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Aquel individuo no parecía verse afectado por los disparos, sino que se mantuvo de pie, sin inmutarse ante sus heridas. Arthur retrocedió sin poder comprender lo que ocurría, pero se convenció a sí mismo de que, tarde o temprano, ese individuo terminaría por caer a causa de sus heridas. Tomó a los estudiantes por sus brazos y echó a correr con dirección a otra de las entradas del pasillo universitario. Miró atrás y logró ver al enloquecido a la distancia, inmutable, de pie frente al cadáver de su víctima. Cayó de rodillas y se dio de bruces contra el suelo. Uno de los disparos había dado en su pecho, otro en el abdomen, pero era imposible saber el paradero del resto. Arthur creyó, entonces, que quizá no hacía falta disparar a la cabeza para matarlos, sino infligirles heridas fatales. Al final, eran tan mortales como cualquier otra persona.

El frío pasillo de aulas les dio la bienvenida tras una huida breve, los estudiantes se dejaron caer junto a la entrada mientras el oficial, precavido, cerraba la puerta con la esperanza de ganar tiempo... ¿para qué? En el exterior no había más que un par de cadáveres, ¿acaso temía que alguno de ellos se levantara y viniera por él? Arthur sonrió, no había forma de que eso ocurriera. Tenía que haber una explicación, incluso para aquella mujer a la que había ejecutado, pero que, sin embargo, pudo ponerse de pie.

Volteó para ver a los estudiantes, deseoso de una expresión positiva que le hiciera seguir adelante, pero todo lo que vio en sus ojos fue desesperación. El muchacho deseaba continuar, y se había puesto de pie, haciendo un discreto repiqueteo con sus pies. Sin embargo, su mirada guardaba una emoción que no estaba dispuesto a confesar: miedo. Quizá, a morir, tal vez a no volver a ver a sus padres; Arthur recordó que, a su edad, su mayor preocupación era elegir un bar para celebrar el fin de semana, su amada, sus amigos, ¿cómo seguirían ellos después de aquella catástrofe? La jovencita no tenía la misma fuerza. Ella descansaba en una esquina, con sus brazos rodeando sus rodillas y su vista perdida, todavía jadeante tras la huida.

«Ellos no deberían estar involucrados en esto»

Arthur tragó saliva, dejó caer el cargador de su arma y lo sustituyó por una vaina que llevaba de repuesto, la última. Quince balas, le permitirían ganar tiempo, o le salvarían la vida, pero no podría proteger a más de una persona. Se convenció a sí mismo que el pasillo era seguro para ellos, pues el ruido ambiental se originaba en otro lugar, uno lejano, pero, al mismo tiempo. Podía escuchar murmullos, llanto, gritos; sonidos guturales, regurgitaciones nauseabundas y balbuceos ininteligibles, como de un borracho. Aquellos que habían enloquecido también estaban allí, de eso no había duda, pero... ¿Qué había ocurrido con el resto de los estudiantes? Los que intentaron huir por la entrada principal fueron unos pocos, y, en su mayoría, debían de estar muertos. ¿Los profesores habrían evacuado a los estudiantes hacia las azoteas? Rita había mencionado que un grupo esperaba allí, con excepción de aquellos que debía rescatar.

El oficial miró a los estudiantes, pensativo acerca de lo que debía decirles, ¿qué sería lo correcto en un momento como ese? ¿Dejarlos ahí hasta que hubiera encontrado una ruta segura? ¿O debía pedirles que lo siguieran por su camino?

De pronto, una puerta se abrió. Arthur dirigió su arma contra los intrusos. Notó enseguida que sus manos le temblaban, no podía mantener la puntería. ¿Qué debía hacer? ¿Saltarían a por él o mostrarían algún signo de humanidad?

—¡AL SUELO! ¡LAS MANOS DONDE LAS PUEDA VER! —gritó.

Arthur se acercó con lentitud, repitiendo aquella frase una y otra vez. Su entrenamiento le había condicionado para reaccionar así frente al peligro y, en esa ocasión, se estaba imponiendo por encima de su propia voluntad. No pensaba, su cuerpo se movía por él.

—¡Está bien, tranquilo! —gritó el muchacho.

—¡No dispares, por favor! ¡No hemos hecho nada!

«Hablan», pensó el oficial.

Bajó su arma y suspiró aliviado. Miró a los estudiantes: un varón y una mujer, ambos debían de tener, como mucho, 24 años. Le observaban con terror, con sus pieles pálidas a causa del miedo. Arthur sintió culpa, y desvió la mirada mientras se relamía los labios. No era un héroe, ese papel le quedaba demasiado grande.

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