—¡Viena, Valencia, Venecia! —llama mamá a mis hermanas.
Las niñas ni siquiera giran la cabeza hacia las escaleras, por donde ella está bajando a toda velocidad. Continúan viendo su episodio matutino de Bob Esponja mientra devoran su desayuno.
—Val, cómete también la fruta —susurro arrimando el plato hacia ella.
—¿Por qué los papás no se fijan primero si sus hijos están despiertos antes de gritar que se levanten? —opta por preguntar, tomando un cubo de manzana.
A ninguna de las tres les gustan las rodajas, así que me acostumbré a cortar todo en cuadrados. O triángulos. O rombos.
—Sí, ¿y por qué gritan muchas veces tu nombre cuando la comida está en la mesa? ¿No escuchan que les contestamos «¡Ya va!» a la primera? —indaga Vi antes de llevarse una cucharada con demasiado cereal a la boca.
Me pongo de pie y limpio con una servilleta la leche que chorrea por su mentón.
—¿Y por qué siempre corren como si no tuvieran tiempo? Hay muchas horas en el día, y en la semana, y en el mes, y en el año. —Vene intenta pescar con su cuchara un cubo de manzana que cayó dentro de su tazón.
No llego a contestar sus preguntas —aunque tampoco creo tener respuesta para ellas— porque nuestra madre avanza tal tornado mientras se pone los pendientes. Papá igual, solo que se está abotonando el saco. Ella va hacia la cafetera y rellena dos tazas térmicas, él cierra los maletines que quedaron abiertos la noche anterior sobre la desordenada mesa del living; ella besa con rapidez las cabezas de las trillizas y él roba unos cubos de la manzana y los mastica sin saborearlos de verdad mientras busca las llaves del coche entre los cojines del sofá.
Ya las tengo en la mano, como todas las mañanas. Las levanto y sonríe. Me da una sola palmada en el hombro antes de apresurarse a la puerta.
Gina le pasa una taza Harold. Harold a Gina un maletín.
—¡Los amamos! —se despiden dando un portazo.
Tan rápido como llegan, se van. Hace años que es así.
Antes de que tuvieran a las chicas éramos muy unidos. Gestionaban una pequeña empresa de turismo y vivíamos viajando de un país a otro. Mi habitación está repleta de fotografías de los tres en lugares hermosos. Sin embargo, mamá tuvo náuseas en un vuelo a Birmania, y ella jamás las había tenido en los cientos de aviones que pisamos. Se sentía tan mal que debimos quedarnos atrapados en el hotel durante cuatro días, y al quinto regresamos a casa con una ecografía bajo el brazo cortesía de una médica birmana.
Viajar con un hijo no es lo mismo que viajar con cuatro. Económicamente hace agujeros en los bolsillos de la clase media. Mental y físicamente te deja exhausto cuando tres de esos niños tienen la misma edad, necesitan los mismos cuidados por igual y no se sincronizan ni para dormir.
Desde ese día hace 6 años, no volvimos a viajar. Ni siquiera salimos de Sweet Wind.
Mis padres ampliaron la agencia de turismo. Contrataron personal. Dejaron de ser guías para conformarse detrás del escritorio que, según ellos, nos da de comer.
Es extraño que lo que pone comida en la mesa sea lo mismo que te quita a las personas que quieres de tu lado. ¿Vale la pena comer solo todos los días? Porque sería capaz de no probar bocado con tal de tener una charla de cinco minutos con papá. Renunciaría al agua con tal de un abrazo de mamá que dure más de tres segundos, o para que mis hermanas dejen de buscar entre el mar de padres a los nuestros en sus obras escolares.
Sin embargo, lamentablemente ya se acostumbraron. Por eso ni siquiera despegaron la vista del televisor cuando ellos aparecieron. Viven en el ojo del huracán de forma permanente. Ni siquiera demandan atención. Solo hacen lo que uno les dice, y aunque ese puede ser el sueño de muchos porque no causan problemas, a mí me preocupa.
Vivir en piloto automático no es algo que deberían hacer las niñas de 6 años. En realidad, ningún ser humano.
Me siento culpable porque sé que lo aprendieron de mí, pero no tengo la fuerza para cambiar y ser un mejor ejemplo.
Ayudé a cuidarlas desde el primer vómito de mamá, donde me quedé sosteniendo su cabello. Al cumplir 12 estaba más acostumbrado a los pañales que a los videojuegos. Mis padres jamás me pidieron que ayudara tanto como lo estaba haciendo, pero con cada «Eres un gran hermano mayor», «Te miran como si fueras el sol» y «Estamos orgullosos de ti, Timmy», me alentaron a hacerlo. El problema es que la línea entre hijo y niñero se desvaneció en algún punto.
