2. Primer año

No quise moverme ni pestañear. No quería despedirme ni voltear hacia adelante porque aunque escuchaba las pisadas que se iban apagando por cada segundo que pasaba, algo dentro de mí me decía que no debía de interrumpir. Su silueta ya no estaba a mi lado y solo nieve manchada de sangre estaba conmigo a mí alrededor. Giselle me había empapado por completo. Mi camisa, mis brazos. Todo mi cuerpo estaba pintado de aquel líquido carmesí que aunque me había alimentado... no me había gustado en lo absoluto.

Intenté decir su nombre y deseé seguirle, pero no pude levantarme ni gritarle. Me quedé en silencio sin poder creer todavía lo que mi inocencia y mi orgullo habían causado.

Mi cabeza lloraba por la pérdida, pero mi uso de razón gritaba enojada por encontrar las malditas cámaras escondidas que seguramente se reían de mí. Pensaba que esto era una simple broma... una broma que terminaría en cualquier minuto. 

Me quedé esperando con lágrimas congeladas en mi rostro. Mi cabello bailó con la ventisca mientras solo pude mirar las primeras huellas que él había dejado.

Volvería en dos segundos, seguro lo haría... pero tiempo pasó y pasó y él nunca volvió.

Me quedé mirando, con el alma vacía, a la blanca nieve. Esa blanca y maldita nieve que lloró por mí.

Recuerdo que los copos blancos me cayeron encima y me cubrieron lentamente. Los segundos se detuvieron a mí alrededor y solo pude ver ese color claro y horripilante que no pude evitar aborrecer con toda mi alma.

Blanco. Qué color más muerto. 

Los cuerpos putrefactos, destrozados y degollados de los cazavampiros que habían intentado matarme, comenzaron a oler al segundo o tercer día. En realidad, no sé muy bien cuanto tiempo me quedé ahí hasta que esas huellas se taparon. No quise moverme solo por si acaso. Blake estuvo dormido todo ese tiempo y yo no pude evitar sentir primero desconsuelo y luego enojo con él. Blake había sido una de las muchas razones por la que Alex había tenido que dejarme.

O al menos eso pensé esa noche...

La soledad me abrazó en el oscuro invierno hasta que el sueño me ganó y caí en una profunda negrura que me embriagó por unos cuantos días más.

Cuando volví a abrir los ojos, Matthew y Blake estaban frente a mí, con los ojos como platos al verme en mi estado antinatural. ¿Tan mal me veía? Sangre seca y piel humana me habían acompañado por no sé cuánto tiempo. Y es fecha, que el mejor amigo de Alexander aún no quiere decirme cuantos días estuvieron buscándome, pero a lo que deduzco, fueron semanas.

Los esqueletos a mis lados lo revelaron.

Me metieron al coche en silencio mientras me daban calor con colchas y café caliente.

«¿Estás bien?»

Aún escucho esas voces llamarme. Aún siento el frio de aquella noche y recuerdo bien el tipo de música punk que pusieron durante todo el camino en la triste y sola estación de radio. Aún puedo verme bañada en sangre, sin lágrimas y mirando hacia atrás con el corazón rompiéndose en miles de pedazos.

Aún recuerdo a un Blake ojeroso, cabizbajo y silencioso. A un Matthew con la mandíbula tensa mientras manejaba con los ojos puestos en la carretera. Me hicieron muchas preguntas. Preguntas que iban desde Alexander hasta lo que había pasado con Giselle Black. Seguro intuían que la había matado por la cabeza desfigurada que se habían encontrado a un lado de mí... ¿o sería por las extremidades que no estaban en el cuerpo?

Recuerdo que no contesté y simplemente me mantuve callada, con la mirada fija en la ventana, inmóvil... sin parpadear. Con la boca seca y con ganas de regresar a enterrarme en la nieve para no sentir el tiempo pasar. Para esperar a que aquella sombra volviera a besarme y me dijera que todo estaría bien. Que todo esto era un sueño... una simple pesadilla.

