Morado
Es enfermizo. Es asfixiante. Va más allá del daño corporal y ese túnel, que en mi mente positiva aún tenía salida, comienza a parecer mucho más oscuro e infinito, sin escapatoria. Unos segundos bastan para que todo vaya cuesta abajo.
Al salir del departamento, Dylan me ruega e insiste. Dice tener justificaciones comprensibles, se acerca y toca mi hombro pidiendo atención, que por favor lo entienda. Se disculpa y hasta llora, mas solo sé eso por la forma en que su voz se convierte en un hilo frágil, ya que no quiero mirarlo a la cara. Me rompe el alma e incita a dar media vuelta para abrazarlo y decirle que, a pesar de todo, no hay nada que me haga dejar de amarlo; sin embargo, sería ir en contra de mis principios, por lo que tomo una bocanada de aire y permito que el rencor se apodere de mí, recordándome la razón por la que no puedo fijar mis ojos sobre los suyos.
El calor me recibe al salir del viejo edificio y emprendo el rutinario viaje hacia mi trabajo. Una hora y media, y llego con veinte minutos de retraso. Mi jefe me reprende y yo le presto falsa atención; en realidad, mi cabeza está en cualquier lugar menos donde estoy ahora. Después, Ki Hong me pregunta por mi labio roto: le digo que es producto de mi torpeza al tropezarme en la escalera cuando subía hacia mi departamento.
—Así que te caíste...
—Sí —afirmo distraído mientras camino hacia la cocina a dejar las ordenes, mi amigo pisándome los talones—. Por favor, apresúrate con la tres, Jake —le digo a uno de los cocineros con quien mejor me llevo—. Tienen cara de impacientes y amargados, te lo juro.
Intento aligerar la tensión que cargo utilizando el método de ignorar los problemas por lo que resta del día. Jake ríe ante lo dicho y yo también lo hago, mas reconozco que mi risa no es tan genuina como parece. Ki Hong me observa con ojos entornados y yo sé que está dudando de mí. ¿Por qué? Porque él sabe que yo no suelo ser tan torpe y despistado como para tropezar en la escalera, o supongo que es por eso que me cuestiona tanto.
—¿Desde cuándo subes escaleras?
—Desde que vivo en un edificio barato con un ascensor que está fuera de servicio veinticuatro, seis —replico, encogiéndome de hombros.
—Siete —sentencia y yo arrugo el entrecejo, confundido.
—¿Qué?
—Querrás decir 《veinticuatro, siete》.
—Nop. Siempre hay un día de la semana en el que el ascensor funciona bien, así que sería seis.
—Oh... —responde y yo me cruzo de brazos, un costado de mi cuerpo recargado en la muralla más cercana. Ki Hong se relame los labios, frunce el ceño y mira el suelo con expresión pensativa antes de regresar los ojos hacia mí— Así que te caíste, ¿eh?
No puedo evitar rodar los ojos al oírlo decir exactamente lo mismo de hace unos minutos atrás, y sonrío porque sé que todas estas preguntas repetitivas son ni más ni menos que debidas a su preocupación por mí. Espera que en algún momento le cuente la verdad; no lo haré, no deseo ser una carga para él.
—¡Sí, hombre! Me caí —le contesto, aún sonriendo—. ¿Qué tan difícil es creer que me tropecé en la escalera?
—No lo sé, es raro... Tú nunca...
—Mesa tres: lista —anuncia Jake, finiquitando los últimos detalles de un plato de spaghetti con albóndigas e interrumpiendo a Ki.
—Gracias por escucharme, no quería meterme en problemas por culpa de unos clientes irritables —le agradezco a Jake con un guiño de mi ojo derecho y me acerco al mesón para coger la bandeja negra, mediana y con dos platos de comida. Me dirijo a la puerta y Ki Hong me sigue—. Ki, tranquilízate. Estoy bien. Fue un golpe con la escalera, nada más.
No me gusta mentir, sin embargo, no tengo ganas de convertirme en el peso de alguien más con mis dilemas que poseen número indefinido. Él asiente, inseguro, y yo trago saliva.
—Si algo pasa, puedes decirme —me recuerda con las mismas palabras que le he oído decir más de cien veces.
—Lo sé, gracias —contesto y esbozo una sonrisa—. Ahora, ve a trabajar. El señor Jacobson anda cerca y si te ve holgazaneando, te echará a patadas de aquí.
Con una breve carcajada, Ki Hong me da unas palmadas en el hombro derecho y se encamina de vuelta a atender clientes hambrientos. Suelto una bocanada de aire apenas mi amigo desaparece de mi vista y salgo de la cocina para entregar las ordenes.
En la hora de almuerzo me dedico a pagar las facturas con el teléfono de Ki —uno bastante moderno, debo decir—, el cual le pedí prestado por el hecho de que tiene Internet móvil y toda esa mierda que yo no puedo costear por el momento. Le agradezco mentalmente a la persona que inventó la facilidad de hacer transferencias bancarias a través de Internet, porque me resulta mucho más conveniente a tener que caminar en busca de un cajero automático.
