18. Búsqueda
Alexander y yo comenzamos a jugar al gato y al ratón desde hace tres días. Y durante esos tres días, estuve corriendo sin descanso.
Y es que desde que me había fugado de esa mansión, sabía que lo tenía detrás pisando mis talones y tratando de encontrarme. Lo entendía a la perfección por sentir cómo me hervía la sangre cada que me detenía para comer un bocadillo entre los pinos, o cuando paraba a tomar un respiro para admirar el helado bosque.
Siempre que aligeraba el paso, sucedía aquello que me hacía dar un brinco. El tener esa pulsada de peligro y adrenalina me hacía volver a alzarme para continuar mi recorrido.
Y es que sentía aquello por él.
Podía imaginarme la escena.
Seguramente Alexander no se había quedado con los brazos cruzados cuando se había levantado de la triste cama sin mí a mi lado. ¿Qué cara debió de haber puesto? No lo sabía, pero cuatro horas más tarde, él inició la carrera en la cual yo tenía ventaja.
¿Había decidido ir por mí para no perderme una vez más?
Sentí una ligera incomodidad y pizca de culpa; sin embargo, seguí corriendo al saber que esa ventaja que tenía no podría retenerla por mucho tiempo. Él era más rápido que yo.
Lo sabía.
Era cuestión de tiempo, pero quería atrasar lo inevitable.
No podía ser encontrada ahora, no quería tener asegurada la cárcel perpetua en esa habitación si no antes tener a esa otra Nicole de mi lado una vez más.
Necesitaba que ella se lo explicara y, tal vez así, él pudiera entenderlo.
Así que el que Alexander estuviera cada vez más cerca, era un mal augurio para mí. Regresar a esa mansión con las manos vacías era algo que no quería siquiera pensar. No podía desistir ahora.
Mi tierno niño estaba perdido, y aunque él no me creyese, ya tenía el plan perfecto para hacer que cambiara de opinión.
Encontrar a esa tal Antonelle era la única cosa que realmente me ataba a la cordura; si por alguna razón no podía encontrarla, estaba segura que me perdería en lo más profundo de la locura.
Y no podía perderme.
No ahora.
Max contaba conmigo.
Seguí caminando con miedo a que Alexander me encontrara. Corrí los últimos pasos que me faltaban para llegar a las afueras de la ciudad negra; a ese restaurante al que había llevado a Max hacía un par de años para su cumpleaños y en donde Blake había encontrado al amor de su vida.
Recordé la escena como si hubiera sido ayer.
Un curioso Max comiendo por primera vez una hamburguesa, un Blake sudando y nervioso, y una Kelly torpe pero linda.
Me quedé observando el edificio en donde se veían unos cuantos clientes riendo y comiendo en paz. También observé a los niños divirtiéndose en el área de juegos y a sus padres mirándolos jugar.
Que injusta era la vida.
¿Por qué no podía estar sentada yo ahí? ¿Por qué no podía ser ese hombre Alexander? ¿Por qué a mí me había tocado ser este monstruo?
Bajé la mirada a mis propias manos. Ahí no sentí nada. No estaban calientes y tampoco frías; simplemente estaban blancas... blancas como el invierno que me envolvía alrededor.
Respiré profundamente y entonces sentí otra pulsada.
—Maldición —exclamé. Alexander se acercaba.
Tomando la poca cordura que me quedaba, volví a moverme.
Caminé, sin ser perezosa, a las entradas de esa ciudad contaminada que yo tanto odiaba. Edificios negros, smog y moho lo adornaba todo. El ruido del tráfico y de sus conductores fueron lo primero que pude percibir en el aire; además del asqueroso olor a putrefacto que parecía venir de las coladeras.
Los comentarios de las personas deshonestas que parecían vivir en una burbuja, fueron lo segundo que me golpearon en la cara. Presenciar el cómo vivían a prisa y sin entender del todo que pasaba a su alrededor, me hizo hacer una mueca de asco. Sentía como si fueran robots: ninguno sonreía ni platicaba, simplemente se movían hacia adelante con esos aparatos electrónicos que les arrancaba su vida social. Algunos de los chicos más pequeños ya tenían inclusive esos teléfonos que les enseñaba a aislarse del mundo.
¿Cómo era posible que los adultos le hicieran eso a sus pequeños niños?
Observé perpleja el cómo todos parecían estar controlados mentalmente por esos aparatos. Nadie me miraba y a nadie se le hacía extraño que una extranjera, con harapos rotos y blanca piel, caminara por la ciudad negra sin siquiera parecer tener frio.
Y es que se podía percibir a tres mil kilómetros que yo no era de ahí.
