Cuatro nubes☁️ Jean (Editado)


☁️

¿Cuál fue su respuesta? —El Viejo se lo está pasando muy bien a mi costa. No ha parado de reír desde que le dije cómo comencé la conversación.

Ya en casa, lo primero que hice fue golpear unos cojines. Estaba muy avergonzado tras el rechazo. Más bien, humillado ante mi falta de habilidad a la hora de sonsacar información y mi ineptitud en el ámbito social. Estoy acostumbrado a que el Viejo me dé los datos que preciso para realizar el trabajo.

—Si piensas que me voy a creer esa mierda, tienes un grave problema —repito las palabras exactas que Nicolas me dijo, un minuto antes de que se marchara. Pongo todo mi rencor cuando sigo hablando—. Mejor vete a buscar tu dignidad, me parece que hoy has decidido abandonarla en tu cama.

El Viejo se ríe dejándome casi sordo, así que me quito los auriculares y los tiro sobre la mesa. Pulso el móvil para que se escuche a través del altavoz.

—¡Ya basta!

Hice el ridículo. Al menos, he conseguido robarle el teléfono y algo podré obtener de ahí. Lo saco del bolsillo trasero del pantalón y lo observo. Es un modelo táctil antiguo, de color azul oscuro. Tiene diversos arañazos en su carcasa y parte de la pantalla rota, pero está encendido. El fondo es una foto de un lago en su atardecer. Nubes de tormenta se miran en el horizonte.

¿Sigues ahí? —pregunta el Viejo, al cabo de un rato—. Has dicho que tienes su teléfono. Al menos hacer el idiota ha servido para algo. Conéctalo para que pueda echarle un vistazo.

Me muevo con pesadez hacia la habitación dónde tengo el ordenador y todos los utensilios de fotografía. Una vez allí, me derrumbo en la cama tras enchufar el móvil y dejo un auricular puesto en la oreja. Niki aprovecha el momento para tumbarse a mi lado; posa su pequeña cabeza en mi pierna. La única amiga fiel que he tenido.

Me pesan los párpados y el estómago ruge. No quiero moverme para comer. Mi mente no deja de proyectar la imagen de la espalda de Nicolas alejándose en el crepúsculo. No quiero pensar en ello. Ahí viene de nuevo.

Bien, ya estoy dentro. Menuda suerte que lo tuviera encendido y acertaras su patrón de bloqueo, desde aquí puedo ver qué fotos guarda —comenta el viejo, distrayéndome de ese recuerdo—. Tiene una buena colección de nubes. ¿Es algún tipo de moda? Oh, hay una mujer. Pero la fecha es de hace cinco años.

Consigo incorporarme y me planto frente al ordenador.

—Pásalas en pantalla.

Todos los seres humanos tenemos una enfermiza curiosidad por saber cómo son las vidas de los demás. Constantemente nos comparamos, medimos si somos mejores o peores. Muchas veces, ver el sufrimiento ajeno nos hace sentir bien, como si de una insana inyección se tratase. Desde luego, quiero saber qué clase de vida lleva Nicolas Blanchard y por qué ha llegado al punto de decidir que no vale la pena continuar.

Enciendo el portátil y me sumerjo en una serie de imágenes que cuentan retazos de la vida de una persona rota. Un cielo lluvioso. El amanecer en una azotea. Una nube con forma de sombrero. La sonrisa de una mujer de labios rosados. Un gato persa blanco. La copa de un tejo en otoño.

¿Le gustan las mujeres y los gatos?

Necesito que desbloquees el teléfono. Ve a configuración. —Sigo sus instrucciones, sin saber muy bien qué es lo que estoy haciendo—. Ahora dale a sistema, luego pulsa en avanzado. Opciones para desarrolladores. Depuración por USB.

Tras eso, dejo de nuevo el móvil sobre la mesa y el ratón en la pantalla de mi ordenador vuelve a moverse solo. Internet es muy conveniente. Acaricio la cabeza de Niki mientras espero a que termine de hackear el teléfono.

No ha tenido llamadas este año. He rastreado el último número que lo ha llamado y proviene del departamento de policía. —Me rasco la cabeza, intentando entender el misterio que presenta Nicolas—. No tiene aplicaciones de mensajería instantánea, y si las tuvo, ha borrado todo rastro. Los únicos mensajes de texto son al parecer de su casero. Hace dos días. Le avisa que esta semana debe dejar el apartamento por impago.

Nada de lo que escucho suena alentador. Me recuesto en la silla, pensativo. Está claro que vivir en este mundo es caro. Todo tiene un precio. Hasta la salud depende del dinero. Si algo he aprendido, es que ser honrado solo sirve para mantener una parte de la conciencia tranquila. La otra estará lidiando con las eternas facturas. Así que, ¿por qué no aprovecharse de los que tienen de sobra?

Gran parte de los suicidios son por causas económicas, ¿lo sabías? ­—murmura el Viejo tecleando en su propio ordenador. Respondo vagamente que no.

Por norma general, mi televisión permanece apagada, salvo los días en los que cometo un robo. Necesito ver si hacen mención de mi obra. Tampoco tengo redes sociales, solo mi página web, en dónde pueden verse mis trabajos y el nombre falso con el que me presento como fotógrafo.

—Bueno, independientemente de lo lamentable que nos parezca, es posible que tenga información sobre un anillo que vale más de veinte mil euros ­—¿Veinte mil? Tanto por un anillo y él viviendo en la calle. Quizás no es consciente de su precio.

—¿Puedes averiguar dónde vive? —Rebusco entre mi alijo de galletas, las cuales guardo en el segundo cajón del escritorio, esas que tienen sabor a vainilla—. Es posible que todavía no se haya mudado. Puedo colarme en su casa y ver si tiene alguna información a simple vista.

No comento la burbujeante curiosidad por averiguar más cosas sobre Nicolas.

Abro un paquete de pastas de té inglesas rellenas de crema de vainilla y como una. He ido pasando las fotografías con aire distraído y ahora se muestra una que parece muy antigua. Con la boca medio abierta, aprieto el ratón en mi mano y pego mi cara a la pantalla.

Las migajas se escapan, por lo que me obligo a tragar.

—Soy yo —farfullo.

¿Cómo? —pregunta el Viejo—. Claro que eres tú el que me habla, me daría cuenta si alguien intenta hacerse pasar por ti.

Los ojos del color de una bellota madura me devuelven la mirada. El pelo castaño del niño es muy corto y se le levanta en la frente. Está sonriendo, sentado con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Sé que soy yo, pero no localizo ese momento en mi memoria. Vuelvo a contemplar al pequeño como si fuera un desconocido. Cálmate, Jean. Es normal que no lo recuerdes.

¿Jean? —El Viejo busca llamar mi atención—. Si me empeño, soy capaz de saber dónde vive. Dame unas horas. Y vete a dormir, parece que has usado todas tus neuronas en la conversación de este mediodía.

Sin decir nada más, cuelga.

El sonido de un email entrante me sobresalta; las galletas caen al suelo y Niki aprovecha para comerse todas las que encuentra por delante.

¿Por qué tiene una foto mía?


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