Verde

—¡Tom! —exclama mi madre, su voz aguda obligándome a alejar el teléfono de mi oreja un par de centímetros—. Hijo, me alegra que contestaras. Te llamé muchas veces, ¿por qué no...?

—Mamá, estoy trabajando —le respondo antes de que termine su pregunta—. Sabes que a esta hora trabajo.

—Sí, bueno... —Mientras escucho a mi mamá, observo alrededor y verifico que mi jefe no se encuentre a la vista. Luego, mantengo el teléfono entre mi hombro y oreja derecha para recoger los platos sucios de una mesa desocupada, dejándolos uno sobre otro encima de una bandeja negra—. Lo siento, cariño. Lo había olvidado.

—Claro, cómo no lo olvidarías —le contesto con ironía.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No lo sé, yo no soy quien ignora las llamadas de su hijo y ni siquiera intenta comunicarse con él de alguna otra forma.

La oigo suspirar, pero sabe que tengo razón; no puede negar el hecho de que ni ella u otro miembro de mi familia me ha llamado para preguntar cómo estoy. Sabe que tengo derecho a estar enojado con ella, mi padre y hermana.
Entretanto espero a que responda, ya que al parecer no tiene argumentos a su favor, tomo la bandeja llena de platos, cubiertos y vasos, y me dirijo a la cocina, dejando todo dentro del lavaplatos.

—Mamá, ¿piensas responder algo? —pregunto y me recargo sobre un mesón en la cocina, tomando nuevamente el celular con mi mano derecha y estrechando mi brazo izquierdo alrededor de mi torso— Tengo trabajo por hacer, todavía es temprano.

—Perdón, hijo. Créeme que no fue mi intención ni la de tu padre. Menos tu hermana. Han sido meses ocupados para todos nosotros, ya sabes, el trabajo y...

—Está bien, está bien. Tranquila —le digo, esta vez con voz mucho más suave—. Entiendo. Solo me sentía un poco mal porque no hemos hablado hace meses desde que...

—Lo siento, Tom. Esa es una de las razones por las que llamaba. ¿Está todo bien?

Y ahora soy yo el que no sabe qué responder. Cuando Dylan entró a rehabilitación, necesité de más apoyo que el de una sola persona. No es que Ki Hong no hubiese estado siempre para mí, porque vaya que lo estaba; me preguntaba más de dos veces al día si estaba bien, ya sea en persona, a través de un mensaje de texto o una llamada, se encargaba de saber si necesitaba algo y un sinfín de otras cosas por las que siempre le estaré agradecido. Pese a todo eso, necesitaba hablar con alguien más, ya que no me agradaba la idea de que mis problemas fuesen una carga diaria para mi mejor amigo, así que un día decidí que mi familia merecía saber esto. Por mucho miedo que me causara el hecho de que alguno de ellos pudiese rogarme volver a Inglaterra y dejar a Dylan, la realidad fue diferente a lo que mi mente creía y mi mamá, al ser la primera en saber, me reconfortó a través del teléfono como cualquier otra madre que sabe sobre el sufrimiento que su hijo está viviendo en carne propia. Jamás mencioné la pelea más grande que tuvimos ni que me golpeó, solo le conté sobre lo que estaba viviendo en ese tiempo lleno de soledad mientras esperaba a que la rehabilitación de Dylan acabara y también lo que sucedió para que él llegara hasta ese punto. Mi papá y mi hermana se enteraron días más tarde, y no culpo a mi madre por haberles dicho porque sé que solo se preocupaba por mí, aunque ninguno de los dos reaccionó de la mejor manera ante la noticia. No obstante, mi hermana conversó conmigo y ofreció hacerme una visita de una semana a la que debí negarme, puesto que sabía lo que significaba eso para ella: perder días de trabajo, o sea, menos dinero dentro de sus ahorros para la universidad. Mi papá solo me pidió que volviera si era necesario, pues él siempre tendría las puertas abiertas para mí; estoy seguro de que en realidad deseaba que me marchara y se mordía la lengua por decirme todo lo que pensaba de Dylan. Y yo no quería volver, no creía poder regresar porque tenía fe en que mi novio cambiaría sus hábitos. A veces pienso que si hubiese tenido la habilidad de ver el futuro cuando conocí a Dylan, no hubiese regresado a Inglaterra solo para tomar la radical decisión de viajar de nuevo a Estados Unidos y vivir junto a él; pero me enamoré y, bueno, nunca tendré el don de ver el futuro, supongo que por eso nada importó.