Era una forastera que venía de paso y, al menos, yo esperaba comentarios lascivos o intentos de robo mientras caminase por aquellas calles que no parecían del todo seguras, pero nada: Nadie se acercó y nadie me miró. Era como si no existiese y eso, a pesar de ser un alivio para mí, me hacía sentir insegura.
No podía ser que todo fuese tan perfecto.
Hacía algunos años, cuando Giselle aún estaba viva, recordaba que la ciudad estaba llena de vándalos y grupos en guerra; sin embargo, hoy todo parecía indicar que el mundo había encontrado paz de alguna u otra forma.
No había policías y no había nada en los callejones. Nadie se vendía drogas y todos tenían un mismo estilo de etiqueta. No había vestidos, faldas ni shorts. Todos parecían vestir igual, pero en diferentes colores.
¿Qué diablos le había pasado a esta ciudad?
Sentí que algo iba mal, así como cuando me había levantado tras lo sucedido con el hombre de azufre. Era algo que no podía describir en palabras, pero que me hacía tener un ataque de pánico. Era como si alguien o algo estuviese ahí moviendo lo que para mí era paz interior.
Recorrí más a prisa todo el camino hacia el hospital que había sido mi hogar alguna vez, pero cuando ese edificio enorme, limpio e inquietantemente blanco volvió a brillar frente a mí, me hizo tener un escalofrió al recordar mi pasado.
Giselle, vaya mal recuerdo.
¿Quién hubiera creído que regresaría?
Fue solo un momento el que titubeé, pero con un paso decidido después, entré al lugar sin pensarlo de nuevo. Lo único que necesitaba de este lugar era al Doctor Collins y su información; después debía correr porque Alexander se acercaba cada vez más rápido y no podía quedarme más tiempo del debido.
Las señoras de recepción me miraron por un segundo antes de abrir sus ojos como si estuvieran viendo a un fantasma.
—¿Señorita Whitman, es usted? —dijo una que ya estaba bastante grande y con arrugas.
Dirigí mi mirada a quién me llamaba. Esa mujer, chiquita y redonda, parecía sonreírme de repente.
—Disculpe, ¿quién es...?
—¡Querida, ¿estás bien?! —chilló a mi lado al verme con un conjunta de ropa sucia.
—Yo... sí estoy bien.
—Oh cariño, hace tanto que no te veía por aquí.
—Yo...
—¡Y vaya que no te han caído los años! —soltó interrumpiéndome con gran jubilo—. Seguro que no me reconoces, mi niña, pero yo te conocí cuando eras más pequeña. ¿Cómo has estado? ¿Qué te trae por aquí?
—Buscaba al Doctor Collins —comencé explicando con una voz terciopelada. No era que lo quisiera así, pero me salía por justa naturaleza. La mujer, que pareció encantada con escucharme, miró a una de sus compañeras más jóvenes.
—Esta niña siempre era tan educada y correcta... —Halagó mi forma de pararme y verla—. Claro, cariño, ponte cómoda que yo le hago saber al doctor que vienes a chequeo.
Sonreí ligeramente antes de irme hacia la sala de estar. ¿Quién era esa señora?
Me senté en los negros y fríos asientos de piel que contrarrestaban muy bien con las paredes blancas y el olor a alcohol que se podía respirar a mi alrededor. El ruido de camillas y de algunos doctores haciendo sus rutinas nocturnas me hicieron tener un dolor de cabeza ligero.
Que mal don era poder escucharlo todo.
Tragué saliva al esperar y me sentí pequeña. Tan pequeña como me sentía antes de que toda mi aventura pasase hacía ya alg unos años, y yo fuera la tierna y ciega niña inocente que se impacientaba por las visitas del último día del mes.
Recordé las largas esperas, a Giselle sonriéndome y ayudándome a ser cada vez más y más infeliz.
Me perdí en mis memorias sin hacer ni un solo gesto.
Me quedé ahí sin mirar a algo en específico mientras recordaba sus palabras de aliento, sus formas de arrastrarme a la desesperanza. Vaya forma tan inhumana de matar a alguien.
—¿Cariño?
Levanté mi mirada cuando me llamó una segunda vez. Era la secretaría que me había recibido con gran alegría. ¿Qué quería?
—El Doctor la espera en su oficina. —soltó ella con una media sonrisa.
—Gracias. —Le sonreí. La mujer, cual era demasiado energética para mi gusto, tuvo un ataque de nervios. ¿Qué le sucedía? Caminé hacia los elevadores y, sintiendo aún algunas miradas en mi figura, me adentré al ascensor sin despedirme.
Adentro pude respirar.