—Nicole. —Matthew me llamó de nuevo unas cuantas horas después. Mis ojos inexpresivos se giraron hacia la izquierda. Mirándome con cierta pena, estaba aquel chico de cabellos largos y castaños que al igual que yo, había perdido a alguien importante—. Lo esperaremos en casa. Él volverá pronto.

Volví mis ojos hacia la ventana, sin querer llorar. Los le-kras no debían hacerlo en público, ¿verdad? Mi orgullo me lo impidió. No quería que me vieran con pena, no quería que Rosse, que estaba en el asiento trasero con Blake, me mirase con esos ojos que me habían clavado dagas desde que me había subido a ese coche.

El camino fue largo, silencioso y tenso ya que ninguno se atrevió a hablarme de nuevo. Se limitaron a matarme con la mirada, a robarme  fuerzas que no tenía... y a hacerme más fría de lo que ya era.

Cuando el auto se detuvo frente la mansión, me sentí diferente. Más adulta, serena y neutra. Más acabada de lo normal. Más fría que el hielo y más sola que el mar. 

Matthew fue el que se bajó primero y luego Blake y Rosse. Ella última quiso decir algo, pero como si mi aura la hubiera callado, no hizo más que respirar. Miré el anillo de plata que me había puesto en mi dedo anular antes de que me abrieran la puerta y no pudiera hacer más que bajarme con lentitud. Con la cabeza en alto, con ojos que venían desde las ventanas de aquella mansión, caminé sabiéndome culpable. Culpable del crimen que haría que muchos me odiaran a partir de ahora.

Y vaya que no me importaba.

Recuerdo que cuando crucé el amplio jardín, las puertas grandes de caoba se abrieron de par en par y Diana, quién me recibió con una sonrisa angelical e inocente, gritó mi nombre en alegría. Pasé de ella también. En silencio, subí las escaleras sin saludar a nadie, sin regalar sonrisas y estando tan ausente como si estuviera muerta.

Algo había cambiado dentro de mí. Lo sabía porque me sentía distinta. Más pesada... mareada. Su partida me había tatuado algo que aún no sabía que era.

Caminé por los largos pasillos con una actitud serena y caída. Algunos vampiros que habían pasado a mi lado, se congelaban en su sitio ante mi presencia. Ninguno se atrevió a mirarme ya que mis ojos no eran celestes, sino que habían tomado ese color característico de la cena y que por primera vez, mostraba al público.

Cuando llegué a aquella habitación, que había presenciado la última pelea que había tenido con aquel individuo que amaba y que ahora se hallaba dormido por mi culpa, me encerré durante siete meses.

En ese tiempo, me llegó el rumor que Mateo y Sophie habían desaparecido de la mansión y por tanto, no quise salir a buscar respuestas. Me rehusé a tener visitas y me negué a entablar conversaciones. Me quedé en el silencio, sin comida y agua mientras lloraba todos los días sin parar. Vomitando, algunas veces, un líquido transparente que no sabía a nada.

Creo que fue en el quinto mes cuando comencé a perder la cordura.

Intenté matarme al querer terminar con esa larga y triste agonía que me invadía todos los días. Tenía la creencia de que así despertaría al mismo tiempo que él y a mí se me pasaría el tiempo como si fueran días... pero por más que me pasé por las venas aquellos vidrios que había roto en un ataque de furia, nunca pude cortarme, no pude lastimarme... simplemente, no podía dejar este mundo así.

Fue una tortura.

Lloré amargamente por varios meses más. Mi sonrisa desapareció y la esperanza comenzó a matarse por sí sola. Se llevó mi espíritu, el brillo en mis ojos y la felicidad de mi corazón.

Dormía casi dieciocho horas seguidas y el tiempo que me encontraba despierta, me quedaba mirando las estrellas y la luna llena sobre la noche... esperando a que por lo menos, el tiempo se acortara más rápido de aquella forma.

Pero las pocas horas en las que yo me encontraba despierta, me parecían una eternidad. Contaba los segundos para volverme a meter en las sábanas, para dormirme de nuevo.

Parecía muerta en vida y de alguna u otra forma, así me sentía.

