Capítulo 1: Re;greso

Cuando la ciudad quiso conmemorar el quincuagésimo aniversario de la muerte de Michele Manfredi inaugurando una exposición, se sabía que la invitada de honor debía ser Euphemia li Britannia, la hija menor del magnate Charles zi Britannia. La persona más poderosa y quizás la más influyente de Pendragón. A la muchacha siempre le había fascinado apoyar todo tipo de actividades sociales,  pero las galerías de arte eran especiales y al llegar a sus oídos tal noticia: no dudó en aceptar. La asistencia al evento fue entusiasta, como cabía esperarse, pues muchos ansiaban conocer e intercambiar palabras con Euphemia.

Aunque el apellido Britannia permanecía en la consciencia colectiva de la gente desde hace cinco décadas y cada cuando salía una novedad relacionada en los portales digitales, las redes sociales, la prensa y la televisión; parecía que un aura mítica los envolvía a tal punto de que daba la impresión que los Britannia eran unas divinidades que caminaban entre mortales. Desafortunadamente, el estatus de un Britannia le traía muchos inconvenientes a Euphemia. Fue por este motivo que ella no había podido disfrutar la exposición. Cada tanto debía detenerse y hablar con las personas y era demasiado amable para dar una excusa y marcharse. Luego de despedirse de una pareja, se escabulló por un pasillo.

Llevaba un largo tiempo paseando por los entramados de la exposición, admirando el paraíso pictórico en el que estaba cuando la invadió un irresistible deseo de volver a pintar, de tomar los pinceles, remojarlos en acuarelas y de acariciar el lienzo con ellos. Lo que más le gustaba de eso era sorprender a Cornelia con sus dibujos y a ella, claro, le gustaba cuando su hermana menor pintaba. Euphemia notó que había algunas personas buscándola, por lo que sutilmente se dio la media vuelta para irse a otra parte cuando...

—¡Oye! Puedes ver, pero no tocar. Te estoy vigilando, amigo, y si observo que lo haces otra vez: te echaré de la exposición —advirtió un guardia. 

Se lo estaba diciendo a un hombre que estaba parado frente a una pintura.

Euphemia lo había visto con anterioridad en dos de sus numerosas vueltas. Desde que llegó a la exposición, lo único que había hecho era instalarse allí y entregarse al delicioso ejercicio de la contemplación. Intrigada por saber qué lo había cautivado, la joven heredera se acercó sigilosa. Estaba admirando El Ángel Caído, de Alexandre Cabanel. Uno de los tantos cuadros emblemáticos que fueron traídos expresamente para la exposición. La obra dirigía la atención del espectador a su figura central: Lucifer, el príncipe de las tinieblas. El modo que Cabanel había decidido pintar al ángel permitía apreciar la belleza del cuerpo masculino: los músculos marcados, el torso esculpido, la pierna extendida, los brazos levantados y los dedos enlazados ocultaban la mayor parte de su rostro, mas no su mirada llena de ira y de desprecio. Sus alas eran mucho más oscuras que las de los otros ángeles que volaban lejos de él. Eran el estigma del pecado. Euphemia había observado este cuadro varias veces y pese que le gustaba la luz difuminada por toda la composición, la espectacularidad del colorido y el trabajo de la anatomía, no lo consideraba una de sus obras favoritas. Ni siquiera la mejor del artista.

—¿Qué es lo que le fascina tanto de esta pintura? —preguntó Euphemia, resuelta a resolver el misterio.

—¿A usted qué le parece? —cuestionó, a su vez, el extraño—. ¿Qué ve en ella?

—Rabia contenida y soberbia. Se trata del momento después de que Lucifer es expulsado del cielo, ¿verdad?

—Por supuesto, pero lo sabe porque leyó la descripción de la gran batalla de los cielos en el Apocalipsis o el poema épico de John Milton, en el que tomó inspiración Cabanel para pintar esto ya que en la Biblia es una referencia vaga lo que tenemos. Por cómo intenta taparse, veo vergüenza. Pero me parece significativo que sus ojos queden descubiertos: es una muestra de orgullo y frustración teniendo en cuenta las lecturas. Y, además, veo dolor reflejado en ellos: Lucifer era el más bello de los ángeles y el más listo, su orgullo y su ambición lo condujeron a la condena eterna. Por un lado, había perdido la gracia y había sido desterrado para siempre de su hogar. En adelante tendría que vivir en el infierno y sufrir. Por el otro lado, está Dios, su padre, algo que nunca lo mencionan, aunque he tenido curiosidad, ¿a él le habría dolido exiliar a su hijo? Siendo tan poderoso, ¿no pudo impedir que esto acabara así para él? ¿No había otro castigo? Seguramente Lucifer se sintió abandonado por su padre en ese momento.

—Entonces, ¿le fascina las capas emocionales de la mirada de Lucifer? —preguntó de nuevo Euphemia.

El desconocido le sonrió, divertido.

—¿A usted le parece demoníaco Lucifer?

—No, sino fuera por las alas: diría que es simplemente un hombre —respondió tras echar un vistazo a la pintura. Se tomó su tiempo de analizar cada detalle. Era posible que hubiera algo en ella que no había percibido.

—Eso es. Cabanel comprendió que la historia del ángel caído que se rebeló contra su padre y fue castigado con el exilio era una historia humana. Y concentró toda la información en su mirada: sus ojos nos dicen que la guerra en el cielo fue solo el principio, el verdadero acto de rebelión no ha llegado aún y que su motivación será la venganza. ¿No fue a tentar a Eva más tarde? ¿No es extraordinario que un ser divino pueda sentir emociones humanas? ¿Acaso no es maravillosamente espeluznante que podamos sentirnos tan cercanos a un ser tan vil como Satán? He estado parado aquí preguntándome cómo supo Cabanel que debía dibujar a Lucifer en esta posición para transmitir estas cargas emocionales y cómo hizo para codificar toda la historia en una imagen. Y creo que lo supo cuando llegó a la conclusión de que el mal no es demoníaco, como la tradición que lo precedía dibujaba a Lucifer, el mal es humano —afirmó con una emoción creciente—. Es una pintura sobre el mal y, a mi juicio, es una representación perfecta —comentó con una sonrisa. Euphemia lo miraba anonadada, engullida por la pasión que emanaba aquel hombre que apenas acababa de conocer. El joven se pellizcó el puente de la nariz y, seguidamente, le ofreció la mano—. ¡Diablos, mis modales! Me disculpo por no haberme presentado: soy Lelouch. Tutéame, creo que somos casi de la misma edad.

La joven heredera miró su mano. Era pálida y sus dedos eran largos y finos. Levantó la mirada y estudió su rostro: la forma del mismo le recordaba a la de un diamante, más que nada por su mentón afilado, y, para ser un hombre, sus rasgos eran casi femeninos. Lejos de parecerle ridículo, más bien, acentuaban su atractivo. Sus labios eran delgados. El inferior ligeramente carnoso. Si bien, lo que capturaba su interés era su mirada. Sus ojos eran penetrantes. Iguales a dos trozos de hielo, en los cuales se asomaba una chispa de fuego. Ella le devolvió la sonrisa y estrechó su mano. Su apretón era firme.

—Euphemia. Puedes llamarme Euphie —agregó. La sonrisa de Lelouch se hizo más amplia, aflojó su agarre y ella retiró la mano. Por alguna razón, se sentía particularmente torpe—. Lo siento, ¿no nos conocemos de algún lado? Me pareces familiar.

—No lo creo: no he estado en la ciudad por diecisiete años, aunque quién sabe. Es solo que un rostro bonito como el tuyo sería fácil de recordar.

—¡Oh! Gracias —repuso Euphemia ruborizándose.

—No me agradezcas nada: oí a alguien decirle ese cumplido a otro y lo robé para intentar dar una buena impresión —confesó. Euphemia se rió ante su honesta confesión.

