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Salón de crisis, Comisaría central de Westmore.


Múltiples monitores mostraban los distintos rincones de la universidad, vigilados por los helicópteros que sobrevolaban las inmediaciones del edificio. El ruido de las oficinas impedía escuchar con claridad las palabras de los pilotos, quienes realizaban comentarios detallando, con suma precisión, las novedades y el estado actual de las víctimas, así como de los supervivientes. Los supervisores de la operación, de alguna manera, parecían entender lo que decían los agentes de campo.

Rita se quitó los audífonos, con su mente apabullada por las numerosas voces de los oficiales a los que había asistido durante la operación. Según lo acordado, en ese momento podría tomarse unos minutos para descansar, quince para ser exactos. Sin embargo, ella no podía dejar de pensar en Arthur. Sus acciones le habían causado un gran problema, no obstante, era lo último por lo que debía preocuparse. El jefe de la operación lo había dado por muerto y había recibido instrucciones claras acerca de él, mismas que estaban hechas para que su misión fracasara.

Un grupo de oficinistas estaba congregado alrededor de un monitor, vociferaban entre ellos, al parecer por algo importante.

—¡Alguien llame al inspector!

El comisario había sido apartado de sus funciones. Se lo habían llevado, pues la junta de asuntos internos lo consideró incapaz de manejar la situación. Las razones eran obvias: un conflicto de intereses, pues su único hijo estaba involucrado en el incidente de la Universidad de Westmore. Rita se alejó de su escritorio, se puso de pie, decidió caminar un poco, necesitaba pensar, olvidarse por un instante de lo que había escuchado. Pero, sobre todo, lo que había visto. Hasta entonces, el inspector Lopin estaba a cargo, un hombre que nunca había visto trabajar.

Uno de sus compañeros estaba sentado frente a su monitor, con su mirada perdida y con los auriculares sobre su escritorio, agotado.

—¡El escuadrón de choque ha establecido contacto con un grupo de alborotadores!

Y, a pesar de que debería ser una buena noticia, el semblante de los empleados no parecía indicarlo. El sonido estridente de las metrallas llenó el ambiente y el inspector hizo acto de presencia, agitado y preocupado por lo que acontecía.

Rita decidió ir por un café, bebida a la que fue adicta durante sus días trabajando en la gran ciudad, misma que no había vuelto a tomar desde su mudanza a Westmore.

«Por esta vez está bien»

Nadie comprendía lo que sucedía y, de hecho, el inspector de asuntos internos parecía muy preocupado por mantener la situación bajo discreción. Cada operador manejaba una porción de la información, pero solo los altos mandos contaban con una perspectiva más amplia, al menos hasta la llegada de un supervisor general.

A Rita le era difícil interpretar los acontecimientos. ¿Qué debía pensar al respecto? Primero fue un estudiante frente al edificio central, o en el departamento de salud, según a quien le preguntara. Era una discusión interna saber cuál de los dos estudiantes fue el que comenzó la riña. ¿Por qué una pelea banal se convirtió en una feroz carnicería? ¿Por qué parecían haber enloquecido de forma súbita? Algunos sospechaban que podría tratarse de algún tipo de droga, un psicotrópico potente, lo suficiente como para tornar violenta a una persona, lo suficiente como para despojarla de gran parte de su humanidad, más no de su inteligencia. Uno de los observadores había reportado que algunos utilizaban armas o elementos contundentes: palos, cuchillos, mesas; eso significaba que esas personas eran, de algún modo, conscientes de lo que hacían.

Para Rita era imposible comprenderlo, ¿cómo una persona, en uso de su consciencia, haría tales atrocidades? Era cierto que las drogas arrebataban parte de la humanidad a quienes las consumían: el alcohol modificaba la percepción de la realidad, inhibía la negación, incluso entorpecía los reflejos más básicos; la cocaína podía producir un estímulo semejante a la adrenalina, enloqueciendo al corazón y generando cambios en los vasos sanguíneos, consecuencia que llevaba a la muerte súbita a varios consumidores, pero que también les dotaba de una fuerza sin igual a la hora de lidiar con ellos; otras drogas de uso recreativo también modificaban la percepción, algunas al punto de volver alegre a una persona o, por el contrario, tornarla depresiva o paranoide. Ningún narcótico en su conocimiento era capaz de enloquecer a sus consumidores, no con esa intensidad. No obstante, ella no era una experta en el área. Y, si fuera un narcótico, ¿cómo había llegado a la universidad? ¿Por qué parecía afectar a muchísimos estudiantes? Todavía, no existía una respuesta.

Arthur no estaba consciente de ello, pero la base estaba al tanto de cada paso que daba, pues le vigilaban gracias a la cámara que llevaba escondida en el chaleco de su uniforme, misma que transmitía las terribles matanzas que había protagonizado. Aquella información resultó más útil de lo que hubiera podido prever.

Llegó junto a la máquina de café, cerca de donde sus compañeros se habían reunido para ver una grabación que había llegado hace poco. Rita hizo su orden, su bebida estaría lista en unos treinta segundos, tiempo suficiente para ponerse al corriente de aquello que tanto revuelo había generado.

Ella se acomodó junto a uno de sus compañeros, mismo que ignoró su presencia, pues parecía fascinado o, quizá, horrorizado por la muerte de uno de los estudiantes, misma que le habían encomendado analizar en bucle para dar con el comportamiento estereotípico de los alborotadores. No obstante, el modus operandi resultó ser de lo más repetitivo: correr hacia sus víctimas, lanzarse como leones hambrientos; una vez en el suelo, los aporreaban con manos y dientes, propinando golpes con puñetazos, objetos contundentes, arañazos y, quizá lo más llamativo, mordiscos dirigidos a puntos vitales: hombros, brazos, rostro, esos eran sus blancos predilectos. La mayoría de sus víctimas morían en breve tras ser presas de terribles hemorragias, sin embargo, ese estudiante había tenido "suerte". El muchacho había salido bien librado de un encuentro con un psicótico, herido con rasguños superficiales y un mordisco en un brazo.

La máquina emitió un leve pitido, su café estaba listo.

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