3. Sentimiento paternal

Cuando caía la tarde Simeón seguía a la espera, tras el mostrador, a que otra persona acudiera ante su sabiduría de lo natural. Pensó en cerrar más temprano.

Si me doy por vencido tan temprano me podría estar prohibiendo el resto de oportunidades que el destino me pueda presentar hoy.

En cambio buscó un libro en su sala de estar y, en una silla que daba la vista a la calle, se sentó a releer un artículo médico por cuarta vez y que casi se sabía de memoria. Comenzó a sentir molestia por la bulla que venía de afuera, así que detuvo su lectura y vio a muchas personas cruzando por la calle que hablaban entre sí. Dejó el libro abierto en la silla y salió a ver, entre la marcha esparcida iban matrimoniosconocidos.

—¿A dónde van con prisa? —le preguntó a una pareja.

—Al teatro —contestó el hombre—, hoy es el cierre de La desheredada, una impresionante obra —Simeón asintió con poco interés sin recordar con exactitud de dónde se le hacía familiar ese nombre.

¡Cierto!

—Que la disfruten —dijo haciendo una leve reverencia a la dama.

Recordaba que solo hacía un par de horas había ayudado a la protagonista de la misma. Realmente esperaba que lo disfrutaran. Sino luego se enterarían que él había sido el causante del daño de la voz y resto de la carrera de aquella actriz, posterior tendría plagada su casa y tienda de gente queriendo saber qué había pasado, quizá agentes investigando mientras estropeaban los pocos bienes que el tiempo le había permitido conservar. Se vio sentado y desahuciado en un banco dentro de una celda, sucio y flaco. También vio a Leonora observándole todas las mañanas como se le escapaba la vida sin que ninguno pudiera hacer nada al respecto porque él era culpable. Sacudió su cabeza y refrescó sus pensamientos.

Ya cerrada la tienda se fue a la estancia y recostó su cuerpo en el diván. Necesitaba escuchar a las personas de regreso. La curiosidad lo embargaba, quería saber qué había pasado, cómo había salido todo,pero el reposo, la tranquilidad y el silencio que se asentó en la calle le provocó un sueño que lo volvió a vencer. Cuando despertó al día siguiente se reprochó, no sabía cómo evitar la situación. Llevaba más de tres días durmiendo en la estancia. Se podría decir que su conciencia le engañaba haciéndole saber que era el cansancio, cuando realmente era el miedo a la soledad que lo invadía al entrar en su habitación y ver aquel lecho tan ancho y tan vacío sin ella.

Pasaron varios días, todos habían sido iguales de vacíos. Nadie había aparecido y encerrado tras su mostrador, no se había enterado de nada. Nadie había acudido, así que daba por entendido que todo había salido bien, y en dado caso que hubiera sido mal, entonces habían decidido no hacer nada o lo habían ignorado por insignificancia. No sabía si agradecer por aquello o seguir preocupado y que el daño fuera postergado para el futuro.

Llegado el sábado notó que en su despensa faltaba comida para la semana. Ya le escaseaba y tampoco tenía dinero como para mantener alguno de los criados que sí pudo pagar cuando Leonora vivía, por lo tanto todo lo tenía que hacer él mismo. Había sido una dura decisión el haber despedido el último criado que con esfuerzo había conservado, de eso hacía casi ya seis meses. El criado lo había notado, en su defensa: también necesitaba lo poco que ganaba junto a Simeón, así que no dijo ni aceptó nada hasta que el mismo Mariño habló con él directamente y le dijo que prescindía de su servicio. Esa fue la expresión usada para disfrazar la falta de dinero, y ni siquiera él sabía cómo se seguiría sosteniendo económicamente. Allí terminó la relación y el bolsillo de Simeón se fue agrietando cada vez más con el peso de las responsabilidades, aunque solo fuera él mismo el que debía mantenerse.

Solo cuento con tres billetes y una moneda —se recordó—. Debo ahorrarlos, hasta que vuelva a tener más clientes.

Salió por el callejón que tenía la casa, y que compartía con el vecino, hacia el mercado con el único caballo desgarbado que tenía.Entró en la calle frente a su casa y vio a alguien llamando a la puerta de la tienda. Simeón se detuvo:

—¡Hey! ¿Qué quieres? —Le gritó al niño por encima del sonido de cascos, voces en cuello que resonaban en la calle de piedra y los ¡Hea! hacia las bestias.

—¿Es usted el señor Mariño? —Preguntó el niño sudado y mugriento.

—¿Qué quieres? —Volvió a preguntar ignorando lo dicho por el niño. Parecía ser una costumbre arraigada la de ignorar dar respuestas.