—¿Mencionaste que estuviste fuera por diecisiete años? ¿Y desde cuándo estás aquí?

—¿Me das la hora, por favor?

—¡Claro! ¡Uhm! Son las doce y cuarenta y cinco —respondió revisando el reloj en su celular.

—Exactamente cinco horas y cinco minutos. Era cerca de las siete en punto cuando yo llegué. Pendragón recién despertaba. Desempaqué lo básico y salí: quería ver cuánto había cambiado todo en mi ausencia. Me enteré de la exposición por los carteles y me apeteció ir y mirar los cuadros, al menos, hasta que pasara de mediodía y tuviera que almorzar.

—Es porque eres un amante del arte, ¿no? Bueno, eso supongo por tu manera de hablar de la pintura —explicó Euphemia disminuyendo la voz. Temiendo haber sido impulsiva, cambió de tema—: ¿esta vez te quedarás? ¿O es temporal?

—Me voy a quedar: no soy de los que les gusta viajar constantemente. Por suerte, mi trabajo me confiere cierta autonomía. Y ya tenía ganas de volver a mi ciudad natal.

—En ese caso, por lo que estoy entendiendo, soy la encargada de darle la bienvenida ya que soy la primera con quien habla: no he podido preparar nada, así que tendré que improvisar, ¿te gustaría que fuéramos almorzar juntos? Conozco un restaurante que está cerca.

—¡Oh! No tienes por qué molestarte.

—No es molestia:dijiste que irías a comer luego de las doce y ya es más de mediodía, no mesentiría bien si te distraigo. Debes tener hambre. Imagina que así podrásseguir reconociendo la ciudad de mano de alguien que vive en ella. Aparte, tampocohe almorzado. No tendríamos problemas, a no ser que te moleste que lleve a misguardaespaldas —indicó. Lelouch reparó que había dos hombres de negro a unosmetros de distancia lejos de ellos—. Lo siento

Lelouch tornó a mirar a la joven heredera que esperaba ansiosa. Hubiera pecado de descortés si rechazaba su invitación. Los dos (o los cuatro) fueron a un restaurante italiano ubicado en la esquina de dos calles más adelante de donde estaba la galería. Ya que era la primera vez que probaba la comida italiana, Lelouch tomó el consejo de Euphemia y ordenó fettuccine y tiramisú. La conversación se había ido desarrollando en tanto. Tal vez había sido imprudente al invitarlo de súbito; pero el almuerzo era una buena manera de prolongar su encuentro en la exposición. Euphemia sentía una fascinación por el apuesto desconocido que las palabras no podían describir y anhelaba conocerlo a fondo.

—¿Viniste solo?

—No, me mudé con mi pequeña hermana: Nunnally.

—¡Oh! ¿Y por qué no está contigo?

—Ella tenía otros planes.

—Entiendo. También tengo una hermana: Cornelia, es mayor que yo. Ella debía estar en la exposición de arte. Lastimosamente, no pudo asistir —comentó. Euphemia no había dejado de sonreír hasta ese punto en que recordó que su querida hermana no había podido venir por asuntos inherentes al trabajo. Sacudió la cabeza y recuperó la sonrisa—. ¿Y en qué trabajas?

—Soy abogado. Pensaba en que luego podría dar una vuelta por la ciudad y visitar las oficinas en alquiler. Atender clientes a domicilio no es tan nefasto como suena, pero no es lo mejor y la imagen de tu lugar de trabajo es una buena carta de presentación: lo que ven es lo que lo asumen encontrar en ti.

En esto, la camarera sirvió los platillos en la mesa dando inicio al banquete. Euphemia creyó haber deducido por qué se sentía tan cómoda con él: Lelouch era un recién llegado. No tenía conocimiento de quién era ella ni quiénes eran sus familiares. Podía disfrutar una plática en que los temas que no giraran en torno a sus hermanos o su padre o sus últimas declaraciones. Podía despojarse de sus apellidos y su fama y ser simplemente Euphie. Podía ser ella misma. En todo caso, si sabía quién era, le agradecía que no mostrara curiosidad ya que no se había entrometido en su vida personal. Solo había formulado una o dos preguntas sobre sus gustos y ya. Entonces, el curso de la conversación se había encauzado al arte. Lelouch amaba el arte. Tal como ella había entrevisto. Pese que tenía varias pinturas favoritas del periodo romántico y del barroco, cuando ella lo interrogó sobre por su pintor favorito, él contestó Francis Bacon. Según él, porque se atrevía a explorar la oscuridad del alma humana y lograba embellecer las cosas grotescas y horrendas como los rostros desfigurados y cuerpos desmembrados. Estaban sumergidos en la obra de Francis Bacon (hablando de la violencia, la deformidad, la ansiedad y la sangre) que tardaron en notar que darse cuenta que habían acabado de comer. A ninguno le importó.

—¿No sientes que el rojo de ese cuadro es como el de la sangre? Pocas veces he visto un rojo de un tono tan intenso como este. Parece como si el pintor hubiera utilizado su propia sangre para dar ese toque que buscaba al cuadro, pero son meras especulaciones mías que no tienen base. Sería retorcido si tuviera razón —Lelouch se rió de sí mismo. Euphemia apercibió que volvió a parpados en sus ojos la misma brillo que avistó en la exposición cuando le compartía su análisis de la pintura de Cabanel. Lelouch bajó la taza de café y observó a Euphemia con interés—. Manejas un conocimiento vasto sobre arte. Estoy gratamente perplejo de lo que he aprendido contigo hoy, Euphie. ¿Estudias arte?

Euphemia tenía la mejilla recostada del puño y la cabeza inclinada. Escuchaba cada palabra del abogado, embelesada por su elocuencia y desenvoltura. La pregunta la había descolocado. Reclinó la espalda contra el respaldo del asiento.

—No. Soy politóloga, como lo fue mi tío abuelo. No pude conocerlo: falleció antes de que yo naciera, pero siento que al haber escogido la misma carrera me une más a él —respondió con una sonrisa triste. La alegría en los ojos de Euphemia se apagó y ella agachó la cabeza por un momento, abismada—. ¿Me veo como una estudiante?

—¡Ja, ja, ja! Sí. Tienes el espíritu jovial de un estudiante. ¡Uhm! Curioso, hubiera jurado que eras cuasi licenciada en artes, ¿y no te gustaría estudiarla? Hoy en día es cada vez más común que las personas tengan dos carreras —sugirió con aparente sana intención. Como Euphemia no contestó, se apresuró en agregar—: ¿o estás muy enamorada de las ciencias políticas?

—Sí, me hubiera gustado estudiar artes y lo habría hecho de no ser por razones ajenas a mi voluntad no pude —confesó acariciando el vaso con un gesto distraído—. Y justamente ahora es imposible: estoy estudiando recursos humanos. No me malentiendas, ¿sí? Me contenta ser politóloga y sé que suena ridículo, pero no siento que esté lista para ejercer.

—No te preocupes. Entiendo. Es una sensación normal tener miedo —susurró comprensivo.

Lelouch miró su mano descansando sobre la mesa a centímetros de su vaso, quiso agarrarla y confortarla mediante un apretón, mas cambió de idea: estaría actuando por un impulso. Iba bien hasta ahora. No podría echar a perder su progreso.

—¿Ah, sí? Cuando te graduaste como abogado, ¿tuviste tus dudas?

—Bueno, mi caso es especial: sentí que debía comenzar a trabajar de inmediato. Mis padres murieron cuando mi hermana y yo éramos muy jóvenes. Por esa razón, tuvimos que dejar la ciudad. Una prima de nuestra madre se hizo cargo de nosotros. Al cumplir la mayoría de edad obtuve un trabajo a tiempo parcial con el que podía pagar mis estudios y mantenernos a los dos. Deseaba que pudiéramos independizarnos lo más pronto para no causar más molestias. Así que, cuando me dieron mi título, busqué cómo apañármelas. Estaba temeroso: el derecho no se aprende con la teoría, sino con la práctica, la cual no había tenido. Era un novato. Pero sabía que tenía que hacerlo por mí y por Nunnally, solo que...

