1. Visita al hospital

Suspiré nuevamente al ver terminado mi sueño... ese en donde me encontraba siempre empapada bajo la lluvia. Un sueño que irrepetibles veces había atormentado mi subconsciente  aunque nunca podía recordarlo con claridad.

Era tan ilógico que evocara la humedad del sueño pero no mi rostro siendo bañado de arriba a abajo. No sabía si tenía una sonrisa o si lloraba, tan solo que del cielo negro caían gotas feroces sobre mi y que yo trataba de abrir los ojos para enfrentarles con valentía.

Ahí era cuando las ilusiones terminaban y los rayos calientes del Sol me hacían despertar. ¡Qué sueño tan extraño había tenido a lo largo de siete años! Mismos, que insistían en las acciones que debía hacer cada mañana tras tenerlos. Me tallaba los ojos pensante mientras, resignada por no poder evocarlos, me hacían estirarme en la cama muy molesta.  

Pero a pesar de tener ese sueño que siempre me dejaba confundida, ese día era medio diferente a los demás.

No estaría toda la mañana acostada. No. Hoy era uno de esos días que me ponían nerviosa desde pequeña. El día de visita al Hospital Universal.

Como todos los primeros de cada mes, me levanté temblando como gelatina para hacer la cama en movimientos torpes y prender la cafetera al terminar. Como costumbre, accionaba el botón de la maquina con rapidez y al oírse un pitido, sonreía al oler como se molían los recién comprados granos de café. No tardaba ni un minuto en moverme hacia la izquierda y abrir los cajones del estante superior en donde, como recordaba, se encontraban todas las tazas que se hallaban protegidas del sucio polvo. 

En esos días, los minutos se paseaban más lentos que de costumbre. Terminaba con las piernas vibrando por las ansias mientras desayunaba junto a mi estación de radio preferida. Días como estos, me ponían algo histérica por lo que siempre acababa por hacer mis cosas más temprano de lo usual. Esperando entonces a que entrase mi mejor amiga por la puerta... esa que tenía bajo sus manos la llave de mi casa y la cual solo cruzaba los días más terroríficos para mí.

—¿Por qué estará tardándose tanto? —Le dí un mordisco a la galleta de chocolate al terminar de decir aquello—. ¿Le habrá pasado algo?

El silencio reinó como siempre entre mi departamento y yo, siendo usual que fuéramos solo nosotros dos los que compartíamos el piso entre pocas palabras y malas sonrisas. Así que no dudé en suspirar al terminar de tragar el alimento que todavía mantenía en mi boca. Intranquila por el día que se avecinaba.

—¿Nicole? ¿Ya estas lista? ¡Se me hizo tarde!

La voz melodiosa de Ana se escuchó de repente a las afueras del pequeño departamento, junto con las llaves en el picaporte y el sonido de la puerta abrirse tras aquello.

—Sí, ya estoy... lista. —Le dije desilusionada, pero aún con la comida en la boca.

—No te preocupes —dijo riendo a causa de la cómica escena—. Estoy segura que hoy será un buen día.

Pude sentirla llegar a mí y sentir el roce de sus manos llegaron a las mías mientras me hacía levantarme de la mesa y me abrazaba con esa delicadeza que la caracterizaba. Mi rostro no esbozó una sonrisa o algún gesto que mostrara felicidad, solo la tristeza de volver a oír esas palabras desesperanzadas que recordaba desde pequeña.

Con la cabeza baja, esperé a que Ana terminara de recoger lo que yo misma había tirado y, con cierta vergüenza, partimos a aquel odiado recorrido para ir a ese odiado hospital, el cual me ponía los pelos de punta.

Ese terrible edificio no quedaba tan lejos de mi hogar, pero aun así, Ana siempre me llevaba sonriente y yo cargaba unos lentes supuestamente modernos que escondían siempre mi mirada entristecida. Entristecida por la monotonía, por las malas noticias y por ser simplemente el típico día del mes que me hacía desilusionarme cada vez más para dejarme vacía. 

 ¿Pero qué es la monotonía?  A como tengo entendido, es falta de variedad... que no haya cosas nuevas en tu vida y que todo se repita una y otra vez. 

¿Por qué ese día tenía que ser tan NO monótono?

Nunca olvidaré ese momento. El momento en donde mi vida dejó de ser tan uniforme. Donde mi hombro tuvo que chocar con el suyo. Cuando esa voz, entre juvenil y fría, me habló a mis espaldas, rompiendo de esa manera, el hechizo de lo constante y aburrido de mi vida.

