🌠Capítulo 9: Lo que sabemos es apenas una gota del océano🌠

3 días en coma


—Aún no puedo creer que estoy en coma —confesó Lisa, con la vista clavada en el río que fluía hasta perderse en el horizonte—. Resulta casi un sueño, uno del que no despertaré.

—Sí lo harás —aseguró John sonriente—. Todos saldremos del coma y volveremos a nuestra Vida Terrestre, solo debemos ser pacientes.

—¿Vida Terrestre? —repitió la chica—. Más despacio, sir Yolosétodo —señaló a John de forma acusadora—. Recuerda que soy... ¿Cómo le dicen ustedes a los recién llegados?

Khÿrapa. —De seguro John notó la palidez de Eli, porque al instante, añadió—: Tranquila, no tienes que aprenderte el idioma de Coma, es para los que ya no recuerdan su lengua materna. Yo uso algunas palabras para que las personas que olvidaron todo no se sientan demasiado solas.

››La traducción sería algo así como "Neófito". Esa fue la palabra que oíste cuando Patrick te presentó, ¿no?

—Sí, sí, esa. Soy una Neófita, y apenas estoy procesando este lugar y sus términos. Para empezar, ¿quién fue el chistosito que quiso dárselas de Torre de Babel?

—¿Qué es una Torre de Babel?

Lisa le explicó lo poco que sabía acerca del mito cristiano, odiaba todo lo relacionado con la religión, pero hasta el más ateo conoce la legendaria his­toria que dio origen a los idiomas.

Pensó que John vivía bajo una roca.

Intercambiaron conocimientos durante toda la tarde. Mientras que ella le explicaba cosas que él había olvidado de la Vida Terrestre —término que empleaban para referirse a la vida que tenían en el mundo donde estaban hospitalizados—, John la ayudaba con el nuevo mundo en el que tendría que vivir ahora. Resultaba increíble sostener una charla normal con alguien. Grace le infundía cierto temor y Patrick le resultaba un completo enigma. Lisa ya había perdido el interés en descifrar qué era lo que lo volvía insopor­table; no tenía ni la mitad de paciencia que las protagonistas de novelas ju­veniles. Esas chicas sí que son perseverantes: el tipo puede tratarlas como basura, y aun así ellas siguen apostando por él, diciendo que en fondo son buenas personas, y que solo necesitan amor para sanar sus traumas.

Esas niñas también desconocen lo que es el amor propio. Por favor, no sean como ellas.

La vista además de John, ayudaban a que Lisa se sintiera más a gusto. Era un lugar sacado de un cuento de hadas: el cielo azul despejado; el césped verde y grácil, y una flora tan irreal como alucinante.

—¿En qué piensas? —John la contemplaba con ojos tiernos y curiosos—. Por un momento, sentí que te desconectaste del mundo.

—En ti... y en el paisaje —agregó deprisa—; es maravi­lloso. No tenemos lugares así donde yo vivo.

—¿De dónde eres? —Lisa agradeció que John no le dijera algo irónico, como seguro Patrick lo hubiera hecho—. ¿Lo recuerdas, cierto? Patrick me dijo que podías sentir

—De Beverly Hills. —Una duda se le cruzó en la cabeza—. ¿Qué tiene eso que ver?

—Todas las personas que mantienen su memoria intacta pierden el sen­tido del tacto.

—¿Entonces también hay quienes no recuerdan? —John asintió—. ¿Tú y Patrick entran en esa lista? —Lisa recordó su encuentro con Patrick en el Lugar Blanco, donde, por un ligero momento, olvidó su edad.

—Sí y no. —John se acostó de espaldas para contemplar las nubes, e in­vitó a Lisa a acompañarlo—. Algunos tienen la memoria medianamente fun­cional, como yo. Siento, pero mucho menos, como si tocara a través de una tela. Casi no puedo percibir la textura de las cosas. Pero casi es mejor que nada, ¿no lo crees?

Ambos giraron para quedar el uno frente al otro. La sonrisa hipnótica de John la transportaba a un estado de infinita alegría. No quería que dejara de sonreír nunca.

—¿Sabes por qué ocurre eso del tacto? Digo, me parece algo injusto.

—Lo que pasa es que tú puedes recordar, lo significa que tu cerebro, el de tu cuerpo en coma, funciona a la perfección. En él se producen todas inter­acciones neuronales, así que el sentido del tacto queda funcionando ahí.