—Está todo bien —mentí, mi voz firme y segura—. Dylan consiguió un nuevo empleo hace un par de meses y, ahm... Todo está genial.

—¿No ha vuelto a...?

—No, no. Se recuperó por completo. Todo está tal y como antes. —Lo peor es que así es: todo volvió a ser tal y como hace unos meses atrás.

—Me alegro de que todo esté bien. Temía de que a lo mejor él volvería a sus viejos hábitos y...

—Yo también tenía un poco de miedo, pero no. Está todo muy bien hasta ahora.

—Señor Sangster —me llama una voz masculina y rasposa fuera de la conversación. Dirijo la vista al frente y me encuentro con mi jefe, quien camina hacia mí desde la puerta con su usual expresión seria.

—Mamá, tengo que colgar —le digo en un volumen más bajo, acercando el micrófono del teléfono a mi boca para que pueda oírme bien—. Hablamos más tarde.

Enderezo mi postura y dejo de recargarme en el mueble que está a mis espaldas. Mi jefe, el señor Jacobson, camina hacia mí con su típica mirada severa y aspecto formal. Lleva una camisa blanca y abotonada hasta el cuello, una corbata gris y una placa con su nombre y cargo al lado izquierdo de su pecho. Sus anteojos grandes y de acetato negro le endurecen los rasgos, y creo que para ser solo el supervisor del restaurante, se toma su trabajo con mucha más responsabilidad que el mismísimo gerente, quien tiene un par de años más que yo y es mucho más amable con todos los trabajadores.

Justo cuando creo que recibiré un regaño más una advertencia sobre no hablar por teléfono en horas de trabajo, Ki Hong hace una oportuna entrada por la puerta de la cocina con dos bandejas en cada mano, ambas llenas de vasos sucios, y camina a paso apresurado hacia el lavaplatos para dejarlos a un lado, la persona encargada de esa tarea haciéndole un ademán que mi amigo responde con un guiño. Después, se acerca a mí y dice:

—¿Qué haces parado ahí? Necesito ayuda urgente. Afuera está repleto de gente hambrienta.

Asiento de inmediato y quiero reprimir una sonrisa, porque por más que no sea una mentira, sé que me está salvando la vida y no necesita mi ayuda con tanta urgencia. El señor Jacobson se detiene en seco y nos sigue a ambos con la mirada mientras caminamos por el otro lado de la cocina, ya que el gran mesón central, en donde está el horno y otros artefactos, crea una separación. Veo por última vez su ceño fruncido y salimos de allí, caminando por el pasillo hasta salir por la puerta en donde solo se admite personal autorizado.

—Gracias, te debo una.

—Me debes más de una —replica y sonríe con suficiencia, a lo que yo ruedo los ojos entre risas—, pero no es nada. Solo no te distraigas tanto. Creo que Jacobson se levantó con el pie izquierdo el día de hoy y, ya sabes... Si normalmente es un maldito malhumorado...

—Hoy es peor —completo su oración y él asiente—. Lo sé, tendré cuidado.

—Como sea, deberíamos volver a trabajar. Hablamos en el almuerzo. —me dice por última vez, dándome un par de palmadas en el hombro izquierdo antes de sacar su libreta del bolsillo de su delantal y caminar hacia una mesa para tomar los pedidos de los clientes.

