Capítulo XII

Aún no ha amanecido y siento que me ahogo en esta habitación. No puedo acurrucarme a Samara e intentar dormir. Quisiera despertarla y enfrentarme a ella y decirle ¿qué? ¿Que tuve una pesadilla? ¿Que soñé con ella de mala manera? ¿Que me consuele? ¿Que por favor no me abandone a mi suerte?

Salgo al balcón y fumo dos cigarros seguidos mirando la planta que Samara trajo cuando vino a vivir conmigo. Echo el humo al vacío y sigo sin atreverme a acercarme a la barandilla. Eso solo pasa con ella. Y sigo pensando en ella. Lanzo la colilla a la calle.

Vuelvo al cuarto sin hacer ruido. No quiero despertarla. Me pongo el primer pulóver que encuentro, no cambio los pantalones de pijama y le dejo una nota en la mesilla:

“Necesito aire.”

Cojo el paquete de tabaco y las llaves y salgo a caminar descalzo.
Debo haber corrido escaleras abajo que no recuerdo el camino hasta la puerta del edificio. Ni siento el frio en los pies. Ni me fijo en la gente que sí se fija en mí.

Camino. Corro. Doy vueltas en círculos. Enciendo un cigarrillo tras otro. Tropiezo. Caigo. Me quedo un rato sentado en el suelo. Me cubren la noche, el sudor, la suciedad, los pensamientos. Nada claro. Mi mente es un total desorden. En el supuesto lugar feliz de mi cerebro la casa de madera se astilla ante el peso de las palabras que contiene, el rio ha perdido la pureza de sus aguas, un segundo árbol se quema. Viajo. La habitación blanca se reduce a una cabina telefónica y me cuesta respirar. Hiperventilo. Me agarro el pecho y Samara me espera en la esquina, con su túnica y su capucha, sosteniendo el colgante con un dedo como si fuese un péndulo. El dije resplandece entre la oscuridad de la noche como esos focos alumbrando la cara de un acusado en una sala de interrogatorio.

No puede ser. Samara está durmiendo en casa, en mi cama. Corro en dirección contraria. Paso de largo la entrada de mi edificio. No quiero regresar. No aún. No estoy preparado. Se me comprime el vientre y vacío todo su contenido agarrado a una farola. Sigo el camino casi a ciegas hasta que frente a mí se alza la clínica donde trabaja la doctora Villalba.

Cerrada. ¿Cómo no iba a estar cerrada si son…? ¿Qué sé yo qué hora es? Ahora es que despunta el sol. Subo y bajo las escaleras de la entrada. Me siento y trato de relajarme contando las ventanas de la cuadra. Hay 64. Y ese método no relaja una mierda. Recorro la zona. Empiezo a notar el frio en los pies. Me quedan solo dos cigarrillos cuando veo llegar a mi psicóloga. 

-Necesito hablar -la abordo sin preámbulos y ella contiene un grito cuando me reconoce.

-Cayetano. Por favor, que susto. ¿Estás bien?

Esta tía es gilipollas.

-No, por supuesto que no estoy bien. ¿No me ve? -Destaco lo obvio y ella me otea. Si luzco la mitad de mal de lo que me siento, me terminará encerrado-. Si estuviera bien, a esta hora estaría tranquilo calentito en mi casa. Le digo que necesito hablar.

-No tienes cita para hoy. Menos a esta hora. Esto es muy irregular.

-Da igual el protocolo -me halo los cabellos. No entiende nada-. Necesito urgentemente hablar con alguien o voy a explotar.

Algo debe ver en mí que se conduele. Quizás no como profesional, pero sí como persona. O solo pretende distraerme hasta que lleguen los enfermeros a inyectarme calmantes. Me arriesgaré.

-Pasa. Tengo algo de tiempo antes de que comiencen a llegar los pacientes.

Estrujo el paquete de tabaco en el bolsillo reprimiendo el deseo de llevarme uno a la boca mientras nos adentramos en los pasillos. En su consulta me desparramo en la silla como siempre pero no puedo estarme quieto así que me levanto otra vez y opto por caminar de aquí para allá. La doctora no intenta frenar mi comportamiento. Yo también quiero que termine lo más pronto posible.