—¿Y por qué solo el tacto?

—El gusto también, solo que no has comido nada. Y en algunos casos, el olfato, pero creo que tú no te has fijado si puedes oler algo.

—Pero, ¿por qué puedo sentir emociones, y hablar, y ver? Eso también funciona con mi cerebro. No debería ser capaz de hacer nada.

John se encogió de hombros.

—Hay ciertas cosas que carecen de explicación, o que nosotros todavía no hemos descubierto. Quizás el mundo de Coma se controla a su antojo o quizá somos unos pésimos investigadores. —Se rio. Desvió la mirada de Lisa y volvió a contemplar el cielo; unas sutiles nubes blancas habían apare­cido—. Mira esa. —Señaló una—. Se parece a un tigre.

Lisa, un poco más tranquila de poder ir comprendiendo mejor la nueva vida que ahora tenía, se echó de espaldas para ver la nube que John le señalaba. No se asemejaba en nada a un tigre.

—Es un guepardo.

—¿Cómo puedes ver la diferencia? ¡Es una silueta!

—Soy vegetariana nivel cinco.

John apoyó la mitad de su cuerpo en el pasto y miró a Lisa de frente con curiosidad. Intentó fingir enfado, frunciendo el ceño; hasta tuvo intenciones de replicarle. Pero lo único que consiguió fue una risa. Lisa se la respondió con una mirada inocente.

Él sabía cómo alegrar el día.


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31 de agosto de 2013

—¡¿Por qué no nos habías contado nada, Zachariah Kenneth Anderson Brooks?! —gritó Amy—. Somos tus amigos, deberías confiar en nosotros. —Comenzó a pasearse por toda la habitación, todavía impresionada por la confesión de su amigo—. ¿Ni siquiera se lo dijiste a Eli? —Zack negó.

—Vaya, ¿algo que yo sé y no Eli? —espetó Kevin, tragándose los ner­vios—. Esto merece ir en mi diario.

—¡Cállate, Kevin! —rugió su amiga—. Deja de comportarte como una novia celosa.

El adolescente se limitó a sostenerle una mirada desafiante. Se aguantó el impulso de plantarle una bofeteada por miedo a terminar muerto; Amy po­día no ser tan alta como él, pero si conseguía someter a cualquiera a su vo­luntad, Kevin prefería no averiguar cómo reaccionaría ante un ataque físico directo.

La revelación de Zack lo había anonadado, pero le sirvió para unir las piezas del rompecabezas en que su mejor amigo se había transformado. Ahora entendía la ausencia de Zack, psicológicamente hablando. Comprendía la culpa que se lo comía, la tristeza que lo acompañaba adonde fuera y la rabia explosiva que lo enceguecía una que otra vez; incluso intuía que el exagerado regocijo que a veces manifestaba no fuera más que un periodo de manía incontrolable.

Todos alguna vez nos hemos sentido como en una montaña rusa, y es normal. Pero las emociones de Zack tendían a los extremos, volviéndolo una persona enferma, alguien que necesitaba con urgencia la ayuda de un profesional.

—Por favor —empezó a decir Zack—, juren que no se lo dirán a nadie. Eso incluye a Sasha.

Kevin y Amy compartieron una mirada recelosa, su petición era hasta con­fusa. ¿Guardarle un secreto a Sasha? Ellos siempre habían prometido confiar en el otro. A veces salían los cinco a la casa de verano de los padres de Eli, o los de Kevin, y compartían sus secretos. Llevaban años siendo mejores amigos.

Amy se acercó a Zack e hicieron el voto secreto. Era algo que habían inventado cuando tenían nueve años, pero nunca se es demasiado viejo para un juramento de la amistad. Luego de que ambos amigos se tomaran las manos con Zack, Amy pidió la palabra.

—Sé que no quieres hablar de esto, pero tienes que... ¿Vas a ir con tu doctor o no? Está claro que los remedios que te da no te están ayudando nada.

—Sí lo hacen, es que hace poco cambié de medicación. Es como comen­zar de cero —explicó Zack.

—Estás a media pastilla del suicido —espetó Kevin con el ceño frun­cido—. Me importa bien poco que sea común. Si no le pides ayuda a tu médico, les diré a tus padres que estás más loco que esa chica que le rompió el cuello a su perro y lo subió a Twitter porque One Direction no le respondió su mensaje.