***

Al llegar al edificio, subo por las escaleras y busco mis llaves entre pequeños jadeos mientras camino el corto trecho hasta la puerta del departamento; sin embargo, lo que cambia mi rutina de entrar, cenar e ir a dormir es la música de Pearl Jam que se escucha adentro. Al entrar, la misma música que se oía amortiguada desde el otro lado de la puerta suena a todo volumen a través de los parlantes. La luz está encendida, la ventana está abierta,  una ligera brisa se escabulle a través de ella, y para mi gran sorpresa, Dylan está sentado en el sofá. No me mira, ni siquiera me da un vistazo cuando camino hacia la mesa de centro que está frente a él para dejar las llaves encima, solo mantiene la mirada fija en la pantalla de su teléfono, fuma un porro de marihuana que al parecer acaba de encender y canta la canción en un murmullo.

Desde nuestra última pelea que no lo encuentro en casa cuando regreso del trabajo. Supongo que yo no puedo hacer mucho al respecto o que simplemente me aburrí de intentar, porque le dije que le creía y no es gran novedad que no haya cambiado. Quizás no me mintió esa vez, pero es difícil creer que no lo hizo si se comporta tal y como antes; lo único que mantiene es la responsabilidad de comprometerse a ir trabajar todos los días, aunque nada me asegura que es así. En la mañana se levanta, fuma, se despide de mí con un beso en la mejilla o la comisura de mis labios y desaparece. Llego a casa, la oscuridad me recibe, me resigno a dormir solo hasta que la puerta de entrada es la que me despierta a altas horas de la madrugada. Creo que la única acción que se puede destacar es que bese mi sien o mi mejilla con delicadeza mientras finjo estar sumido en un sueño profundo, porque es la mayor muestra de cariño que me ha dado en dos semanas. A veces preferiría que discutiéramos a que no exista una verdadera comunicación entre ambos y, si soy honesto, ya me encuentro al borde de la rendición. Me cansé y elegí ponerme a prueba, ver cuánto tiempo podré tolerar el hecho de que, por más que lo ame con la vida, es un caso perdido.

Sin que él lo note, me acerco al minicomponente y bajo el volumen de la música, razón por la que al fin quita la mirada del aparato que tiene en las manos y me mira con el ceño fruncido.

—Estaba escuchando eso, Thomas —se queja y yo exhalo, observándolo casi sin creer lo que me está diciendo.

Hola para ti también. Y lo siento, pero la verdad no tengo ganas de que los vecinos golpeen a nuestra puerta gritando que quieren dormir.

Sus ojos pardos permanecen sobre mí por unos segundos, después suelta un profundo suspiro y vuelve a pretender que yo no estoy presente. Le da una calada al porro que está entre el pulgar e índice de su mano izquierda, para luego posicionarlo entre sus labios mientras teclea con ambas manos.

Exhalo una vez más y paso una mano por mi cabellera, la suave melodía de un solo de guitarra llegando a mis oídos. Ninguno habla y a él no parece importarle, así que me propongo a aprovechar la situación que parece ser perfecta para expresar mis dudas. ¿Adónde va por las noches? ¿Está consumiendo drogas que son de un carácter totalmente ilícito? ¿Qué es lo que pasó con nosotros? ¿Qué deberíamos hacer respecto a nuestra relación? Siempre me pregunto esa última, puesto que ya no sé si realmente podría llamar a esto una relación.

—¿Dylan?

—¿Mmh? —Alza la mirada y eleva las cejas. El porro está colgando entre sus labios, sus ojos todavía no adquieren esa irritación común que la hierba provoca y pienso que es un breve alivio el darme cuenta de que ahora me habla en un tono mucho más dulce.

—Nada —contesto y trago saliva—. Solo que creí... creí que no estarías aquí, es todo.

—¿Eso es bueno o malo? —inquiere, una de sus cejas más arqueada que la otra.

