🌠Capítulo 31: Esa sonrisa, ese cabello amarillo... tú debes ser un Sommer🌠
18 de febrero de 1997
Al despertar, Victoria se inclinó ligeramente a la derecha y alargó la vista hacia el pasillo. Notó David se había ido a trabajar, así que supo que ese era su momento de escapar. De acuerdo, puede que "escapar" fuera una palabra algo fuerte para describir lo que haría a continuación. Porque, para empezar, no estaba siendo capturada, encerrada o algo por el estilo, solo se le habría brindado una milagrosa ayuda que nunca podría recompensar.
Dejó la carta sobre la mesita de café que estaba pegada a la muralla de la sala de estar. Pensó en las dos noches que durmió en ese departamento, sin duda los mejores dos días que había tenido en muchísimo tiempo. Charlaron. Rieron. Se quejaron. Agradecieron. Compartieron opiniones. Revelaron parte de sus vidas; pudieron conocerse, aunque ambos prefirieron saltarse cómo se convirtieron en padres solteros. No, la palabra no era solteros. Solos, sí. Padres cargados de soledad.
Tomó a Nick y Lizzy de la alfombra. El bebé no pareció muy contento con la decisión de separarse de aquella plácida y mullida superficie. Sintió pena por él y rabia hacia sí misma. Ella nunca podría darle esa clase de comodidades. No era justo que él tuviese que pasar frío o que no pudiera disfrutar de lo que era una alfombra, solo porque su madre era una fracasada que apenas había terminado el instituto. Victoria debería estar en la universidad; debería ir a fiestas, salir con amigas, leer mucho, tocar el piano; estudiar. Enamorarse. En cambio, tuvo que dejar eso de lado por sus dos hijos, y ni siquiera había sido suficiente.
Con ambos niños en brazos, le echó una hojeada al reloj de la pared. Si sus cálculos estaban correctos, la hermana de David llegaría en menos de ocho minutos, así que, por decirlo de alguna forma, no estaba siendo una total egoísta dejando a Patrick y Savanah. Ellos no alcanzarían a pasar diez minutos solos. Pero, si quería que funcionara, debía irse antes de que...
Unas pisadas desde afuera se sintieron como una real bofetada. Sintió a Caitlin detenerse tras la puerta de entrada; escuchó las llaves, luego vino un giro, y la puerta se abrió.
—¿Hola? —le saludó confundido. Victoria se quedó estancada. Sus pies fueron absorbidos por la alfombra como si estuviera sobre arena movediza—. No sabía que David había contratado a una niñera.
Victoria creyó que se desmayaría.
La visita dio un paso dentro de la casa. Tori retrocedió, aterrada.
—¿Es que él no te dijo que yo vendría? —le preguntó incrédulo.
Ella negó con la cabeza, las palabras no le salían.
—Bueno, pues a mí no me aviso de tu visita tampoco. Supongo que estamos a mano, ¿no? —Le sonrió con profundidad amabilidad. Tan característico de David. Ese joven estaba siendo muy simpático. Tenía que dejar su miedo hacia los hombres.
—Dime Tori —se presentó la chica respondiendo a su sonrisa.
—Daniel —respondió él de buen humor—. Hermano mayor de David. ¿Me dejas pasar?
Tori sintió las mejillas calientes. Daniel pareció notarlo.
—No muerdo —dijo él aun sonriendo. Entró y cerró la puerta. Al acercarse a Victoria, su sonrisa se ensanchó—. ¡Pero qué pequeños Schätze tienes!
Victoria sonrió.
—Vielen Dank.
—Kannscht du Deitsch schvetza? —preguntó él esperanzado.
Ella le negó con la cabeza. Solo había aprendido lo básico, y ya lo había olvidado.
—Meine Güte! —exclamó en voz baja—. Creí que me había librado del inglés. Aún no logro experimentarme tanto con el idioma como David y Keila.
Victoria no le entendió nada. Y no porque le habló en una variante del alemán, ni mucho menos por el acento que, luego de oírlo hablar, se dio cuenta que tenía. ¿El inglés de David tenía ese acento impregnado también? Ella nunca lo tonó.
