Amarillo
Días después de haber conversado con Dylan sobre lo que me escribió en esa carta, lo acompañé para que se internara en un centro de rehabilitación que se encuentra en las afueras de la ciudad. Utilizamos el transporte público y todo el camino no dejó de repiquetear sus dedos contra la silla plástica delante de nosotros o mover sus piernas constantemente, siendo un manojo de nervios que ni yo podía calmar del todo. Recuerdo las miradas que recibí de su parte, sus pupilas dejando a la vista cierto arrepentimiento respecto a la decisión tomada por él mismo, mas yo solo sostuve su mano izquierda entre la mía e intenté relajarlo con caricias, aunque sus palmas sudorosas y la forma en que se mordía el labio inferior era preocupante. Al llegar a nuestro destino, nos bajamos del bus y él permaneció quieto en su lugar, tal como si algún tipo de pegamento lo hubiese adherido al piso. Por un segundo creí que me diría que regresemos a casa, y ya me estaba preparando para ello, pero respiró profundo, cogió mi mano y nos encaminamos hacia el edificio que se encontraba a dos o tres cuadras del paradero de autobuses.
La despedida fue la parte complicada. Creo que fue lo más difícil, la parte que jamás contemplé, porque, simplemente, no deseaba pensar en ello. Con un diagnóstico ya realizado, documentos firmados por ambos en donde se constataba el consentimiento de Dylan frente a esto —pues no suelen internar a alguien si va en contra de su voluntad—, cheques de pago listos y las reglas explicadas por una enfermera, nos dieron cinco minutos para decir ese 《hasta pronto》 tan inminente, y a pesar de que todo tenía un objetivo claro y positivo para la salud mental de ambos, yo no quería marcharme. Me dolía dejarlo ir, en especial al saber que tendría escasas oportunidades de visitarlo y que su retorno a casa sería incierto, ya que dependía de él y su cooperación.
Dylan me pasó su teléfono y todo lo que traía en los bolsillos: su billetera, audífonos, una goma de mascar y algunas monedas. Incluso, tuve que llevarme los cordones de sus zapatillas debido a que no le permitían poseer objetos que pudiesen ser utilizados para atentar contra su vida o, sin eufemismos, para suicidarse. Recuerdo vivamente el temor que surgió en mí al oír a la enfermera hablándonos sobre ese tema en específico. No era como si tuviera la certeza de que mi novio es un suicida empedernido, pero tampoco era demasiado reconfortante escuchar que la mayoría de los intentos de suicidio se debían a la desesperación producida por la abstinencia total de drogas. Él jamás estuvo tan mal, y siempre supe sobre la existencia de casos de adicción peores que el suyo, sin embargo, a veces la mente se pone en tu contra y tu cuerpo sigue los mismos pasos, creando una angustia que te obliga a hacer algo que jamás pasó por tu cabeza. Ese era mi mayor miedo y le rogué entre lágrimas que por favor hiciera un esfuerzo para recuperarse y salir pronto de allí. Con un movimiento afirmativo de su cabeza, un beso y un fuerte abrazo, intercambiamos nuestras últimas palabras, prometiéndole que lo visitaría tan pronto se me fuese permitido.
Las primeras dos semanas fueron una tortura. El trabajo era una de mis distracciones más grandes y trataba de conversar un poco más con Ki Hong, el único que siempre ha logrado mantener mi mente ocupada cuando lo necesito. También hacía lo posible para convencerme de salir con él algunas noches en vez de ir a casa y recostarme a observar el techo de mi habitación por horas. El tiempo pasó rápido, y a la tercera semana decidí hacer un gasto: un día lunes por la mañana —día que planeé minuciosamente, por lo que pedí por anticipado el permiso de llegar más tarde al trabajo—, me dirigí al centro comercial y compré un iPod, uno pequeño y que se encontraba dentro de mi presupuesto, para, horas más tarde, llenarlo de la música que más le gusta a Dylan. Ese mismo día lo visité por primera vez. Lo abracé como si no nos hubiéramos visto en años y en el cuarto de visitas, cuando ya estábamos solos, rompió en llanto, repitiendo entre balbuceos que lo sacara de ese lugar porque no lo soportaba. Lo sostuve entre mis brazos, mis manos sobando su espalda en forma circular y susurrando palabras que esperaba le sirvieran de consuelo. En cierta parte de mi corazón, ansiaba sacarlo de allí y tenerlo de vuelta en casa, mas sabía que eso significaba arruinar el progreso, dejarlo que se hundiera de nuevo en todas las adicciones insanas y retroceder en vez de avanzar. Antes de irme, me aseguré de que nadie estuviera cerca y le entregué el iPod y sus audífonos negros, deslizando mi mano dentro del bolsillo de su sudadera y murmurando en su oído que le entregaba eso porque confiaba en él, y esperaba que un poco de música pudiera ayudarlo a recobrar el sentido del porqué estaba ahí.