Lelouch se atajó a sí mismo en el punto exacto en que quería retener su atención.

—¿Solo que qué? —repitió Euphemia con curiosidad.

—Solo que había algo que me inquietaba o, digamos, me incomodaba: sentía que mi hermana me estaba poniendo bajo presión. Yo soy todo lo que tiene y ella es todo lo que tengo. En ese punto pasaba a depender absolutamente de mí —Lelouch hizo una pausa para que Euphemia pudiera digerir su relato. Ella desvió la mirada. Era la reacción que sospechaba que vería—. Fue una época dura que quedó atrás. Ya estamos bien. Lo bueno es que no tienes las mismas complicaciones que yo tuve, puedes tomarte tu tiempo y decidir cuándo darás ese salto de fe.

—Lelouch, yo... —empezó a decir cuando de repente un pitido los interrumpió. La socialité metió la mano en su bolso—. Un segundo —sacó su celular: tenía un mensaje de su hermana. La mujer se puso de pie—. Lo siento, debo irme. Fue un gusto conversar contigo. Volvamos a vernos otro día, ¿sí?

—Por supuesto. Gracias por la bienvenida. Fue muy acogedora.

Euphemia le sonrió de oreja a oreja. Se inclinó sobre la mesa y escribió con un bolígrafo su número. Le pidió que le enviara un mensaje en cuanto pudiera para poder registrar el suyo y se marchó, seguida por sus guardaespaldas. Lelouch mantuvo la sonrisa deslumbrante hasta que la vio esfumarse por la puerta.

La realidad superó sus expectativas: no había visto a Euphemia li Britannia durante diecisiete largos y malditos años. No sabía con qué se encontraría exactamente. Creyó que la hija menor de Charles zi Britannia sería una socialité snob y mimada, y fue todo lo contrario. Salvo ese detalle que todos destacaban al referirse a ella: su belleza angelical, todo lo demás era cierto. Tenía que reconocer, para sus adentros, que había sido ameno. Su personalidad bondadosa y cándida facilitaría sus planes. El pensamiento tiró de sus labios una sonrisa lobuna. Satisfecho con el resultado de su misión, se bebió su café como quien bebe una copa de vino.

—...expuso la colusión y abuso de poder entre el alcalde de Pendragón y los líderes locales, descubrió la corrupción a gran escala en el servicio social del gobierno y protegió el dinero duramente ganado por los contribuyentes favoreciendo la realización de una sociedad justa. Este premio es otorgado por el Ministro de Justicia...

Lelouch esparció la mirada alrededor buscando el televisor de donde procedía aquella voz. Se fijó que en el interior del restaurante había un televisor encendido. Estaban transmitiendo en vivo y en directo la ceremonia de premiación del fiscal del año. No le había prestado la debida atención ya que estaba ocupado con Euphemia, pero, entre tanto terminaba el café, podría hacerlo. El auditorio aplaudió de pie al condecorado. El fiscal parado junto al Ministro de Justicia tenía un parecido enorme con una cara del pasado. El joven abogado agudizó la vista. Quería cerciorarse de que no se estaba engañando. Al constatarlo, arqueó las cejas.

—Escucharemos ahora el discurso del fiscal Suzaku Kururugi.

Como estaba en la terraza, la información que llegaba desde el televisor se escuchaba bastante débil e incompleta. No obstante, las imágenes que pasaban eran nítidas: la cámara enfocó un primer plano del rostro del mencionado, que se plantó detrás del podio para proceder con el discurso de agradecimiento. No había duda. Era él. Su estimado y viejo amigo de la infancia. Su rostro se iluminó. El destino le había guardado varias sorpresas jugosas en su viaje. Vería cómo podría aprovechar esto en el transcurso.


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—Soy el fiscal Kururugi, el destinatario de este generoso premio —comenzó, solemne—. Antes que nada, le agradezco al Ministro de Justicia por el honor que me hace el día de hoy. Sin embargo, debo aclarar que no me gradué de la escuela de leyes ni pronuncié el juramento de los fiscales para recibir recompensas. Desde que era niño, yo veía a los fiscales como unos caballeros, aun cuando me faltaba mucho por aprender del deber de los fiscales. No son como los policías o los bomberos o los guardaespaldas que día tras día arriesgan su vida en el ejercicio de sus funciones. El día en que me convertí en uno de ustedes, el día más feliz de mi existencia, debo decir, entendí que los fiscales protegen la imparcialidad, la integridad, la verdad y los derechos humanos. A través de la ley y la investigación, luchan por aquellos que no pueden en nombre de la justicia. Con el perdón de ustedes, no hice nada extraordinario para merecer este premio: solo cumplí con mi trabajo y actué como creí que debía, lo cual es ser un servidor de este país. Voy a seguir trabajando duro por una sociedad más justa y mejor. Sé que es una empresa ambiciosa y ardua, así que haré mi mejor esfuerzo. Es a lo que me comprometo en este podio. Este premio será un recordatorio de eso. Muchas gracias.

Suzaku realizó una corta reverencia. La sala de conferencias de la fiscalía estalló en aplausos. El joven bajó los peldaños y estrechó vigorosamente las manos de sus superiores, al tiempo que recibía un par de palmadas en la espalda y una que otra felicitación. La incomodidad no cabía dentro de sí. Con todo, manejó la situación con modestia. Tenía las mejillas inflamadas para cuando llegó a ponerse delante del jefe de policía, Kyoshiro Tohdoh. Le echó una mirada larga con un semblante serio. Suzaku se había convertido un hombre: era larguirucho, aunque su complexión era tonificada como resultado de su constante entrenamiento; pero, ni aun con el correr del tiempo, había logrado borrar esa expresión triste en sus ojos verdes tan singular y su cabello castaño seguía igual de desordenado que en su niñez. Suzaku se frotó las palmas en el pantalón, por instinto. Las sentía especialmente pegajosas debido al sudor. Entonces, el comisionado hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Bien hecho, fiscal Kururugi, si tu padre estuviera aquí estaría muy orgulloso de ti —el jefe remató su frase esbozando una sonrisa amable.

Su corazón se aceleró al escuchar la palabra "padre". Suzaku respiró profundo, calmándose. Y le devolvió la sonrisa.

—Muchas gracias, comisionado. Estoy contento de que haya podido venir.

—No me habrías invitado, sino fuera importante para ti. Tenía que reunir algo de tiempo —explicó con un ademán—. Bueno, ya me voy al departamento: hay mucho trabajo por hacer. Aprovecha y tómate el día para que puedas continuar con lo que dijiste allí. ¡Fiscal Kururugi! —el comisionado Tohdoh se inclinó en señal de respeto a modo de despedida y se fue.

Abstrayéndose, Suzaku se metió las manos en los bolsillos. La última vez que había visitado a su padre fue por su cumpleaños. Fue hace unos meses. Si lo hubiera visto ahora, se preguntó qué le diría. Si hubiese podido venir: ¿estaría feliz? Nunca tuvo el tipo de charla con él sobre lo que quería ser: era un niño cuando murió. ¿Le habría gustado que fuera fiscal? Podría ser. El comisionado Tohdoh lo conocía bien y estuvo de acuerdo con su decisión. Tras su muerte, él estuvo ahí apoyándolo. Los dos siempre habían congeniado. Eran similares en carácter. O, al menos, eso le parecía. Pero, claro, ¿hubiera dicho lo mismo su padre si la pequeña empresa no hubiera quebrado? Perdido en sus reflexiones, Suzaku no vio venir a los fiscales Alstreim y Weinberg. Este último lo apretujó entre sus brazos.

