1. La inicial que define a un Don Nadie
Una mala reputación es como pisar excremento de perro. Una comparativa para nada linda y digna de ser dentro de este relato, pero es lo que pienso. No, es lo que siento. Detente a pensarlo un momento, estoy seguro de tener la razón. Pisas la caca, se incrusta en la suela de tu zapato y te cuesta deshacerte de ella tanto como los prejuicios que tienen las personas sobre ti; luego, cuando quitas la porquería, te queda el olor, una detestable esencia que te persigue durante un tiempo, al igual que la reputación. ¿Entiendes mejor por qué la comparativa? Son casi lo mismo. Y digo «casi» porque fervientemente creo que puedes dejar limpiar la suela de zapato con más facilidad que la mala reputación.
Yo tenía una reputación, una que se transformó. Al comienzo era respetado, luego temido y, luego... repudiado. No quiero que me veas como una víctima, porque estoy muy lejos de serlo. Estoy consciente de que mi terrible reputación es gracias a todas las acciones que hice en mis años anteriores en el colegio y hacia mis compañeros.
Te explico: soy lo que denominan "bravucón", el estereotipo de antagonista que se presenta en alguna película, serie o libro. El chico malo que siempre termina perdiendo. Y, demonios..., sí lo hace.
Pero ¿alguna vez te preguntaste qué llevó al bravucón a actuar como tal? Todos tenemos una historia detrás de lo que mostramos al mundo. La mía empieza cuando era lo único que mantenía a mamá en casa. Con cinco años solía ver televisión más que hablar, mis problemas de aprendizaje siempre fueron un tema particularmente interesante para que mis padres discutieran; eso y las malas notas de mi hermano... y la falta de dinero... y el porqué mi viejo llegaba tarde del trabajo... Y muchos más. Mi familia no podía estar en el folleto de venta de casas o un ejemplo de tranquilidad para el barrio, éramos todo lo contrario. Los vecinos ideales de quienes cotillear. Ni siquiera el mayor de mis hermanos —un universitario becado— se salvaba de las chismosas personas.
Como mis padres vivían en discusiones tontas, mi hermano del medio, César, prefería gastar su tiempo fumando yerba y George, el mayor, estaba más preocupado por la universidad, no me quedó de otra que encariñarme y aprender de la televisión basura, ese tipo de tele que regulas la sintonía con una antena. Oh, sí... la televisión y yo no nos separábamos jamás, ni siquiera cuando mis descuidados padres, en escasas ocasiones, advertían que tendría los ojos cuadrados. Mi horario era simple: a las 7:30 de la mañana me levantaba y encendía la televisión, llegaba del colegio a las 15:00 y sintonizaba la novela, a las 17:00 veía un programa de farándula y a las 19:00 empezaba lo que para mí sería el principio de la tragedia: Pisando Firme, un programa que trataba sobre ballet.
Resulta que decirle a mi viejo «cuando crezca quiero ser bailarín de ballet» no fue la mejor idea. Mi diente de leche, ese que tenía flojo desde hace una semana, salió volando perdiéndose bajo el sofá. ¿El motivo? El señor Águila creía que bailar era para homosexuales y vagos.
No se podía esperar más de un hombre que fue militar y criado en un ambiente machista.
Para entonces tenía unos siete años. Se me prohibió ver la televisión, pero como una idea se asemeja a una garrapata bien agarrada al pellejo de un perro, mi sueño de bailar ballet permaneció en mi mente a medida que crecía. Mis notas bajaron una vez que mis padres se separaron y no me quedó de otra que vivir con el viejo y César.
Ya no tenía un apoyo emocional, me volví una burla con todas mis acciones. Pero las cosas empeoraron más cuando encontré una academia en el centro y le empecé a robar dinero al viejo aprovechando su borrachera. Ni siquiera se daba cuenta que su dinero formaba mi sueño. Entonces el día G se pronunció —por si te lo preguntas, esa «G» es de golpiza— el momento menos indicado. Mi viejo llegó a la academia en pleno ensayo, viéndome en unas apretadas mallas. No recuerdo mucho, la verdad, cuando llegamos a casa, después de algunos golpes e insultos, un puñetazo en la nariz me dejó inconsciente. Los moretones tardaron dos semanas en desaparecer y el dolor en mi muñeca cuatro.
Además de recibir constantes golpes como una amonestación por seguir mi sueño, César, no me dejaba en paz con sus burlas. Las mañanas eran una pesadilla, el desayuno vomitivo, las tardes penosas. Tuve que renunciar a lo que deseaba, acabé siendo empujado por el miedo a ser juzgado y enterré todo lo podía llegar a ser en el patio trasero de nuestra casa. En ese lugar creé una máscara, una que no se doblegaría ante nadie, un traje que los demás temieran. Decidí que nada me afectaría y que mi existencia sería tan molesta como la de una mosca.