Clara, Rosse, Christie y algunas veces hasta Jacob, venían a verme cuando sus amos los dejaban pasearse por la mansión. Habían conseguido, cada uno, una llave de mi cuarto al pensar que me escaparía a buscarlo. ¡Ganas no me faltaban! Pero me sentía sin aliento, tan cansada que no podía hacer aquella locura. Solo impedir que entraran a intentar consolarme... a perder el tiempo intentando animarme. 

—¿Quieres saber que ocurrió después? —Me habló Rossette como si realmente me importase—. Matthew trató de utilizar mi sangre para otro experimento. Dice que quiere crear sangre artificial.
—¡Eso sería genial!—Comentó Christie con una enorme sonrisa que me molestaba—. ¿No lo crees, Nicole?

No volteé a verla. Simplemente me quedé mirando de nuevo la ventana, esperando que entendieran, de una buena vez, que odiaba sus presencias en la habitación de Alexander. Anhelaba que dejaran de pisarla y contaminarla. Quería que se fueran y que me dejaran sola.

¿Qué no tenían amos? ¿Qué no debían estar con ellos? ¿Por qué perdían el tiempo aquí? ¿Por qué no estaban en el maldito patio esperando a que jugaran con ellas? ¿Por qué me tenían lástima? ¿Por qué me miraban así? ¿Por qué me sentía tan celosa? Deseaba con mi alma ser como ellas. Extrañaba estar en el patio, que Alexander me dijese como quisiese, que me tratase como un vidrio hermoso, que me besará y me tocará; echaba de menos el vivir con él, ver su sonrisa y sus ojos celestes al despertar; anhelaba sus abrazos, y saber que tenía alguien ahí que pudiese protegerme. Saber simplemente que tenía una pareja al pendiente de mí.

Y así se me pasó el tiempo...

El otoño desapareció y el manto blanco cubrió la tierra de nuevo. Nunca pensé que aquello me afectaría tanto. Ahora odiaba el invierno más que nada en el mundo. Me hacía recordar la sonrisa de Giselle y el último beso de Alexander. El invierno me causaba depresión, me hacía llorar y maldecir. Provocaba un mal genio, bipolaridad.

Y aunque yo sabía que eso era algo extraño, a la otra Nicole le hacía mucha gracia. Se reía siempre que intentaba matarme y decía algunas cosas que no entendía. Me guardaba un secreto que me replicaba con la respuesta del que debía descubrirlo por mí misma. Que el sentirme pesada tenía una razón y que no me lo diría por terca.

—¡Anda, vamos! —Christie rogó—. ¡Vamos a la fiesta de año nuevo!

Dejé de darle vueltas al anillo de plata que estaba en mi dedo anular.

—Me encantaría que estuvieras presente —suplicó ahora Clara ante mi silencio.
—Por los viejos tiempos. — Esta vez fue Rossette la que intervino y trató de animarme—. ¿Recuerdas? Tú llegaste aquí en estas épocas.

Suspiré casi dándome por vencida. ¿Por qué no simplemente me dejaban en paz? Es decir, bastante tenía con que Alexander no estuviera conmigo en año nuevo para tener que aguantar una fiesta en dónde vería solamente parejas por todos lados. ¿No lo pensaban? Ellas no podrían estar conmigo toda la noche y yo no quería estar con ellas tampoco.

—¡Por favor, Nicole! Quiero verte vestida y hermosa...

Agaché la mirada.

—Si voy... —comencé a hablar—, ¿prometen no tocar la puerta hasta el siguiente invierno?

Recuerdo que las tres chicas que intentaban animarme callaron al instante. Seguro que no esperaban respuesta y menos una como esa. ¿Tenían ganas de que yo asistiera a una fiesta? Bien, podría dejar que me pintaran e intentar parecer feliz... pero quería que me dejaran por una temporada a solas y en silencio. No quería escucharlas hablar ni saber sus chismes o sus hermosos sucesos. No anhelaba querer sentir celos.