—¡Suzaku, amigo! ¡Felicidades! ¡Estoy tan feliz por ti! —exclamó el fiscal Weinberg loco de contento.

—¡Gino, por favor! —suplicó Suzaku, ahogándose con sus palabras. Su cara se había puesto colorada totalmente y la vergüenza no era la razón.

—¡Oh! ¡Je, je, je! Lo siento —sonrió Gino soltando a Suzaku de golpe. El fiscal adecentó la ropa de su compañero que se le había arrugado en el abrazo. 

Las felicitaciones de la fiscal Alstreim fueron menos entusiastas, aunque no deshonestas, en cambio.

—Enhorabuena, fiscal Kururugi. Hizo un buen trabajo.

—Gracias, Anya.

—¡Oye, Suzaku! Le estaba proponiendo a Anya que fuéramos los tres a comer en algún lado para celebrar —comentó Gino atrayendo a Suzaku—. Nos dices en dónde quieres y yo, desde luego, invito. Suena bien, ¿verdad?

—Sí, es perfecto y es la hora del almuerzo —asintió Suzaku mirando el reloj en su muñeca—. ¿Sabes qué, Gino? Voy a tomarte la palabra: esto amerita que festejemos y conozco un buen sitio. No es un restaurante de cinco estrellas, pero la pizza que sirven es buena.

Gino observó a Suzaku con una mezcla de asombro y curiosidad. Él se contuvo de procurar más detalles hasta que estuvieron en Pizza Hut. Lejos de sentir que se habían burlado de él, Gino vislumbraba la pizzería maravillado como si fuera un niño en navidad. Desde que llegó a la pizzería, Gino no paraba de girar sobre sí mismo mientras admiraba el lugar. Parecía un trompo. Enternecidos, Anya y Suzaku intercambiaron una mirada cómplice. Alguien estaba demasiado acostumbrado a los restaurantes caros. No era su culpa directamente. Era la esfera social que le había tocado vivir. Al menos, ellos estaban ahí para guiarlo.

—¿Una pizzería como lugar para la celebración al premio del fiscal del año? Tiene ideas muy originales, fiscal Kururugi —sonrió Anya. El aludido se encogió de hombros, excusándose.

El local no estaba muy concurrido. Era un día de semana, quizá era por eso. Por lo cual, llegó su turno con rapidez. En el mostrador estaba una joven cajera, que evocó en cada uno de los fiscales impresiones distintas. Gino no se acordaba haber visto a una mujer tan atractiva en meses. Había algo en ella que no podía ignorar y le resultaba hermoso: podría ser su piercing industrial de su oreja que sobresalía de su cabello rojo voluminoso y salvaje o sus expresivos ojazos azules como zafiros o su nariz pequeña y respingada o sus labios carnosos. Anya creyó reconocer las facciones, aunque no podía asegurarlo. Registró en su mente algún recuerdo de ella. Suzaku la saludó con una sonrisa.

—Hola, Kallen. ¿Cómo estás? Pediremos una pizza familiar de queso y pepperoni para comer aquí —pidió él. Gino se adelantó entregándole a la guapa cajera la tarjeta de crédito con que pagarían la pizza.

—Hola, Suzaku. Estoy como me ves: trabajando para ganar ingresos. Supongo que bien. Por cierto, felicidades por el premio al fiscal del año —dijo señalando con el pulgar a la televisión instalada en la esquina—. Bien, serían 10 —la pelirroja cogió la tarjeta e introdujo los datossuministrados por Suzaku y Gino.

—Gracias por eso. Me hubiera gustado que estuvieras presente —agregó Suzaku.

—Sí, lo sé, pero no podía dejar el trabajo —repuso Kallen, sin sonar demasiado convincente en ese "sí"—. Aun sin mí, estuviste bien. El discurso te salió cursi, pero fue inspirador. Okey. Su orden estará lista en unos minutos. Siéntense mientras esperan.

Los fiscales eligieron una mesa al fondo cerca de una ventana. En esa posición, podrían tener una visión periférica del establecimiento y una vista agradable entre la pizzería y el exterior. En la ceremonia de premiación, se le permitía al condecorado invitar a diez personas. No más porque el espacio de la sala de conferencias era estrecho. Aparte de sus compañeros, Anya y Gino, quienes ya acudirían en su condición de fiscales, Suzaku no tenía más conocidos que el comisionado Tohdoh y Kallen. Su relación era complicada de definirla en una sola palabra: no eran bastante íntimos ni unos completos desconocidos. Solían coincidir en varios espacios comunes desde la universidad: en el gimnasio, en las aulas, en la cafetería, en la biblioteca y en la residencia. Y eso no cambió en el mundo laboral, pues seguían viéndose en el gimnasio y en los tribunales. En vez de ignorarse el uno al otro, decidieron hablarse antes de que todo se tornara innecesariamente incómodo.  

—Estoy segura de haber visto esa mujer —habló Anya para sí misma.

—¿Les parece que mi discurso fue cursi? —preguntó Suzaku entre preocupado y pensativo.

—Un poco, pero estuvo bien. Ya te lo dijo —replicó Anya, quitándole importancia.

—¿Ya se dieron cuenta de que esta es la primera vez que comemos juntos? He intentado por todos los medios de concertar estas salidas: tú sueles tener un asunto pendiente inaplazable y tú prácticamente vives en el trabajo con la nariz pegada en el papeleo —parloteaba Gino—. Nadie puede sacarte de esa oficina.

—Es cierto —concordó Anya—. Deberíamos inmortalizar este momento con una foto.

Anya sacó su celular y les pidió a Gino y Suzaku arrimarse para salir en la foto. Aguardó que estuvieran listos y tomó la foto.

Anya sacó su celular y les pidió a Gino y Suzaku arrimarse para salir en la foto. Aguardó que estuvieran listos y tomó la foto.

—Ya quedó. Se las enviaré enseguida.

—¡A ver! —pidió Gino—. ¡Oh, no! Anya, ¿por qué no sonreíste? Era el instante adecuado.

—¡Lo recuerdo! —exclamó Anya, chasqueando los dedos—. Esa mujer es Kallen Stadtfeld. Es la abogada a la que le suspendieron la licencia por agredir al juez Calares. Estaba segura de que su rostro me era familiar. Fue tan grande el escándalo en los tribunales que el chisme transcendió hasta la fiscalía.

—¿Golpeó a un juez durante un juicio? —preguntó Gino, pasmado. Le echó un veloz vistazo a Kallen, quien estaba contando el dinero de la caja, pendiente de sus cosas, y después volvió la vista hacia Anya—. ¿Por qué lo hizo? No se ve como alguien capaz de...

—Idiota, lo golpeó luego. Los detalles no están claros y no investigo nada más que para mis casos. El chisme no me interesa.

—Pero debe haber un motivo—intervino Suzaku—. La gente no se ataca porque sí. Conozco a Kallen por bastante tiempo. Es una de las personas más francas con las que he tratado y es una excelente abogada. No estoy al tanto de cómo fue el procedimiento que le abrieron, pero creo que degradarla fue un castigo desproporcionado. Escuché que ese juicio no falló a favor de la defensa. Ella tuvo que haber hablado con el juez tras terminar el juicio y él pudo haber actuado de modo inapropiado, por lo que Kallen reaccionó así. Es injusto que el juez no haya recibido ninguna sanción.

—¿Y por qué tendrían que castigarlo? Él fue la víctima. Independientemente si tenía razón o no o su comportamiento fue inapropiado, fue culpa de la abogada por no reunir las evidencias necesarias para exonerar a su cliente y por golpear al juez —increpó la fiscal con dureza—. Nada justifica su impulsividad. Debió prepararse para pedir una apelación y no desperdiciar su tiempo con un juez machista. ¿Qué iba a ganar con agredirlo?