—Cállate, Kevin —terció Amy.

—No seas hipócrita, Amy. Se llama humor negro y lo usamos a diario, que Zack sea nuestro amigo no lo vuelve de porcelana

—Gracias —dijo Zack sonriendo—. La razón principal de no querer de­cirles, era que creía que me tratarían como alguien enfermo. O sea, sé que lo estoy, pero sigo siendo yo. No he cambiado... —Lo interrumpió la alarma de su celular, anunciando que era hora de irse—. Debo tomarme la medica­ción, será mejor que vaya a casa. Además no quiero volver a tener una crisis, no frente a ustedes.

No frente a nadie, se dijo.

—Si tu humor de mierda no mejora, asumiré que no recurriste a tu doctor y correrá sangre. Estás advertido, Anderson.

—Claro, porque los pacientes con cáncer se curan al instante en que salen de la quimioterapia —ironizó Zack.

Kevin iba a contestarle, cuando un golpe en la puerta abierta hizo girar a los tres amigos en redondo. Su madre estaba en la entrada de la habitación con la bata de dormir puesta. En su rostro había una gran sonrisa que Kevin se reprimió de borrar. Intentó recordar si ella alguna vez le sonrió de esa forma a él, pero solo halló regaños. Ella había dejado de tratarlo con cariño desde una edad muy temprana.

—Qué tal, Ash. Me estaba por ir —le comunicó Zack con amabilidad.

—Mándale saludos a Crys y Ben —respondió ella, dándole un fuerte abrazo—. Amy, linda, tú también deberías irte. Es tarde y no quiero que te devuelvas sola.

Amy se despidió, y salió de la habitación. Zack iba detrás de ella, pero la madre de Kevin lo detuvo.

—Eli es muy afortunada de tenerte —le dijo con una dulce voz que nunca empleaba con Kevin—. Nunca pienses lo contrario, ¿de acuerdo? Es impor­tante que lo tengas claro. —Le acarició el cabello de forma maternal—. Anda, ya es tarde.

Zack tragó saliva y le asintió. Bien hecho, mamá. Ese comentario de seguro fue como abrir una herida y echarle sal. Zack solo le sonrió. Quizá cuántos años interpretó el papel de un chico feliz.

—Apaga el televisor y ordena este chiquero —le ordeno su madre seña­lando el montón de palomitas que había en el suelo, una vez que sus amigos se marcharon—. No quiero escuchar ni un ruido, tengo unas migrañas terribles y tu padre también. Así que te vas a la cama luego de terminar, ¿entendido?

Kevin se cruzó de brazos y soltó una carcajada sin alegría.

—¿Y desde cuándo me dices qué hacer?

—No empieces, Kevin. Estoy cansada de tu conducta.

—Mira, ¿estás segura de que quieres seguir? Siempre es lo mismo. Me dices qué hacer, no lo hago, me gritas, te ignoro, te enojas, y ambos seguimos nuestro camino. ¿Quieres cambiar la rutina o qué, madre?

—Solo compórtate cuando Maggie y Bruno lleguen, o te quedarás sin tar­jetas de crédito. Tu primo es muy amable, y está pasando por un difícil mo­mento. Tienen casi la misma edad, y es una buena influencia para ti. —Sus­piró, agotada—. Si no fuera por los contactos que tiene tu padre, ¡te habrían expulsado de todas la escuelas! —lo reprendió. Siempre se lo sacaba en cara, aun si la conversación no tenía relación con eso.

—¿Y por qué aún no me tiras a fuera de aquí? Es la forma más efectiva de deshacerte de mí. Anda, arrójame a un maldito internado o a la fuerza militar. ¡Lamento no ser el puto hijo con el que soñaste!

Su madre tenía un rostro indescifrable. Los músculos de la boca se le ten­saron, pero se limitó a arquear una ceja. Dio media vuelta y cerró de un portazo.

Kevin se tiró sobre su cama de dos plazas. Tomó el control remoto de su equipo de música y lo prendió; System of a Down comenzó a sonar a máximo volumen. Cerró los ojos y acomodó sus manos detrás de la nuca.

Tres, dos uno...

—¡Kevin Louis, baja la música en este preciso instante! —increpó su ma­dre desde el primer piso.

—Claro, Ash —musitó.

Le subió el volumen al aparato, silenciando los gritos de sus padres. Quizá con la música a máximo volumen, Kevin olvidaría a su madre llamándolo por un segundo nombre que no le pertenecía, ni entendía de dónde había surgido.

