9
¿Cuándo se había comenzado a distorsionar la realidad? ¿En qué momento se volvió normal que un atentado de esas características ocurriera? Eran dos preguntas que Vincent se hacía, una y otra vez, pues él no sentía nada extraño en aquel incidente. El conductor del noticiero que retransmitía el desastre tampoco parecía sorprendido, de hecho, incluso podría decirse que era obvio. Las desapariciones de alumnos se extendieron por semanas en los alrededores de la universidad, era evidente que, en algún momento, algo sucedería en su interior.
No obstante, había un abismo de diferencias entre secuestros y agresiones y aquello que Vincent había escuchado por parte de otros estudiantes, incluyendo a Jane. Todos mencionaron una pelea, una charla casual entre dos estudiantes que terminó en tragedia. Unos pocos mencionaron, con intención de generar curiosidad y morbo, que el atacante mordió a su víctima y que, luego de derribarlo, lo descuartizó a base de golpes, mordiscos y fuerza bruta. Propio de un relato fantasioso, pero había una prueba de lo que ellos atestiguaban: el cadáver frente al edificio. Aquellos restos habían perdido la apariencia humana hace mucho y, de hecho, era imposible determinar lo que le había ocurrido.
¿Qué clase de monstruo podría ser responsable de tal salvajismo? Vincent, quien era creyente de supuestas conspiraciones alrededor de la peste gris, deseaba adjudicar ese incidente como una victoria para los teóricos; no obstante, el horror que sus ojos habían visto iba más allá de cualquier "inclinación violenta" descrita con anterioridad.
El recuerdo del cadáver acudió a su mente. Asqueado, decidió cerrar los ojos y respirar profundo. Debía pensar en otra cosa, no podía permitirse caer presa del pánico. Abrió sus ojos y dirigió su vista al exterior de la universidad. Las luces del exterior se colaban hacia la avenida de la ciudad universitaria, como un recordatorio de que pronto los vendrían a buscar, ¿sería pronto? Él esperaba que sí.
Mientras Vincent observaba el resplandor de las sirenas policiales, un ruido conocido se hizo presente. Se trataba del panel del ascensor, el cual se había encendido. Las luces se apagaron por un breve instante y, luego de un momento de oscuridad, la luz regresó con su tonalidad habitual. Los refugiados del salón guardaron silencio mientras el inconfundible sonido del elevador se abría paso a través del comedor. Él se asomó hacia el pasillo y comprobó lo que sus oídos le habían anticipado: el ascensor estaba subiendo con dirección al segundo piso.
No todos tomaron esta señal como algo bueno.
―¡Alguien detenga el ascensor! ―gritó un estudiante.
―¡Deben ser ellos! ¡Ahora vienen por nosotros!
―¡¿Y si son otros sobrevivientes?! ―preguntó otro―¡No podemos dejarlos ahí!
Por un momento, Vincent no comprendió la paranoia de sus compañeros, sin embargo, una extraña sensación se apoderó de él y, al mismo tiempo, un pensamiento se apoderó de su mente. ¿Y si el asesino estaba subiendo hacia ellos?
Matt, que no era ajeno a la preocupación de los presentes, no medió palabra con los alumnos refugiados, sino que se apresuró para bloquear la gran puerta de cristal que separaba el pasillo del comedor. Utilizó las cadenas de seguridad que yacían tendidas a un costado del camino y pidió que acercaran un par de mesas en caso de ser necesario. Él decidió que no detendría el ascensor, pero sí bloquearía el acceso al recinto. Vincent retrocedió, lo dejó trabajar en soledad mientras debatía con sus propios pensamientos acerca de lo que ocurría.
―¡¿Qué está pasando?! ―exclamó Olivia―¡¿Por qué están...?
―No sabemos quién sube―le interrumpió Vincent―, ven, hay que alejarse.
Ellos marcharon en dirección opuesta, lejos de la entrada y cerca de una vieja salida de emergencia. ¿Y si era la policía? Sería un milagro. Quizá, el plan de Matt contemplaba poder ver, a través del cristal del portón, a quien subía por el ascensor. Si era un desconocido, lo charlarían; si se trataba del asesino, allí se quedaría; si era la policía, saldrían de ese infierno de una vez por todas. Sonrió, estaba muy bien pensado.