—Es...  Es bueno —replico en un tono algo inseguro y esbozo una débil sonrisa que no deja ver mis dientes.

No dice nada por un instante, hasta que imita mi gesto y las comisuras de su boca se elevan un poco. Inhala un poco del cigarrillo que vuelve a tomar entre sus dedos y el humo escapa a través de sus labios de forma lenta, sus ojos entornándose cuando esto sucede. No sé si debería decir algo más o él espera a que yo añada algún comentario para lograr entablar una verdadera conversación después de tantos días; pero lo veo relamerse los labios, presionarlos en una línea hasta desaparecer y sus pupilas se dilatan, recorriendo mi rostro.

Inconscientemente, en algún momento de la conversación rodeé mi torso con mi brazo derecho, mi mano yendo de arriba a abajo sobre mi bíceps izquierdo. Me detengo tan pronto me doy cuenta de ello y soy el primero en quebrar ese infinito contacto visual de tan solo segundos, decidiendo que no tiene sentido permanecer de pie si ninguno hará algo para arreglar lo que ya está roto.

Me encamino hacia la cocina y encuentro restos de la cena de anoche que decido recalentar, ya que no tengo ánimos para preparar algo más contundente. Apenas prendo el microondas para recalentar un plato de spaghetti, voy de vuelta a la sala para recoger mi mochila e ir a dejarla en nuestra habitación, así más tarde puedo ordernar las cosas que tengo allí dentro y también lavar mi uniforme.

—Lo siento —escucho a Dylan hablar, elevando el volumen de su voz para que así lo alcance a oír por sobre la música antes de que yo desaparezca a través del oscuro pasillo.

Me detengo en seco, la mochila entre ambas manos y mi cuerpo totalmente inmóvil. Luego doy media vuelta y un par de pasos hacia el frente, mi entrecejo arrugado y mi mente tratando de decifrar los pensamientos que pasan por su cabeza. Él se inclina y coge el control del minicomponente, apagándolo y permitiendo que el silencio se apodere del lugar. Deja el porro encima de un cenicero que está en el brazo izquierdo del sofá y se pone de pie, su vista bajando al piso y yendo de regreso a mis ojos.

—Lo siento por no haber estado mucho tiempo aquí y... —Se pasa una mano por la cara y toma una bocanada de aire—. Lo siento. Sé que no es una palabra nueva en mi vocabulario, pero te puedo jurar que estoy siendo honesto. Lo siento, Tom.

—¿A qué viene esto, Dylan? —pregunto con una mezcla de confusión y enojo—. No siempre un 《lo siento》 va a ser suficiente, ¿sabes? Es como si... como si no te importara porque simplemente te marchas y regresas por la madrugada, y yo vivo preocupado por ti.

—Lo sé, es solo que...

—¿Adónde vas? —lo interrumpo, acercándome hasta él. Dejo caer la mochila al piso y me detengo a centímetros de su cuerpo, intentando encontrar su mirada gacha que se enfoca en cualquier cosa menos yo— Dylan, necesito saber adónde vas todas las noches, porque...

—No es nada malo —me asegura con cierta desesperación, sus manos agarrando las mías firmemente, pero no es una fuerza que sobrepasa los límites—. No es nada malo, lo prometo. Es solo que me dejé llevar y no me di cuenta de que comencé a salir más con mis amigos y...

—Dylan... —Siento un nudo formándose en mi garganta, mas necesito expresar lo que he guardado por tanto tiempo—. No solo se trata de eso. Volviste a fumar y hace dos semanas me dijiste que no era así.

—Lo sé, lo sé, pero...

—Me pediste que confiara en ti y lo hice. Entonces, ¿por qué sigues haciendo esto?

—Lo siento —se disculpa otra vez y sé que está siendo sincero. Aprieta los labios con vigor y un par de lágrimas recorren sus pálidas mejillas—. De verdad, lo siento tanto...

