Capítulo I
Era de noche, como no podía ser de otra manera. Cuando el sol domina el cielo y la claridad se expande a todo largo y ancho como escudo contra tinieblas, la tierra le pertenece a los humanos, a lo conocido por el hombre, a los vivos. Por el contrario, la luna trae consigo otros misterios cuando toma el poder. La oscuridad ampara a los monstruos de ser vistos y les permite toda clase de travesuras, de maldades. La noche es territorio de todo lo que se escape de lo mundano, de todo lo que rompa los esquemas de la normativa humana y civilizada, de todo lo que el hombre no conoce y no está seguro de querer conocer, de todo lo que habita en las pesadillas.
Petrificado, no me siento capaz de apartar la mirada de mi reflejo distorcionado en el espejo. No porque no reconozca lo que veo, sino por todo lo contrario. No porque no le haga frente a mis defectos, sino porque esa forma, esa figura casi humanoide a la que roza lo imposible lograrle definir los contornos, no soy yo: es la muerte, mi muerte.
La distingo por lo único perceptible a mi vista mortal y cansada, lo único que podría relacionarla a este lado del espejo, a este mundo: un colgante plateado con un dije de elefante.
Respiro mi propio miedo cuando la criatura comienza a caminar dentro del espejo, hacia mí. Retrocedo un paso y las leyes se tuercen. Es inútil intentar alejarme. Debo vigilarla. Lo sé. Lo siento. Algo me dice que si la pierdo de vista por un instante, aunque sea en un parpadeo, acabará conmigo. Nada garantiza que no lo haga de todos modos, pero, aún así, continúo con mis ojos fijos en ella, secos de pánico.
Cruza la barrera que divide mi habitación de donde sea que estuviese, la barrera que divide su mundo y el mío. La tenue luz de la bombilla parpadea al percatarse de la intromisión de un ser ajeno, como los gatos y su sensibilidad espeluznante para detectar existencia en otros planos. La criatura no se materializa en nada más que la sombra que ya era. No se define algo que no sea su colgante. El elefante tintinea una vez al traspasar el cristal, y luego nada, choca con la nada.
Ni un sonido fuera. Ninguna señal de vida, o de otras criaturas. Siquiera se escucha el aire que le falta a mis pulmones, o el galopar de mi corazón. Nadie vendrá a socorrerme. Eso es de lo único que estoy seguro.
Y eso se me acerca a paso lento, sin ningún atisbo de prisa, saboreando la cacería, saboreando el miedo palpable en el ambiente antes de destriparme y despellejarme, o lo que sea que planée hacerme, como si después de mí no hubiese nada más, como si después de mí todo acabará también para él.
El aire se espesa, pero no percibo algún olor diferente. Y eso sigue acercándose a mí. Y yo me mantengo sin apartarle la mirada, aunque no sé si sabe que lo estoy mirando, si puede sentirlo, si se ha fijado en mis ojos, si solo me ve como yo a él: una forma abstracta. Una vez tan cerca que podría sentir su respiración si respirase, solo me concentro en el colgante y espero que, sea lo que sea, pase rápido: un colgante fino alrededor del cuello de un monstruo, un elefante envuelto en la más oscura de las tinieblas, en la más espesa de las sombras, en la más espantosa de las figuras.
Muero.
Eso me mata.
Y, finalmente, puedo despertar.
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