—Busco al señor Mariño, necesito comprar unas medicinas que me dijeron podía encontrar aquí en la botica.

—Si soy yo ¿Quién te manda?

—Mi madre.

—Lo siento muchacho, tienes que venir el lunes. Hoy está cerrado.

—Pero señor... Si...

—¡Está cerrado! —Gritó Simeón mientras arreaba su caballo y daba la espalda al niño y establecimiento. El niño siguió llamándolo a la distancia pero Simeón ya no escuchaba más que los gritos cotidianos de las abarrotadas calles de un sábado por la mañana.

Llegó al mercado e hizo la compra del mes con la cuarta parte del dinero que disponía. Pensó que gastaría más y aunque fue ahorrativo no había gastado mucho de lo recibido por aquel tónico que por momentos atacaba su mente por los posibles resultados. Recorrió varios puestos donde consiguió buenos precios y no dudó en regresar cargado con varios kilos de diversos alimentos: harina, arroz, papas, rábanos, cebollas, azúcar, plátanos, cambures y demás verduras con las que podía deleitar sus papilas varios días.

Debí atender a aquel crío —reflexionó cuando regresaba—.Tengo algo de dinero pero eso no quiere decir que pueda despreciar cualquier cliente por más pequeño que sea.

Volvió a su casa, descargó el peso del caballo y entro para acomodar la despensa que, llena de comida, le hacía recordar viejos tiempos. El pasado parecía seguirlo sigilosamente como un gato negro en la noche sin que se diera cuenta.

Así la mantenía ella siempre —recordó— cuando mandaba al criado a comprar. Cuanta falta hace un criado. Justo ahora tengo para contratar a uno pero hay un porvenir, nunca se sabe si será bueno o malo.

El fin de semana preparó las más exquisitas comidas a las que no había tenido acceso desde hacía meses. Habló con Leonora mientras desayunaba o almorzaba. Aunque era en las noches donde más le hacía falta su calor y era donde menos su presencia estaba. Se obligó a dormir en el catre. Debía arrostrar los miedos de soledad y en solitario a como diera lugar.

El lunes después de aquel acontecimiento, donde había aplicado un poco de toda la noción que tenía sobre las gripes e irritaciones de gargantas en una joven urgida, apareció una figura fuera de la tienda. La puerta resonó con la campanilla de advertencia que alguien había llegado y Simeón despertó con el cuerpo apoyado en el mostrador de un pequeño letargo, la noche anterior habían hecho fiestas cerca de su casa. la música lo alcanzó sin distinción y no le dejó casi dormir.

—¡A la orden! —Dijo poseído por palabras automáticas. Su mirada se topó con la de un infante.

El niño se detuvo por las palabras al pasar el portal. Estaba sucio y entre sus manos apretaba un papel como si de él dependiera su vida. Alzó la cabeza para mirar a Simeón por un instante y la bajó al siguiente hacia la nota arrugada en su puño sin decir nada.

—¿Qué quieres niño? —dijo Simeón lleno de mal humor.

—Mi madre dijo que le diera esto —respondió el niño con miedo, y extendió su brazo izquierdo con la nota arrugada hacia Simeón sin moverse del umbral.

—¡A ver, acércate! Desde aquí no puedo ni leerlo que traes.

El niño dio pasos lentos, intimidado por la mirada con la que Simeón lo escrutaba; estando más cerca extendió el papel y el boticario se lo arrancó de la mano con desespero.Simeón leyó los garabatos que estaban escritos en el papel:

"Consulté a un médico y me pidió buscar ciertas medicinas generales que aquí no consigo. Pregunté dónde podría encontrarla y me dijeron su nombre y buena reputación. Decidí mandar a mi único hijo. Necesito con urgencia alguna medicina que me ayude con un dolor en las manos, desde hace dos meses presento sarpullidos. Espero que el poco dinero que pude reunir alcance para cualquier remedio, así sea el más barato. El dolor es fuerte y sigue incrementando."

Simeón hizo su investigación mental de lo que podía ser necesario para aquello, buscó entre las repisas y justo tenía un diminuto frasco con lo necesario, una pomada verdosa hacía alarde a través del vidrio.

—Esto servirá ¿Traes el dinero? —el niño asintió— ¿Dónde está? —éste extendió su mano derecha con el puño cerrado, la abrió y habían unas monedas. Simeón las miró, volvió la vista al frasco, de nuevo a las monedas, sacó cuentas mentales y de las seis monedas, solo tomóla mitad.

—Ten —le entregó el pequeño frasco—. Cuidado no lo vayas a tirar, es el único que tengo por ahora y es difícil que vuelva a preparar uno.

