitación con detenimiento, y de hecho se llevó a pasar la cadera con la punta de algo al levantarse y acercase a Grace.
—¿Qué cojones haremos ahora? —preguntó el chico—. Ya no tengo señal.
—¡Cortaste la luz de todo el internado! —exclamó Grace, todavía incapaz de creer lo que acababa de presenciar, lo que en ese momento estaba viviendo.
—Yo... Yo... ¡no sé lo que hice! —se justificó Sebas—. Solo uní los cables correspondientes para desactivar el seguro de las puertas en los laboratorios del segundo piso.
Grace tomó la linterna con violencia y lo empujó para pasar e iluminar el desastre.
—¿No me dijiste que eran el rojo y azul? —inquirió, alzando la cabeza hacia al dirección de su amigo.
—Eso creí...
—¿Entonces por qué uniste el verde con el azul?
—¡La puta madre! —bramó Sebas, sacándose los anteojos que él mismo se había diseñado.
Estos se quebraron al chocar contra el suelo de cerámica, consiguiendo captar la atención de Grace, que rápidamente se acercó hacia Sebas y le sobó el hombro derecho, en un pobre pero muy tierno intento por reconfortarlo.
—¡Me cagó en el daltonismo! —se quejó con las mejillas ardientes de ira—. Estuve diseñando por dos años estos lentes, y cuando creo que al fin funcionan, fallan. Son unos malagradecidos, después de todo lo que he hecho por ellos. ¡No sirvo para nada!
—Eh, no te atrevas a decir eso —intervino Grace tomándole las manos—. A nadie le salen los proyectos a la primera, no puedes desanimarte o pasarás una vida muy frustrada como científico.
—A vosotros todo os sale bien. Sois perfectos y eso me aterra —bufó Sebas, zafándose del agarre—. Todos vais a triunfar en la vida, menos yo. Vais a cumplir vuestros sueños y yo que quedaré en un rincón, comiendo un trozo de pizza mientras veo como el mundo entero es más inteligente que yo.
—No puedes compararte con nosotros, tarado, somos mayores que tú. Llevamos más años en el internado y ni aun así alcanzamos tu nivel de inteligencia.
—Podéis recordarlo todo.
—Ah, ¿otra vez el temita de la memoria? —respondió Grace cruzándose de brazos, como una madre a punto de darle una lección a su hijo—. Ya te dije que la memoria no tiene relación con la inteligencia. Recordar cosas no te hace inteligente, resolver problemas sí. La inteligencia va mucho más allá que memorizar números y fotografías, debes interpretar lo que vez, lo que calculas, lo que oyes y lo que lees. Eso es inteligencia.
—¿Y si soy tan inteligente por qué no puedo hacer que mis anteojos para el daltonismo funcionen?
—Porque tienes doce años.
—Mozart escribió una composición a los seis.
—Pero tú no eres él, eres Sebastián Contreras. Y vas a triunfar a tu propio tiempo, gracias a tus propias capacidades. Aunque bueno, hay que admitir que la genética está muy a tu favor —añadió Grace con una sonrisita—. La mayoría de nosotros no tiene padres genios.
—¿Tú papá no es un famosísimo oncólogo?
—Sí, pero mi mamá era historiadora. Y ni siquiera una destacada... solo una chica con un título de historia en el arte.
—¿La recuerdas? —preguntó Sebas con tono suave—. Digo, ya sé que tú recuerdas todo. Me refiero a que si recuerdas cómo te sentías junto a ella, si recuerdas su risa, su calidez, su aroma...
—No —admitió Grace sentándose el suelo; Sebas la imitó—. Ella enfermó cuando yo tenía tres años. Todos los recuerdos de ella son tristes: sonrisas tristes, ojos tristes, abrazos tristes, visitas al hospital tristes, a papá triste, a mi hermano triste... Mi mamá para mí es tristeza, nada más. Y cuando murió, se llevó la última risa de papá consigo.
—Debe ser precioso que alguien te ame de esa forma —opinó Sebas.
—¿Hermoso? ¿Te parece hermoso que nuestra felicidad dependa de alguien más? ¿Que nuestros sentimientos varíen por un tercero? —Grace negó furiosamente con la cabeza—. No me gusta el amor, es una herramienta de manipulación. Además, todos dicen que es precioso, pero siempre trae tristezas. No vale la pena.
—El amor es como una reacción química de neutralización.
—¿A qué te refieres?
—Piénsalo: el amor está formado por un ácido, las cosas malas, y una base, las cosas buenas. Ambos forman agua y sal. Es decir, lágrimas. Porque las lágrimas existen cuando somos humanos, cuando somos vulnerables. Nos acompañan en la tragedia y en la dicha.
—Creo que es lo más nerd que he oído en mi vida.
—Gracias —contestó Sebas llevándose una mano al corazón—. Te conquistaría con un monólogo de astrofísica, pero no eres mi tipo. Te falta carácter y rudeza.
—¡Eh, puedo ser así!
—Claro que no, eres un terroncito de azúcar —expresó Sebas apretándole una mejilla—. Además, si lo fueras, tampoco te coquetearía. Yo no soy Alemania nazi: no traiciono a mis aliados.
—¿Qué tiene que ver la Segunda Guerra Mundial?
—Para ser una genio, te falta bastante inteligencia interpersonal. Trabajaremos en la empatía y el sarcasmo, ¿de acuerdo? Te quiero experta en relaciones humanas para cuando te enamores.
—Pero tú eres pésimo para hablar con niñas.
—El ser humano tiene la extraña costumbre de dar increíbles consejos que nunca sigue —dijo Sebas sonriendo.
Grace suspiró. Pensó unos minutos lo que diría a continuación y, con voz segura, preguntó:
—¿Tú crees que debemos arriesgarnos y amar? ¿Sin importar nada?
—¿Y para qué otra cosa venimos al mundo, Gracie?
Entonces, la luz regresó.
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N/A: Con este capítulo, la tanda de especiales de Coma llega a su fin. Gracias por leer hasta acá. <3 Nos veremos en una nueva ola de especiales en cuanto Paréntesis alcance mi meta personal.
Pd.: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, GABI HERMOSA! Sabes que te amo un montón y mi vida sin ti no sería la misma.
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