Nick le prestó atención al curioso visitante; intentó alcanzarle estirando su pequeño bracito. Daniel le sonrió y le extendió la mano. El pequeño parecía fascinado, rodeó toda su manito alrededor del dedo índice del joven.
—No sabía que David hablara alemán —confesó Victoria.
—Él y Keila prefieren ocultarlo.
—¿Keila?
—Nuestra hermana, viene para acá seguido.
—¿Te refieres a Caitlin?
Daniel se mordió el labio.
—Supongo que así es como se hace llamar por aquí. Suena menos religioso que Keila.
A Victoria eso le chocó. Parpadeó varias veces, como volviendo a la realidad. Esta era la realidad: alojaba en el departamento de un tipo que había conocido hacía dos días, trajo a sus hijos a ese lugar y ahora charlaba con el hermano de él sobre temas que ella francamente no comprendía. ¿Por qué debería en todo caso? Ellos no eran amigos. Por supuesto que no.
—Tengo que marcharme —anunció la chica—. David me pidió que comprara algunas cosas.
Daniel le asintió.
—Un gusto conocerte, Tori. ¿Le digo a David que tuviste una emergencia o que preferiste no molestarlo más?
—Yo no...
—Él jamás habría pedido que alguien le comprara algo.
—Solo dile que no me busque, por favor.
Se fue y cerró la puerta.
Nunca se sintió más desdichada.
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30 de Diciembre de 2010
Dominic lo pescó de los hombros para zamarrearlo, luego se llevó las manos a la cabeza. Estaba eufórico.
—¡Sabía que este día llegaría! No era posible que tu corazón fuera un negro y vacío agujero por siempre.
—No es una cita —repitió Patrick molesto.
—Claro que sí.
—No.
—Tu cita no opina lo mismo.
—Ese no es mi problema.
Su madre, que se había acercado a la cocina para buscar los vasos, se interesó en la conversación.
—¿Escuché bien? —preguntó apoyándose en el fregadero—. ¿Mi niño está teniendo su primera cita?
—Mamá yo...
—¿Patrick va a salir con una chica? —Su padre se acercó sonriendo.
—No, es que...
—¡Enhorabuena sobrino! —celebró su tío Daniel, que sinceramente no sabía de dónde había salido—. ¿Quién es la jovencita?
—No te atrevas —le dijo a su hermano.
—Daisy —respondió Dominic sonriéndole de vuelta.
—Du miserabler dummkopf! —Patrick tuvo ganas de matarlo.
—¿Daisy Campbell? —corroboró su mamá.
Ambos hermanos asintieron con la cabeza. Uno sonriendo, y otro con el labio mordido.
—Pero si esa chica es un encanto —dijo su papá—. Ya es de la familia.
—Es una muy buena niña —estuvo de acuerdo de su mamá.
—No conozco a esa chica, pero parece que te ganaste la lotería, sobrinito. —Daniel le revolvió el cabello con la mano.
—¡Que no es una cita! —gritó Patrick.
—No vayas a gritarle así a Daisy.
—Dile que se ve bonita.
—Invítale un helado.
—Elogia su sonrisa.
—Sus ojos.
—Déjala fuera de su casa.
—Y pasa a recogerla.
—Sé cortés con los padres.
—Y sobre todo... —comenzó diciendo su mamá.
—Sonríe —dijeron Daniel y su padre al unísono—. La sonrisa es el arma de los Sommer.
—Eso, y nuestro increíble cabello —dijo su tía. Está bien, ¿cómo entraba tanta gente así como así a su casa?—. ¡Adivinen quién trajo regalos de Asia! —gritó caminando hacia la cocina.
—¡Tía Caitlin! —vociferaron sus hermanos emocionados desde el piso de arriba. La madera de la escalera no tardó en crujir al sentir las múltiples pisadas de los chicos.
—No es una cita, solo es mi mejor amiga —volvió a decir Patrick.
—Que te encanta —dijeron su madre, padre, tía, tío y hermano al unísono.
Patrick Sommer suspiró.
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Ese mismo día
Luego de que fueron por un helado al centro, Daisy pasó a casa de Patrick a saludar, sin contar que se quedaría hasta tarde charlando con él junto a la chimenea. En ese momento ambos bebían chocolate caliente —como buena película americana de época navideña—, mientras que el resto de la familia dormía.