Rossette sollozó. Dejé que su voz se ahogara con el silencio sin voltear hacia atrás. Sí, tal vez era una malagradecida, envidiosa y mala amiga pero no me importaba. Lo único que yo quería era que me dejaran soportar mi castigo en paz.

—Bien —dejó salir en un susurro Clara—. Es mejor eso que nada.

Rossette se impresionó ante aquellas palabras. Y yo no pude evitar levantar por primera vez mi mirada vacía a ellas.

Las tres chicas abrieron los ojos a la vez que me veían sonriendo con tristeza.

—Gracias...

Recuerdo que Clara me regresó el gesto y me tomó de las manos. Las otras dos se miraron antes de arrastrarme afuera de la habitación. Me dejé llevar y caminé en silencio sobre los pasillos, escaleras y varias puertas en donde se asomaban ya varios vampiros conocidos y que me veían con sed y respeto.

Pasé mi mirada sombría por cada uno de ellos, sin mencionar nada.

—Vas a ver que te divertirás —chilló Christie con emoción—. ¡Lucirás tan hermosa con el vestido que te tiene preparado Clara desde el verano!

No dije nada, no quería hablar mucho tampoco. Me dolía la garganta a tal punto de volverme a poner a llorar, por lo que aguantaba las ganas de mirarlas, de ver aquellas sonrisas que tapaban la angustia y preocupación que me mostraban todos los días.

¿Por qué lo sentía como una hipocresía?

Me llevaron en silencio hacia aquel cuarto que hacía mucho tiempo que yo no visitaba. Me dejó sobre la banquita y tanto Clara como Rosse, comenzaron a sacar un billón de vestidos, intentando escoger el mejor de todos los que habían hecho para mí. Algunos de las fiestas de iniciación, algunos del día de gracias... todos eran muy bonitos y elegantes.

—No me importa cuál sea —solté en una voz ronca y apagada. En realidad, no me importaba.
—Lo sabemos —chilló Christie sin poder ocultar su emoción—, pero es que para nosotras es importante. ¡Hay tantos que son hermosos!
—¿Qué opinas de este? —Rosse sacó un vestido largo y morado. Anticuado, y de mangas grandes y flojas.
—No me importa cuál sea. —Repetí. La del cabello negro dejó de sonreír un poco antes de sacar otros cuantos más y mostrármelos sin perder la esperanza aún.

Agaché la mirada cuando me cansé de decir lo mismo una y otra vez. Christine le palpó la espalda a quién parecía querer volver a llorar y, sin dirigirme de nuevo la mirada, simplemente se pusieron a pelear entre ellas para escoger el vestido perfecto que debería llevar, el peinado que me deberían hacer y el maquillaje que usaría al final.

Entre gritos, se pasaron dos horas que a mí me parecieron molestas... ya que aunque yo sabía que lo hacían de corazón y con las mejores intenciones del mundo; sacarme una sonrisa y hacerme sentir feliz no iba a suceder hoy ni mañana.

—¡Te ves hermosa! —Susurró Christie entonces.

Volteé mi mirada hacia el frente, observando el largo del vestido de lentejuelas, la oscura que era la tela, lo perfecto que se me acomodaba en mis curvas y lo pálida que me hacía notar ser.

—¿Es la señorita Whitman? —Murmuros se escucharon a mi costado.

Habían llegado mascotas nuevas, mascotas que nunca había visto antes.

—¡Es un placer conocerla al fin! —Una que parecía muy valiente fue la primera en posar su mano frente a mí. No pude evitar mirar como unas cuantas temblaban y la que tenía la mano en el aire pasaba saliva. ¿Qué esperaban? ¿Qué sonriera? Parpadeé unas cuantas veces, mirándole los ojos amarillos.

—Un placer —solté sombría—. Si me disculpan, debo marchar.

Me hicieron una reverencia que contesté con un gesto incómodo y sin decir nada más, partí con dos chicas sonrientes tras de mí.