Y es así como transcurren las horas: trabajo, más trabajo y uno que otro comentario entre Ki y yo sobre estupideces que hallamos graciosas, logrando distraernos del agotamiento; aunque, si soy sincero, esa intención es mucho más personal que general, pues soy yo quien busca olvidar la fatiga, ya sea mental o física. No obstante, nada está a mi favor el día de hoy y justo cuando estoy rogando en mi interior que el tiempo avance de forma pausada, sucede lo contrario y anochece cuando menos lo espero.
De camino al paradero de buses con Ki Hong, estoy abstraído en mis pensamientos. No encuentro la solución, siquiera sé qué es lo que debería hacer ahora. A lo mejor es momento de dejar a Dylan, quizás es lo correcto, pero ¿cómo hacerlo? Estoy decepcionado y siento que me será muy difícil volver a confiar en él, por más que la confianza entre nosotros ya fue quebrada más de una vez y solo esto faltaba para que se perdiera sin remedio. Tampoco quiero justificarlo, no quiero excusar sus actos porque no tienen una razón válida, mas... lo amo, y eso es lo que me mantiene entre la espada y la pared. Deseo ayudarlo, enmendar sus partes rotas y hacerle saber que estoy junto a él, que yo le ayudaré a alejarse de todo ese mundo oscuro al que se adentró.
—Oye... ¿seguro de que te encuentras bien? —pregunta Ki Hong, retomando el tema de esta mañana.
—Sí, muy seguro —confirmo con las manos en los bolsillos de mis pantalones y la vista fija en el pavimento, el cual cambia a medida voy caminando.
—Thomas, hablo en serio... Sé que... —Chasquea la lengua—. Okay. Honestamente, me parece algo raro lo de tu labio roto.
—Fue un caída. ¿Por qué eres tan cabeza dura? —respondo en un tono bromista, mas el no ríe. Es ahí cuando mi sonrisa se desvanece y frunzo el ceño, viendo cómo él detiene la vista en mí por un momento y la regresa al horizonte.
—Solo espero que me estés diciendo la verdad —repone en un tono sútil y, a la vez, serio—. Si es algo grave, no quiero terminar siendo el último en saber cuando sea demasiado tarde.
Y comprendo con claridad a lo que se refiere. Ki Hong es una de las personas más inteligentes que conozco y sé que él no pasa nada por alto: siempre consigue ver más allá de las palabras. De seguro sospecha, y vaya que sospecha bien, es eso lo que engrandece mi cargo de conciencia por no decirle la verdad.
Llego al edificio casi media hora antes de lo habitual gracias a que no hubo mucho tráfico. Justo antes de entrar, recuerdo que no tenemos comida, así que decido ir a comprar algunos alimentos necesarios en la tienda que está a una cuadra de distancia y cuando obtengo lo necesario, me encamino de vuelta a mi hogar con unas cuantas bolsas de papel y plástico en mis manos. Hoy, para mi gran sorpresa, el ascensor está en funcionamiento, cosa que me brinda un momentáneo alivio al saber que no tendré que subir diez pisos que equivalen a un montón de escaleras; pero, como dije anteriormente, el alivio dura un parpadeo.
Estoy cada vez más cerca de mi piso y creo que preferiría quedarme atascado dentro del elevador a tener que enfrentar todo lo que me espera dentro de ese departamento. Los recuerdos evocan, se reproducen una y otra vez en mi cerebro. Oigo a Dylan gritándome, lo siento golpeándome, lo veo estando fuera de sí. Quiero que se detenga, que esa parte de mi memoria se borre de pronto por la noche y que no haya rastro de ella al despertar por la mañana. Tampoco quiero pensar que me costará trabajo mirarlo a los ojos, porque sé que con un solo vistazo me mantendrán atrapado en el pasado.
No me doy cuenta de que las puertas se están volviendo a cerrar en el piso número diez, mas actúo con agilidad y las detengo con mi pie, el sensor obligándolas a abrirse. Camino a paso lento, ni siquiera me molesto en tomar las llaves que están en el bolsillo derecho de mi pantalón, y solo trato de alargar el corto trecho entre el ascensor y mi departamento. Inhalo una buena cantidad de oxígeno hasta que me resigno a entrar, cerrando la puerta tras mi espalda de una forma tan sigilosa, porque, sea donde sea que Dylan esté, no quiero que se entere de que estoy de vuelta. No dejo las llaves encima de la mesa de centro, como es lo usual, sino que las guardo con sumo cuidado en el mismo bolsillo de mi pantalón, tratando de que choquen lo menos posible entre sí para no ocasionar esas campanillas tan peculiares que hacen eco por todas y cada una de las habitaciones. Prendo la luz y me doy cuenta de lo silencioso y vacío que está el lugar. Distingo minúsculos trozos de cristal en el piso, la ventana está cerrada, hay ciertos objetos desparramados por doquier y no percibo ese olor a hierba que siempre está rondando en el aire debido a Dylan. Mis sentidos se alertan, así que en un rápido movimiento dejo la mochila y bolsas en el piso, y en segundos estoy dirigiéndome a nuestro cuarto.