Jane había considerado aprovechar la situación para escapar, pero... ¿A dónde llevaba la salida de emergencia? Nunca había tenido la curiosidad necesaria para investigar las rutas de escape, pero deseaba ser optimista: en el mejor de los casos, terminaría en las calles; en el peor, en otro recinto universitario, pero lejos del peligro inminente.
Vincent acompañaba a Olivia, casi empujándola para que caminara más rápido; ella le miró de reojo y le sonrió con torpeza, pero no recibió su atención. Él se adelantó con largas zancadas con dirección a Jane Anand, quien les esperaba junto a la salida de emergencia mientras el griterío se multiplicaba en la sala.
«Con que ahí está tu preocupación...», pensó Olivia.
Ella sonrió. Tenía la extraña sospecha de que algo se cocía entre Vincent y Jane. Quizá, no fuera el mejor momento para un romance, sin embargo, ver que su teoría era cierta le produjo una gran fascinación. Por un breve instante, se sintió feliz por ambos. Ella era una vieja amiga y sabía de su esfuerzo, de su dolor; la vida de Jane Anand era, quizá, el reflejo triste del martirio estudiantil: estudiar, trabajar, asistir a clases, investigar, buscar tiempo para dormir un poco y volver a empezar. Un amorío era lo que ella necesitaba, algo superficial y pasajero que le permitiera pensar en algo más que solo ser productiva. Después de todo, ellos dos no eran el uno para el otro, no podían serlo.
Margueritte se abrió paso entre la multitud de alumnos refugiados, intentando ignorar sus pedidos, ruegos y súplicas. Ellos no se ponían de acuerdo sobre aquello que debían hacer para evitar la llegada de los extraños y ella, por voluntad propia, había tomado la decisión de liderar aquella situación. Se acercó a Matt y apoyó su mano sobre su hombro; él tensó su espalda enseguida, asustado, y volteó con dirección a su compañera, mostrando una mueca de preocupación y desconcierto.
—¿Qué hacemos? —preguntó él.
Ella regresó su mirada con dirección al ascensor. La luz que indicaba la posición de la cabina señaló, por un breve instante, que se hallaba ascendiendo cerca del primer piso. Un pitido anunció la llegada del artefacto y la puerta se abrió con lentitud.
—Ahora lo veremos.
La puerta se abrió, reaccionando a su presencia de forma automática. Una brisa helada acarició el rostro del oficial que, nervioso, ojeó el gran patio que conectaba los distintos departamentos. No había nadie a la vista, ni vivos, ni muertos.
—La puerta volvió a funcionar—dijo Arthur por la radio.
—Perfecto—festejó Rita, la operadora del servicio de emergencias—. Escucha, tus instrucciones son simples. El hijo del jefe está atrincherado en el comedor con un grupo de alumnos, irás hasta allí, los llevarás a la azotea del edificio principal y un helicóptero los evacuará enseguida.
«Ser hijo del comisario, por lo visto, tiene privilegios», pensó el oficial.
Miró de reojo a los dos alumnos que le acompañaban. ¿Qué pensarían al respecto? Era un misterio para él, sin embargo, pudo asumir que poco les importaba en ese momento, pues la muchacha lucía aterrorizada y el otro, indiferente, parecía ansioso por abandonar el centro estudiantil.
Arthur escuchó el inconfundible estruendo de las hélices de un helicóptero. El mismo volaba bajo y la luz de su reflector se proyectó con dirección al centro de estudiantes por un breve instante.
«Atención a todos. No salgan de donde se encuentran, repito, no salgan de donde se encuentran.
Un grupo de rescate irá por ustedes en breve, quédense donde se encuentran»
—Para ellos es fácil, porque no los han visto—masculló el muchacho—, yo solo quiero irme a la mierda.
—¿Cómo estarán los demás? —se preguntó la joven y luego llevó su mirada hasta el oficial—Nos iremos con usted, ¿verdad?
Arthur asintió con la cabeza y regresó su atención al intercomunicador.
—Espere—interrumpió el muchacho—, usted... ¿Sabe lo que ocurre? No lo entiendo, yo escuché la alarma y de golpe ese chico...
—Si lo supiera, no estaría aquí—respondió Arthur—. Por lo visto hay muchos en su mismo estado, pierden la cabeza por completo, aunque por momentos...
—Hablan, ¿verdad? —preguntó la chica.