—Entiendo, pero a lo mejor se había cometido una injusticia en ese juicio, que hizo enojar a la abogada Stadtfled y no se contuvo —insistió Suzaku.

—Ese fue su error —concordó ella calmadamente—. Ella tenía que hacerlo. Somos fiscales, Suzaku, no abogados. Ten eso en mente: la ley es fría y trata de tomar la decisión más objetiva a partir de los hechos. Ella lo golpeó por el motivo que fuera, convirtió al juez en una víctima cuando ella lo era y pagó el precio arruinando su carrera y tornándose en el hazmerreír de sus colegas. Los sentimientos no son relevantes en el juicio.

—¿Qué no lo son? ¿Y no debería ser lo contrario? En los juicios, el acusado y la víctima son humanos que cometen errores, el fiscal y el abogado lo son y el juez que va a dar el veredicto también lo es. Es imposible reproducir los incidentes y tanto el fiscal como el abogado traen al tribunal dos planteamientos subjetivos de lo que sucedió y es el trabajo de todos en el juicio reconstruir la realidad para tomar la decisión más justa. Si las variables son volubles porque los hombres lo son, deberían tener eso en cuenta: pueden ser determinante para el juicio. A la larga, la ley fue hecha por humanos —manifestó Suzaku con firmeza eligiendo con cuidado cada una de sus palabras.

La entonación pausada de su última declaración dejó en claro que quería que su reflexión se fijara en las memorias de los dos fiscales.

—¡Guau, guau, amigos! Están exponiendo cosas interesantes y su discusión está buenísima, pero no traigamos asuntos del trabajo en la hora del almuerzo —sonrió Gino con nerviosismo, alzando las manos en ademán conciliador.

—¡La pizza está servida! —anunció inesperadamente Kallen sirviendo en la mesa una pizza de pepperoni y queso. De haber llegado minutos antes, los habría oído discutir sobre el suceso que la involucraba seis meses atrás—. ¿Me perdí de algo importante? —indagó sintiendo la tensión latente en la atmósfera. Su aparición había sido bastante oportuna.

—No. ¿Quieres comer con nosotros, Kallen? Hay suficiente pizza para todos —invitó Suzaku volviendo a sonreír de manera habitual.

—Lo lamento. Tengo que ir a llevar una pizza a un cliente...

—¡Kallen, la pizza está lista! —profirió una voz masculina de la trastienda.

—¡Te dije que ya voy, Ohgi! ¡¿Estás sordo?! —gritó ella de regreso—. Perdonen. Que tengan buen provecho —expresó con una sonrisa de disculpas, moderando el tono.

Dicho eso, se marchó. Gino se frotó las manos preparándose para el almuerzo. Suzaku ventiló en su dirección el aroma de la pizza caliente. Si su sabor era tan delicioso como olía, podrían tener uno de los mejores almuerzos del mes. Anya picó tres trozos triangulares y los repartió entre ella y sus colegas. Había dado apenas un mordisco cuando Suzaku recibió un mensaje.

—¿De qué se trata? —preguntó Gino, limpiándose las comisuras de los labios embadurnadas de queso derretido.

—Es un mensaje de Cécile: un nuevo caso —contestó Suzaku.

—¡¿Qué?! ¡Mierda, ¿cómo pueden hacerte eso en tu día?! ¡¿Están locos?! —protestó Gino con la boca llena—. No respondas. Tú no viste ese mensaje. Nunca te llegó.

—Lo siento, tengo que ir.

—¿Por qué? 

Gino no lo entendía y Suzaku no podía entretenerse con explicaciones ahora. Se levantó. Se veía en la triste obligación cancelar el almuerzo. Había estado esperando por una oportunidad como esa desde que se convirtió en fiscal. Sería imperdonable omitirla. Quién sabía cuándo ocurriría un caso igual. Tendría que envolver las porciones de su pizza y comer en la fiscalía. Debía solicitar el caso antes de que se lo asignaran a otro.

Un trabajo de proporciones mayúsculas venía en camino.

—Esta es la pizza y aquí tienes la dirección —dijo el sujeto que correspondía por el nombre de Ohgi a Kallen. Este le tendió un papel. La pelirroja colgó la gorra de Pizza Hut en el gancho, cogió el papel y la caja sobre el mesón—. ¡Eh! ¡No te olvides de las llaves!

Ohgi le tiró unas llaves. Ella las atajó en el aire sin necesidad de voltear. Salió por la puerta trasera donde estaba estacionada una bonita moto roja, que era el objeto de mayor adoración de Kallen. Lo había rescatado de un vertedero y lo reparó con ayuda de un mecánico. Ató la pizza a la parte detrás de su asiento y se colocó el casco. Se subió a la moto, sujetó con fuerzas el clutch y apretó el acelerador al tiempo que acondicionaba todo para irse. Una vez en posición, Kallen cerró los ojos y soltó un hondo suspiro y el clutch. La moto se lanzó rumbo a la calle.


https://youtu.be/g9EK1ZqL-G8

La vida no había sido de ensueño esos seis meses para Kallen Stadtfeld. Un día formaba parte de una prominente firma de abogados. Una tarde todo lo pierde frente a un juez misógino que realiza un comentario inapropiado sobre su clienta. Una noche un mensaje de texto le informa que fue despedida de la firma y ya sabía que próximamente sería suspendida. Y así, de súbito, se quedó sin trabajo y haciendo gárgaras con cerveza. Halló uno nuevo en un club nocturno como bailarina de pole dance y renunció en la misma semana. Fue la chica que duró menos tiempo en aquel lugar. Jamás quiso dar detalles del por qué abandonó un prometedor empleo y ante las preguntas concernientes se portaba evasiva.

No estuvo desempleada por demasiado tiempo ya que, debido a la falta de personal, Ohgi (un amigo de la familia con quien tenía una relación propia, al punto de que lo consideraba como suyo) tenía una vacante para el puesto cajera y le ofreció el trabajo. Ella aceptó. Necesitaba ganar dinero entretanto. Hubiera sido tonto de su parte rechazar el empleo por orgullo. Desde entonces, Kallen estuvo implicada en el negocio de las pizzas. También, cuando el repartidor se encontraba indisponible, ella lo suplía encargándose de las entregas. Aunque en la noche, cuando ya habían cerrado o estaba en su descanso, se sentaba en una de las mesas y se ponía a repasar los códigos legales. No quería estar fuera de práctica para cuando volviera. Después de todo, una suspensión era sinónimo de algo temporal.

En su interior, se había desatado un fuerte conflicto interno. Sabía que no estuvo bien golpear al juez. Más allá de que haya perjudicado a su carrera, la violencia no era el modo de resolver las cosas. Tenía que haberse tragado su enfado y apelado la decisión. Pero, cuando su orgullo estaba por ceder, recordaba la cara de estreñido del juez Calares y su bonita nariz rota y eso le proporcionaba una satisfacción que hacía recular su arrepentimiento. No tenía idea de cuál era el placer de ciertos hombres de presumir su falo, como si el hecho de poseerlo les diera el derecho de ser superiores. Y, si bien, las sociedades del mundo se habían organizado así por siglos enteros naturalizando esa estructura, no era razón para creer que estaba bien. Había cosas que el sistema no podía castigar. Su puñetazo era el único golpe de justicia que recibiría. 

Entonces, ¿debería sentirse bien porque actuó mal? ¿Debería sentirse mal porque actuó bien? ¿O qué? Kallen quería pensar que la justificación que ella misma le había dado a su violencia era consecuencia del alcohol. La creencia popular afirmaba que cuando uno bebe el diablo se le mete en el cuerpo. Kallen bebía con cierta frecuencia. De cualquiera manera, de lo único que genuinamente se culpaba era haber decepcionado a su clienta. Para ella, no había justicia. Y, claro, el plus, por culpa de ese imbécil era posible que ninguna firma quisiera contratarla. No se desanimaba. Le había prometido a Naoto que se convertiría en la mejor abogada.