De a poco dejaron de preguntar acerca de cómo me iba en la escuela. Ya no recordaban los nombres de mis amigos e incluso olvidaron tres veces mi cumpleaños. Que alguien olvide tu aniversario de existencia teniendo Facebook instalado en sus teléfonos dice mucho.
De persona a recurso, así me sentí.
Así me quedé.
Intenté hablar con ellos en el pasado, pero siempre había una interrupción. Era el trabajo o las niñas, y sino se habían quedado dormidos en el sofá a causa de las infinitas jornadas laborales.
Cuando uno pierde el vínculo con una persona, la nostalgia ataca sin horario, pero no se puede reestablecer una conexión si del otro lado no cooperan. No importa que tus ganas rocen la locura, anhelar de más no compensará el anhelo que le falta al otro.
Lo peor es no saber de dónde viene la falta de interés. ¿Por un trabajo que los consume? ¿Por priorizar y dar más atención a otros? ¿Es porque cambiaron o tú cambiaste? ¿Ambos? ¿Les duele estar atados a ti o creen que te hieren de alguna forma? ¿Es porque...?
¿Por qué?
—Es hora —digo.
Las trillizas se ponen de pie en fila y dejan una por una los trastes en el fregadero antes de arrastrar y subirse a sus banquillos. Liv me ayudó a construirlos en el taller de carpintería, y Arlo y Gretha los pintaron.
Cuando tenía siete, papá construyó uno para mí. Era una tradición familiar limpiar juntos. Ahora Viena lava, Valencia seca y Venecia guarda la vajilla mientras empaco sus almuerzos y luego las ayudo a ponerse los abrigos y las mochilas.
Tomo de la mano a una y las otras dos se enganchan como si fuéramos una cadena.
Solo tenemos que caminar tres cuadras para llegar a la escuela. Nos enfrentamos al gélido aire de la mañana y hago una nota mental para terminar de tejer sus nuevas bufandas, porque las que tienen puestas fueron atacadas por polillas durante el tiempo que quedaron abandonadas al fondo del armario.
—¡Ahí está Patricio! —dice la niña al final de la hilera, frenando de golpe y provocando que todos lo hagamos.
No hay muchas cosas que las emocionen, pero una de ellas es él.
Patricio es uno de los personajes de Bob Esponja. La estrella de mar rosada para ser exactos, y el hijo de nuestros vecinos se llama igual. Incluso se le parece. Su piel siempre está sonrojada, como si la vergüenza habitara en sus poros. Además, tiene una barriga ovalada y mantiene su pelo pelirrojo tan corto como lo es un abrazo de mis padres. Su vestimenta es ochentera a pesar de que es solo unos años mayor que yo, con estampados que para mí se asemejan más a un virus visto a través de un microscopio que a flores de colores.
—¡Hey, chicos! —Agita una mano desde el jardín de enfrente, mientras sus cuatro histéricos caniches corretean entre sus piernas—. ¿Qué le dijo un semáforo a otro?
Saca a pasear a sus perros todos los días a la misma hora desde que se mudó hace tres meses, y tiene un chiste preparado para las chicas todas las mañanas.
—¡¿Qué le dijo?! —chilla mi coro.
—No me mires que me estoy cambiando.
Es malo. Malísimo. Todos sus chistes son terribles, pero mis hermanas se ríen con él por un motivo inexplicable, así que no me importa parar un minuto en nuestro trayecto para esto. Sin embargo, Patricio tiene sus ojos en mí. No me ha hecho reír nunca pero lo sigue intentando como si fuera el día uno.
—La próxima tal vez —lo consuelo y me encojo de hombros.
Me regala una sonrisa suave y hace un ademán de «No te preocupes». Los caniches demandan su atención a ladridos y alza a uno. Toma la pata del can y la mueve para despedirse de nosotros.
En las películas, en los vestuarios siempre molestan a un chico.
En la vida real creí que no sucedería. Hasta el año pasado jamás vi siquiera a dos personas empujarse contra los casilleros, y más allá de las bromas tontas, nunca armaron una escena en las duchas.
Sin embargo, para que exista la ficción debe existir la realidad. Ambas tienen una parte de la otra.
Mi problema fue estar en el momento y lugar equivocado.
Siempre me gustaron los chicos. No es algo que me avergüence a pesar de que jamás lo dije en voz alta frente a nadie. Los heterosexuales no andan diciendo que son heteros, y aunque entiendo por qué algunos gays quieren expresar su preferencia sexual, a mí me gusta la privacidad.