—¡Observa a tus mayores cuando te reprimen! —Sentí sus manos en mis hombros, obligándome a verlo—. ¡Que malcriada! ¿No te enseñaron tus padres a disculparte?

Padres: conjunto de personas mayores que se suponía tendrían que estar a mi lado para protegerme.  Mal que yo no los tenía para enseñarme qué y qué no hacer.

Bajé la mirada, sin tener ese valor que se necesita para sacar las palabras de la garganta y enfrentarle. Manteniéndome sorprendida por la diferencia del día y callada por la impresión, esperando el regaño por parte de aquel hombre que, como se escuchaba, soltaba fuego de la lengua.

—¡Eres una escoria! Escoria que no sabe disculparse —soltó poco después de varios regaños con ese tono frío que se grabó en mis oídos como cinta de un cassette.

Ana, quien había permanecido al igual de inmutada que yo, reaccionó en aquel instante para luego proporcionarle una cachetada que resonó en mis tímpanos una y otra vez. Fue tan fuerte que pude imaginar a todos los viandantes parar para ver la escena tan dramática parecida a esas novelas que Ana me había contado que veía. Intenté decir algo, pero mi mejor amiga me tomó de nuevo de las manos.

—¡Vámonos, Nicole!

Accedí a su petición en silencio, sin atreverme a decir algo más. Con mis pensamientos enfocados en aquella voz helada y en las manos suaves que me habían sostenido para regañarme, partimos de nuevo hacia el hospital.

Seguimos el recorrido en silencio y no tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Entramos como usualmente lo hacíamos y como era común, esa voz robusta me sorprendió por detrás haciendo que me recorriera un escalofrío por mi espina dorsal.

—¡Señorita Whitman, que alegría volver a verla!

—Buenos días, doctor Collins —respondí, reconociéndolo de inmediato.

El doctor Collins era aquella persona que me había atendido desde siempre, pero platicar con él siempre me estremecía. Podía sentir aquella mirada asesina que se clavaba en mi cuerpo aunque no le mantuviera la pelea. Me hacía habitualmente erizarme. Sabía que la conversación siempre conduciría a una noticia negativa y eso, para mí, era como un homicidio.

Pasaron así los minutos, que para mi fueron más eternos que las horas. No solo por la mirada normalmente acosadora de mi médico, sino por aquella voz que se topaba una y otra vez con mi orgullo de niña tímida. 

—Así que es eso. —La voz amable de Ana me sacó de mis pensamientos—. ¿Doctor, podría hablar con usted tan solo por un momento?

Giré mi cabeza hacia mi mejor amiga cuando el susodicho aceptó; algo confundida del por qué Ana había pedido unos cuantos momentos de primacía con el que había sido mi galeno por tantos años.

—¡Bien! Ven conmigo, Nicole.

Salí de la habitación con cierto alivio acompañada de la mano de mi mejor amiga. Llevándome con lentitud hacia uno de los sillones que varias veces había calentado por horas. 

—Ya te habías aburrido ahí dentro, ¿verdad?

—¡Ana! Ya me estaba preguntando del por qué querías hablar con el doctor —solté con una leve sonrisa de alivio—. Gracias por sacarme de ahí.

—No hay de que, tontita. —Rió débilmente—, pero sí tengo que hablar con él. Haré algo de tiempo para que te destenses y regreso en un par de minutos, ¿vale?

—Vale —dije en un tono de voz bajo antes de escuchar los pasos de Ana desaparecer en el pasillo.

La puerta se escuchó cerrarse a lo lejos y por fin respiré con profundidad. Esta vez, realmente tenía que agradecerle a Ana por lo que estaba haciendo. No era nada lindo escuchar una y otra vez las mismas palabras que siempre me dejaban desilusionada y frustrada. Además, sentir aquella mirada y el olor a medicina no eran muy agradables para mi. Es más, lo odiaba. Así que por lo menos solo tenía que tolerar lo último y nada más.


.

¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces?

Esperé por mi mejor amiga mucho tiempo. Tal vez una o dos horas. ¿Quién sabe? Pero lo que sí me estaba dando muchísimo miedo, era el por qué aún no regresaba. ¿Estarían hablando de algo serio? ¿De algo malo o algo bueno? Un millón de preguntas se formularon en mi mente y por cada segundo, yo formulaba cinco variables del por qué Ana aún no volvía... o por qué ese color negro no se desvanecía.

 "¿Y ahora que haremos cerebro?"