Es entonces cuando estoy afuera de la habitación, de pie en el pasillo, que escucho sollozos descontrolados provenientes de adentro. La puerta está entreabierta, una rendija es lo único que me permite echar un vistazo. Empujo la superficie de madera y esta emite un chirrido casi imperceptible, dejando a la vista lo poco que mis ojos logran divisar: la escasa luz que brinda el alumbrado a través de la ventana enmarca una silueta entre toda esa oscuridad que me da la bienvenida. Dudo un poco respecto a mi siguiente acción y acabo oprimiendo el interruptor de la pared que está a mi lado. La cálida luz anaranjada repleta cada rincón, pero él no se gira a mirar; llora y llora como si no lo hubiera hecho en años, y sus hombros —que son lo único que consigo ver junto a su cabeza, puesto que está sentado en el suelo con la espalda contra un costado de la cama— se mueven al compás de sus sollozos, estrujándome el corazón.
Si bien mis pasos son indecisos, no tardo mucho en estar frente a él y sentir mis ojos aguándose, las lágrimas cayendo con fluidez conforme pestañeo. Abraza sus piernas, tiene el mentón sobre las rodillas, su vista está clavada al muro, lágrimas abundantes cristalizan sus ojos, rojizos e hinchados, y su labio inferior tiembla, algunos sonidos que pareciera intentar reprimir escapando de su boca.
Lo sentimientos se convierten en una desastrosa mezcla. Veo su rostro y lo sucedido en la mañana revive, pero él es el hombre que amo, mi mejor amigo, la persona con la que he vivido lo suficiente como para arrodillarme a su lado y tratar de encontrar su mirada perdida.
—¿Dylan? —susurro y, temerosamente, acerco una mano a su cara para tocar su mejilla izquierda.
Él torna la vista hacia mí, observándome por unos segundos hacia arriba. Después, levanta la cabeza, endereza la espalda y el contacto visual se vuelve permanente. Hay un leve puchero en su boca que creo no puede evitar, iris que están de un color mucho más verdoso debido al llanto, mejillas que poseen un tinte carmín, algunas marcas de lágrimas secas siendo notorias en ellas, y pupilas negras que recorren cada uno de mis rasgos, casi como si le pareciera mentira que estoy aquí junto a él.
—Tom —murmura. Puedo ver el llanto venir una vez más, sus ojos vidriosos siendo la prueba de ello.
—Tranquilo —digo con un hilo de voz, tratando de contener mi propio dolor. Él vuelve a llorar, cierra los ojos y me abraza sin previo aviso.
Sus brazos me envuelven con una fuerza que no hallo cómo definir o explicar. No es brutalidad, es miedo, es cariño y no desea dejarme ir. Esconde la cara en el hueco de mi cuello, humedeciéndome la piel, solloza y también dice palabras que posiblemente no existen en el diccionario, pero para él han de significar algo. Luego, soy yo quien le rodea con firmeza y busca sentir todo lo que creía perdido.
—Perdóname. Por-por favor, Tommy. —Es lo único que consigo descifrar entre sus balbuceos mientras él deja salir lo que de seguro escondió por demasiado tiempo. Y si lo pienso bien, no lo he visto llorar de esta forma en meses.
Llevo una de mis manos a su cabellera y enredo mis dedos en ella, algo que antes solía hacer cuando él se sentía desganado o triste y tumbaba la cabeza en mi regazo, los dos sentados en el sofá.
—Sshh... Está bien, Dyl. Está todo bien —le aseguro con voz suave.
—No, no... —Se zafa de mi agarre y me contempla. Su voz suena ronca y quebrada—. Nada... Na-nada está bien y... Y, no sé qué hacer para que me perdones. Te amo y... Ayúdame, por favor. No quiero... No quiero herirte de nuevo y...
Cuando llora otra vez, solo lo acerco a mi pecho. Permanecemos así un rato, mis manos acariciando su cabello y espalda, esperando poder calmarlo. Cinco minutos más tarde, le sugiero que nos recostemos en la cama y terminamos los dos de costado, su espalda contra mi pecho, ninguna distancia entre nuestros cuerpos. Lo sostengo entre mis brazos, tratando de arrullarlo con palabras dulces que susurro en su oído.
No sé quién de los dos está más quebrado que el otro y ya no me importa; él está siendo sincero, lo puedo jurar, y creo que es un acto de perdón el que estoy cometiendo en este instante. Nadie es perfecto y sí, será difícil recobrar la confianza u olvidar lo sucedido, pero podremos llevarlo a cabo. Creo que soy capaz de juntar mis partes rotas con tal de enmendar las suyas.
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