Kallen había llegado a la dirección. Desaceleró la moto y aparcó en la acera frente un edificio alto (calculó alrededor de unos doce pisos), de color blanco. Se quitó el casco y barrió con la mirada el entorno. Era un suburbio distinguido. Parecía uno de esos sets que eran construidos especialmente para filmar películas. Los residentes tenían que vivir bien ahí. Kallen se llevó la pizza bajo el brazo y cruzó la calle. Escuchó a alguien silbándole. Ella lo ignoró. Si tuviera que golpear a cada idiota que no puede controlar su erección, acabaría con la mano hinchada y roja. Presionó el botón del piso al que le correspondía en el intercomunicador y esperó.

—¿Sí? —contestó una voz femenina.

—Vengo de Pizza Hut. Usted encargó una pizza por teléfono. Aquí se la traje.

—¡Ah, sí! Suba.

Las puertas se abrieron automáticamente. Kallen dio un respingo. No estaba prevenida para eso. Conque en estos domicilios se prescindían de las llaves. Se tecleaba alguna contraseña y ya estaba. Kallen cerró la puerta e ingresó al complejo de apartamentos. La clienta vivía en el pent-house. O sea, tenía que ir hasta el piso doce. El ascensor funcionaba. Lástima que no le servía: solo los residentes podían usarlo, pues, para que este la llevara adónde quería, tenía que meter la llave en una ranura. Resopló. Le quedaba un consuelo: estaba en plena forma. Doce pisos no la detendrían. Tomó una bocanada de aire y comenzó a subir de dos en dos. En cuanto llegó al pent-house, sabía a dónde dirigirse: solo había una puerta. Debía ser esa. Pulsó el timbre. Kallen se palpó la nuca y la frente. No estaba sudada. En un intento de verse más presentable, se peinó. 

Una mujer joven de largo y liso cabello verde salió a su encuentro. Guapa, de hombros estrechos y caídos, cintura definida y caderas anchas. Un poco más baja que ella. Su piel era casi fantasmal. Sus ojos eran angulosos y ambarinos. A Kallen le recordó los ojos de las serpientes. Solo traía puesto una camisa blanca con solapa y estaba abotonada hasta el cuello. Solo eso. Las mangas le quedaban holgadas. Supo que no vivía sola. En fin, que no estaba ahí para entrometerse en las vidas de sus clientes.

—Veinte minutos. ¡Vaya servicio más diligente! Estoy impresionada —fue el saludo de ella.

—Gracias. Su pizza, señorita —señaló Kallen, extendiéndole la caja. 

—Bien. Dijiste que costaba $15. Aquí tienes —la voz de la chica era pastosa y suave como un arrullo. Las dos intercambiaron el dinero por la caja.

—Que tenga buen día —dijo Kallen, guardándose en el bolsillo de sus jeans el dinero.

—¡Oh, lo será! Esto huele delicioso —comentó la mujer inclinando la nariz a la caja.

Kallen se encaminó hacia las escaleras. Estaba a punto de marcharse cuando la mujer dijo:

—¡Oye! ¿Por qué me das una pizza vegetariana si yo ordené una pizza hawaiana? Te habrás equivocado de entrega.

—¿Qué? No. Eso no puede ser —negó la pelirroja, arqueando una ceja—. Yo personalmente tomé su orden por teléfono y oí cuando dijo «pizza vegetariana», incluso se lo pregunté para confirmar.

—¿Crees que no recuerdo lo que pedí? Mire, no me importa saber por qué escribiste pizza vegetariana en lugar de pizza hawaiana, pero no puedo aceptarla —aclaró, devolviéndole la caja—. Va a tener que volver y hacerme la pizza que pedí o regresarme mi dinero, ¿qué hará?

—¿Por qué me entrega esto? ¡Es suyo! Usted lo ordenó. Vea que no miento. Tengo el papel aquí con su orden.

Kallen metió la mano en el bolsillo del pecho de la camisa y en los de los pantalones en busca del papel. La clienta cruzó los brazos bajo el pecho en señal de negación.

—Es el papel con la orden de alguien más. No es la mía. ¿Sabes qué? Olvídate de la pizza, devuélvame mejor mi dinero y hagamos de cuenta que esto jamás pasó.

—¡No bromee! —espetó Kallen, incrédula y visiblemente molesta—. Usted llamó a nuestro establecimiento a las 2:15 PM y solicitó una pizza vegetariana para llevar en la dirección de este domicilio. Me demoré en hacerla y partí de inmediato hacia acá para que no se enfriara. No cociné ni viajé media hora para que usted desmienta la orden.

—¿No quiere devolverme mi dinero? Está bien. Los demandaré por estafadores —le advirtió. Pese que la estaba amenazando, su expresión no era feroz como la del típico cliente irritado por el servicio; sino, más bien, era socarrona y decía aquello con una fría serenidad. Kallen, en cambio, era quien estaba sulfurándose cada vez más—. ¡Oh, qué oportuno! Ahí llegó mi abogado. Él lo aclarará todo —dijo en referencia a la persona que estaba por sumarse a su discusión.

La pelirroja se giró en sus talones. En el pasillo venía aproximándose a ellas un hombre que vestía un traje negro. Debajo de la chaqueta, llevaba una camisa lila que hacía juego con su corbata púrpura. Una combinación inusual, aunque acertada de colores. Su cabello era de un azabache intenso. El flequillo le caía sobre el rostro pálido por ambos lados como las alas de un cuervo. Sus ojos eran del mismo color que su corbata, con eso ya sabía que la elección no fue al azar. Era alto, apuesto, esbelto. Irónicamente, era de apariencia frágil. Sus movimientos eran gráciles. Felinos, si tuviera que añadir. La joven bajó la guardia. Esto iba a demorar un poco más. Nuestro lector inteligente habrá deducido que se trataba de Lelouch.

—¿Qué sucede, C.C.? ¿Ya llegó la pizza? —inquirió echando un vistazo a su reloj de bolsillo.

—No. Me temo que surgió un percance: pedí una pizza hawaiana y por error nos trajeron una vegetariana. Le he participado el problema, pero ella insiste en que yo ordené una vegetariana y no quiere devolverme el dinero. Estoy por llamar a la policía para reportar este delito —explicó la tal C.C., recostándose de la puerta.

—¡No! ¡Tú no vas a llamar a la policía porque aquí no hay ninguna estafa! —bramó en tono de ultimátum. Se dirigió a Lelouch. Su mirada penetrante le produjo escalofríos, pero no se dejó intimidar—. Mire, usted, su novia nos llamó esta tarde y pidió el servicio de entrega de una pizza vegetariana tamaño mediana —dijo Kallen, casi restregándole el papel en la cara—. He llegado con diez minutos de anticipación y ahora lo desmiente. No sé qué tipo de broma es esta, pero ya estuvo bueno, ¿no le parece?

—El servicio no es lo que era antes: cuando el cliente presentaba una queja, el empleado lo solventaba porque no quería una mala crítica —soltó C.C.

—Aunque no lo creas, he visto montones de casos similares a este: locales venden su oferta más cara a clientes incautos para cobrarles por un precio más alto y aumentar sus ganancias. Una estafa muy sucia —concordó Lelouch.

Kallen resopló, totalmente indignada. El nuevo era menos inteligente que la otra o quizá peor.

—¡Usted no puede demandarnos por estafa! ¡No tiene mayores pruebas que su palabra! Lo sé bien porque soy abogada. No me engañe con palabrería, charlatán —advirtió Kallen.