Esa fue la primera y última vez que lo vi en el centro de rehabilitación, y su cara antes de irme es lo que más recuerdo hasta el día de hoy; no se trataba de alguna mirada distinta o un gesto singular, pero algo me llevó a grabar en mi memoria el rostro que tuve frente a mí ese día. Memoricé inconscientemente sus ojos pardos, hinchados, rojizos y cristalizados, como también su labio inferior sobresaliendo en un puchero involuntario. Tenía el cabello un poco más largo y una barba de dos o tres días adornaba sus rasgos y le otorgaba un toque diferente. Nunca más tuve la oportunidad de visitarlo, supongo que eso puede tener relación con la imagen que mi mente quiso retener.
La quinta semana no se me permitió una visita y no porque existiese una causa o justificación concreta, sino que Dylan pidió con claridad que no me dejaran verlo, y ni siquiera dio un motivo para mi tranquilidad. Solo pude resignarme, hundirme en la tristeza, sentir que todo parecía abatirme más que esperanzarme, comer y dormir poco, pensar demasiado y perder día a día la fuerza que reuní en un mes. Pero me aferré a lo que yacía en mi memoria: los buenos momentos, la primera vez que nos conocimos y la última vez que lo vi antes de que él mismo me apartara de ese importante proceso. Decidí no protestar y creer que tenía una buena explicación o que tal vez cambiaría de opinión.
En la séptima semana, un día sábado por la mañana, golpearon la puerta una y otra vez con urgencia. Me dirigí hacia allá de mala gana, creyendo que se trataba de uno de los vecinos fastidiosos que piden favores o hacen preguntas sobre algo de lo que no tienes idea, mas abrí la puerta y me topé con el rostro que tanto extrañaba; su cabello corto, una sonrisa dibujada en sus labios, un bolso colgado sobre su hombro y ojos de un color miel que combinaba con la tonalidad amarilla de los rayos de sol filtrándose a través las delgadas cortinas de la sala. Cubrí mi boca con una mano y mis ojos se humedecieron en segundos gracias a la alegría indescriptible que brotó dentro de mí. Luego, di un paso hacia adelante y me abalancé sobre él en un abrazo algo bruto, mis manos empuñándose, comprobando que no había llegado a un estado de alucinación grave y que él realmente estaba ahí. Permití que las lágrimas recorrieran mis mejillas y mojaran su camiseta azul, mientras tanto, él me consolaba con suaves caricias, besos en mi cabellera y sien izquierda.
En ese entonces, todo siguió su curso normal y los días se convirtieron en horas que solo quería disfrutar junto a él en vez de ir a trabajar, pues vaya que todo había cambiado y era como revivir el comienzo de nuestra relación. Me explicó una semana más tarde por qué había pedido lo de las visitas, contándome que sentía la necesidad de tener un tiempo a solas para lograr salir pronto de allí. Después fue cuestión de tiempo empezar desde cero y recobrar la confianza perdida poco a poco.
***
—¿Cómo esperas que te crea, Dylan? —le digo entre dientes y la mirada se me nubla gracias a las lágrimas acumuladas en mis ojos; no quiero dejar que caigan, no quiero demostrar debilidad.
—Salí con unos amigos del trabajo, Thomas. Nada más —replica serio, reiterando la explicación que me acaba de dar hace menos de un minuto atrás. Su mirada no es la de siempre, sin embargo, se convierte en una demasiado familiar y un mal presentimiento resucita, uno que creía totalmente muerto.
—¿Nada más? ¡Parecía como si te hubieses dado un maldito baño de marihuana! —exclamo con rabia, mis manos yendo de un lado a otro. Lo veo agachar la mirada, observando el piso y después cerrando los ojos con un largo suspiro.
No quería regresar a esto. Pensé que la paz sería duradera y que al fin todo tomaría el rumbo correcto, porque vaya que me he sentido como si estuviera viviendo dentro de una fantasía. Cada minuto a su lado parece un milisegundo, ya que la felicidad es lo que me hace perder la noción del tiempo; ahora, en este mismísimo instante, es como si todos los relojes en el mundo se detuvieran solo para que yo pueda sentir profundamente los cortes que él está abriendo una vez más sin siquiera notarlo. Y quiero creer que se trata de una pelea común, una discusión o desacuerdo que cualquier pareja puede tener. No es una pelea común. Estoy lleno de enfado y tristeza que renace al darme cuenta de que, posiblemente, todo este ensueño se trataba de una venda que cubría las heridas.
—Thomas —Suspira una vez más y se pasa una mano por el rostro—, ya te lo dije. Ellos estaban fumando. Ellos. No yo.
—¿De verdad crees que soy tan idiota como para no darme cuenta? —contesto. Mi voz está endeble, a punto de quebrarse y perderse en el llanto que contengo a duras penas.
Nunca sé si es algo bueno conocer tanto a una persona, puesto que duele demasiado ver cómo te mienten y ni siquiera se retractan. No hay arrepentimiento ni vacilación al pronunciar sus palabras, pero no me mira a los ojos y eso es todo lo que necesito para saber cuán falsa es su justificación respecto a lo sucedido anoche.
