Rojo

—Dylan, ¿por qué no hablas con él? —le pregunto a mi novio, quien se encuentra sentado en la gran y desastrosa cama de nuestro (también desastroso) departamento.

Su espalda desnuda y fornida está frente a mí, y tiene la cabeza gacha, sus respiraciones intensas dejándose oír a través de la habitación. Seguramente, tiene una de sus manos en la boca, mordisqueándose las uñas con nervio para reprimir la rabia o algún sentimiento parecido.

—No quiero hablar con él ni nadie que tenga relación con mi familia —contesta entre dientes.

—Pero es tu hermano. Es tu familia, Dylan.

Una risa amarga escapa de sus labios y lo veo levantar la cabeza, doblando el cuello para observarme.

—Familia es la que te rechaza por un montón de años solo porque eres homosexual y después te busca como si nada hubiera sucedido, ¿eh? —Una sonrisa irónica cubre su rostro y hace un movimiento de negación, para luego volver a su posición anterior, esta vez mucho más erguido.

Supongo que está contemplando el paisaje de la ciudad que nos otorga la única ventana en el cuarto. Vivimos en un departamento barato y rentado, ya que hace un tiempo comenzamos a tener problemas económicos gracias a Dylan, quien ha gastado un poco más de lo debido en drogas, algo que se ha convertido en un problema que nos está afectando de forma relevante. Antes rentábamos otro lugar en un edificio mucho más lindo y agradable; era costoso, pero podíamos darnos el lujo de pagar sin problemas.

Suspiro e intento pensar en otra manera de hacerlo entrar en razón. Debo admitir que últimamente temo utilizar alguna palabra que pueda hacerlo explotar, puesto que ha estado mucho más susceptible y su humor ha cambiado bastante; sin embargo, necesito que sepa la verdad, que entienda que su hermano menor lo ama demasiado y lo que sucedió hace años entre ellos no fue culpa de nadie más que la madre de ambos. A veces, Dylan olvida que Matthew era pequeño y no se le permitió tener palabra en aquella pelea.

—Dylan, tu hermano...

—Thomas, para.

—Pero Dyl, él me lo explicó todo y...

—¡Te dije que te detengas! —brama con voz profunda y casi irreconocible. Permanezco en silencio, un poco sorprendido ante su reacción, a lo que él exhala de manera exagerada.

Lo veo ponerse de pie para buscar algo en el cajón de su mesa de noche. Sus manos toman objeto tras objeto, los cuales observa por un milisegundo antes de devolverlos al cajón o, si le estorban para hallar su objetivo, lanzarlos a la cama. Me paso una mano por el rostro: sé perfectamente qué es lo que busca. 

Ruedo los ojos al ver en sus manos lo que él tanto añoraba, el enfado emergiendo de inmediato en mi ser.

—¿Cuándo compraste eso, Dylan? —inquiero en un tono bajo y severo.

Me cruzo de brazos mientras observo cómo abre una bolsa hermética transparente y de tamaño mediano con manos temblorosas. La sitúa sobre la cama, para después, estirar un papel de fumar encima de las arrugadas y desordenadas sábanas blancas. Luego, se pone en cuclillas y apoya sus brazos en el colchón.

Dylan, te hice una pregunta.

—Will la compró —contesta desinteresado entretanto prosigue con el delicado trabajo de formar una línea de hierba sobre el fino rectángulo de papel, intentando no dejar caer ni un poco afuera de este.

—¿Cuánto le pagaste?

—Sesenta.

—¿Te das cuenta de que podríamos haber utilizado esos sesenta dólares en algo más? —Trato de mantener la calma, mas es difícil cuando sé que no piensa en nada más que sus vicios.

—¿Como qué? —murmura. Luce tan concentrado que me enfurece mucho más, porque le es indiferente lo que yo haga o diga.

—No lo sé, ¿qué tal pagar los gastos de luz? Mañana nos dejarán sin electricidad y lo que queda de mi sueldo no es suficiente para costear la factura. O podríamos haber comprado comida. El refrigerador está vacío, no sé si lo notaste.

Conversar con él se puede comparar a hablar con las paredes. Podría comentarle que el mundo se está acabando en este mismísimo instante y, aún así, él no me prestaría atención. 

Dylan —le llamo, otra vez acentuando su nombre.

—Sí, sí. Veré qué hago con eso, tranquilo.

Bufo ante su respuesta y me apoyo en la pared atrás de mí, mis ojos todavía situados sobre él.

Dylan termina de liar el porro y guarda con sumo cuidado la bolsa en el cajón, que ahora posee una menor (aunque de todas formas está casi repleta) cantidad de marihuana. Toma el cigarrillo entre sus dedos e indaga en los bolsillos de su pantalón hasta dar con su tan preciado encendedor decorado con una fotografía de su banda favorita, un regalo que le hice la navidad pasada, cuando lo único que él fumaba era tabaco. 