A Lelouch se dibujó una sonrisa en los labios que le cambió la expresión por completo. Tenía algo de inocente y también aterrador. La rodeó, tal como el lobo feroz haría cuando asediaba hambriento a la tierna oveja. Kallen no lo perdió de vista y giró sobre su eje siguiéndolo. Por acto reflejo, ella enderezó los hombros al sentir cómo la inspeccionaba de arriba abajo. 

Lelouch no podía negar que ella era atractiva. Tenía la silueta que haría que cualquier hombre girara el cuello y que cualquier mujer mataría: caderas redondeadas, cintura definida, pechos exuberantes. Pero su verdadero magnetismo residía en su mirada severa e insistente.

—¡Oiga! ¿Qué le pasa? ¡¿Por qué está rodeándome?! ¡¿Es un buitre o qué?! —balbuceó ella.

—Es que no lo pareces... —contempló Lelouch, parándose y finalizando aquella danza.

—¡¿Parecer qué?!

—Una abogada —dijo, sonriente—. Si eres abogada, ¿por qué andas vestida así y trabajando como repartidora de pizza? —la interrogó—. Creo que tú eres la verdadera charlatana.

Touché. C.C. se echó a reír. Kallen sentía como los colores le subían por la cara tanto por la vergüenza como por la ira. La oveja no iba a dejarse comer. No dudó en desafiarlo:

—¡No le concierne! Yo misma podría preguntarle por qué no está en su despacho a esta hora. ¿O no se le ocurre que yo podría demandarlos a los dos por estafa? ¿Cómo no me consta que ustedes lo planificaron? La solicitud de una pizza vegetariana y el hacerse los desentendidos. Todo para exigir una indemnización que les diera dinero y una pizza gratis. ¿Sabe qué, idiota? Si tiene huevos, demándenos. Saldremos inocentes: la ley nos protegerá.

Kallen había dicho eso sin pensar. Se había dejado llevar por la situación. No quería meter a Ohgi y su pizzería que le había abierto las puertas cuando más lo necesitaba en un problemón legal. Si era tan astuto como abogado al igual que cínico como mostraba ser entonces, se las verían bien negras en el juicio y la mala publicidad no favorecería el negocio. Esperaba que su amenaza lo asustara lo suficiente para obligarlo a reaccionar. Había conseguido mantener el contacto visual, por otra parte. No lo quería admitir, pero él la había puesto nerviosa. Ni el idiota que le tocó el trasero en el metro aquella vez se había jactado de ese mérito.

El desafío no borró la sonrisa maliciosa del abogado.

—Por favor, si vas a golpearlo, que no sea en la cara —intercedió C.C., rompiendo la tensión entre Kallen y Lelouch. Se volvieron a ella brevemente—. Es lo más bonito que tiene.

—De acuerdo —retomó Lelouch—. Escucha, charlatana, ni a ti ni a nosotros nos conviene un problema: no es lo que queremos C.C. y yo y sé que a tu jefe no le gustaría que su pizzería fuera demandada. No sería bueno para ti tampoco. Propongo que hagamos esto: aceptaremos la pizza vegetariana y te quedas con lo que te ha pagado C.C., pero veámonos mañana para que me devuelvas la diferencia con respecto al precio de la pizza hawaiana. ¿De acuerdo?

—¡¿Qué?! ¡No!

—Es la solución más equitativa para todos. Nadie pierde. ¿Se te ocurre algo mejor?

Ella cabeceó, inconforme. No le gustaba el trato. Sentía que sí salía perdiendo de todos modos y lo peor era que no obtendría nada mejor. Podrían proceder con la demanda si no aceptaba sus términos. Suspiró resignada.

—Bien. Tenemos un trato, ¿dónde lo veo mañana? ¿Aquí mismo?

—No, preferiría que fuera en otro sitio. Yo te avisaré. Para ello, necesito tener tu número —le dijo dándole su celular—. Tutéame. No hay sentido para ser formales.

De mala gana, Kallen lo agarró y registró su número en su agenda de contactos. Acto seguido, se lo volvió a entregar. No sin enviarle una mirada torva. A Lelouch le pareció divertida y ensanchó su sonrisa aún más. Kallen le devolvió a C.C. la caja de la pizza y se retiró. Estaba seria. Mordiéndose el labio inferior para no gritar. No le respondió porque con el humor que tenía no iban a salir palabras de su boca, sino un escupitajo.

—Gracias, Kallen —dijo él leyendo el nuevo contacto—. Recibirás un mensaje de Lelouch Lamperouge. Estate pendiente.

Kallen permaneció callada, pero ambos sabían que ella había escuchado. Bajó lentamente las escaleras de una en una. Aun cuando podía ir deprisa, caminar la ayudaría a drenar la cólera. Lelouch Lamperouge. ¡Vaya hijo de la gran puta! Cuando probó el sabor de su sangre, tras hincar los dientes en la mejilla con tal fuerza, se llevó las manos atrás de la cabeza. Frustrada. Ya había salido del edificio y, en vista de que todavía seguía pensando en Lelouch, no se fijó en el auto que venía en su dirección. Este frenó oportunamente evitando un fatal accidente. Kallen pegó un salto hacia atrás. Alarmada.

—¡Oye! ¡Ten más cuidado! ¡¿No ves que este es un cruce de peatones?! ¡Bastardo!

Y le clavó la palma de la mano en el capó con un poco más de furia de la que merecía el auto y su conductor.


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¡Cuántos líos para conocer a una mujer! Era la primera vez que urdía un artificio para obtener un teléfono. Lelouch también pensaba en Kallen. Solo que de un modo diferente a la de ella. Tenía curiosidad acerca de qué tipo de persona era Kallen Stadtfeld y lo descubría de primera mano, por fin. Decir que estaba satisfecho describía apenas su estado de ánimo actual.

C.C. prendió el televisor pantalla plana de la sala. Se sentó en un mullido sofá blanco. A una esquina estaba Cheese-kun. Un peluche anaranjado que tenía la forma de una gota de queso de mozarella. O eso era lo que decía C.C. Lelouch no estaba seguro ni se moría de ganas por averiguarlo. C.C. colocó la caja de la pizza en la mesita baja de cristal frente de ella, la abrió y se picó una gran rebanada. La cogió, al mismo tiempo que acercó un vaso con whiskey que se había servido y una caja de carrillos. Pegó la espalda contra el sillón, envolvió a su peluche con el brazo y empezó a comer. Se zampó la primera porción de tres bocados. Para C.C., esto era el cielo.

—Así que ordenaste una pizza vegetariana y negaste el pedido alegando que habías pedido una pizza hawaiana —recapituló Lelouch con cara de pocos amigos plantando las manos en el borde del respaldo e inclinándose a la altura de su oreja—. ¿En serio?

—No me juzgues. No me especificaste nada. Fue lo mejor que pude improvisar —se excusó, lamiéndose el queso derretido de los dedos—. Me pediste crear un malentendido y distraerla y eso hice, ¿no es eso lo que debería importar? ¿No cumplí con mi tarea?

—Sí, la cumpliste —bufó Lelouch, sarcástico—. No mencionaste en tu informe que Kallen que era abogada. Fueron esa clase de detalles que te pedí que fueras minuciosa e investigaras detenidamente. Vuelve a indagar y esta vez hazlo bien.

—¿Informe? Lo que te di fue una descripción vaga —replicó C.C. apretando entre los dientes un cigarrillo, lo encendió con un yesquero—. ¿En qué sentido crees que esta chica nos podrá ser útil?

—¿Útil? —cuestionó Lelouch conteniendo una sonrisita—. Yo no he dicho eso.

—¡Ah! Pero lo piensas —aseguró expulsando una bocanada de humo—. Tienes esa mirada.

—¿Qué mirada?