En su mente solo había espacio para lo que Zack le había dicho. Él siem­pre creyó que su amigo era una persona sana y feliz. Parecía que no conocía en absoluto a su hermano. Aquello le preocupó.

Él no sabía nada sobre Zack.


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3 días en coma

John y Lisa disfrutaron toda la tarde junto al río, viendo las nubes, oyendo el correr del agua y, sobre todo, conociéndose un poco mejor. El chico no recordaba mucho de su Vida Terrestre, así que la conversación se había cen­trado más que nada en la vida de Lisa.

—¿Y tienes otros hermanos?

—No. Soy hija única.

—Consentida ¿eh? —John alzó una ceja, pero su sonría seguía ahí.

—Entre nos, sí, bastante. —Eli rio—. ¿Y qué hay de ti? ¿Qué recuerdas de tu Vida Terrestre?

—Nada muy claro. —Se encogió de hombros con desinterés—. Vivo en Seattle, con mis padres y mi hermana mayor. También recuerdo a un amigo. Lo veo mucho, así que creo que es mi mejor amigo. Aunque no sé su nom­bre.

—Debe ser raro no poder recodar.

—Raro no. Es frustrante. —Cortó una flor silvestre del césped y comenzó a arrancarle los pétalos, con la vista fija en ellos—. Porque es... ¿Cómo ex­plicarlo? Es algo tuyo, ¿entiendes? Y no puedes acceder a él. Es injusto. No le pertenece a nadie más, solo a ti, y aun así no puedes tenerlo. Sabes que está ahí, pero no sirve de nada esforzarte, porque no depende de ti, sino de una fuerza externa. Y solo te queda esperar de brazos cruzados poder despertar. —Levantó la mirada y le sonrió con un dejo de melancolía en el rostro—. Lo siento, solo te estoy amargando el día.

—¿Bromeas? Caí hace un par de horas en coma, te conocí al instante y ya siento que puedo contarte lo que sea. ¡Dioses! —Le dio un empujoncito que lo hizo caer—. Si no eres ni capaz de dejar de sonreír.

—En realidad, Patrick fue a buscarte apenas supo que caíste en coma, y eso ocurrió hace ocho días.

—¡¿Quéééééé?!

¿Tanto tiempo? ¡Imposible! Recapituló todo lo que había pasado. Recordó su encuentro con Patrick; en ese entonces estaba asustada, creyendo que se trataba de un sueño o algo parecido. La verdad es que ese momento le pa­recía tan remoto que una semana no era tan improbable. Pero no se había hecho de noche, ni siquiera había comido algo.

—¿No debería tener sueño, y hambre? —preguntó Lisa—. Digo, hace días que no como ni duermo.

—Esto te parecerá una locura...

—¿Hay algo aquí que no lo sea?

—No. Y no me interrumpas. —Le frunció el ceño a Lisa, pero como se estaba riendo, ella entendió que él solo jugaba—. No necesitas comer. Ni dormir. Claro que puedes hacer las dos cosas, pero tu cuerpo ya no lo re­quiere.

—¿Me estás diciendo que me convertí en un vampiro?

John se aguantó una risita.

—Agradece que no, o ya te habrías quemado viva. Aquí no tenemos no­che. —John arrojó la flor, ya sin pétalos, al río. Ambos vieron el tallo seguir el curso del agua, hasta perderse en el horizonte—. Siempre es de día, y siempre es primavera. No hay nieve, no caen las hojas, no abrasa el sol. Me gustaría poder ver la noche y disfrutar de las demás estaciones. Grace tiene mucha suerte. Sobre todo por poder viajar a los otros Mundos.

—¿Qué tiene que ver Grace? ¿Y cómo que hay otros Mundos? ¿Solo es primavera? ¡Pero por qué no se hace de noche! —Los interrogatorios sur­gían sin cesar de la boca de Lisa, había resistido demasiado tiempo sin pre­guntar.

—¡Respira, Lisa! —Le acarició el hombro. Lisa se sintió un poco mejor—. Sé que tienes muchas dudas. Yo también estuve en tu situación.

—Es que... hay tantas cosas que desconozco.

—Iremos con calma. Te explicaré todo lo que he aprendido —prometió John—. Lo primero que tienes que saber es qué es una Estrella.    

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