El oficial asintió con la cabeza, recordando a la primer enloquecida que tuvo la desgracia de ver. Ella todavía podía formular palabras, podía sentir, incluso llorar. Le pidió que la matara, deseo que terminó por conceder. Pensar en ello confundía al oficial, pues no tenía una explicación racional para lo que estaba sucediendo. ¿Cómo una persona cuerda podía tornarse retorcida de un momento al otro? ¿Por qué parecía como si algo la hubiera forzado a actuar de aquella manera?
Un alboroto se hizo presente antes de que pudiera responder a la pregunta de la estudiante. Al principio, supuso que se trataba de la algarabía de un grupo de estudiantes, sin embargo, aquel bullicio no tardó en ponerle los pelos de punta. Aquello no eran gritos de felicidad, sino de pánico y dolor indecibles.
«Tengo que irme de aquí»
—Central, tengo dos civiles a los que rescaté durante mi recorrido, los llevaré con el primer contingente a evacuar—dijo, mientras marchaba con dirección a la salida del recinto.
—¡Espera, no salgas, cierra la puerta! ¡Rompe el mecanismo, haz algo! ¡Ellos vienen!
Arthur volteó hacia el panel de control junto a la salida y, sin pensarlo dos veces, oprimió el botón rojo. Las puertas se cerraron enseguida y, esta vez, no se inmutaron ante la presencia del oficial o los movimientos de los estudiantes que, curiosos, se asomaron hacia los cristales del portón automático. Su vía de escape yacía sellada
—¿Pueden decirme qué pasó? —preguntó.
—¡Los alumnos ignoraron nuestras advertencias y salieron de los edificios, están en la plazoleta!
«Solo complican más mi trabajo»
Arthur volteó hacia los estudiantes bajo su custodia. Esta vez, ambos lucían igual de atemorizados, podía verlo, a la muchacha le temblaban las piernas; el joven estaba inquieto, no pudiendo mantener inmóvil a su pie izquierdo.
—Bueno—dijo el oficial—, ¿me permiten regresar? Esto es un despropósito, tienen que entrar con un equipo completo para...
Un grito agudo interrumpió su transmisión. Un estudiante se había chocado contra la puerta del departamento, provocando el espanto de los jóvenes a los que él custodiaba. Arthur se apresuró para intentar desbloquear el mecanismo por la fuerza, un acto instintivo del que desistió enseguida. Tras detenerse en seco, observó una sombra fugaz que hizo desaparecer al joven. Un hombre se había lanzado sobre él.
—¡¡POR FAVOR, AYÚDENME!! ¡¡ABRAN LA PUERTA!!
Un bullicio atemorizante se fue erigiéndo en el ambiente, conformado por gritos y súplicas que no hicieron más que multiplicarse.
Los gritos desesperados del muchacho se sumaron al millar de voces que aclamaban por socorro, provenían de la gran plazoleta y, sin duda, se trataba de estudiantes desobedientes que, en lugar de permanecer en sus refugios, decidieron salir en busca de ayuda. O, quizá, vieron la reactivación de la electricidad como una oportunidad para escapar de un sitio inseguro.
Los rostros de ambos estudiantes palidecieron ante la violencia del ataque y no pudieron reaccionar de ninguna forma frente al horror que sus ojos contemplaban. La vida de aquel joven se extinguió casi en el acto, víctima de una mordida fatal en la yugular, una que provocó una hemorragia incoercible. Otros alumnos pasaron junto al cadáver, huyendo de sus perseguidores con destino desconocido.
El asesino alzó su mirada con dirección al oficial y ambos se vieron de frente por un breve instante. El enloquecido sonrió, y toda su gesticulación se deformó con malicia.
—Rita, no pienso quedarme aquí ni un segundo más—respondió Arthur—. Ustedes dos, vengan con...
La puerta que conducía a la sala de espera se abrió y, casi por acto reflejo, Arthur llevó su arma con dirección a esta. Frente a él, yacía la mujer a la que antes había acribillado, la misma que había matado hace unos segundos. Ella estaba de pie, con su postura inestable y una de sus piernas tan torcida como una rama rota, como si fuera incapaz de moverla por completo.
Él retrocedió horrorizado, el disparo que había dado en su cabeza estaba a la vista. Y, sin embargo, ella seguía allí, de pie ante él, "viva".
«Esto... ¡Esto no es posible!»
Alex Sunderland: 25 años. Si tan solo hubiera ido a ver el partido con los demás...
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