8. Resolviendo
Aunque Río Tocuyo se notaba bastante poblado, arreglar la carreta parecía imposible, ninguno de los dos tenía conocido cerca, incluso las pocas personas que se veían en las calles no parecían prestar atención a aquellos foráneos que necesitaban ayuda. La gentepasaba por un lado, los miraban con desconfianza, unos con desprecio, aunque otros se acercaron a verlos y ofrecían su cordial ayuda, terminaban por no poder hacer mucho debido a lo que se necesitaba y seguían apenados con sus rutinas.Cargaron con el equipaje hasta la entrada del anfiteatro donde le pidieron el favor al taquillero que las guardara y además vigilara el carruaje mientras ellos buscaban dónde llevarla o cómo repararla, a cambio recibiría una recompensa. El joven aceptó. Desmontaron al caballo, lo llevaron por las riendas y caminaroncincocuadras hasta detenerse ante unnegocioenuna esquina en la que Franco entró a preguntar algo. Simeón en la acera, sosteniendo al caballo, se entretuvo mirando el final de la calle unos minutos,apenado por la pérdida material que habían enfrentado. Franco reapareció mencionando el nombre de un sitio.
—¿Qué es eso? —preguntó Simeón saliendo del pensamiento.
—Una casa de hospedaje ¿Qué más podría ser?
—¿Casa de hospedaje? —terció Simeón— Pensé que volveríamos a nuestras casas, descansar y salir al día siguiente.
—¿Regresar? Disculpe señor Mariño, pero pensé que era sobreentendido que partiríamos sin retorno hasta poder solucionar parte de esto, por eso le pedí que empacara lo suficiente ¿lo hizo no?
—Sí, sí… pero… —Simeón pensó en el poco dinero con el que contaba y el pago por el cual debían responder.
Me alcanza para pagar el hospedaje y otras tonterías pero ¿Y cuándo regrese cómo me mantendré, y si no tengo clientela por varias semanas?
Franco se le quedó mirando esperando que opinara, pero lo único que vio en su rostro fue un atisbo de escasez y comprendió. Él no tenía en ese momento los mismos recursos que el periodista. Con pena se apresuró a agregar:
—Pero no se preocupe por el dinero —Simeón abrió los labios para justificar pero no le salió la voz—, yo salí preparado y tengo suficiente para cancelar las reparaciones y el resto de los gastos del viaje.
—¡Como le voy a permitir…!
—Ya dije, no se preocupe. Mejor apurémonos a encontrar la dirección de la casa de hospedaje y a buscar otro servicio de carruajes, así como está la que dejamos es imposible continuar, además no quiero estresar más al caballo por lo que ya vivió —avanzaron otras pocas cuadras y dieron con la casa.
Antes de hacer cualquier reservación Franco habló con la servidumbre, pagó y pidió un lugar para que el caballo pasara la noche mientras ellos salían de nuevo a buscar la carreta frente al anfiteatro.
—Dejaremos aquí al caballo —le dijo luego a Simeón— dejaré el dinero y mañana escribiréa Carora avisando para que lo vengan a buscar.
—¿Y confía en la gente de esta casa como para dejarlessu caballo? —Franco asintió en seco. Simeón recordó a su débil caballo. Notó que la diferencia de recursos brindaba variantes en las formas de pensar, de pronto soltó—:Espere aquí, es lo menos que podría hacer si usted es quien… —pagará el resto del viaje, se dijo en mente.Se apartó abriéndose paso entre la gente que transitaba. Ahora era Franco quien esperaba pero comprendió el por qué hacía aquello, no dejó de sentir pena, era algo que debía hacer a un lado. Habían viajado para investigar algo y en eso se enfocarían.
Pasaron alrededor de cuatro minutos y una carreta con su mozo y fuerte caballo aparcó frente a Franco.
—Suba —le anunció Simeón. A Franco se le dibujó una sonrisa y subió.
Le indicaron al mozo que antes debían pasar por el anfiteatro donde habían dejado las maletas y luego de regreso, éste asintió, admitiendo que conocía Río Tocuyo como la palma de su mano.Con destreza se dirigieron al sitio.Avanzaronlas calles hasta llegar. Franco se bajó y se acercó a la ventanilla que ya estaba cerrada. Llamó y tocó hasta que el joven, que había prometido vigilar, apareció apenado. Acababa de ser descubierto de su supuesta vigilancia al carruaje que seguía incompleto al otro lado de la calle.
—¿Al equipaje si lo pudo vigilar? —le soltó Franco molesto por el escenario. El joven asintió sin decir nada mientras que sacaba las maletas por una puerta lateral. Estando todo el equipaje afuera Franco sacó un billete— Esté consciente que es menos de lo que hubieras obtenido si realmente hubiera vigilado el carruaje.
—Pero si no le ha pasado nada…—arguyó el joven.
—Eso no quiere decir que no pudiera haberle pasado. Gracias —cortó en seco y se retiró. Simeón se acercó para ayudar a subir las maletas al carruaje alquilado. Franco le siguió y se detuvo junto al mozo—:¿Es posible arrastrar una carreta a la que le falta una rueda? —El mozo miró la carreta al otro lado de la calle. Ladeó su cabeza pensando en alguna posibilidad. No era imposible pero si sería un recorrido lento. Él no se oponía pero en sus ojos se notaba el brillo de avaricia que Franco notó en seguida—. ¿Cuánto costará? —el mozo dio su tarifa, el otro aceptó rezongando por lo bajo y terminó pagando. Atarían la carreta incompleta a la del mozo y la remolcarían.
