26
Era el quinto del día. Lisa Rowland se dejó caer sobre el colchón de la sala de médicos. Se negó a pensar, su cuerpo le exigía descansar. Cerró los ojos y trató de entregarse al sueño, no obstante, cuando la realidad dejaba de ser perceptible, los recuerdos le atacaban con violencia. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Abrió los ojos de nuevo, no podía dormir. El último paciente era un joven de preparatoria, un muchacho que, según la policía, había sido abordado por un acosador de su misma escuela, atacado y abandonado para morir. Por casualidad, un automovilista lo había encontrado. Habían iniciado el protocolo para psicosis enfermiza, solo por las dudas. Últimamente, siempre era por las dudas.
El muchacho terminó internado en cuidados intensivos, dopado hasta la coronilla, no podía ni respirar por su cuenta. La policía no tardó en hallar al muchacho que lo había atacado, mismo que había comenzado a planear su próximo ataque. A Lisa le resultaba extraña la "inteligencia" de algunos "delirantes" como habían optado por llamarlos, mismos que eran capaces de maquinar emboscadas y justificar sus actos con todo tipo de historias estrafalarias, dignas del delirio que padecían.
El estudiante despertó al poco tiempo en la terapia, recuperado ad integrum. A esas alturas, el mismo estaba inmovilizado y atado a la camilla. Murió de un paro a causa de una arritmia, como la mayoría de los pacientes que había tenido que atender. No se había tomado el tiempo de preguntar a otros médicos por su opinión, pero ella veía a los delirantes como a quienes padecían de muerte cerebral: cascarones vacíos, un cuerpo presente, sin alma. Sin embargo, algunos pacientes le hacían dudar de ellos. Minutos antes de morir, el estudiante tuvo un momento de lucidez. Preguntó por su madre, luego murió.
¿Cómo podía una simple pregunta hacerle recordar que él era un humano? Segundos atrás, ese mismo chico había estado gritando como un animal, vociferando sonidos grotescos que ni ella había imaginado que el cuerpo era capaz de producir. Su piel era como la de un alienígena, gris y agrietada, fría y sudorosa; sus ojos le recordaban a los de un demonio, saltones, enrojecidos, rebosantes de sangre. Algunas veces se olvidaba de que los delirantes eran personas, después de todo, no actuaban como tal, ni se veían así.
—¿Se puede pasar?
Una voz conocida la sacó de sus pensamientos y, antes de que pudiera responder, alguien abrió la puerta del dormitorio.
Un hombre demacrado se abrió paso al departamento. Vestía un típico guardapolvo blanco, una camisa arrugada a cuadros y un pantalón jean que ya se había comenzado a despintar. Lisa se levantó y saludó con una sonrisa al doctor Osler, supervisor del sector.
—Espero que vengas a ofrecerme un aumento—dijo Lisa.
—El gobernador no tiene muchas intenciones de darnos un solo centavo más.
—Qué aguafiestas.
—Créeme, yo también quiero un aumento. ¿Cuánto llevas sin dormir?
—He estado peor—dijo ella—, no deberías preocuparte por eso.
—¿Ah? Ya no estamos para estos trotes—se quejó—, yo siento que se me queman los párpados. Odio las computadoras.
—Al menos tú no estás ahí abajo—dijo ella.
Él se cruzó de brazos y se recostó contra la pared. El doctor Jared Osler era, desde luego, un profesional brillante, uno de los más inteligentes que hubiera conocido jamás, aunque no por los motivos esperables en un médico. Estaba especializado en medicina interna, pero lo había dejado hace mucho tiempo para dedicarse a la gestión hospitalaria, espacio en el que destacó incluso más que en el piso de internación. Lisa lo idolatraba, lo veía como su ejemplo a seguir.
"Terminar la especialidad, dedicarme a algo que no tenga nada que ver, trabajar en internación para distraerme. Vivir la gran vida".
No obstante, la crisis había irrumpido en su suerte.
—¿Está todo bien ahí? —preguntó.
Lisa lo pensó por un breve instante.
—¿Lo preguntas como amigo o como supervisor?
—Un poco de cada.
—La verdad, nos vendría bien unas buenas vacaciones.
—Imposible, los enfermos no dejan de aparecer.
—¿No plantean una cuarentena? Todo el que ande por la calle al hospital, solo por las dudas, luego nos ocupamos de liberar a los que estén sanos.
—¿Una cacería? Me suena un poco extremo.
—Nunca me gustó ser la policía médica, pero en estos tiempos, ir enfermo por ahí es un peligro.
El doctor Osler era de la misma escuela que el director del establecimiento: la de las buenas formas y buenos modales. Las soluciones extremas y poco ortodoxas no eran para él, la gestión de la crisis lo estaba demostrando. Sin embargo, no podía decirse que lo estuviera haciendo mal, pero, a los ojos de Lisa, ella hubiera terminado con el brote hace mucho tiempo.
Sacó un papel de su bolsillo, mismo que había doblado con poco cuidado y que se había arrugado. Era un formulario, una constancia de vacaciones.
—Llénalo, eres libre.
—No me gusta dejar a mis compañeros en banda.
—¿Ah? ¿Lo dices en serio? Vamos, no te hagas la buena, llevas en acción desde que comenzó esta pesadilla, ¿quieres esperar a que te pase algo para tomarte unas vacaciones?
—Esto es diferente. Si me voy...
—Alguien tomará tu lugar. Ya tengo un médico listo para reincorporarse, especialista en terapia intensiva.
—Jared...
—Lisa, llena el papel. Esta semana llené la baja de dos médicos, sin contar el de la guarida de hoy. Golpeados, en su mayoría. Los enfermeros también la están pasando mal.
—¿Entonces debo retirarme en medio de una crisis?
—Creo que, en momentos como este, debes entender que la crisis no cambiará por mucho que te esfuerces.
Lisa bostezó y se preguntó sobre la última vez que había visto la luz del sol. Antes de tomar una decisión, debía descansar.
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