Prólogo
Cinco meses antes
Mayo 2022
Sigo batallado la vida. La gente no debería de andar por allí con sus miles de problemas; sí, es algo normal, pero ¿cómo lo hacen? Yo suelo recurrir a muy malos métodos.
Salir a hurtadillas de mi habitación por la noche, perderme las clases solo para sentir esa adrenalina de estar haciendo algo incorrecto, ir a fiestas, emborracharme olímpicamente ya que estamos.
O, sin ir muy lejos, estar de camino a la biblioteca de la ciudad como todos los sábados. ¡Todos los malditos sábados desde hace un mes! Lo cierto es que siempre escojo un libro al azar.
Retrocedo en el tiempo; el primer sábado fue pura casualidad haberlo visto allí, contadas veces me he interesado en los libros que no sean de lectura obligatoria, todo se lo debo al idiota de mi mejor amigo que me arrastró hasta la bendita biblioteca aquel día.
Antes de aquel primer sábado, nunca antes habíamos estado en una biblioteca. No sabía que seguían usándolas.
—Es un favor de mejor amigo —dijo él.
—Como mejor amigo deberías estar regalándome unas vacaciones. ¡No arrastrarme a una jodida biblioteca del infierno! —Me reí, aunque salió como gruñido, y recuerdo haber sido silenciado por la señora encargada que señaló un cartel que rezaba: por favor, guardar silencio; por consiguiente, susurré—: ¿Qué hacemos aquí?
—He oído que hay un evento de caridad, algunas porristas vendrán a leer cuentos.
—¿Y eso es importante porque...?
—¿No has visto lo buenas que están las de Senior?
Recuerdo que le propiné un codazo en las costillas. A veces se las arregla para sonar como un pervertido, es suficiente pegarlo para que recapacite.
—¿Hemos recorrido media ciudad para complacer tu fantasía sexual mediante una triste sesión de acoso observacional?
—Me ofendes, también intentaré ser adorable.
El resto de detalles me resultan una ordinariez, él no estuvo en posición de lograr gran cosa, únicamente un número de celular que debió ser inventado. Razón por la cual no despegué los ojos de mi pantalla hasta que reparé en una suave risa.
Pensaba que no podíamos reírnos.
Giré un poco la cabeza y toda mi atención se enfocó en el causante. Era un chico. Llevaba el cabello en una maraña de rizos rubios y unas gafas se deslizaban casi llegando a la punta de su nariz, dando la impresión de haber olvidado que las llevaba puestas o de apenas haber visto un espejo. A decir verdad, todo en él daba la impresión de haber saltado de la cama y haberse colocado la ropa sobre el pijama en menos de un chasquido.
Ese primer sábado me resultó gracioso. No en plan verlo y desternillarme de la risa, más como si algo en su forma de ser —abstraído del mundo— me invitara a sonreír. Sonreír con los ojos.
Debía tener mi edad o menos. Una cosa era innegable: no pude despegar la vista de él. No fue una decisión, simplemente una libertad sin consenso, no me di cuenta hasta que mi amigo intervino para irnos después de fracasar con las porristas.
Con los cuatro sábados en la biblioteca capté que, al contrario de muchas personas que conocí, ese chico parecía querer restarse importancia a sí mismo, a su presencia, parecía querer completamente pasar desapercibido.
Cosa que no logró.
No por mí.
Era este plácido tirón en el pecho, como un presentimiento, esta sensación de que tengo que conocerlo. Como si fuera necesario. Nunca me había pasado algo así, era una serenidad increíble y quise mantenerla.
De manera que, semana a semana, unos borrosos antecedentes empezaron a tomar forma tras él.
Me escogía un libro cualquiera, e iba a mi sofá que tiene la vista directa a su perfil. Nunca era demasiado tiempo el que pasaba mirándolo, nunca era suficiente.
Tenía una belleza inusual, no una de prejuicios biológicos, era algo más sustancial, la postura ligera, el modo inconsciente de sonreír, había algo allí, un desprendimiento natural y una concentración abismal dedicada al libro sobre sus manos, algo en cómo pasaba los ojos de lado a lado deleitándose en la lectura, a lo mejor, el aspecto que adquiría su boca al detenerse en un párrafo.
Me gustaba imaginar el sonido de su voz, o su nombre, o mi nombre en su voz. En más de una ocasión me vi tentado por preguntarle a la bibliotecaria la identidad del chico, investigarlo o seguirlo al salir de la biblioteca.
No fue hasta el tercer sábado que escuché por fin su nombre.
Se llamaba Will.
No hice nada más, no lo busqué en ningún lado, tampoco lo seguí. Tal vez tenía grandes expectativas sobre él y no quería arruinarlas, tal vez, muy en el fondo, sabía que era una locura. Me conformé con unas pocas horas de contemplación.
No como una obsesión, más bien como un respiro.
No he dejado de venir todos los sábados desde aquel. Observándolo es donde me engaño inmensamente. Le he dado muchas vueltas, giros y giros y giros, sé que espiar está mal, sé que es bajo, es horrible, descabellado, tan ridículo... Lo peor es que me veo como un acosador. Un vulgar acosador.
Como he dicho antes, tengo muy malos métodos.
Pero me pregunto si realmente es tan malo. No hago otra cosa que la señora bibliotecaria no haga, ambos tenemos la misma vista hacia él. Incluso me he interesado en la lectura, eso es bueno, ¿cierto? Me he sacado un carnet para poder llevarme algunos libros a casa. También empiezo a cuestionarme cosas sobre mí mismo... ¿Cuántos chicos de diecisiete años cruzan media ciudad un sábado por la tarde para ir a una biblioteca a pretender leer libros con un ojo y con el otro apreciar las ondas iluminadas del cabello de otro chico?
Ahora que lo pienso, creo que lo hago justamente por eso, porque esto es nuevo para mí, estoy descubriendo algo y quiero saber lo que significa, tengo miedo, pero no se siente mal.
—¿Te puedo ayudar?
Sí, necesito ayuda.
Un momento, aquí hay algo raro.
Aterrizo en el presente y me detengo en la recepción de la biblioteca, es mi quinto sábado aquí; sin embargo, el lugar de la señora bibliotecaria lo ocupa ahora una chica de cabello azul con los ojos notablemente delineados y un aro en la nariz. Toda la gran entrada a las secciones está restringida con una cinta amarilla.
—Yo...
Mierda. Mierda. Mierda.
—Si te puedo ayudar, no tengo todo el día.
—¿Quiero sacar un libro?
—Debes esperar los plazos postergados, en la página web puedes revisar los horarios.
Me hace un gesto con la cara que indica que me largue de una vez.
—Lo siento, no estaba enterado, ¿por qué está cerrada?
Ella rueda los ojos, cansada de la pregunta.
—Mantenimiento.
Salgo rápidamente y reviso la página web, al instante aparece un aviso, no volverán a abrir las puertas para el público hasta comienzos de agosto. Lo que son tres meses de espera.
¿Tanto tiempo para mantenimiento? ¿Qué van a hacer? ¿Implementar un pedazo del cielo? Tendrían más jale con uno del infierno, como una guía turística.
¿A quién no le gustaría conocer el lugar donde va a descansar por toda la eternidad?
Trago saliva. Pues bien, los malos hábitos deben cortarse de raíz, ¿verdad?
Listo, no lo volveré a ver nunca más, no sé nada de Will y sinceramente esto tenía que acabar, que algo nos haga sentir bien no significa que realmente sea saludable. Es una mierda, supongo que todos tenemos una mierda de esas. De todas formas, me repito, era una locura.
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