Por alguna razón, me había sentido aislada en aquel sillón.
No me gustaba esperar a la gente y tampoco que la gente me observara demasiado. No era por ser presuntuosa o crecida, sino que había aprendido que las miradas llevaban al egoísmo y el egoísmo a la destrucción masiva.
Toqué el botón que me llevaría al décimo piso y esperé junto a una música grotesca que me hacía querer gritar para que la apagaran. Nadie, en su sano juicio, agradecería tener una canción tan contenta en un hospital. ¿Por qué no podía ser solo silencio? En mi camino, se unieron doctores y algunas cuantas enfermeras que seguramente estaban tan incomodos como yo. ¿Música feliz? ¿A quién se le había ocurrido semejante estupidez?
En el octavo piso, se unieron más civiles. Algunos lloraban, otros no sonreían. ¿Habían vivido malas experiencias? Nunca me había detenido de pequeña a observarlos —porque no podía—, pero ahora que alcanzaba a verlos, todos tenían el mismo dije de cansancio en sus caras.
Uno, en especial, de cabello rojizo y ojos casi ya muertos, volvió a la vida cuando me observó al entrar en el ascensor.
¿Hacía mucho que no veían a una mujer? Respiré profundamente mientras esperaba a que se cerraran las puertas.
La incomodidad volvió y la música reinó de nuevo por dos minutos.
Cuando por fin pude llegar a mi destino, me hice paso antes de chocar con aquel hombre que, sin decir nada, se hizo a un lado y me dejó pasar.
Sin voltear atrás, caminé directo hacia ese lugar que reconocía por los dibujos animados de payasos en sus paredes o por esa misma televisión vieja que, colgada en la pared, mostraba un canal de noticias nocturno.
Para mi sorpresa, dos pequeños niños que jugaban con los trastos que estaban sobre la mesa de espera y una madre cansada voltearon a verme cuando aparecí casi corriendo al lugar. Ninguno de ellos dijo nada y, por tanto, yo no di las buenas noches. La incomodidad volvió y entonces, la secretaría que estaba ocupada con expedientes y miles de papeles en su escritorio, habló:
—El doctor te espera.
Sonreí tan rápido como pude antes de pasar por la malhumorada mujer que seguramente maldecía entre dientes. Reteniendo la respiración, giré la perilla de la gran puerta blanca y, con un poco de nerviosismo, me adentré en aquel lugar en donde había una pequeña camilla para niños, una báscula para infantes e, curiosamente, alguna que otra información médica en forma de caricaturas para algunos padres y sus acompañantes.
—¡Señorita Whitman! —El doctor, quién me hizo dar un brinco, me recibió con una ligera sonrisa.
A pesar de los años, él no había cambiado nada. Su imagen seguía siendo la misma: el típico doctor guapo de cuarenta años que yacía contento de ver de nuevo a un paciente que no veía ya desde algunos años.
—¿Cómo estás? —Habló de nuevo mientras me veía acercarme.
—Estoy... —Intenté hablar de Max; sin embargo, su expresión cansada y deprimida me hizo detenerme. Lo había olvidado. Según todos, hacía ya un año que no sabía nada de su hijo—. Yo, lo siento. Debí de haber venido en cuanto supe la noticia.
—No te preocupes, cielo. —soltó lleno de dolor—. Él está por ahí, lo sé.
Tragué saliva. ¿Cómo debía empezar entonces?
—¿Qué te trae por aquí? —añadió, mientras se dirigía a su cafetera y se servía un poco de café en una taza ya vieja—. ¿Café?
—No, estoy bien. Gracias. —susurré antes de verlo darme la espalda y añadir algunas cucharas de azúcar a su bebida—. Yo, he venido a preguntarle algo.
—¿A mí? —El sonido de la cuchara dando algunos golpes dentro de la taza me hicieron callarme. El doctor Collins siempre me había parecido un hombre intimidante y algo misterioso—. ¿Qué podría decirte yo para ayudarte?
—Es Blake —murmuré incomoda—. Hace unos años estábamos hablando y él me aseguró que ustedes, bueno su familia, tienen algunos registros que... bueno, me serían de ayuda ahora.
Se hizo un silencio, inclusive él había dejado de revolver su café. Volteé a verlo, justo para encontrarme su mirada incrédula y nerviosa.
—¿Él te lo contó?
—Sí, el tema surgió y...
—¿Por qué surgió el tema? —El doctor parecía sumamente intrigado por ello—. Blake no es del tipo de persona que hable de nuestros asuntos familiares por gusto. A él no le gusta nuestra tradición.
Hinché mi pecho con sumo nerviosismo. ¿Sería correcto hablar con él de lo que me había pasado un día antes de que todo se fuera a la mierda?