—¿Soy tu única amiga? —preguntó Daisy luego de que él explicara lo difícil que se le hacía formar lazos con alguien más. Patrick asintió—. ¿Debería sentirme especial entonces?
—Pero tú siempre lo has sido.
Daisy le sonrió. Patrick se dio cuenta que sus ojos se achinaban cuando lo hacía; sus pómulos se veían más grandes y sus orejas se levantaban unos pequeños milímetros. Por una extraña fracción de segundo, sintió el impulso de apretarle las mejillas, tan grandes y rosaditas.
Pero ella se le adelantó y, poniéndose en puntitas se acercó y le revolvió el cabello.
—Tienes muchos rulos —comentó ella.
—¿Te gustan? —No pudo resistirse más; apretó con ligereza esa mejilla de ardillita con su dedo índice, provocando que su amiga soltara una risita a la vez que tensaba sus hombros.
—No, deberías cortártelos. —Le sacó la lengua—. Y no hagas eso, sabes que soy cosquillosa —agregó, cruzándose de brazos, pero al instante volvió a reír.
—Oh, prepárate, Ovejita.
Daisy se alejó unos metros y le hizo un gesto para que se acercara.
En aquel momento, Patrick no sabía lo mucho que ella luchaba por ocultar su adoración hacia esos rulos. A Daisy le encantaban esos pétalos de girasol enrollados, cubriendo toda su cabecita llena de estupideces.
Ella amaba esas estupideces.
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16 de abril de 1997
Victoria nunca sabía cómo hablar con su madre.
—Hola, mamá —dijo, jugueteando con un mechón de su cabello.
Nunca acostumbró a usar esa palabra. Sin embargo, siempre soñó con emplearla en ella. O en alguna otra señora. Siempre quiso hablar con su mamá.
Era un día helado, y el viento fresco intentaba arremeterse contra los visitantes, pero solo lograba desnudar a los pocos árboles que había, arrojando las hojas al césped. Algunas volaban y se mezclaban junto con la ventisca, atacando el cabello y el atuendo de los más desafortunados. Victoria no fue la excepción. Se agachó para quitar las hojas otoñales de entre sus cordones. Y para cuando se levantó, un chico envuelto en una gruesa bufanda la miraba con verdadera alegría.
—Por fin te encuentro —le dijo arreglándose el gorro de lana.
—David —fue todo lo que pudo pronunciar.
—Te fuiste.
—Tuve que hacerlo.
—¿Por qué dices eso? —preguntó él con tristeza.
—¿Por qué estás aquí?
—Vine a ver a mi suegra —él le sonrió. Se acercó a Victoria con una rosa roja mano que, con infinita delicadeza, colocó sobre la tumba frente a ellos.
—Fue una gran suegra.
—Idiota —dijo Victoria.
—Te he extrañado.
—Solo nos vimos por dos días, David. Y fue hace semanas.
—Lo sé. No he parado de buscarte desde entonces.
—¿Y yo era la sociópata?
Se rieron. Se rieron mucho. Se rieron como la noche que se quedó a dormir en su casa: con alegría y carente de preocupaciones. Porque así se sentía con él. Se sentía feliz, aliviada. Protegida y querida. Sentía que importaba. A él le importaba Victoria.
—Permíteme —le pidió él, mirándola a los ojos.
—¿Qué cosa?
—Ser feliz a tu lado. —Victoria le sonrió—. Me presentaré como corresponde, y no en un callejón oscuro. —Le extendió la mano—. Hola, soy David Sommer.
—Victoria Collins —le respondió ella—. Un placer.
—¿Puedo invitarla, señorita Collins, a tomar un café?
—Estaría encantada.
—Ah, y señorita Collins...
—¿Sí? —Sentía que se mezclaba con el viento, viajando libremente.
—Por favor no vuelva a separarme de mí.
—Eso depende.
—¿De qué? —David se asustó.
—¿El café incluye galletitas?
Él le tomó las manos.
—Incluye toda la clase de diabetes que una dama pueda imaginar.
—Señor Sommer, usted sí que sabe cómo conquistar a una mujer.
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