Me gustaba, mejor dicho.
Solía hacer atletismo. Nunca quise poner incómodos a mis compañeros en caso de tener una erección al compartir duchas, por lo que hacía tiempo dando unas vueltas más en la pista hasta que ellos terminaban de asearse. Así tenía el vestuario solo para mí.
El año pasado fue uno de esos en que mis padres olvidaron mi cumpleaños. No soporté tenerlos frente a mí en la mesa, pasándose la ensalada y debatiendo sobre si llovería o no como si fuera un día más. Les dije que iría al partido que cerraba la temporada de fútbol americano como última oportunidad para ver si se acordaban.
—Día muy especial, ¿eh? —dijo papá chequeando su teléfono.
—Llévate una campera —añadió mamá, distraída.
Ya tenía una puesta, pero ni siquiera se dio cuenta.
Mientras todos estaban en el juego, corrí en la pista a modo de terapia. Me sentía tan mal que antes de darme cuenta el partido había terminado y los muchachos se estaban desnudando en el mismo sitio donde yo me estaba duchando una hora más tarde.
Tres cosas pasaron en ese momento, y desde entonces la escuela es una pesadilla.
Si no fuera por Gretha, Arlo y Liv... No sé.
Si mis hermanas no dependieran de mí, tal vez...
Alguien cierra mi casillero de golpe. Apenas tengo tiempo para quitar mis manos antes de que el metal las comprima. El chasquido es tan fuerte que llama la atención de casi todo el corredor.
Al levantar la vista, me encuentro con Karim. Es el quarterback del equipo. A pesar de lo que pasó en las duchas, jamás se me acercó. Nunca me dijo nada. Me evitó aunque sus compañeros no dejaron de molestarme desde ese día.
—Tú y yo tenemos que hablar, Cuevas.
En otra época tendría miedo, pero no es como si me importara recibir una paliza. Al menos eso me haría sentir algo, aunque fuera solo dolor.
De esa forma puede que mis papás me vean.
Estoy por encogerme de hombros y dejarlo hablar o darme un puñetazo. Es más, me sorprende que no haya venido a golpearme meses atrás, cuando lo arrastré conmigo a la humillación.
—Sí, eso no sucederá, Timmy y yo tenemos planes —dice una tranquila voz a mis espaldas.
Siento el peso de un brazo alrededor de mis hombros encorvados. Es Sawyer.
Me sorprende reconocer a alguien que no sean mis amigos. Los rostros que me rodean ya no me interesan y los olvido con facilidad.
El recién llegado sostiene la mirada de Karim de forma muy personal, así que asumo que se conocen. La tensión podría cortarse con una tijera y el alumnado lo nota. Los murmullos se hacen oír y la tensión corporal de estos dos es visible.
—Será en otro momento entonces —dice el de ojos negros, dando un paso atrás.
Lo vemos marcharse y espero que de inmediato Sawyer deje de tocarme. No lo hace. Intento moverme para salvarlo de los rumores, pero se mantiene firme. Comienza a caminar conmigo como si fuéramos amigos de la infancia; él el extrovertido y yo el introvertido.
—No me importa lo que la gente diga —contesta a la pregunta que flota en mi mente.
No sé si agradecerle. No sé por qué hace esto. Tal vez se quiere sentir buena persona. Tal vez es bueno de verdad. Tal vez cree que es su deber porque soy amigo de la hermanastra de su novia.
—Hoy sirven pudín en la cafetería —susurro.
Cuando digo cosas sin contexto las personas me miran raro, así que espero eso. Le estoy dando un empujoncito para que se aleje sin sentir culpa.
—Esperemos que sea de chocolate.
Mis labios se sienten tirantes. Estoy haciendo una mueca, pero es lo más cercano que he estado de sonreír en un tiempo.
—¿Puedo pedirte algo, Timmy?
Ah.
Ya sabía que había gato encerrado. La gente es una decepción infinita.
—¿Me acompañarías por ese pudín a la hora del almuerzo? —pregunta en su lugar.
¡Hola, paragüitas! ¿Qué tal los trata agosto entre? Pueden responder comentando pudín de chocolate (excelente), pudín de vainilla (muy mal) o pudín marmolado (a veces bien, a veces mal). ☕💕
1. ¿Opiniones sobre las Viena, Valencia y Venecia?
2. ¿Alguna vez dejaron de insistir en una relación (del tipo que sea) porque no veían que del otro lado se esforzaban en mantenerla intacta?
3. ¿Creen que Sawyer será más cercano con Timmy, Liv o Arlo en el futuro? ¿Con cuál creen que chocará más?
Con amor cibernético y demás, S. ♥️
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