Capítulo XIII

-¿Cómo conseguiste tú ésto? -le pregunto.

-¿Es eso lo que en realidad importa?

-Importa cuando todo lo que haces es añadirle gasolina al fuego.

-¿Ahora es mi culpa que no hayas hecho caso de mis advertencias?

-No tienes culpa de nada -me aprieto las sienes y la frente. Me quiere reventar la cabeza-. Es que soñé con ella. Que la criatura era ella.

-¿Y por qué no la has matado?

-¿Qué dices?

-Está todo calculado. Tú o ella. Todo encaja a la perfección. Si te lo dije. ¿Por qué no la matas antes de que te mate ella a ti?

-No desvaríes, por favor. Hoy no aguantaría.

-¿En serio crees que es un desvarío mío? Piénsalo. ¿Quién dio el primer paso pasa conocerse? La gente no hace amistades en la sala de espera de un psicólogo porque tienen miedo del problema con el que vaya esa persona a la que están conociendo. Y ella no solo te saca conversación, sino que te invita a tomar algo y acepta pasar la noche contigo. No te ofendas, pero por el lugar en el que se encontraron lo normal hubiera sido ser algo más cuidadosa. Le llegan amenazas que tú nunca has visto, que no te comentó cuando tú sí le hablaste de tus problemas, amenazas por las que no ha vuelto a estar nerviosa y se refugia en tu casa. Trabaja dando consejos en una revista. Muy altruista. Muy conveniente. ¿No has pensado que puede estar mintiendo? ¿Que no es quién dice ser? ¿Que puede estar huyendo de algo más que un marido resentido cuya mujer finalmente acusó de malos tratos gracias a ella? Le has hablado de tus pesadillas. ¿Quién eligió el colgante? -continúo callado. Intentando encerrar en la cabaña de mi mente todo lo que me ha dicho, pero ahí no cabe una palabra más-. ¡Responde!

-¡Ella, diablos! ¡Ella! -grito.

-No has pensado que no estaba en el psicólogo por lo que dijo? ¿Que puede ser una loca peligrosa que quiera, solo por pudo hedonismo, recrear tu sueño recurrente? Un sueño en el que te matan.

-¿Por qué siempre piensas lo peor de todo el mundo? -negar lo que me dice no lo hará menos evidente. Aunque al menos así retraso el momento de pensarlo. No puedo. Ahora mismo no puedo con esto.

-¿Y tú por qué nunca lo haces? ¿Por qué piensas que todo el mundo es bueno? ¿Por qué no buscas la maldad hasta que te demuestran lo contrario? Incluso piensas lo mejor de mí cuando nunca debiste hacerlo.

No puedo hacer ésto. No quiero discutir. No puedo pensar. Gruño. Grito al suelo. Me levanto y pego a las paredes hasta que me sangran los nudillos.

-¿Le conoces algún defecto? -Continua Leiradna a mi espalda sin inmutarse por mi comportamiento. La oigo tan lejos como la interferencia en mi mente me lo permite-. ¿Algo de oscuridad? ¿Alguna mancha en su historial? Nadie es perfecto y los que ocultan sus demonios son los peores porque cuando les permiten salir no sabes por dónde vienen los ataques.

Culmino mi ataque con un cabezazo y me arrodillo frente a las marcas que he dejado. Escucho a Leiradna acercarse. No volteo. No sé qué me ha pasado. Ella se sienta junto a mí. Me abraza. La aprieto contra mi cuerpo magullado y agotado y sollozo en su cuello. Dejo salir todo el estrés, toda la rabia, el conteo de mis emociones durante estas últimas 12 horas. Ronronea. Se separa y me besa. No es un pico, no es un beso tierno, o apasionado, o reconfortante. No sé qué es. Aunque no se siente del todo mal. Quedo paralizado. No cerramos los ojos. Yo, por el shock. Ella, quizás, por todo el tiempo que ha esperado ésto. Mueve sus labios fríos y yo solo percibo un sabor extraño, como si toda la carne alrededor de mi boca se separara del resto de mi cuerpo. Eso sería increíble de poder hacerlo con la mente. Separar mente y cuerpo, apagarla por una vez.

Leiradna profundiza el beso. Me tumba en el suelo y sin dejarme tomar aliento se sienta a horcajadas sobre mí. Recorre mi torso con las manos en el interior del pulóver. Me estremezco por loa frialdad de su tacto. Fuera de eso no reacciono. Se restriega. Palma mi entrepierna y sigo sin reaccionar. Solo pienso en respirar. Aunque si el cerebro se quedara sin oxígeno podría dejar de pensar, de atormentarme, de alucinar. Recuerdo a Samara y aprieto los labios. Ella parece notarlo y se rinde.

-Cuando ésto acabe mal -dice al alejarse, con la misma expresión con la que me grita o con la que se toma mis cervezas-, porque tu intento de peace, love and flowers life con la sunshine de tus pesadillas va a acabar mal, me tocará a mí limpiar la sangre derramada; y espero, en serio espero, poder decirte “te lo dije”.

Leiradna recalca su amenaza recurrente con una media vuelta y se marcha.

Es demasiado.

Aún tumbado en el suelo viajo a mi mente. Me pierdo. Encuentro a Samara paseando por la orilla del rio. Por aquella zona donde vi a la sombra. Lleva puesto el colgante y tararea una cancioncilla.

“1, 2. Todo es inútil.
3, 4. Abraza al miedo.
5, 6. Viene a por ti.
7, 8. Esta noche.
9, 10. Te llevará.”

Salta de piedra en piedra y llega a la cabaña donde las voces encerradas de Leiradna han adquirido garras y luchan por liberarse. Samara les abre la puerta y las sombras comienzan a arrastrarse contaminando todo a su paso. El césped se torna gris, los árboles que aún se habían convertido en cenizas se secan y el rio se contamina. Un árbol en llamas salpica fuego a sus vecinos. Ya el incendio no los consume uno a uno, sino que se desordena como una catástrofe real y la humareda tiñe la atmósfera. Samara atrapa un trocito de madera ardiente, mantiene el equilibrio sobre un tronco caído y casi calcinado, chapotea en la orilla de las aguas verdes, baila en círculos en medio del desastre y el olor a vainilla de su cabello se esfuma. El colgante rebota entre sus pechos. Es lo único que mantiene su color cuando mi mundo comienza a apagarse. Me alejo todo lo que puedo.

Fuera de mi mente, Samara se pinta los labios de un tono rojo pasión, me besa la frente, quedo marcado como la cruz de ceniza imborrable que condenó a la muerte a los 17 hijos del coronel Aureliano Buendía, y presiona el cañón de la pistola en su beso.

-Tano.

Detrás de mí. Ahora está detrás de mí.

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