—Esa mirada astuta y calculadora de hijo de puta que de vez en cuando me enorgullece —describió esbozando una sonrisa ladina—. Te conozco tan bien como si fueras mi novio.

—¡Tsk!

Lelouch se irguió y se alejó. Se aflojó de un tirón el nudo de la cortaba. Dejó sobre la cómoda de la entrada su reloj de bolsillo, extrajo de la chaqueta un periódico que tenía enrollado y sacó un brazo de una de las mangas. C.C. agarró otro trozo de pizza y le dio un mordisco.

—¡Oh, vamos! Tienes que admitir que fue divertida la suposición.

—No la culpo por pensarlo considerando que vas vestida solamente con una de mis camisas. Te dije claramente que no te las pusieras porque los vecinos podrían verte y malinterpretar las cosas —dijo colgando su chaqueta en la percha—. Si vuelvo a ver que me desobedeciste, congelaré esa tarjeta que tanto te gusta usar para comprar tus pizzas.

—¡Tirano! —rezongó C.C. haciendo un mohín.

—Maldita fumadora. Mi apartamento es irrespirable por tu culpa —se quejó el joven abogado agitando los brazos señalando el entorno.

—¡Oh! ¿Te estoy molestando? —inquirió C.C. fingiendo sorpresa.

—Con frecuencia.

—¡Qué bueno! —exclamó—. Todos tenemos nuestros vicios y nuestros demonios internos y yo tengo un romance tóxico con el cigarrillo mientras le soy infiel con el alcohol. Lo siento, no lo siento —graznó C.C. con la boca llena, barriendo las migas de pan fuera del sofá y de su camisa—. Es tu pequeño precio a pagar por una secretaria que cuida tus intereses a tiempo completo.

—Sí, sobre todo que cuida de mi integridad física —se mofó—. «Por favor, si vas a golpearlo, que no sea en la cara. Es lo más bonito que tiene»

Lelouch le propinó un leve azote en la cabeza con el periódico y luego lo arrojó sobre la mesa de cristal. El encabezado informaba que la hija menor del presidente Charles sería la invitada de honor en la exposición de arte que aquel día inaugurarían. C.C. le dirigió una mirada fugaz. No quería desviar los ojos de la pantalla.

—Me topé con Euphemia en la exposición "por casualidad". Estuvimos conversando de todo un poco: arte, trabajo, educación, estilos de vida, hermanos. Congeniamos al instante. Incluso almorzamos en un encantador restaurante italiano. Todo me salió a pedir de boca. Ella quiere repetir nuestra cita en algún momento. Es un gran logro. Para dar pasos grandes, hay que dar pequeños —le contó, sonriente—. ¿La mejor parte? No sospecha nada. Es bastante ingenua y está menos predispuesta que nuestra amiga, la Srta. Stadtfeld.

—La suerte tiene definitivamente a sus favoritos —comentó sin mirarlo. Estaba concentrada en su programa de fantasía medieval.

—Creo que nos hemos reconciliado con el tiempo —observó Lelouch—. El resto de la tarde estuve revisando las oficinas a la venta y las que están en alquiler, encontré una perfecta y ya pude entrevistarme con el propietario, me la vendió a un precio absurdamente económico. Se quería deshacer de ella. Mejor para nosotros. Mañana iremos a amueblarla para que la firma funcione cuanto antes. Tamaki y los chicos nos ayudarán.

C.C. agarró el vaso. Iba a llevárselo a los labios, cuando se frenó en seco.

—¿Tamaki y sus hombres? ¡Aj! Mierda, no.

C.C. arrugó la nariz con fastidio e ingirió un trago. Lelouch la miró. Estaba tumbada de lado, con las piernas extendidas sobre el sofá, con un cigarrillo en una mano, con el whiskey en la otra y su peluche estaba acomodado bajo su brazo.

—Veo que te instalaste rápido en este sitio. Es lindo, ¿no? Nunnally cree que lo escogí porque quería alardear de mis honorarios. La verdad es que no tiene nada que ver por el lujo ni los tonos neutros ni la decoración de cristales. En realidad, lo escogí por la vista.

Lelouch abrió las persianas. Las ventanas panorámicas les brindaron una imponente vista de la ciudad. En el centro de todo, se levantaba el imponente edificio de Britannia Corps.

—Por cierto, ¿en dónde está Nunnally?

—Se fue con Sayoko a comprar algunas cosas. Ya sabes. Al igual que tú, quería saber cuánto ha cambiado la cuidad. Tiene derecho, ¿no? Me dijo que estarían aquí en media hora —le respondió con apatía—. Bueno, supongo que tuviste un buen comienzo entonces. Enhorabuena.

C.C. aplastó el cigarrillo en el cenicero. Inmediatamente, se fumó otro.

—¿Comienzo? No, no, no —desmintió sonriéndole de la misma forma que a Kallen segundos atrás—. Esta guerra inició hace diecisiete años en mi casa y le prometí a Charles zi Britannia en el juzgado que iba a enterrar el hacha de guerra en su cabeza —aclaró—. Perfecto. Ya que ella no estará aquí, me dará tiempo de coser las puntadas que me faltan al traje de Zero.

—Sí, sí, anda, vete. No me dejas oír a Melissandre —rechistó C.C., de malhumor.

Lelouch se escabulló a su cuarto y se encerró. C.C., que estaba alternándose entre rebanadas de pizza y sorbos de whiskey mientras veía Juego de Tronos, le lanzó una mirada a la puerta de su habitación nomás la escuchó cerrarse.

Lelouch Lamperouge era especial. Cuando le contó por primera vez su plan, creyó que estaba loco. Pero el matiz de dolor de su voz que trataba inútilmente de disimular le hizo entender que no bromeaba. Se acordaba también de otros detalles como que se lo dijo en un crepúsculo como el que estaba acaeciendo en ese instante. La muerte del día que podría traducirse en el futuro en la caída del presidente Charles y su imperio empresarial. Lelouch tenía el don, como pocos, de saber escoger. En cierto modo, la elección de su apartamento reflejaba su gusto por apuntar objetivos altos y C.C. mantenía su opinión, aun cuando Lelouch se empeñara en decir que la razón fue otra. Sea por las palabras que seleccionó o por el tono aplomado que empleó o por su mirada determinante con esa chispa de locura, la convenció. La animó a encabezar su propia lucha. Al siguiente segundo, estaba dentro del plan. A lo mejor se convirtió en su cómplice porque estaba igual de loca él.

C.C. le dedicó una mirada a la ventana, mientras reflexionaba en algo curioso: los demonios tendían a mirar con nostalgia el cielo, para recordar quiénes fueron y de dónde venían.

N/A: ¡primer capítulo, por fin, malvaviscos asados! Disculpen que lo haya subido tarde, no fue mi intención, pero no pude corregirlo sino hasta ahora. No estaba satisfecha con el final y tenía que modificarlo. Creo que quedó épico. ¿Ustedes no lo creen?

Esto es tan solo una probada de lo que verá en el fanfic. Adoré escribir las descripciones de mis personajes principales a través de la mirada de otros. Sé que todos sabemos cómo se ven Lelouch, Suzaku, C.C. y Kallen, pero ahora estos personajes los hice míos, por lo que me tocaba presentárselos como si fuera la primera vez. ¿Por qué los cuatro lucen sexys aún como adultos? Son vainas de CLAMP y pajas mentales mías. ¿Con qué se quedarían del capítulo? Yo con las imágenes luciferinas y las presentaciones de Suzaku y Lelouch porque dicen mucho sobre ellos (aunque ese dimes y diretes entre Suzaku y Anya o la primera escena entre Lelouch y Kallen viven en mi corazón).

Agradezco que hayan leído el primer capítulo. Los comentarios serán bienvenidos.

Nos leeremos en junio para el segundo capítulo del fanfic: "Fantasmas".

¡Cuídense mucho, malvaviscos asados!

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