—Esa es tu respuesta para todo, ¿no? Consumir mierda y escapar de la realidad —digo justo antes de que encienda el porro que ahora cuelga de sus labios.

Dylan enarca una ceja y, con la mano libre, se quita el cigarrillo de la boca. 

—¿No crees que es un poco descarado decirme algo así? Has fumado conmigo antes.

—Pero lo he hecho para pasar el rato. Jamás lo hice para escapar de la realidad o mis responsabilidades, y eso lo sabes —replico con mis ojos clavados en su cara. 

Su rostro cambia, y es ahí cuando estoy seguro de que mi comentario le molestó. Sus rasgos se tensan, se muerde el labio inferior y si las miradas mataran...

—Prefiero escapar de la realidad consumiendo mierda a tener que estar consciente de la vida de mierda que tengo —repone con voz áspera y enfatiza la misma palabra dos veces, como si tuviera el propósito de refutar mis argumentos y ganar la discusión al instante con tal estrategia.

Tan pronto su voz alcanza mis oídos, el enojo es reemplazado por dolor. ¿Acaso yo también soy parte de esa «vida de mierda»? Supongo que algo nota en mi semblante, ya que sus facciones se suavizan en cuestión de segundos y lo que sostenía en las manos lo coloca sobre la vieja mesita de noche, la cual, al ser un mueble de segunda mano, está hecha con madera gastada y pintada de un café desteñido. Camina hacia mí, rodeando la cama, y toma mi rostro entre sus manos, sus pulgares mimando mis mejillas y sus ojos tratando de encontrar los míos, que lo evitan a toda costa.

—Tommy, no quise decir eso. Lo siento. Sabes que no es así, sabes que tú eres el único que me hace feliz entre toda esta porquería por la que estoy pasando.

No contesto. A veces, sé que no me es honesto y desde que entró a todo este mundo de las drogas las cosas han ido cayendo con lentitud. No es solo hierba, de eso estoy seguro. No obstante, él cree que yo no tengo la menor idea de sus andanzas. No sabe que estoy al tanto de lo que esconde de mí y que vivo aguantando sus engaños.

Somos una montaña rusa que en algún momento se halló en la cima, la felicidad estando sobre su punto máximo y haciéndome sentir que esta era la decisión correcta, que él era la persona correcta; pero, por supuesto, ninguna montaña rusa sube y sube para no bajar.

—Tom. Mírame, amor. —Alzo la vista y me encuentro con los iris ámbar que me enamoraron desde el primer día, razón por la que mi pulso se acelera de inmediato.

—Da igual —murmuro desganado—. Solo... Solo no sigas con esto tan seguido, sabes que no me agrada.

—Yo...

—Hablo en serio, Dyl. Una vez cada cierto tiempo está bien, pero tú estás consciente de que no puedes pasar ni un segundo sin tener la cabeza llena de esa basura —él suspira—. Además, ese dinero que gastas más de tres veces a la semana lo necesitamos. Debemos pagar los gastos, la comida, yo ansío poder entrar a la universidad a estudiar teatro y todavía no lo hago porque ya no puedo ahorrar. Tu sueldo se va directamente a cambio de la hierba que fumas y... Te estoy pidiendo control, nada más.

Me mira con detenimiento y traga saliva. Luego, vacilante, deposita un corto y suave beso en mis labios.

—Trataré de dejarlo, lo prometo.

Una promesa más añadida a la lista. Una promesa más que yo acepto. Ni siquiera necesito de una razón compleja para creerle, o, al menos, convencerme de que lo hago: simplemente lo amo y no puedo luchar contra lo que siento por él.

—Lo intentaré, ¿de acuerdo? Prometo que lo intentaré —reitera, a lo que yo asiento, incluso sabiendo en mi interior que son palabras dichas en vano.

Una sonrisa genuina aparece en su boca y la miel de sus ojos brilla mucho más que los rayos de sol a través de la ventana. Me besa con pasión, esta vez sin pensarlo demasiado, y sus labios resecos son la causa de la calidez que crece en mi interior. Su lengua se adentra en mi boca y roza la mía, logrando que mis gemidos hagan un pequeño eco en la habitación mientras él me lleva hacia más allá del cielo.

Ya sobre la cama, con su cuerpo encima del mío, lame y succiona la piel de mi cuello. Suspiro y me estremezco de regocijo, apretando entre mis manos sus escápulas que se esconden y sobresalen bajo su carne con cada movimiento de brazos.

—De todas las drogas que puedo probar, tú siempre serás la mejor y mi favorita. Créeme —susurra en mi oído.

Y así volvemos al círculo vicioso, la insania rondando a nuestro alrededor.

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