—Gracias —respondió el niño.Dio la vuelta y se retiraba despacio con el frasco presionado con sus manos hacia su pecho a modo de protección.

Simeón detalló al pobre niño con sus ropas sucias, y piel manchada de barro. De pronto recordó que ése pequeño rostro ya lo había visto ¿Dónde?

—¡Hey! —Le gritó antes que el niño saliera dela tienda— ¿Tú fuiste quien vino el sábado? —El niño asintió— ¿De dónde vienes que estas todo sucio?

—Vengo de Quibor señor —Simeón no dijo nada. Supuso que el niño habría tenido que haberse quedado durmiendo en la calle los últimos dos días esperando que volvieran a abrir la tienda. Recordó lo que le dijo aquel día cuando salió al mercado. De pronto el corazón se le conmovió y cuando el niño, con la mirada en el suelo, estaba por volver a darle la espalda, Simeón le habló:

—¿Hijo, tienes hambre? —El niño lo miró sin responder.

—Mi madre dice que no debo aceptar…

—Lo sé. Y tu madre tiene razón, pero supongo que estos últimos días te has tenido que quedar en la calle y no haber comido bien, así que te pregunto ¿Quieres comer? —el niño asintió—. Siéntate ahí —le señalo una silla de madera en el rincón junto a la puerta—, ya vuelvo.

Simeón se adentró en la casa y sirvió un plato grande de sopa con presas de pollo y verdura, cuando ya se adentraba en el negocio regresó unos pasos, partió un pedazo de pan y prosiguió.

—Ten. Quizá no sea la comida más elegante, pero esto te ayudará a aguantar el hambre hasta que llegues a tu casa. Además tu madre debe estar preocupada por ti.

—Gracias señor —dijo el niño tomando el pan. Éste comenzó a dar pequeños sorbos y mordidas al pan con pena. El hambre pareció ganarle a la pena y comenzó a sorber más rápido la sopa con la cuchara, hasta que la dejó a un lado y tomó la taza por los lados y la inclinó directo a su boca.

El mismo Simeón no se reconocía por cortos momentos. Nunca había tenido un hijo, así que quizá ayudar a un niño ajeno sería lo más cercano que estaría de ser padre y de dejar surgir ese amor incondicional. Además le recordó parte de su cruda infancia qule había tocado afrontar.

—Recuerda comer el pan —le sugirió Simeón, y notando que de verdad tenía hambre le ofreció otro plato a lo que el niño no se negó.

Mientras Simeón servía el segundo plato, el niño se guardó el pan restante entre sus ropas. Había pensado en su madre, lástima que no podía llevarle sopa.Comió el segundo plato y agradeció bastante al boticario, que nunca se enteró que el pan que le había quedado estaba guardado entre sus ropas.Tampoco se enteró que la nota que había leído no estaba escrita por la madre como pensó al ver el modo en que estaba escrita, sino del niño que, astuto, preocupado por lo que veía en la mano de su madre, con el poco ahorro,escribió aquella nota y se arriesgó a hacer aquella pequeña travesía que esperaba ayudara a que su madre mejorara. Ocurría algo más curioso aún en donde la perspectiva del conocimiento e inocencia jugaban un papel importante, la madre realmente se había cortado una de las manos y se le había gangrenado, el niño vio solo la mano envuelta en telas y le pareció como un hematoma o simple sarpullido.

—Sigue tu camino directo a tu casa, espero tu madre se mejore.

—Gracias señor —el niño se marchó con una sonrisa esperanzadora, sin saber que el remedio que llevaba para sanar a su madre no haría ningún efecto. Su mano sería amputada y la gangrena no pararía hasta llegar al hombro, ya sería tarde, la pérdida de líquido y sangre continua sería lo mortal para ella. El niño sería otro huérfano como muchos otros que deambulaban en la calle debatiéndose la comida con otros niños,que sin darse cuenta se volvían bestias salvajes como los perros callejeros.

Simeón se quedó pensando en el pobre niño y la madre enferma. Hasta pensó en preguntar por el niño a sus vecinos, alguien lo debía conocer. Pero no lo hizo en el momento ¿Dónde se había quedado los últimos dos días?.Se levantó y se adentró en la casa por un poco de agua, al volver vio un grupo de hombres afuera. Un hombre entre la multitud que se comenzaba a congregar se adelantó ante todos, miró a la multitud que se alzaba con enormes cámaras que estorbaban con sus largas patas de madera y pequeñas libretas de anotaciones en mano. Simeón se sorprendió un poco por esto último, luego recordó y también sintió un poco de miedo.

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