—A veces no sé si deberíamos seguir con esto. Estoy cansado. No... No puedo estar contigo si...

Sus labios son los que me hacen callar a mitad de la oración. Es un beso corto, algo bruto, hay amor y también está la misma desesperación que posee al hablarme. Ni siquiera consigo corresponder, pues se separa de mí de inmediato y veo su rostro cubierto de lágrimas mientras su mano derecha acaricia mi mejilla.

—No me hagas esto, Tommy. Por favor —me ruega, voz frágil y totalmente afectada por el llanto. Mi mirada se nubla y al parpadear, siento el rostro humedecido—. Voy a cambiar. Voy... Voy a pasar más tiempo junto a ti. Dejaré de fumar, dejaré de...

—Por favor, no sigas prometiendo cosas en vano —le pido con un hilo de voz y trago saliva, subiendo mi mano hasta posicionarla sobre la suya que todavía está en mi cara—. La última vez que confié en ti, no cumpliste lo que dijiste y... no puedo seguir con esto. No puedo estar contigo si cada vez que haces una promesa, es como si no te dieras cuenta de lo que significa.

—Pero... Pero lo de la droga... La dejaré, te lo juro. Lo haré por ti. —Me besa una vez más y se aleja al instante, sus enrojecidos y cristalizados ojos llenos de esperanza, buscando que yo acepte y que no acabe con lo nuestro.

Cierro los ojos, más y más lágrimas resbalando por mis mejillas. No quiero mirarlo. No quiero tener que ver su cara y obligarme a pronunciar esas malditas palabras que jamás pensé en decir cuando comenzamos nuestra relación, ya que una parte de mí solía tener el presentimiento de que jamás habría necesidad de separarnos.

De pronto, sus labios, algo resecos y ásperos, rozan el costado izquierdo de mi cuello, justo bajo la mandíbula. Me estremezco con tan solo un beso y mis emociones se enredan con otras; amor, ansias de tenerlo por siempre a mi lado y la tristeza de saber que esto es solo una forma de endulzar la verdad. Y cierro los ojos con fuerza cuando más lágrimas se forman bajo mis párpados, pero estas caen inevitablemente y yo solo quiero que se detengan. Es frustrante el percatarme de que no soy capaz de apartarlo y negar todo lo que me pide, porque sé que no merezco esto, sin embargo, mi corazón piensa diferente y todavía no soy lo suficientemente fuerte para luchar contra ello.

—Te amo —susurra en mi oído y besa mi cuello una vez más. Luego, siento su aliento tibio chocando contra mi piel y abro los ojos, perdiéndome como siempre en su mirada—. Por favor, Thomas. Quédate conmigo.

Me relamo los labios y contemplo sus ojos claros, vidriosos... desesperanzados.

—¿Todavía me amas? —me pregunta y transcurren segundos en los que ambos enmudecemos, lo único que continúa intacto es mi mirada sobre la suya.

Más lágrimas caen cada que vez que parpadeo y no tardo en asentir, susurrando un 《sí》 que jamás podré esconder de él, ya que es la verdad. Como acto seguido, toma mi cara entre sus manos y une nuestros labios en un beso que esta vez correspondo con fervor. Lo necesito tanto que no puedo evitarlo. Es como salir a la superficie después de haber estado minutos bajo el agua, aguantando la respiración hasta el punto en que los pulmones parecieran querer explotar. Todo el oxígeno que se inhala entre jadeos, ese alivio que se siente después de estar a punto de ahogarte, eso es Dylan para mí.

Cuando nos quitamos la ropa y su boca recorre mi cuerpo; cuando caemos sobre el sofá y sus yemas acarician delicadamente mi piel; cuando hacemos el amor como si cada uno estuviera sediento del otro, creo que descubro mi adicción... y sé que tarde o temprano deberé rehabilitarme y dejarlo en el pasado, sin volver a mirar atrás.

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