"Tratar de conquistar el mundo pinki... tratar de conquistar el mundo."

Al escuchar tales palabras, sonreí al imaginármelas. En mi mente se divisaban aquellas escenas tan graciosas que, como había escuchado, dos pequeños ratones eran los protagonistas. ¿Conquistar el mundo, eh? Que pionera idea para los niños.

Respiré profundamente. Si tan solo aquella idea se pudiera aplicar a mi infancia no estaría con tan terrible futuro, menos en el hospital. Pero mi sonrisa desapareció gracias al jaloneo de mis ropas que me sacaban de mis pensamientos solitarios y de mi gran aislamiento eterno.

—¿Hola? —Tomé la iniciativa—. ¿Quién eres? —pregunté a la criatura, que como suponía, se encontraba justo frente de mi.

—Soy Diana, Diana Smith.

Mi ceja se arqueó un poco. Sí, no era común que una niña dijera su nombre con ese acento tan elocuente, formal y extranjero. ¿Sería de Inglaterra, acaso? Pensé por varios segundos, pero dejé que con mi sonrisa amable, la incógnita desapareciera de a poco. Más aún por que escuché como esbozaba una sonrisa a mi lado, entre tierna, traviesa y tímida.

—Hola... yo soy Nicole, Nicole Whitman. —Igualé su presentación, para no desentonar en nada.

—¡Hola, Nicole! —Hizo una pausa, entre cohibida e interesada—. ¿Quieres jugar conmigo? 

—¿A qué estamos jugando?

—A que tu y yo, bueno...

—Anda, dime —comenté entre feliz y divertida, porque esta vez, no estaría esperando a Ana sola y entablaría conversación con alguien más que no le importaba mi situación lamentable.

—¿Quieres jugar a que somos amigas?

La pregunta me sacó una seriedad por segundos, mas sonreí ante aquel pedido después. ¡Qué tierno era ser un niño! Extendí mi dedo meñique hacia donde ella estaba y le esbocé la mejor sonrisa que pude encontrar en mi repertorio.

—No, no quiero jugar contigo a eso —balbuceé con una media sonrisa—. Mejor hay que ser amigas de verdad.

Yo misma me pensé tonta por tal comentario, pero cuando escuché a la pequeña Diana sonreír, hice mi sonrisa aún más grande. Su dedo meñique y extrañamente helado, no tardó en enredarse con el mío y así pactamos el inicio de una bonita amistad de entre una chica de diecisiete años y una niña de entre unos diez u once.  

Diana, más que nadie, saltó de emoción ante nuestro pacto... como si realmente fuera lo mejor del mundo. Reí tontamente por su comportamiento, pero cuando se acercó de pronto a mí y me tomó de ambas manos para dedicarme ese gracias especialmente en susurro, me llené de muchísimas dudas y preguntas.

—¿Por qué? —pregunté sin pensarlo.

Después de aquella pregunta, dejé de escuchar la sonrisa alegre de Diana; como si se hubiera desaparecido en el aire y todo hubiera quedado nuevamente sumergido en el silencio.

—No te vayas a enojar —soltó de pronto seria.

—¿Enojarme? ¿Por qué debería? —Mantuve mi media sonrisa aún, sin  embargo yacía algo miedosa y desorientada de tan brusco cambio de conducta.

—Es que tengo sífilis —contestó a mi pregunta, entristecida.

Mis dudas habían sido corregidas, ¿cómo y por qué una niña de tan solo once años podría padecer de esa enfermedad tan cruel y mortal? ¿Cómo podía decirlo tan fácilmente?

—No te preocupes, no te puedo contagiar. ¿Ves? ¡Solo estoy en la segunda fase!

Yo, tras mis lentes oscuros, tan solo no pude contenerme. Antes de que Diana hiciera cualquier otra cosa, me eché hacia adelante para abrazarla.

—Eso no importa. —Mis labios rozaron su oído—. No te preocupes. 

Pude sentir como sus pequeñas manitas rodeaban mi espalda y se aferraban a mi camisa con cierta fuerza. Sonreí débilmente ante aquello y el silencio reinó luego. No sabía qué decir o cómo moverme, pero sentía que su boca estaba topando con mi cuello. ¿Estaría llorando? Sentía húmeda la zona. Sonreí débilmente. Me daba lástima separarme de ella. Ya que, ¿cuándo, desde que me había convertido en paciente interna, había tenido la posibilidad de conocer a tan increíble persona? Respiré profundamente, disfrutando del abrazo que de cierta manera, también ocupaba. 



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