El mozo les preguntó si tenían prisa a lo que ambos negaron, se sentían atraídos por la belleza de aquel pequeño pueblo; la carreta avanzó con lentitud y su conductor pensando que se había aprovechado lo suficiente de los foráneos, fungió de guía turístico, les señaló casas, locales y lanzó nombres a diestra y siniestra.
—Por esta misma calle se ha paseado el Dr. Carlos Zubillaga —anunció el mozo esperanzado—, todo un redentor social —el labio se le frunció un poco, parecía medio sonreír—. Hace poco presentó una breve tesis doctoral, de apenas treinta y tres páginas con el característico título de La iglesia y la civilización, argumenta que la cultura occidental no habría sido posible de ser fundada sin el concurso del cristianismo: las raíces europeas.
Para ser mozo está bien informado —pensó Simeón sin saber si la información que soltaba en totalidad era cierta. Recordaba haber oído el nombre pero nada sobre esa tesis.
El silencio se hizo luego de aquel comentario tan informativo. Ambos forasteros seguían mirando a los lados, de pronto habló otra vez:
—¡Por cierto! ¿No les mencioné que Chío Zubillaga es el hermano menor del doctor? Es un escritor bien conocido en Carora —Casi se había convencido de que con ese segundo aporte informativo lograría la intervención de los otros para entablar una conversación. Pero ellos andaban en sus preocupaciones, así que el resto del camino guardó total silencio. Regresaron a la casa de hospedaje, se apearon, desengancharon el carruaje y le pagaron al mozo por sus servicios.
Simeón entró al acogedor hotel para registrarse mientras que el otro hablaba con un criado dando las explicaciones necesarias sobre su caballo y el carruaje que estaba afuera, cuando éste entró diolos datos faltantes, pagó y unaseñora los acompañó hasta la puerta su habitación entregándole la llave. Les deseó una buena estadía y se retiró. Pasaron a la habitación y sin pensar tanto se cambiaron, quedándose en cómoda ropa. Luego cada uno en su turno se refrescó con un baño de agua tibia. En las horas que le siguieron casi no platicaron nada sobre Jimena, solo lo necesario para informarse pequeños detalles.
Ya recostados en sus camas, Simeón se acercó inquieto a la ventana que daba a la calle. Desde aquel primer piso podía ver el techo de los demás locales con luces encendidas, a la distancia más casas humildes que contrastaban con sectores de clase alta. Un paisaje de luces variadas que retumbaban en la oscuridad de Río Tocuyo.
—Debería acostarse para que duerma —le sugirió Simeón—, debe de estar tan cansado como yo. Para ser uno de los primeros días ha sido bastante movido. No es que no me guste el movimiento en alguna actividad, pero espero que el resto del viaje no nos lleve al extremo.
Simeón soltó una risa disimulada.
—Estoy de acuerdo con usted. Seguiré su consejo —se metió en la cama y apagó la lámpara de noche de la mesa que separaba las camas. Entre penumbras cada uno siguió, con el disimulo del sueño, pensando en lo que les depararía aquel viaje que había comenzado con turbulencias.
El sol comenzó a dejar su huella en la pared a través de la ventana de la habitación con un estampado floreado correspondiente a la cortina que cubría la ventana. Eso era suficiente para que Simeón se despertara. Se levantó, lavó su cara, sus dientes y se cambió. Volvió al cuarto y vio que Franco seguía dormido ¿debía despertarlo? Él quería continuar averiguando todo tipo de cosas que recaían sobre aquella miel pero no le motivaba mucho el viajar tan lejos. Hacía muchos años que no se alejaba de casa. Con astucia continuó haciendo el menor ruido posible para que Franco no despertara y así no tener que partir de aquel atractivo lugar tan temprano.
Pasaron varios cuartos de hora hasta que, Simeón sentado junto a la ventana como hacía en su casa con el diván, vio que Franco se removía en la cama, hasta que abrió los ojos. Se sentó de golpe.
—¿Qué hora es? —soltó mientras se levantaba en camisón e iba al baño.
—Nueve y cuarto —respondió Simeón con calma.
—¡¿Qué?! ¿Por qué no me llamó? ¿Está usted demen… —Ya era tarde para frenar el insulto en tan poca relación— te…? —terminó de decir con una pausa notable. Simeón con calma lo miró, recordó que muchas personas ya lo habían llamado así constantemente, por ejercer un negocio como aquel y por hablar con su esposa muerta. No le molestó en absoluto—. Disculpe… es que debimos salir a las seis, más tardar siete. Estamos retrasados por más de dos horas ¿acaso no le asusta eso? —Simeón no respondió—. Apenas me vista partimos.
—No —fue lo único que dijo el otro.
—¿No? ¿Qué quiere decir con eso?
—Que no nos iremos cuando se vista.
—¿Entonces?
—Saldremos más tarde. Entienda que tenía mucho tiempo sin salir de mi casa por razones personales, y ahora que lo he hecho estoy notando de lo tanto que me he perdido. Quiero tomar el tiempo que sea necesario para admirar los sitios por los que pasaremos, sin olvidar nuestro principal propósito. Por unas pocas horas que nos tomemos no creo que el mundo se caiga más a pedazos de lo que está. Quizá suene disparatado, pero… demos una vuelta.
El silencio de Franco era palpable. Las palabras que Simeón le había dicho le llegaron al corazón. Eran sinceras, no eran apresuradas. Como si las hubiera ensayado desde antes que él despertara. Simeón tenía razón, debían tomar las cosas un poco más ligeras. Los desastres ocurridos a veces sucedían por la premura de querer hacer las cosas.
—¿Qué sugiere?
—Salgamos y veamos qué se nos ocurre.
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