Apreté la mandíbula.
Sí, se lo debía.
—Yo estuve embarazada hace seis años.
El doctor hizo primero un gesto de sorpresa, luego se llenó de congoja.
—Lo siento, Nicole...
—No, no lo sienta —dije casi al instante—. Max nació como debía de nacer.
El doctor volvió a sorprenderse.
—Nadie, nadie me había informado...
—Cuando caí embarazada, tenía esta tonta idea de que mi bebe solo se tardaría nueve meses en nacer, sabe. —Ignoré su comentario, mientras me reía tontamente y seguía contando mi anécdota—. Cuando pasé del primer año, Blake me contó que no sabían realmente cuánto se tardaría en realidad, bueno, usted sabe... en nacer.
—¿Te contó de los registros?
—Algunos tardaron más años que yo, o al menos eso fue lo que me contó Blake. —Me tomé las manos con nervio y entonces volví a hablar—. Yo tuve a Max tres años después de enterarme, pero...
—¿Pero?
—Él desapareció junto con Blake.
Mi doctor dejó su café en su escritorio y, sacándose las gafas, se sentó en su asiento como si aquello hubiera sido un gran choque.
—No estarás pensando que él...
—¡Oh no! —Sonreí. Por primera vez alguien no decía que Max no existía—. Por supuesto que Blake no le haría nada y, es por eso que estoy buscándolos... a ambos.
El doctor parecía querer ponerse a llorar.
—Estoy agradecido de que estés haciendo todo esto por Max y por mi muchacho, pero ¿en qué te puedo ayudar yo con esto?
Me acerqué a su escritorio y, tomándolo de las manos, no pude más que soltar aquello que me carcomía por dentro.
—Estoy buscando a Antonelle Dagon.
El doctor me miró como si estuviera loca y, safandose gentilmente de mis manos, se las llevó a sus costados como si mi acaricia le hubiera quemado.
—¿Por qué estarías tú buscando a Antonelle? ¿Ella sabe en dónde está Blake?
—Creo que ella sabe qué debo hacer para volver a contactar con alguien que estuvo ahí esa noche... la noche en que ambos desaparecieron.
—¿Quién estuvo ahí? —El hombre se paró tan rápido de su asiento que no pude evitar torcerme el cuello al verlo.
—Por extraño que suene, yo estuve ahí esa noche, pero no logro recordarlo.
—¿Es tu subconsciente? —chilló emocionado de repente; recordándome aquella escena de hacía algunos años en donde había vuelto a este mismo hospital y el me había conectado a su máquina de sueños—. No necesitas a Antonelle entonces, cariño. Podría hacer que duermas y...
—Ella está dormida —Le interrumpí tan rápido como pude—. Ese es el problema.
—¿Disculpa? —Se volvió a su asiento.
—No logró contactar con ella —añadí, por primera vez preocupada—. Ella no ha vuelto a hablar conmigo desde esa noche por más que intento conversar.
El doctor me miró intrigado, efusivo y contrariado.
—¿Por qué Antonelle? ¿Por qué no cualquier otro?
—Ella es una le-ke al igual que yo, la primera en realidad en pisar este mundo. ¿Quién mejor que ella?
—No entiendo entonces qué haces aquí.
—Sus registros están en la Mansión Maximus, ¿correcto?
—Sí, correcto. Están en el despacho de mi hermano por seguridad.
—He ahí el problema, doctor. No puedo regresar en este momento a esa casa.
—¿Qué dices?
—Digamos que salí sin avisar...
El doctor me miró ciertamente cómplice, pero unos minutos después, como si la asquerosa realidad le hubiera pegado en la cara, pude ver cómo la luz en sus ojos se apagaba, como si se hubiera sumergido en una teoría que lo había llevado a la desesperanza. Cuando se adelantó y comprendió algo que yo no sabía, me miró lleno de culpa y derrota.
—Yo... lo siento, Nicole.
—¿Por qué se disculpa?
—Creo que no podré ayudarte.
—¿Cómo dice?
—Es que nadie sabe en dónde está Antonelle o si es que aún vive.
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Chicos! Perdón perdón perdón! Sé que dije y que he dicho muchas veces que subiría cada semana, entre otras cosas. Pero este mes me llene de trabajo y cuando quería escribir, nunca me gustaba como quedaba. Sin embargo, ya que al fin le di el visto bueno, ya puedo subirlo y continuar.
La historia al fin toma vuelo y créanme cuando les digo, que les gustara.
Las amo y gracias por todos los comentarios. Los he leído todos.
-Nancy A. Cantú
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