Me paso una mano por el cabello, mis dedos desenredando los mechones más largos, y luego me cruzo de brazos, recargando mi costado derecho en la muralla a mi lado. Lo observo atento: se relame los labios y sube una mano hacia su barbilla, masajeándola con los dedos mientras da cortos pasos de un lado a otro, dando vueltas en el mismo sitio. Al no haber respuesta, el silencio aparece, yo me desespero y creo que todo se desploma una vez más. Somos como un edificio reconstruido que vuelve a derrumbarse por algo mínimo, con infinitas grietas y trozos de escombros que caen y caen sin parar, todo debido a algún error que nadie notó. Tal vez hubo un error en la reconstrucción de nuestra relación y yo me cegué demasiado, por lo que no me percaté de ello.
De repente se sienta en el sofá, uno nuevo que pudimos darnos el lujo de comprar hace unas semanas, y apoya los codos sobre sus muslos, pasándose las dos manos por la cara como si de esa forma intentara limpiar toda emoción negativa que existe dentro de él.
—¿Por qué no puedes confiar en mí? —murmura. Su voz es débil y al fin alza la mirada para encontrarse con la mía, pero yo no mantengo el contacto visual porque siento que no soy capaz de ello, en especial al oírlo hacerme preguntas como esa.
—Dylan... —Me relamo los labios y los presiono con fuerza, para despues exhalar y responder con sinceridad—. ¿Cómo esperas que confíe en ti? Quiero hacerlo, de verdad, pero dos meses no es lo suficiente para ello y... —Me detengo por un segundo y chasqueo la lengua mientras cierro los ojos, causando que mi mejilla izquierda se humedezca con una lágrima que cae al instante—. No sé cómo me pides que confíe en ti si... prácticamente me estás dando razones para no hacerlo. ¿Cómo sé que no volviste a recaer y...?
—¡Pero no es así! —brama antes de poder terminar mi oración y se acerca hacia mí en un movimiento intimidante, mas permanezco quieto— ¡Por la mierda, Thomas! Solo te pido confianza y tú...
Entonces, vuelve a dar vueltas en la habitación, yendo de un lado a otro a menos de un metro de mí. Y aunque trato de evitar el encender más esa llama que lo lleva a explotar, no aguanto el tener que morderme la lengua y no decir lo que pienso. Quizás siento un poco de miedo, pero sé que no debería ser así y eso me incita a ser impulsivo, a decir lo que guardo en mi mente.
—Y me pides confianza a través de mentiras, ¿no?
Escucharme decir algo como eso lo hace parar en seco, sus ojos contemplándome incrédulo. Se pasa la mano derecha por la cara y la lleva a su cadera, bajando la mirada. Una risa enmudecida sale de su boca y niega con la cabeza, para después unir sus labios y subir la vista hacia mí. Está serio, molesto, enojado y estoy seguro de que es porque digo la verdad.
—¿Crees que estoy mintiendo? —inquiere en un tono algo inquietante para mí. Las venas de su frente y cuello resaltan en su piel, y sus ojos son como cuchillas que apuntan hacia mí, listas para apuñalarme hasta la muerte. Luego, el volumen de su voz incrementa y habla en un tono algo irónico, al igual que la sonrisa retorcida que se forma en sus labios—. ¡Pasé más de un mes dentro de ese lugar de mierda y lo hice por ti! ¿Y tú no puedes creerme?
Entonces, el miedo se reemplaza con rabia, impotencia y decepción. Mi corazón parece volver a quebrarse al ver hasta dónde puede llevar una mentira. Preferiría que admitiera lo que hizo anoche, pero creo que prefiere continuar con los engaños y hacer de algo que podría haber sido una pequeña discusión, una pelea que de seguro todos los vecinos escuchan a través de las delgadas paredes.
—No, Dylan. No puedo creerte. ¿Acaso harás algo al respecto? —Sus facciones se tensan y bajo la mirada, viendo su puño apretándose y relajándose cada cierto rato. De repente, se acerca a mí a zancadas e imagino el golpe que está por venir, pero intento mantenerme fuerte con un contacto visual permanente, incluso si más lágrimas se avecinan y por dentro estoy hecho pedazos—. ¿Vas a golpearme de nuevo? ¿Vas a desquitarte conmigo igual que la última vez, y todo porque estoy diciendo la verdad?
Y eso basta para que él sea el primero en retroceder. Respira con irregularidad y no tarda mucho tener un arrebato de cólera, dándole un puñetazo a la muralla y después cayendo al piso con un llanto desgarrador. Y solo quiero abrazarlo, decirle que no importa, no obstante, doy media vuelta, tomo las llaves de la mesa de centro y sollozo en silencio, cerrando la puerta tras mi espalda y caminando sin rumbo para escapar de ahí por cuánto tiempo sea posible.
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