¿Para esto querían que viniera? Rosse y Christie hacían bromas entre ellas y pedían mi opinión al ser la reverencia anterior el tema de conversación. A ellas les había parecido un tanto exagerado y por lo que entendía, aquellas chicas hablaban de mí todo el tiempo en el patio. Me habían convertido en una clase de ídolo a seguir.

Seguro que se dieron cuenta que no me parecía normal por lo que se rieron aún más. Me habían dicho que Liz, la chica de ojos amarillos, era la líder del grupo estrella, a como se habían hecho llamar hacía pocos meses. Según me contaban, la niña valiente se había enloquecido con mi porte y mi historia. ¿Se la habían contado como era o es que estaba loca? Había perdido al amor de mi vida, me había convertido en un monstruo y no podía matarme. ¿Por qué me idolatraba?  

Con aquello en mente, Rosse y Christie abrieron las puertas del comedor. Como hacía mucho tiempo que no lo veía así, estaba acomodado con infinitos adornos de celebración. Había músicos que tocaban con instrumentos clásicos y alguna que otra mascota bailaba al compás de la música.

Todo fue un ambiente feliz hasta que entré por esa puerta. Las parejas, que por todos lados infectaban el lugar, me miraron sorprendidos al verme. Inclusive los músicos dejaron de tocar. Se formó un ambiente tenso antes de que el maestro volviera a dar pauta y las canciones de Beethoven volvieran a embriagar al gran comedor.

—¿Nikkie, eres tú? —Diana, tan infantil como siempre, vino corriendo hacia mí—. Dios mío, tu vestido es hermoso.

Le miré seriamente al encontrar, en sus ojos rojos brillantes, aquellas ansias por destruir a un conejito. Al observar la sed que a mí me desgarraba la mente todos los días y al ver su deseo de mi figura en sus ojos. 

—Igualmente.
—Pensé que no vendrías a la fiesta.

Recuerdo que me quedé observando su vestido rojizo. Le quedaba tan perfecto que me hizo sentir de nuevo fuera de lugar. Su cabello platino y su rostro de porcelana me hacían saber que sería una niña toda una eternidad. ¿Cuántos años tenía en realidad? ¿Cuál era la historia detrás de su máscara infantil?

—¿Me acompañas por ponche? —Preguntó con cierta esperanza a que accediera.

Sin decir nada, simplemente di un paso hacia adelante. Escuché como se reía para sí, mientras, tomándome de la mano, decía una que otra cosa que no me interesaba. ¿Por qué hablaba tanto? Yo lo único que quería era que acabara esa noche para que así no me molestaran hasta el próximo invierno.

—¿No quisieras quedarte a dormir en mi cuarto? —Preguntó cuando tuvo la oportunidad.
—No puedo.
—¿Pero por qué?
—Alexander...
—Él no regresará hoy.

Mis ojos se pusieron rojos de un instante a otro. Odio, furia... enojo.

Diana dejó de apretarme la mano y me miró con cierta sorpresa y miedo. Todos los vampiros que estaban a nuestro alrededor hicieron espacio. ¿Podían oler las ansias que tenía de darle una abofetada o de callarla con un simple grito? Si quería, podía convertirla en polvo ante mis ojos sin tocarla.

—Si me disculpas... necesito un poco de aire fresco.

No me contestó y yo no esperé por su respuesta. Me alejé hacia uno de los balcones que dejaba verse en una de las ventanas. Al cruzar el comedor, todos siguieron con sus ojos escondidos en lugares seguros. Caminé sin mirarlos y cuando al fin estuve sola, dejé salir un suspiro al ver los copos de nieve caer a mi lado. 

—¿Un año, verdad...? Desde el incidente. —Sin voltearme hacia atrás, supe por su voz, quién había llegado. El mejor amigo de Alexander soltó aquello por mi espalda antes de acomodarse a un lado y mirar la misma imagen con la que me torturaba.
—Sí... un largo año.
—Descuida, en el siguiente invierno todo mejorará.

Y vaya que no lo hizo...

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Para quienes no tengan con quién pasarla hoy y estén como yo: en la casa y con un bote de nieve.

¡Feliz día del amor y la amistad!

-Nancy A. Cantú

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