Intimidar a los chicos del colegio fue simple en compañía de Harold, Jonatan y Agustín; séquito fiel y quienes celebraban con astucia todas mis detestables fechorías desde la mañana hasta la salida. Después de unos meses siendo cómplices, nuestra rutina estaba bien aprendida, «dulce o travesura» era nuestra forma de pedir dinero en la puerta del colegio a los estirados. Sabíamos que ellos no nos acusarían por miedo a ser golpeados, nos llenábamos los bolsillos. Repartíamos el dinero en partes iguales, y si no alcanzaba lo usábamos para comprar cigarrillos a escondidas en el negocio. Ninguno de los cuatro sabía fumar, solo fingíamos hacerlo. En clases nos divertíamos tirando papeles, bolas ensalivadas a los chicos de adelante e intercambiando pruebas. A la hora del almuerzo nos sentábamos en la misma mesa que Edgardo, a quien yo apodé como Edgordo.
Ajá, mucha creatividad...
(Es sarcasmo, por si no lo notaste.)
Edgardo es una «B» de bueno, el tipo de persona que puedes molestar porque sabes que no abrirá la boca jamás. Tímido, aplicado, callado (tartamudeaba, por eso) y bien vestido. Desde que lo vi por primera vez en el comedor del colegio, con su actitud huidiza y la espalda encorvada, entendí qué clase de chico es, porque yo siempre actuaba como él con mi viejo y hermano. Aunque Edgardo medía una cabeza más que yo, resultó fácil intimidarlo. Empezamos por su físico y luego su conocimiento, lo típico. Confieso que me causaba un poco de... ¿envidia? Seh, algo de eso; el hombre llegaba con almuerzos preparados de casa que lucían perfectos, nosotros teníamos que quitarles la comida a los estudiantes más volubles.
Siendo claro, Edgardo y yo podríamos ser buenos amigos... Le gustan los cómic y videojuegos. Digo, si dejamos de lado todo el hostigamiento que le hacía.
La única persona que podía ponernos un pare era María. Ella es... una «P» de prohibida. Está prohibida. Totalmente. Solo vuelve a leer su nombre. ¿Cómo puedo describirla? Déjame ver... uhm... María es inalcanzable, en toda la basta amplitud de la palabra. Es el tipo de chica que ves y dices «ella será alguien en la vida», luego te miras al espejo y te ves a ti, exhalando dióxido de carbono. Me la topé varias veces en el comedor y la biblioteca, lugares donde me dejó muy claro cómo me ve. Para ella soy una escoria, o algo peor. Hubo ocasiones donde se sentaba con Edgardo y nosotros, así no nos permitía molestar.
Se nota que entre ambos hay una buena amistad.
Ja, es curioso que mencione la palabra que me pareció un asco todo el verano.
«Amistad».
Verás, a fin de año me enteré de que repetía. Mi ultimo jodido año de colegio tendría que volverlo a tener. Recibí más burlas de las que esperé, incluyendo de Harold, Jonatan y Agustín. Fui un hazmerreir, porque todo mi curso podría graduarse. Mi séquito del mal (gran nombre) me dio la espalda, así que mi reputación temeraria se volvió en una desdicha. Y eso no fue lo peor... Adivina quién me dejó un ojo morado: mi viejo.
Así empezó mi tiempo de meditación.
No soy la mejor de las personas, entiendo que para muchos soy un bravucón sin neuronas, puede que no tenga futuro y confieso que fui un cobarde al ponerme una máscara, no soy el tipo duro que aparente, soy consciente de mis malas acciones, ¿pero sabes qué? También creo en las segundas oportunidades. Llámalo locura o mucha televisión, dale el nombre que quieras. Estoy decido a cambiar el rumbo de mi vida, dejar mi imagen atrás y toda la sucia reputación.
Ya no quiero ser la caca en el zapato de nadie, quiero comenzar a ser yo y buscar la inicial que me defina. El mundo está lleno de opciones, incluso un repitente sin amigos y con mala reputación la tiene, solo se necesita disposición. Y como este es mi último año haré las cosas diferentes: podría arriesgarme a decirle a María que siempre la admiré, disculparme con Edgardo por molestarlo por tanto tiempo o, vete tú a saber, meterme a la clase de ballet después de clase.
Que este primer día lo decida.
¿Tú cuál elegirías?
Premio especial por parte de la autora:
-Violeta muy amablemente ofrece una recomendación y/o reseña para la historia del ganador del primer puesto del desafío.
¡Entienden por qué es una de las favoritas dentro de la plataforma naranja!
Éxitos para todos los participantes.
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