-Como bien me has pedido, me olvidaré del protocolo y no sacaré tu ficha ni nos entretendremos con preliminares. Háblame de la urgencia, del colapso mental que te ha traído hasta aquí.

No estoy muy seguro de cómo empezar. Abro la boca y lo suelto todo sin pensar mucho. La pesadilla, la sombra transformándose en Samara, las alucinaciones, éste último encuentro que me hizo correr en la calle, todo.

-Te advertí que si empezabas a delirar tenías que decírmelo para recetarte pastillas.

-No se quede con eso -siempre en la superficie cuando yo estoy gritando en el fondo-. Está bien. Tomaré pastillas. Pero ahora mismo lo que necesito es poder volver a mirar a Samara a la cara sin tenerle miedo.

-¿Samara?

-Sí. Su nombre. Samara Alvarado. La conocí aquí. ¿Pasa algo con ella? -Ya estoy más que preocupado: sugestionado… paranoico.

-Lo siento. El colegio de psicólogos me prohíbe hablar de mis pacientes.

-¿Paciente? ¿Ella es su paciente? -mis piernas comienzan a temblar y necesito sentarme. Me sostengo físicamente en la silla, aunque mentalmente me siento atravesando el suelo.

-Creí que lo sabías. Que por eso preguntabas si le pasaba algo.

Tiemblo. Intento que las palabras se escuchen coherentes.

-No. Ella me dijo que solo venía por casos en la revista.

-Sí, lo hace, pero también la trato a ella.

-¿Qué tiene? -temo al preguntar, temo por la respuesta, pero lo necesito.

-No puedo decírtelo. Las relaciones deben estas cimentadas en confianza, si no te lo ha dicho ella hasta ahora, sus razones tendrá. Yo no puedo juzgar eso. Debes sentarte y enfrentar muchas cosas con Samara. Ésto incluido.

-¿Le ha hablado de mí?

-Como comprenderás tampoco puedo hablarte de eso. Es tan confidencial como su diagnóstico o el tuyo. Ahora que sé que son pareja me ponen en un compromiso. No puedo atenderlos a los dos si no es en terapia de grupo. Tendré que trasladarle tu caso a otra colega.

-¿Encima dejará de atenderme usted? -grito. No aguanto más y saco un cigarrillo.

-Sabes que…

-Aquí no se puede fumar -la corto-. Vete a la mierda.

-Estás retrocediendo todo lo que habíamos avanzado con tu comportamiento.

-Y así pretende que inicie de cero con otra persona.

-No es personal. En esta situación no puedo hacer otra cosa. Y debo priorizar el caso más antiguo.

-No solo me miente que se atiende también con usted, sino que lleva mucho más tiempo aquí que yo. Esto tiene que ser una puta broma -vuelvo a levantarme. Dejo caer colillas por toda la consulta en mi caminar inquieto.

-Cayetano, siéntate y concentrémonos para lo que viniste.

-Ya no sé a lo que vine. Gracias por nada, doctora -cierro de un portazo y me cruzo con el primer paciente ya en la sala de espera.

En el camino de regreso, el triple de personas se queda mirándome y cuchichean a mis espaldas. Solo quiero llegar a casa. Aunque hago una pequeña parada a comprar tabaco y pateo el mostrador al notar que no llevo dinero.

Me recibe la soledad en mi apartamento y una nota junto a la mía:

“Tuve que salir un segundo. Intenté localizarte, pero te dejaste el móvil. Por favor, en cuanto leas ésto llámame. Tu chica.”

No lo hago. No todavía.

Mi chica.

Mi Samara.

La chica que espantó mis pesadillas ahora me acosa en ellas y ha distorsionado la poca realidad que me quedaba.

-Así que ya se te está desmoronando el castillo de naipes.

Me sobresalto ante la voz. La que faltaba. Mi ánimo no aguantará ésto.

-Leiradna, no estoy de humor -digo antes de girarme.

-Tranquilo que no vengo a cachondearme. Vengo a darte esto.

Tira sobre la mesa una carpeta desbordante de papeles que me quedo mirando sin atreverme a ojear.

-Trastorno límite de la personalidad. Ese es el diagnóstico de tu querida Samara Alvarado. Cuando está de buenas todo mundo es bueno. Cuando está de malas todo mundo es malo. Aquí tienes el expediente.

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